13/10/16

Nosotros, los que nunca seremos Premio Nobel



En sus 115 años de existencia, el Premio Nobel de Literatura ha reconocido cultores de géneros tan diversos como la poesía, la novela, el cuento, el ensayo, el teatro, la biografía, las memorias…  e incluso, como acaba de demostrarlo el premio 2016 otorgado a Bob Dylan, a un compositor y cantante  [me enteré cuando estaba a punto de publicar este texto], por singular que este sea.

Pero si más de un nobelizado cultivó esencialmente uno solo de los citados géneros, ningún autor mayormente consagrado a la literatura infantil ha sido distinguido con el más prestigioso galardón de la literatura mundial.

No creo correr riesgo alguno al afirmar que esta regla, no escrita, jamás será violada.

Incluso teniendo en cuenta que uno que otro premiado, como la chilena Gabriela Mistral, el indio Rabrindranath Tagore o el británico Rudyard Kipling, son hoy mayoritaria o ampliamente conocidos por sus obras para niños y adolescentes, o que autores como la sueca Selma Lagërloff y el español Juan Ramón Jiménez son autores de clásicos como “El maravilloso viaje de Nils Holgersson” y “Platero y yo”, lo cierto es que su elección para el Nobel fue hecha al margen e incluso a pesar de sus muestras de amor a la infancia. 




A lo más que podemos aspirar es a que, como en el caso del belga Maurice Maeterlink, se destaque “una riqueza de imaginación y una fantasía poética que revela, a veces con el aspecto de un cuento de hadas, una profunda inspiración, mientras atraen los propios sentimientos de los lectores y estimulan su imaginación de una forma misteriosa”… rasgos evidentemente definitorios de la literatura infanto-juvenil, pero que el jurado del Nobel detectó dentro una obra dramatúrgica destinada al público general.

¿Y el premio Andersen?

Algunos dirán que los escritores para chicos debemos contentarnos con laureles endémicos: el premio ALMA (creado por Suecia en memoria de su gran escritora para chicos Astrid Lindgren) o el Premio Andersen, que otorga la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil (IBBY por sus siglas en inglés) con el patrocinio de la Reina de Dinamarca, país natal de Hans Christian Andersen.

El primer premio goza incluso de una dotación económica que no desmerece la del Nobel, pero fue creado solamente en 2003 y no se destina únicamente a escritores, sino también a ilustradores y promotores del libro y la literatura para chicos. En cuanto al Premio Andersen, si bien tiene una trayectoria de más de medio siglo, carece de dotación económica y eso, en los tiempos que vivimos, limita mucho su impacto.

Osaré, no obstante, una comparación entre el Premio Nobel de Literatura y los premios Andersen de Literatura Infantil (dejando de lado los de Ilustración, que comenzaron a otorgarse en la sexta edición, cuando se hizo evidente el rol creciente de esa especialidad en el libro infantil y su lectura).

En materia de representación de la literatura mundial el Premio Nobel de Literatura (que ha prestigiado 40 países y 25 lenguas) y el Premio Andersen (con 22 países y 16 lenguas) revelan datos que son más difíciles de interpretar de lo que parece a primera vista; entre otras razones porque la práctica mitad de los premios Nobel fueron concedidos antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, mientras que el Premio Andersen es precisamente hijo de los cambios que tuvieron lugar en Occidente tras el fin de la mentada contienda. O sea que no es solo cuestión de cifras, dado que el Nobel se entrega cada año desde 1901 (a excepción de 1914, 1918, 1935 y 1940-1943), mientras que el llamado Pequeño Nobel (mejor sería decir el Nobel de “los pequeños”) se otorga desde 1956 y con carácter bienal. También hay que tener en cuenta los cambios objetivos (desarrollo económico y cultural de diversos países y regiones del mundo, y cambios en la mirada eurocéntrica propia de las primeras décadas del siglo xx).

El Nobel ha recompensado autores de los cinco continentes, e incluso ha distinguido creadores de países tan pequeños y poco visibles literaria y editorialmente hablando como Nigeria, Sudáfrica, Egipto, Turquía o Santa Lucía. No obstante, dominan la plantilla del Nobel 5 escritores franceses, 12 norteamericanos y 10 alemanes.

Por idiomas se impone el inglés (¿debido a que lo practica el mayor número de países?) con 28 autores, seguido del francés; una lengua también internacional, pero que ha sido honrada solo en la persona de autores galos. El alemán cubre apenas un puñado de países y territorios del centro de Europa y sin embargo dispone de 14 laureados, mientras la también internacional lengua española figura en cuarto lugar, con 11 nobelizados (9.8% del total) distribuidos en cinco países: España (sexto lugar con 6 laureados que equivalen al 5.3% del total), Chile (con 2), y Colombia, México y Perú con uno, respectivamente.

Por su parte, el Premio Andersen muestra una diversidad mucho menor, y ello no se debe solamente al hecho de que la literatura infantil es una especialidad más reciente y mayormente determinada por el desarrollo socio-cultural (la extensión y consolidación de la enseñanza y de la red bibliotecaria, sin las cuales el público lector es limitado), el desarrollo industrial (las imprentas de calidad son costosas y requieren personal especializado) y el desarrollo comercial (editoriales sólidas y eficaces sistemas de distribución y venta).

El más antiguo y prestigioso premio internacional de literatura infantil muestra una dispersión geográfica muy inferior a la del Nobel. De los 32 escritores premiados, 24 proceden de Europa y Estados Unidos, y 11 se expresan en inglés (5 estadounidenses, 3 británicos y uno de Australia, Nueva Zelandia e Irlanda, respectivamente). Llama la atención que el país más novelizado, Francia, deba contentarse con un único titular del Andersen (lo mismo que el único representante de Europa Oriental, la antigua Checoslovaquia). Alemania, Brasil, Japón y Suecia cuentan, respectivamente con dos galardonados; la misma cantidad (un español y una argentina) que las 22 naciones de expresión castellana. Tres asiáticos (2 japoneses y un chino) y dos de Oceanía (las “desarrolladas” Australia y Nueva Zelanda) completan un panorama del mundo donde África no existe.

El premio Nobel se ha mostrado escandalosamente machista al solo incluir 14 mujeres entre sus 113 premiados. El Andersen es infinitamente más equilibrado con 15 mujeres y 17 hombres… pero… ¿no está probado que las féminas son más numerosas en el mundo de la literatura infantil?

Si el Nobel fue rechazado por Pasternak (obligado por las autoridades soviéticas) y Jean Paul Sartre (que no aceptaba honores institucionales), y muchos son los grandes escritores que nunca lo recibieron; desde Tolstoi, Zola, Ibsen o Proust, a  Kafka, Borges, Carpentier, Roa Bastos o Nabokov), el Andersen no escapa a la polémica. Y no solo por “ruidosas” ausencias como Michael Ende, Road Dhal, Peter Härtling, Juan Farias, René Goscigny, Marcela Paz o María Elena Walsh (a quien se concedió el patético placebo de una “mención honorífica)…

¿La justicia tarda, pero llega? Confiemos en que pronto reciban el Premio Andersen autores como Alki Zei o Alice Vieira (¿Grecia y Portugal son países periféricos?) o como el español Fernando Alonso, quien lo merece mucho más que su único compatriota José María Sánchez Silva (autor recompensado en 1968 con tan poca razón que es el único que se vio obligado a compartirlo; con el alemán James Krüss, mucho más meritorio). Por su parte, la argentina María Teresa Andruetto no debió ser la primera (y única) hispanoamericana en obtenerlo en 2012.

¿Otro Síndrome de Estocolmo?

Esta prolongada digresión en torno al premio Andersen no debe apartarnos de lo esencial: ¿por qué un autor de libros infantiles no puede aspirar a ser recompensado con el Nobel de Literatura? ¿En qué sería la literatura para niños y adolescentes inferior a su similar para adultos?

Tres el número perfecto… incluso en teoría literaria. Ya en tiempos de la Grecia Antigua había tres tipos consagrados de oratoria, tres niveles de estilo y tres modos de representación. La teoría literaria romántica acuña una tríada pretendidamente platónico-aristotélica al consagrar tres géneros: el dramático, el épico y el lírico; es decir: el texto dramatúrgico, la narrativa (novela y cuento) y la poesía.
¿Una primera imperfección clásica de literatura infantil vendría del hecho de no ajustarse a la tríada genérica? Lo cierto es que mal podría excluirse de ella un cuarto género: el documental (que asegura la función informativa sin renunciar a recursos lúdicos que lo harían confundirse con el manual escolar), e incluso un quinto: el álbum ilustrado, donde un discurso predominantemente narrativo se expresa no solo a través de palabras sino de imágenes, en una completa interacción. Como si no bastara, tenemos que admitir que la llamada literatura infantil es en realidad una literatura infantil Y juvenil, donde la primera parte se desglosa en literatura para “pre-lectores” y literatura para niños que ya poseen la capacidad alfabética, y la segunda se confunde a menudo con las expresiones menos complejas, desde el punto de vista ideo-temático y estructural, de la literatura para adultos.

De hecho la literatura infantil y la literatura juvenil constituyen una especie de archigénero (tal vez dos archigéneros, respectivamente) caracterizados, en lo esencial, no por formas específicas (fuera del álbum ilustrado, todos sus géneros existen en la producción para adultos) sino por su peculiar forma de apropiarse la percepción y la relación con el mundo que son inherentes al niño o el adolescente (especificidades psicológicas, vivenciales, de cultura) que, captadas por los autores, configuran un modo de expresión estética sui generis.    

La definición de la literatura infantil y juvenil que acabo de esbozar, no es tenida en cuenta por la absoluta mayoría de los críticos, teóricos e historiadores de la literatura (para adultos) y por los miembros de la Academia Nobel de literatura. Para la mayoría de los profanos, la literatura infantil y juvenil no hace más que simplificar y̸o dosificar los temas y formas de la literatura para adultos y desde ese punto de vista, nuestro archigénero solo podría ser una forma inferior de la literatura para adultos, incapaz de renovar en la forma o de profundizar en el contenido con la intensidad que se espera de las más grandes obras, aquellas que en principio recompensaría con sus dorados laureles el Premio Nobel de Literatura.

Una lectura atenta de lo mejor de la literatura infantil y juvenil mundial (que ningún miembro de la Academia Nobel ni los más conspicuos especialistas de la mal llamada literatura general perderán su tiempo en realizar) permitiría descubrir interesantes innovaciones formales, funciones literarias, y aspectos de la realidad, las relaciones humanas o la conciencia que solo la literatura infantil y juvenil ha realizado o que ha completado antes que nadie (influyendo en la literatura para adultos). Pero todo lector con derecho al voto casi siempre tendrá la impresión de déjà vu cuando se adentra en las páginas destinadas a los chicos. Los temas trascendentes (la muerte, la traición, la guerra, el sentido de la vida) que habitualmente se asocia a los Grandes Autores parecerán, si no ausentes, superficialmente tratados en los libros para niños y adolescentes. Nosotros sabemos que no es así, pero los “nobelistas” no lo saben… y tampoco están demasiado interesados en enterarse.

He utilizado arriba el término literatura general, que se aplica a la literatura que no es específica como la infantil y juvenil –definida por su destinatario niño o adolescente– olvidando que todo adulto fue alguna vez chico y que ningún chico ha sido ya adulto. O sea que si no todo el mundo ha leído La Divina Comedia (y muchos no la leerán, aunque vivan centenarios), sí todo el mundo leyó Caperucita Roja y fue marcado por el intenso mensaje –más complejo de lo que parece en sus versiones abreviadas, edulcoradas y llamativamente ilustradas– en torno a los peligros de la sociedad, representada por el bosque, la relación entre verdad y mentira o las pulsiones sexuales... que bordean el incesto en el famoso diálogo entre el lobo disfrazado de abuelita y la ¿totalmente inocente? Caperucita.

Pero, claro, los niños y adolescentes no constituyen ni siquiera un tercio de la humanidad y cuentan todavía menos en términos de poder económico e intelectual. Un Premio Nobel interesa a todo el mundo, incluidos los no lectores, pero un Premio Nobel otorgado a un escritor para niños y adolescentes solo implicaría a la franja más débil de la humanidad y a los prescindibles millones de bibliotecarios, escritores, editores o maestros que a los susodichos se consagran… con salarios y prestigio social siempre inferior a quienes hacen lo mismo para un cliente adulto.

Y esta es la única, verdadera razón, por la que ningún buen escritor de libros para niños y adolescentes será nunca Premio Nobel.


1 comentario:

La noche en el bolsillo dijo...

Impresionante el análisis que haces, por su profundidad y objetividad. Lo suscribo y comparto. Gracias por compartirlo.

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