14/7/15

Mi guerra de los botones




He tardado 25 años, pero al fin he terminado la lectura de “La guerra de los botones”, un clásico francés de 1912 que, en un estilo entre naturalista y costumbrista, describe la vida de un pueblito de la Francia profunda a fines del siglo xix.  La novela de Louis Pergaud (1882-1915) quizás hubiera pasado al olvido de no ser por la genial adaptación cinematográfica realizada por Yves Robert en 1962. Esta película me fascinó al punto de hacerme salir del modesto cine Villaclara y correr a casa para empezar, poco antes de cumplir los 13 años, la primera novela de una serie de 54 ((para siempre inéditas, aunque conservo una docena de manuscritos, entre ellos el de esa inaugural “Acción en el arenal”) que sentaría las bases de mis inicios en la creación literaria y que ha dejado su huella en mis novelas realistas “El secreto del colmillo colgante” (1983) y su nueva versión, “El secreto del colmillo dorado” (2013), “Mi tesoro te espera en Cuba” (2000-2002) y “Exploradores en el lago” (2009).



Tapa y portadilla de mi primera novela "Acción en el arenal" (1967)




                  

             "El secreto del colmillo colgante (1983) y "El secreto del colmillo dorado (2013),
                               herederas de mi pasión fecunda por "La guerra de los botones"

Yves Robert supo captar lo mejor de la novela de Louis Pergaud: el humor y la fuerza vital de los preadolescentes, suavizando con su ironía y ternura el realismo a veces amargo, y el estilo un poco denso y anticuado del autor. Robert también supo actualizar las costumbres, el lenguaje e incluso algunos elementos de la trama… que trasladó a la época de filmación. Yo hice lo mismo: copié bastante de la película, pero adaptando historia y personajes a mi época y realidad de estudiante de octavo grado en la Cuba de fines de los 60.



                                       

 Esta es una de las situaciones de la novela que la película supo recrear de manera más eficaz: los chicos deciden combatir desnudos para evitar que los estragos causados a sus ropas los denuncien ante sus padres. Con el pudor que me caracterizaba por entonces, en mis dibujos vestí a mis héroes de simples andrajos.


Si “La guerra de los botones” ocupa, pese a todo, un lugar en la historia de la literatura francesa es por dos razones: porque se trata de un libro pacifista publicado por uno de los movilizados franceses caídos en los primeros meses de la Primera Guerra Mundial y porque Pergaud fue probablemente el primer escritor francés en presentar personajes pre-adolecentes sin idealización ni autocensura.
Pero como dije, el estilo de Louis Pergaud está muy lejos de ajustarse a los gustos juveniles (no solo hoy, sino ya en su época, pues él no se dirigía a los chicos, sino que los tenía por objeto). Por vocación naturalista, utiliza un lenguaje no solo marcado por una época lejana sino por cierta manera de captar las especificidades e incorrecciones lingüísticas que solo puede interesar hoy a historiadores o lingüistas. Hoy, ni siquiera en Francia, son muchos los que leen o conocen directamente la principal (que no única) novela de Pergaud.

 Pacifista, Louis Pergaud murió durante la primera guerra mundial. 
Esta foto lo muestra en su uniforme de sargento



Cuando conocí, en diciembre de 1988, a la que sería mi esposa francesa, no tardé en contarle mi experiencia con “La guerra de los botones”. Pienso que fue ella quien me reveló la existencia de la novela que inspiró a Yves Robert. Que yo sepa, la película no volvió a ser proyectarse en Cuba, pero en su país de origen es obra de culto, y durante mi primer viaje a Francia, a fines de 1989, no me resultó difícil hallarla en un cine del Barrio Latino. El mal francés que yo hablaba en la época no me impidió revivir las impresiones de mi primer encuentro con el excelente filme de Robert, pero cuando compré la novela debí rendirme ante mi incapacidad para sortear los escollos de un lenguaje plagado de regionalismos, expresiones obsoletas o mal escritas según la calamitosa ortografía de niños campesinos del Franco Condado casi un siglo antes). No me resultó más fácil la lectura en el ejemplar de 1984 de la traducción de Anaya, que conseguí en la librería hispánica de Río de Janeiro, pues aunque el traductor se ufana de haber encontrado “el equivalente más adecuado… en nuestro idioma”, lo que hizo fue volcar la prosa de Pergaud en un molde peninsular que me supo todavía más rancio.     


Es por eso que tardé tantos años en terminar de leer “La guerra de los botones”. Solo cuando mi dominio del francés me permitió afrontar el texto original, pude disfrutar los indudables valores del estilo de Pergaud: la sutileza con que analiza el pasional mundo de los niños y el de sus adultos (padres, maestro, vecinos), conformista y prejuicioso, así como la inteligente parábola que hace el sensible autor de la guerra y del poder en su escala más cotidiana, doméstica, escolar y pueblerina. Fue en junio de 2015 (¡un siglo tras la muerte del autor) que leí, casi de un tirón, el tercio final de la novela, la cual gana en ritmo y eficacia hasta concluir con una frase a la que, pese a todas sus cualidades, la película de Yves Robert no supo consagrar: la lúcida y melancólica reflexión de La Crique, el más inteligente de la pandilla, quien anticipa el fin próximo de su propia infancia: “¡Y pensar que cuando crezcamos vamos a ser tan tontos como ellos!”



 


El tormento de Lebrac (foto del filme) lo convertí en la tortura de Telémaco, sin grandes cambios, como se ve



Mi colega y amigo mexicano Alejandro Sandoval me ha confesado que él también es un gran admirador de “La guerra de los botones” y se ha empeñado en conseguir que algún editor publique su propia traducción. Persuadido de que ni siquiera una traducción actualizada puede hacer que los jóvenes actuales amen la vieja novela de Pergaud, yo acaricio otro proyecto, escribir “Mi guerra de los botones”, una novela en que combinaría la historia original, la película de 1962 y mis propias inquietudes literarias en los tiempos en que los ardores de la adolescencia comenzaban a quemar la leña verde de mi infancia.

Pero… ¿saldré victorioso de tal batalla… si alguna vez la emprendo? 






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