COLORÍN COLORADO, ESTE CUENTO...
Ilustración de Biblioteca de Lastanosa para la primera edición en castellano incluida en Los cuentos del mago y el mago del cuento. Ediciones de la Torre. Madrid, 1995 |
El reino gris se extendía al oeste de unas montañas tras las cuales nacía cada día un sol de plata. Desde el cielo gris claro, ese sol iluminaba la tierra color de plomo en la cual crecían árboles cuyos troncos, hojas y flores lucían solo matices cenicientos. El reino acababa en un mar que parecía de mercurio hasta por el color de su espuma.
Se diría
un país salido de un viejo filme en blanco y negro. Solo que negro,
verdaderamente negro, era todo durante la noche, y blanco, verdaderamente
blanco, solo era la nada, que incluso en este país excepcional es invisible.
ilustración de Rui de Oliveira para el libro Era uma vez um jovem mago. Editora Moderna. Sao Paulo, 1991 (primera versión del libro que incluye este cuento) |
El reino no era gris solo por fuera, también lo era por dentro: el canto de los pájaros y el vuelo de las mariposas eran grises, y grises también las personas, desde el llanto hasta la risa.
Para
estudiar la grisura del reino había cada año un congreso de sabios.
Los sabios se dividían en dos grupos: los Interioristas, que culpaban a las personas por la situación del país y los Exterioristas, que responsabilizaban al medio por el espíritu sombrío de los habitantes. Los Interioristas acababan reprochando a los Exterioristas su "obtuso materialismo" y éstos terminaban por criticar en los otros su "idealismo ciego". Cada vez, en la clausura del congreso, los sabios acordaban reunirse el año próximo y celebraban ese único acuerdo bebiendo vinos, dulces o secos, de excelente uva grisásea.
Los sabios se dividían en dos grupos: los Interioristas, que culpaban a las personas por la situación del país y los Exterioristas, que responsabilizaban al medio por el espíritu sombrío de los habitantes. Los Interioristas acababan reprochando a los Exterioristas su "obtuso materialismo" y éstos terminaban por criticar en los otros su "idealismo ciego". Cada vez, en la clausura del congreso, los sabios acordaban reunirse el año próximo y celebraban ese único acuerdo bebiendo vinos, dulces o secos, de excelente uva grisásea.
El reino
gris tenía, claro, su soberano: un rey que se decía descendiente de la
Cenicienta, usaba una corona de aluminio adornada con perlas y bolitas de ámbar
gris, y dedicaba todas las mañanas a cazar zorros plateados.
Sin
embargo, las cosas cambiaron cuando, procedente de las montañas donde nacía el
sol, llegó un Príncipe Azul.
El
descubrimiento de su color fue un acontecimiento tan extraordinario que el
pueblo lo aclamó como nuevo mandatario.
El Rey
Gris, en lugar de irse de cacería como todas las mañanas, corrió a la embajada
del Polo Norte y pidió asilo político.
En su
primer decreto, el Príncipe Azul declaró:
el azul no es
privilegio real sino derecho de todos los ciudadanos.
Y con
eso implantó la República Azul.
En la
nueva república todo era alegría y agitación. Había que pintarlo todo de azul: de
las piedras a las estrellas, como estaba escrito en el nuevo escudo
de la nación.
Trabajaron
durante diez años, pero lo consiguieron: el cielo quedó azul celeste y el mar
azul marino. Los pájaros, las flores y los insectos eran azul turquí, azul
campánula y azul añil; las monedas, azul metálico y los uniformes de los
soldados, azul de Prusia.
Pasaron diez años.
El sol
(de un azul luminoso), el viento (de un azul invisible) y la lluvia (con sus
gotas azul lavanda), fueron gastando los matices del único color de la
república, que terminó por no ser otro que azul tristeza.
Comenzaron
las discordancias, los rumores y las críticas. Pero los insatisfechos fueron
silenciados por los más viejos.
"Lo
que pasa es que ustedes no saben como era de gris la vida en nuestra
tierra", dijeron.
Diez
años después, lo único que podía contener el descontento era la clara
advertencia del Presidente:
¡nada podra derrotar
la indudable belleza del azul!
Desde entonces, los inconformes se conformaron con mirar hacia las montañas que azuleaban en la distancia, con la esperanza de un cambio de color.
Pasaron
más y más años...
Y una mañana, parecida a cualquier otra, un niño jugó a que el sol era amarillo, y una vieja contó que había tenido un sueño morado, y una muchacha deseó un vestido rosa y un poeta escribió un largo poema de versos verdes y escarlatas, y...
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