Walt Disney lo comprendió en 1938, después del inmenso éxito de Blancanieves, el primer largometraje de animación de la historia y que lo distinguiera claramente de los demás realizadores de la época quienes no filmaban otra cosa que cartoons, es decir: pequeñas historias humorísticas animadas. En una reunión con sus colaboradores, declaró: “Lo que hacemos es Arte y el arte responde a criterios más elevados, determinados por la respuesta emocional del público : debemos tocar directamente el corazón de la gente. El arte no lo es si no se ocupa de cuestiones fundamentales, de esas cosas esenciales que nos obligan a luchar, que nos hacen reír, llorar, cantar, suspirar. Pero hay que llegar ahí”.
Algo parecido ocurre en el terreno de la literatura infantil. No basta con contar una buena historia, divertida, misteriosa, trepidante o seductora. Hay que llegar al corazón del lector, ocupándose de aquellos asuntos que son vitales, trascendentales, que hablarán a ese niño o adolescente a lo largo de toda su vida… aunque ni siquiera recuerde claramente la historia. Desde hace unos años hay cierta tendencia a confundir el legado trascendente de una buena obra literaria con los temas social o psicológicamente importantes: la enfermedad, la muerte, la violencia familiar y escolar, la droga, la emigración, la guerra… son, en efecto, temas importantes y los chicos necesitan la ayuda de los libros para comprenderlos verdaderamente, para asimilar esas páginas negras de la realidad. Pero si tales temas no son convertidos en tramas convincentes, en aventuras emocionales, si no se los aborda con convicción, conocimiento, profundidad y ambición estética, no llegan al corazón de los lectores y resultan, por superficialmente o circunstancialmente tratados, tan insustanciales y convencionales como cualquier historieta ligera.
El realismo que tanto valoran algunos no es el único ni el mejor estilo para convertir los sucesos cotidianos en experiencia estética. Aunque un estilo descarnado y directo puede ser la forja de una obra maestra -porque la calidad y la trascendencia estética son gaseiformes y pueden revestir las más diversas formas-, las que alcanzan universalidad y persistencia en el tiempo suelen ser aquellas que toman cierta distancia (estética, entre otras) con los hechos que las inspiran.
No es que todos los escritores, en todas nuestras obras, tengamos que proponernos alcanzar esas cimas de la intensidad humana y estética; porque no solo de pan, sino también de azúcar vive el Hombre. Pero si podemos comer golosinas en el camino del bosque, no es con sus migas, sino con sólidas y claras piedras que debemos marcar el camino que los Pulgarcitos que tenemos por lectores, a fin de que puedan ellos escapar del ogro y ganar la casa que no es solo de papá y mamá, sino la de la madurez, la serenidad y la honradez.
Sobre estos temas de la identidad y la trascendencia de la literatura infantil, he escrito bastante y desde hace mucho tiempo. Buena parte de mi libro de ensayos "Un oficio de centauros y sirenas" (Lugar Editorial. Buenos Aires, 2001; edición agotada) está consagrado a esos temas. He aquí uno de esos ensayos:
«El escritor ha sido, es y seguirá siendo, un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente...»
Mario Vargas Llosa
...Y el hombre inventó al niño
¡Cuántas mentiras no hemos escrito y dicho sobre los niños y la literatura! Desde aquello de que un niño no puede ser malo, hasta que son los mejores críticos...
Los niños sí pueden ser malos, tan malos como los adultos que los han maleducado y traicionado hasta hacerlos capaces de torturar y matar (en casos extremos), de delatar o mentir por interés, de ser egoístas e hipócritas...
Si tanto se angeliza al niño es por oportunismo de los adultos, que queremos crear a sus expensas una utopía a la que poder regresar para lavar nuestras bajezas. Reconocer que los niños sí pueden ser malos no es una forma de levantar la responsabilidad que tenemos respecto a ellos, sino todo lo contrario; porque un niño no puede ser sensible, franco, honrado, generoso... si no se lo enseñamos nosotros los adultos.
La supuesta capacidad crítica de los niños es otra mentira famosa con la que restauramos los autores, críticos y otros profesionales de la literatura infantil un ego maltrecho por lo marginal que resulta nuestra actividad en la escena cultural.
Todos sabemos que los niños responden al principio del placer, que para que ellos hagan las cosas que consideramos útiles, instructivas y correctas debemos generalmente forzarles (la tiranía del cariño es lo más socorrido hasta que llega la adolescencia y, según Françoise Dolto, la pena que causaría a sus padres no inhibe más al chico). En otras palabras, que los niños prefieren los libros que les entregan fácil y rápidamente una historia interesante.
Si bien son complejas, singulares y poco previsibles las razones que hacen, para uno u otro chico, en uno u otro momento, atractivo un libro, lo cierto es que, en nuestros días, la mayoría prefiere las series de terror a la buena literatura (cuando no priorizan cualquier juego ‑de acción, electrónico o de mesa‑ a la lectura).
Los niños no son, como tanto se ha dicho, críticos rigurosos y sinceros; simplemente muestran su satisfacción o disgusto más rápidamente y con menos escrúpulos. Depende de lo entrenados que hayan sido en las normas de urbanidad, o de la pena o respeto que sientan por quien les ha dado a leer el libro en cuestión. Si acudo a los ejemplos que he tenido más a mano, diría que los niños españoles ‑por espontáneos‑ son más francos que los franceses ‑más tempranamente sometidos a las convenciones sociales‑ o que los cubanos, que experimentan una especie de respeto frente a la autoridad (en este caso intelectual).
Como consecuencia de largas reflexiones solitarias (que me han conducido, entre otras, a las conclusiones arriba esbozadas), he arribado a la convicción de que los escritores infantiles tenemos una función educativa que cumplir.
Imagino que la última frase llenará de alegría a unos y de horror a otros. No hay que precipitarse; no he escrito que la literatura infantil tenga una función educativa que cumplir, sino que los escritores debemos realizar una labor educativa... con los adultos.
Los escritores de niños podemos y debemos educar a los adultos a través de nuestras conferencias, declaraciones y artículos, pero sobre todo a través de nuestras obras literarias (apellidadas «infantiles» sin ninguna intención restrictiva). Los adultos nos deben leer, no para patrullar la correcta asimilación por parte de sus hijos o alumnos, sino para instruirse descubriendo a los chicos a través de lo que los escritores contamos de ellos, y a través de la experiencia insustituible que resulta compartir con los menores de la casa algo que les gusta y seduce.
Pero, ¿somos aptos los escritores de niños para la magna tarea? No dudo ni un segundo en responder negativamente. No creo que la mayoría de mis colegas y yo estemos en condiciones de preparar a los adultos al mayor empeño que ha sido dado al ser humano: educar correctamente a sus retoños.
Sin embargo, una cosa hay que sí podemos, porque es la que define la misión misma del escritor: hacer preguntas, plantear dudas, incitar a la reflexión y el autoanálisis... dentro de bellas historias (que no son las historias bonitas sino las bien tramadas, profundas y brillantes, aquellas en que la hache no es muda, la 'T' es infusión, regla de cálculo y confluencia de caminos, donde la ere es casi tu definición existencial y las vocales revolotean perseguidas por eses que silban como serpientes).
La literatura infantil: ¿un futuro incierto?
Cada vez hay menos niños en los países ricos (e incluso en otros que no lo son tanto, sobre todo del hemisferio occidental). Esto acabará reflejándose en la producción editorial y si bien Oriente y el Sur ya producen literatura infantil, lo harán mejor en la medida en que los países hoy punteros sigan haciendo la suya y pueda establecerse la sana y necesaria interacción entre trabajos y concepciones del mundo y el niño que son complementarios.
Los editores del «primer mundo» han aprendido a conquistar nuevos mercados cuando los suyos tradicionales se deprimen, pero esto ha generado ya una producción «universal» que se parece más a las hamburguesas que a la literatura, algo que es «cultura de masas» y no creación estética.
Para fabricar los citados productos se requiere de artesanos y no de autores. ¿Qué pasará entonces si, faltos de demanda, los escritores de niños caen en desuso?
¿Imagina usted un mundo sin literatura infantil? Un mundo sin Peter Pan para expresar la tentación ‑¡quién no la ha sentido!‑ de no crecer; un mundo sin Caperucita y el Lobo para aludir a la lucha eterna entre inocencia y astucia ‑con todas las connotaciones sexuales del caso‑, un mundo sin Liliput y Brobdignag como ilustración de la relatividad del tamaño, sin Robinson para protagonizar nuestra necesidad insaciable de islas desiertas, sin Patico Feo para prometer a nuestras frustraciones el consuelo de un plumaje de cisne, y sin espejo mágico, alfombra voladora ni Principito pidiendo que le dibujemos una oveja... Hasta los psicoanalistas, filósofos y comunicólogos se verían despojados de sus iconos más sugerentes.
Pero, ya que hablamos de esas maravillosas invenciones endémicas de la literatura infantil (o asimiladas por ella), ¿cómo vamos a responder a la restricción de recursos que viene acorralando al escritor de niños? Todavía hace 30 años era fácil deslumbrar a cualquiera y ganarse el adjetivo «mágico» con una puerta que se abría al pronunciar la palabra clave, con la bola de cristal que mostraba a la princesa retenida a mil leguas de distancia por un malvado genio, o con la aparición de un doble, perfectamente idéntico al profesor X, ante los ojos desmesurados del auténtico profesor X ... y del lector.
Nada de esto tiene necesariamente que asombrar al niño de hoy: él conoce desde pequeñito el mando a distancia con que sus progenitores abren la puerta del garaje (sin trabarse la lengua diciendo «Abrete Sésamo»), él sabe que bolas de cristal (aplanadas) son los televisores y computadoras, y pronto entenderán que la clonación de ovejas y terneros no es más que el ensayo general para la duplicación de humanos que realizarán los mismísimos profesores XX por delirio científico o interés comercial.
En conclusión, escritores de la Era del Circuito Integrado, ¿pensamos ya en qué podremos utilizar para deslumbrar a niños que, desde la más tierna edad frecuentan la televisión, aparato en que se alternan imágenes de síntesis con las noticias del día, entre cortes publicitarios sobre los cereales que cada mañana aterrizan en su mesa?
Sobre la desaparición de la novela se habla hace ya bastante tiempo. Lo cierto es que semejantes crisis de identidad se me antojan saludables muestras de madurez y signos anunciadores de renovación en el arte que así cuestiona su necesidad y posibilidad de existir.
El novelista español Arturo Pérez Reverte provocó cierto escándalo al asegurar que la novela existe para contar buenas historias y que el resto es puro alarde. Debo aclarar que, aunque soy un rendido admirador de las buenas historias, considero completamente imposible contar bien cualquiera de ellas sin disponer de una refinada y variada panoplia de recursos narrativos.
A la literatura infantil le quedan todavía muchísimas historias vírgenes, entre otras razones porque muchas formas de contar no han sido aún exploradas. Hay quien no se da cuenta y repite lo ya hecho, con la complicidad de editores demasiado ocupados en saturar parcelas de mercado y de educadores obsesionados por el completamiento del casillero de los «valores transversales».
Naturalmente, además de contar historias, la literatura infantil tiene las funciones formativa, gnoseológica, expresiva, lúdica, representativa, etc; pero ciertamente no son esas funciones secundarias (que pueden presentarse también en la narración por imágenes audiovisuales) las que pueden darle identidad y vitalidad durables a la narrativa infantil.
Historias, distracción y conocimientos de todas clases pueden vehicularse hoy, de manera impactante y eficaz, por medio de las pantallas del cine, el televisor, la computadora y hasta la consola de juegos. Pero para que una historia tenga verdadera trascendencia, para que deje un saldo de generalización, de abstracción aplicable a otras circunstancias de la vida, para desarrollar la musculatura de la inteligencia, la sensibilidad, el discernimiento ético y la capacidad de expresión, para dotar al niño de imaginación creadora y de gusto estético independiente... Para todo lo anterior ‑y más‑ no puede prescindirse de la preeminencia de la palabra, porque el cerebro humano está hecho para pensar palabras y nada lo alimenta mejor que la palabra hechizada: la literatura.
Si algo hace exclusiva a la literatura entre las demás formas de la creación estética es el lenguaje. Sin embargo, lo cierto es que en los libros para niños el lenguaje suele verse reducido a mero instrumento de transmisión (haciéndolo transparente) o de identificación (forzándolo a imitar la jerga coloquial, de tan efímera vivacidad). Solo el lenguaje salvará a la literatura, como solo la literatura salvará al lenguaje, y para ello tienen que estar la una a la altura del otro, y viceversa.
Del deber de la inconformidad
Retomo a Vargas Llosa: «...La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas a doblegar su naturaleza, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista».
En oposición a la literatura, los productos audiovisuales son ante todo conformistas y conformizantes. No son las diferencias cosméticas discernibles en cada lanzamiento disneyano las que van a sacudir el hábito creado en el consumidor ‑niño o adulto‑ hacia esos productos que representan el mundo de manera maniquea, estereotipada, conservadora y almibarada. La fantasía bobalicona del mundo del camarada Mickey Mauser no es, sin embargo, reflejo de la incapacidad de sus inventores para hacerlo mejor, sino del premeditado proyecto de entontecimiento de un público predestinado a consumir toda la bad food que generan empresas aliadas o la propia factoría del sueño (distingamos «el sueño», soporífero y primario, de «los sueños», que nos enriquecen con su pluralidad, capacidad creativa y fuerza reveladora).
La fantasía de la omnipresente multinacional hollywoodense no es solo bobalicona sino totalitaria, puesto que se adueña del concepto mismo, adjudicándoselo como un rasgo inherente cuando lo cierto es que si algo no hay en el mundo del entertainment es precisamente imaginación, capacidad para ir más lejos de lo que los ojos ven, de crear nuevos mundos, de cuestionar valores y alterar reglas.
No estoy defendiendo la oposición simplista entre el libro y la pantalla (disputa estéril entre las actividades complementarias que son leer y visionar). Muchísimos libros ‑y no solo aquellos que adaptan al papel las películas de dibujos animados‑ se conforman con una representación esquemática de la realidad, y muchos de los éxitos de que se ufanan los más poderosos editores son obritas superficiales, endebles y demagógicas. Al mismo tiempo, entre los dibujos animados de las grandes y medianas productoras estadounidenses (y japonesas, francesas, etc) no todo es absoluto adocenamiento y mediocridad (pero este no es nuestro tema).
Lo que debe ponernos realmente a meditar es el hecho de que suele verificarse una relación de proporción inversa entre el carácter revolucionario de las obras literarias y su impacto popular (trátese de libros para niños o para adultos). La práctica demuestra que las obras que comportan niveles de dificultad más elevados ‑resultantes de la profundidad de sus contenidos y la complejidad de sus formas‑ tienen dificultad para alcanzar a la mayoría de los lectores, mientras que los productos lisos y precocidos tienen a su disposición los altavoces de los medios masivos de comunicación: desde la televisión y el cine a los periódicos y revistas de gran circulación.
Los escritores de niños no podemos seguir eludiendo el reto que nos plantea la paradoja de lidiar con formas nuevas y cuestionadores mensajes en obras que solo llegarán a una minoría, mientras el grueso del público consume, en pantallas y páginas de fácil acceso, una piltrafa insípida, artificialmente coloreada y saborizada que se ufana de satisfacer milimétricamente las expectativas del «respetable...».
¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos mudamos los creadores honrados al terreno enemigo y tratamos de enriquecer sus propuestas desde allí, o introducimos en nuestra propia práctica elementos de aquel, de modo que el irrespetado público tenga de donde agarrarse para una aventura estética, lúdica e intelectual de mayor plenitud?
Probablemente habrá que hacer ambas cosas y aún más.
Pero ya en otro punto de este artículo opiné que lo que mejor hace el escritor es expresar dudas y preguntas. A nadie sorprenderá entonces que no agote los temas que he abordado ni responda a mis propias interrogantes. Es por respeto a la inteligencia y a las opiniones de mis lectores que decido detenerme aquí...
* Primera versión: El Búho, suplemento cultural del diario Excelsior, 10 de enero de 1999 y en Hojas de Lectura n° 54. Bogotá, marzo de 2000.
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