En sus 115 años de existencia, el Premio Nobel de
Literatura ha reconocido cultores de géneros tan diversos como la poesía, la novela,
el cuento, el ensayo, el teatro, la biografía, las memorias… e incluso, como acaba de demostrarlo el premio 2016 otorgado a Bob Dylan, a un compositor y cantante [me enteré cuando estaba a punto de publicar este texto], por singular que este sea.
Pero si más de un nobelizado cultivó esencialmente uno solo de los citados géneros, ningún autor mayormente consagrado a la literatura infantil ha sido distinguido con el más prestigioso galardón de la literatura mundial.
Pero si más de un nobelizado cultivó esencialmente uno solo de los citados géneros, ningún autor mayormente consagrado a la literatura infantil ha sido distinguido con el más prestigioso galardón de la literatura mundial.
No creo correr
riesgo alguno al afirmar que esta regla, no escrita, jamás será violada.
Incluso
teniendo en cuenta que uno que otro premiado, como la chilena Gabriela Mistral,
el indio Rabrindranath Tagore o el británico Rudyard Kipling, son hoy mayoritaria
o ampliamente conocidos por sus obras para niños y adolescentes, o que autores
como la sueca Selma Lagërloff y el español Juan Ramón Jiménez son autores de
clásicos como “El maravilloso viaje de Nils Holgersson” y “Platero y yo”, lo
cierto es que su elección para el Nobel fue hecha al margen e incluso a pesar de sus muestras de amor a la
infancia.
A lo más que podemos
aspirar es a que, como en el caso del belga Maurice Maeterlink, se destaque “una riqueza de imaginación y una
fantasía poética que revela, a veces con el aspecto de un cuento de hadas, una
profunda inspiración, mientras atraen los propios sentimientos de los lectores
y estimulan su imaginación de una forma misteriosa”… rasgos evidentemente
definitorios de la literatura infanto-juvenil, pero que el jurado del Nobel detectó
dentro una obra dramatúrgica destinada al público general.
¿Y el premio Andersen?
Algunos dirán
que los escritores para chicos debemos contentarnos con laureles endémicos: el premio ALMA (creado por
Suecia en memoria de su gran escritora para chicos Astrid Lindgren) o el Premio
Andersen, que otorga la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil
(IBBY por sus siglas en inglés) con el patrocinio de la Reina de Dinamarca,
país natal de Hans Christian Andersen.
El primer
premio goza incluso de una dotación económica que no desmerece la del Nobel,
pero fue creado solamente en 2003 y no se destina únicamente a escritores, sino
también a ilustradores y promotores del libro y la literatura para chicos. En
cuanto al Premio Andersen, si bien tiene una trayectoria de más de medio siglo,
carece de dotación económica y eso, en los tiempos que vivimos, limita mucho su
impacto.
Osaré, no
obstante, una comparación entre el Premio Nobel de Literatura y los premios
Andersen de Literatura Infantil (dejando de lado los de Ilustración, que
comenzaron a otorgarse en la sexta edición, cuando se hizo evidente el rol
creciente de esa especialidad en el libro infantil y su lectura).
En materia de representación
de la literatura mundial el Premio Nobel de Literatura (que ha prestigiado 40
países y 25 lenguas) y el Premio Andersen (con 22 países y 16 lenguas) revelan datos
que son más difíciles de interpretar de lo que parece a primera vista; entre
otras razones porque la práctica mitad de los premios Nobel fueron concedidos
antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, mientras que el Premio Andersen es
precisamente hijo de los cambios que tuvieron lugar en Occidente tras el fin de
la mentada contienda. O sea que no es solo cuestión de cifras, dado que el
Nobel se entrega cada año desde 1901 (a excepción de 1914, 1918, 1935 y
1940-1943), mientras que el llamado Pequeño Nobel (mejor sería decir el Nobel
de “los pequeños”) se otorga desde 1956 y con carácter bienal. También hay que
tener en cuenta los cambios objetivos (desarrollo económico y cultural de diversos
países y regiones del mundo, y cambios en la mirada eurocéntrica propia de las
primeras décadas del siglo xx).
El Nobel ha
recompensado autores de los cinco continentes, e incluso ha distinguido creadores
de países tan pequeños y poco visibles literaria y editorialmente hablando como
Nigeria, Sudáfrica, Egipto, Turquía o Santa Lucía. No obstante, dominan la plantilla
del Nobel 5 escritores franceses, 12 norteamericanos y 10 alemanes.
Por idiomas se
impone el inglés (¿debido a que lo practica el mayor número de países?) con 28 autores, seguido del francés; una lengua también internacional, pero que ha sido
honrada solo en la persona de autores galos. El alemán cubre apenas un puñado de
países y territorios del centro de Europa y sin embargo dispone de 14 laureados,
mientras la también internacional lengua española figura en cuarto lugar, con
11 nobelizados (9.8% del total) distribuidos en cinco países: España (sexto
lugar con 6 laureados que equivalen al 5.3% del total), Chile (con 2), y
Colombia, México y Perú con uno, respectivamente.
Por su parte,
el Premio Andersen muestra una diversidad mucho menor, y ello no se debe
solamente al hecho de que la literatura infantil es una especialidad más
reciente y mayormente determinada por el desarrollo socio-cultural (la
extensión y consolidación de la enseñanza y de la red bibliotecaria, sin las
cuales el público lector es limitado), el desarrollo industrial (las imprentas
de calidad son costosas y requieren personal especializado) y el desarrollo
comercial (editoriales sólidas y eficaces sistemas de distribución y venta).
El más antiguo
y prestigioso premio internacional de literatura infantil muestra una
dispersión geográfica muy inferior a la del Nobel. De los 32 escritores
premiados, 24 proceden de Europa y Estados Unidos, y 11 se expresan en inglés (5
estadounidenses, 3 británicos y uno de Australia, Nueva Zelandia e Irlanda,
respectivamente). Llama la atención que el país más novelizado, Francia, deba
contentarse con un único titular del Andersen (lo mismo que el único
representante de Europa Oriental, la antigua Checoslovaquia). Alemania, Brasil,
Japón y Suecia cuentan, respectivamente con dos galardonados; la misma cantidad
(un español y una argentina) que las 22 naciones de expresión castellana. Tres asiáticos
(2 japoneses y un chino) y dos de Oceanía (las “desarrolladas” Australia y
Nueva Zelanda) completan un panorama del mundo donde África no existe.
El premio
Nobel se ha mostrado escandalosamente machista al solo incluir 14 mujeres entre
sus 113 premiados. El Andersen es infinitamente más equilibrado con 15 mujeres
y 17 hombres… pero… ¿no está probado que las féminas son más numerosas en el
mundo de la literatura infantil?
Si el Nobel fue
rechazado por Pasternak (obligado por las autoridades soviéticas) y Jean Paul
Sartre (que no aceptaba honores institucionales), y muchos son los grandes
escritores que nunca lo recibieron; desde Tolstoi, Zola, Ibsen o Proust, a Kafka, Borges, Carpentier, Roa Bastos o Nabokov),
el Andersen no escapa a la polémica. Y no solo por “ruidosas” ausencias como
Michael Ende, Road Dhal, Peter Härtling, Juan Farias, René Goscigny, Marcela
Paz o María Elena Walsh (a quien se concedió el patético placebo de una
“mención honorífica)…
¿La justicia
tarda, pero llega? Confiemos en que pronto reciban el Premio Andersen autores
como Alki Zei o Alice Vieira (¿Grecia y Portugal son países periféricos?) o
como el español Fernando Alonso, quien lo merece mucho más que su único compatriota
José María Sánchez Silva (autor recompensado en 1968 con tan poca razón que es
el único que se vio obligado a compartirlo; con el alemán James Krüss, mucho
más meritorio). Por su parte, la argentina María Teresa Andruetto no debió ser
la primera (y única) hispanoamericana en obtenerlo en 2012.
¿Otro Síndrome de Estocolmo?
Esta
prolongada digresión en torno al premio Andersen no debe apartarnos de lo
esencial: ¿por qué un autor de libros infantiles no puede aspirar a ser
recompensado con el Nobel de Literatura? ¿En qué sería la literatura para niños
y adolescentes inferior a su similar para adultos?
Tres el número
perfecto… incluso en teoría literaria. Ya en tiempos de la Grecia Antigua había
tres tipos consagrados de oratoria, tres niveles de estilo y tres modos de
representación. La teoría literaria romántica acuña una tríada pretendidamente platónico-aristotélica
al consagrar tres géneros: el dramático, el épico y el lírico; es decir: el
texto dramatúrgico, la narrativa (novela y cuento) y la poesía.
¿Una primera imperfección clásica de literatura
infantil vendría del hecho de no ajustarse a la tríada genérica? Lo cierto es que
mal podría excluirse de ella un cuarto género: el documental (que asegura la
función informativa sin renunciar a recursos lúdicos que lo harían confundirse
con el manual escolar), e incluso un quinto: el álbum ilustrado, donde un
discurso predominantemente narrativo se expresa no solo a través de palabras
sino de imágenes, en una completa interacción. Como si no bastara, tenemos que
admitir que la llamada literatura infantil es en realidad una literatura
infantil Y juvenil, donde la primera parte se desglosa en literatura para “pre-lectores”
y literatura para niños que ya poseen la capacidad alfabética, y la segunda se
confunde a menudo con las expresiones menos complejas, desde el punto de vista
ideo-temático y estructural, de la literatura para adultos.
De hecho la
literatura infantil y la literatura juvenil constituyen una especie de archigénero
(tal vez dos archigéneros, respectivamente) caracterizados, en lo esencial, no
por formas específicas (fuera del álbum ilustrado, todos sus géneros existen en
la producción para adultos) sino por su peculiar forma de apropiarse la
percepción y la relación con el mundo que son inherentes al niño o el
adolescente (especificidades psicológicas, vivenciales, de cultura) que,
captadas por los autores, configuran un modo de expresión estética sui generis.
La definición de
la literatura infantil y juvenil que acabo de esbozar, no es tenida en cuenta
por la absoluta mayoría de los críticos, teóricos e historiadores de la literatura
(para adultos) y por los miembros de la Academia Nobel de literatura. Para la
mayoría de los profanos, la literatura infantil y juvenil no hace más que
simplificar y̸o dosificar los temas y formas de la literatura para adultos y desde
ese punto de vista, nuestro archigénero solo podría ser una forma inferior de
la literatura para adultos, incapaz de renovar en la forma o de profundizar en
el contenido con la intensidad que se espera de las más grandes obras, aquellas
que en principio recompensaría con sus dorados laureles el Premio Nobel de Literatura.
Una lectura
atenta de lo mejor de la literatura infantil y juvenil mundial (que ningún
miembro de la Academia Nobel ni los más conspicuos especialistas de la mal
llamada literatura general perderán
su tiempo en realizar) permitiría descubrir interesantes innovaciones formales,
funciones literarias, y aspectos de la realidad, las relaciones humanas o la
conciencia que solo la literatura infantil y juvenil ha realizado o que ha completado
antes que nadie (influyendo en la literatura para adultos). Pero todo lector con
derecho al voto casi siempre tendrá la impresión de déjà vu cuando se adentra en las páginas destinadas a los chicos. Los
temas trascendentes (la muerte, la traición, la guerra, el sentido de la vida)
que habitualmente se asocia a los Grandes Autores parecerán, si no ausentes,
superficialmente tratados en los libros para niños y adolescentes. Nosotros
sabemos que no es así, pero los “nobelistas” no lo saben… y tampoco están
demasiado interesados en enterarse.
He utilizado
arriba el término literatura general,
que se aplica a la literatura que no es específica como la infantil y juvenil –definida
por su destinatario niño o adolescente– olvidando que todo adulto fue alguna
vez chico y que ningún chico ha sido ya adulto. O sea que si no todo el mundo
ha leído La Divina Comedia (y muchos
no la leerán, aunque vivan centenarios), sí todo el mundo leyó Caperucita Roja y fue marcado por el
intenso mensaje –más complejo de lo que parece en sus versiones abreviadas,
edulcoradas y llamativamente ilustradas– en torno a los peligros de la sociedad,
representada por el bosque, la relación entre verdad y mentira o las pulsiones sexuales...
que bordean el incesto en el famoso diálogo entre el lobo disfrazado de
abuelita y la ¿totalmente inocente? Caperucita.
Pero, claro,
los niños y adolescentes no constituyen ni siquiera un tercio de la humanidad y
cuentan todavía menos en términos de poder económico e intelectual. Un Premio
Nobel interesa a todo el mundo, incluidos los no lectores, pero un Premio Nobel
otorgado a un escritor para niños y adolescentes solo implicaría a la franja
más débil de la humanidad y a los prescindibles millones de bibliotecarios,
escritores, editores o maestros que a los susodichos se consagran… con salarios
y prestigio social siempre inferior a quienes hacen lo mismo para un cliente
adulto.
Y esta es la
única, verdadera razón, por la que ningún buen escritor de libros para niños y
adolescentes será nunca Premio Nobel.
1 comentario:
Impresionante el análisis que haces, por su profundidad y objetividad. Lo suscribo y comparto. Gracias por compartirlo.
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