Mi cuarto viaje
transatlántico de 2013 me llevó a San Juan, capital de Puerto Rico.
Invitado al
Festival de la Palabra, un multitudinario encuentro de 80 escritores de dos
continentes con el público lector de la isla. Una isla que los cubanos creemos
conocer bien, por aquello de “Cuba y Puerto Rico son/de un pájaro las dos alas”
que declamara la portorriqueña Lola Rodriguez Tió en agradecimiento a José Martí que dio a su Partido
Revolucionario Cubano la tarea de organizar la lucha por la independencia de las dos colonias que le
quedaban a España en el último lustro del siglo XIX.
De que el evento
sería interesante, yo no tenía la menor duda, pero de lo mucho que en realidad
desconocía de Puerto Rico y hasta qué punto ese pequeño país me fascinaría, es
algo que no podía imaginar la víspera de mi partida.
No salí hacia
Puerto Rico el 8 de octubre como estaba previsto, sino solamente el 9. Cuando
llevaba tres horas esperando la reparación de una avería en el aparato de American
Airlines que debía llevarme hasta Nueva York (donde tomaría otro a San Juan),
al fin la empresa aérea norteamericana confesó que la reparación no podría realizarse
sin la pieza de repuesto que venía de Londres, la cual no llegaría antes de que
la tripulación fuese declarada “ilegal” (agotado el lapso en que pueden
trabajar sin tomarse el descanso reglamentario, los tripulantes no tienen
derecho a ejercer).
Tuve que volver
al día siguiente, para tomar ¿el mismo avión? en un vuelo que salía una hora
más tarde y me ofrecía la transferencia a San Juan no en Nueva York sino en
Miami. De esta manera perdí una de las cinco jornadas de mi estancia; durante la cual debía visitar a un colegio y tenía
pensado hacer un poco de turismo o por lo menos bañarme en la playa.
Era la primera
vez que volaba con American Airlines, y la verdad es que mucho tendrá que
mejorar esa compañía para que sienta deseos de repetir la experiencia. A
cualquier empresa de aviación se le estropea un aparato y te pospone un vuelo;
pero al margen de que es la primera vez, en tantísimos años viajando, que tal
cosa me ocurre, descubrí un Boeing vetusto que ni siquiera tenía pantallas de
video individuales y que en los respaldos de los asientos no tenía sino publicaciones
–de pésima calidad- bastante ajadas. No voy a pretender que el avión estuviera
sucio ni negarles a las butacas un apoya-cabeza cómodo, pero ¡prefiero los
Airbus en que he volado durante los últimos años, trátese de compañías europeas
o, recientemente, de Avianca! Por lo menos, en Airbus no sientes el olor a
queroseno cuando los motores se ponen en marcha.
La comida era lo
más parecido a la famosa junk food
que se pueda imaginar. Ni una vez sirvieron las frutas que no faltan jamás en
los vuelos europeos (incluso de una compañía barata como Air Europa que utilizo
para ir a Cuba). El tentempié tras el despegue era una cajita de plástico que
contenía una galletita, un kit-kat y una bolsita de saladitos básicamente
industriales ( ¡todo carbohidratos y grasa!), y en el almuerzo no solo nos
dieron pan (blanco, abizcochado) sino galletas tipo crackers y galletitas
dulces tipo short bread, así como
mantequilla y un mini-queso Vache-qui-rit (el más grasoso e industrial de los
quesos franceses; verdadera vergüenza del país del Camembert y el Rochefort).
De “plato fuerte” escogí “chiken” en vez de lasaña; se supone que fuera pollo,
pero lo que contenía la bandejilla era esencialmente un arroz con vegetales
demasiado cocido con unos microscópicos trocitos de gallinácea que
evidentemente habían sido fritos antes de juntarlos al arroz. ¿Alguien se
extraña de que los estadounidenses sean demasiado gordos y tengas problemas de
colesterol e hipertensión?
Las servilletas
tenían ostentosamente impresa la mención publicitaria “AA.mobile.com/mobile”.
A diferencia de
grandes ciudades como Madrid o París, donde los aeropuertos están situados
lejos y, por razones diversas, los vuelos comerciales raramente sobrevuelan el
centro, a Miami como a San Juan las ves desde el aire. Pero en ninguno de los
dos aviones que debí abordar me tocó ventanilla. Lo más frustrante es que la
mayoría de los afortunados que si la tenían al alcance de los ojos (sin tener
que romperse el cuello) las mantuvieron cerradas todo el vuelo, o no miraron
cuando llegábamos a Miami… ¡a
mediodía y con cielo despejado! Solo cuando nos acercábamos a San Juan, desde
mi butaca de pasillo, conseguí ver algo por sobre el hombro del gordo que me
separaba del fuselaje. Como yo había estudiado el mapa de la ciudad, pude
reconocer perfectamente el perfil de la capital boricua, con su ancha bahía, la
isleta donde se levanta la ciudad antigua y los modernos barrios de Condado e
Isla Verde, paralelos a la costa, donde se encontraban mi hotel y el aeropuerto
internacional Luis Muñoz Marín.
Apenas salir del
avión comprendí que había leído mal el pronóstico de temperaturas de San Juan.
Los 25°C que tomé como temperatura promedio, correspondían forzosamente a la
temperatura mínima. En consecuencia, las ropas con que llené mi maleta resultaron
demasiado abrigadas para la media de 34°C que debí soportar cada vez que me
encontré al aire libre. Sin embargo, los boricuas son unos verdaderos fanáticos
del aire acondicionado, y en todos los interiores –hoteles, espacios
culturales, restaurantes y hasta taxis- nunca sentí más de 21°C. En mi
habitación nunca logré una temperatura agradable (si la elevaba a 80°F,
amanecía sudoroso, y si no, me helaba.) Y ni hablar del pasillo del 6° piso del
hotel: cada vez que salí de mi cuarto sentí una ráfaga gélida acompañarme hasta
el ascensor. Hay que tener mucha suerte para no agarrar un resfriado con
semejantes saltos de temperatura. No paré de ponerme o quitarme la camisa de
manga larga, el chaleco o la ligera chaqueta que cada vez debí llevar para protegerme
del cambia-cambia climático que se ofrecen cotidianamente los portorriqueños.
Si bien reconozco
que trabajar a más de 30°C es un suplicio, bastaría con bajarla diez grados,
para sentirse cómodo. No quiero ni pensar en el costo ecológico del fresco artificial
que reina bajo los techos de cientos de miles casas y edificios de la isla.
Esa noche solo vi
a dos personas relacionadas con el Festival: la persona que me esperaba en el
aeropuerto (una universitaria que trabaja sobre una escritora cubana cuyo
nombre me era desconocido e inmediatamente lo olvidé) y el periodista
colombiano (bastante reservado) que llegó unos minutos después que yo. Subimos
a la “van”, obviamente refrigerada, que nos condujo en pocos minutos al hotel
Double Tree (igualmente refrigerado) donde tuve mi primer choque con el
American way of life que domina toda la esfera comercial portorriqueña: la
persona que nos tomó los datos en la recepción, nos pidió no solo el pasaporte
sino la tarjeta de crédito.
“Somos invitados.
Nuestros gastos están cubiertos por el Festival de la Palabra”, argüimos. “Sí, pero en caso de gastos adicionales, se
les factura a la tarjeta”. “¿Y por qué no me dejan escoger al momento de
marcharme si lo pago en efectivo o en tarjeta…?”, preguntó el colombiano. Pero
no, esa no es la regla. El colombiano y no nos miramos estupefactos. Si eso no
es falta de confianza, ¿qué cosa es?
La chica que nos
recogiera en el aeropuerto sugirió que se nos considerase una cantidad mínima
(¡50 dólares!).
Al final resultó que
aquello era una mezcla de la inveterada desconfianza yanqui y de su eficiencia
igualmente arraigada: el lunes siguiente, día de mi partida, al levantarme a las
7 de la mañana encontré en el suelo, al pie de mi puerta, la factura
correspondiente a la suma que me habían facturado por la cena de la primera
noche (no llegué a tiempo de asistir a la inauguración en el Teatro Tapia y la
cena consiguiente) y por una llamada telefónica, por un monto total apenas
inferior a los famosos 50 dólares).
El caso es que
aquella primera noche comí en el Café Pierre uno de los dos restaurantes
vinculados al hotel (el otro, más refinado y donde nunca entré, estaba en el
edificio contiguo, separado del hotel apenas por la rampa para taxis). El
decorado del Café Pierre, situado en un ángulo del vestíbulo del hotel, es muy
frío: una fuente mural (de cristal por el que corría agua), un muro de piedras
falsamente rústicas y el resto cubierto de pintura granate. En francés,
“pierre” significa piedras o Pedro, según el caso; pero la comida no tenía nada
de francesa. Era de tipo “internacional”… y mediocre: mi escalope de pollo
estaba duro; se diría que había sido recalentado en microondas, pese a que
demoraron muchísimo en servirme.
El desayuno
incluido en la reservación se tomaba en el ya mentado Café Pierre y era, en
cambio, excelente (salvo por la variedad y calidad de las frutas; decepcionante
teniendo en cuenta que Puerto Rico es un país tropical). De tipo anglosajón, abundaban
la proteína (huevo, salchichas, yogur), los cereales y diversos tipos de pan.
Los empleados, visiblemente formados a la estadounidense, casi te agredían
cuando se te plantaban delante y disparaban:
“¿Todo está bien?”(evidentísima traducción del “Everything right?”o
“It’s all okay”? que te lanzarían en USA). Visiblemente bilingües, las
camareras empezaban por hablarme en inglés, aunque a mis vecinas de mesa –de
tipo portorriqueño- les hablaron directamente en castellano. Lo cierto es que
los portorriqueños, como en todo país pequeño, son muy hospitalarios y celosos
de la buena imagen de su tierra, y todo el tiempo me preguntaban: “¿Cómo lo
estás pasando?”. Eso me recordó la
ritual pregunta: “¿Qué tal Medellín?” de los “paisa”; pero si aquellos medellinenses
te proponían la respuesta: “Bien, ¿no?” (como los habitantes de Bilbao), en los
naturales de Puerto Rico hay una mezcla de autocrítica y deseo de ser
norteamericano (símbolo de prosperidad, orden y potencia). Esta forma de
orgullo colectivo no se manifiesta en países reputados arrogantes y vanidosos
como Argentina o Francia; por no hablar de Cuba, donde el orgullo nacional ha
sido deformado por la circunstancia política.
Otro rasgo
inconfundiblemente boricua es la insistencia en servirte un enorme vaso de agua
helada (con cubitos de hielo, por las dudas). Comprensible cuando vivían a
temperatura ambiente, en un hotel refrigerado resultaba algo incongruente y bien
vi que casi nadie se bebía el glacial líquido.
09:30am - 10:45am
Taller de Escritura creativa para niños
11:45m - 12:45m Debate
“En el bosque de la literatura infantil”
con Ana María Shua y Zulma Ayes
Esta era la
agenda oficial de mi primer día en Puerto Rico. Pero, como siempre me sucede en
los viajes, desfasaje horario o no, me acosté tarde y me levanté temprano. Esta
vez no fue porque me hubiera organizado mal o porque quisiera retocar, a última
hora, un texto a presentar al día siguiente (en el Festival de la Palabra, ya
lo dije, no hay conferencias). Lo que me tuvo atareado no solo aquella primera
noche, sino incluso parte de mis dos primeros días en la isla fue mi entonces
inminente libro “Concierto n°7 para violín y brujas”. Ya en el avión, que disponía
de conexión wi-fi (hay que reconocerle al menos eso a American Airlines) estuve
trabajando en los últimos ajustes que me habían pedido mis editoras ese mismo
día y en la revisión de las últimas ilustraciones. Es mi libro publicado en un
plazo más corto (en marzo apenas llegaba al 65% de sus páginas definitivas) y
nos tuvo a todos trabajando hasta el 10 de octubre, para una salida de la
imprenta a primeros de noviembre.
Para el taller
había previsto servirme de una estrategia que tengo bien aceitada y que llamo
“fisiología…” o “anatomía de un cuento”: utilizo dibujos, interactividad y
humor para presentar los diversos componentes de un relato y luego invitar a
los chicos a escribir pequeños relatos colectivos o individuales. En cuanto a la
mesa redonda con mis dos colegas, no tenía la menor idea de cuál sería su tema
ni de cómo de desarrollaría.
En la invitación
oficial, no obstante, nos habían precisado:
“Este año, el
tema central del festival es Literatura y periodismo: la realidad y sus
máscaras, una propuesta de reflexión sobre los diferentes caminos por los que
la escritura -de la crónica a la ficción, de lo realista a lo fantástico-
aborda una realidad cambiante cada vez más compleja y difícil de aprehender. Es
un tema amplio que se desarrolla desde múltiples enfoques en el medio centenar
de actividades que componen el festival. Cada charla, presentación o mesa de
debate propone un tema de discusión que es una sugerencia a los participantes,
pero lo suficientemente amplio o metafórico como para que cada autor lo
interprete a su manera y se sienta en libertad para llevar la conversación
hacia los territorios que más le interesen…”
O sea que no
tenía por qué inquietarme. Pero, igual, me desperté temprano… lo que no impidió
que me despistara y no participara en el “Café de bienvenida e inscripción de
autores”, pese a que vi la mesa destinada a tal efecto en el vestíbulo del
hotel. Pensé que se trataba de otro evento que tenía lugar en las salas que el Double
Tree dispone para ello. Apenas 15
minutos antes del inicio de mi intervención me llamaron a la habitación para
recibir rápidamente mi acreditación y documentos, y seguir hacia la sede.
Las sesiones del
Festival de la Palabra se desarrollaron en el Museo de Arte de Puerto Rico,
situado a solo 300 metros del hotel, en la misma calle de Diego. Me acompañó la
muchacha encargada de coordinar mis actividades, una estudiante universitaria
inteligente y directa. Después de atravesar una de las autopistas urbanas de
San Juan (la red de transportes públicos deficiente y la influencia
estadounidense hacen que cuanto portorriqueño pueda, se compre un auto),
llegamos al bonito edificio (¿de los años 50?) rodeado de un jardín no muy
grande, pero muy bien diseñado y cuidado.
El “gran atrio
central” estaba invadido de público que curioseaba entre las mesas de una
veintena larga de expositores: editoriales portorriqueñas, medianas y pequeñas
(grandes no hay), comerciales, universitarias, institucionales y, en algún caso,
casi personales. En el segundo sótano se hallaban las salas de talleres y
escogimos la más adecuada para mi intervención: yo necesitaba de una pizarra y
de mesas en que los chicos pudieran efectuar la parte práctica del encuentro.
Se trataba de un taller de artes plásticas del museo y estaba atestado de
pinceles, pinturas, lápices de colorear… pero solo un mocho de tiza, que al fin
encontré en un rincón.
Mi taller de ese
día fue con un grupo de chicos de 11 ó 12 años que mostraron enorme interés y
competencia. Las profesoras que los acompañaban me explicaron que formaban
parte de talleres de expresión gráfica o literaria.
Al terminar el
taller me demoré conversando con algunos participantes adultos, y cuando al fin
llegué al auditorio del museo, donde compartiría el debate con la argentina Ana
María Shua (que conocí durante mi estancia de cuatro años en su país) y la
boricua Zulma Ayes, ya la coordinadora de la mesa había comenzado las
presentaciones. La sala, muy grande, estaba repleta, sobre todo de chicos de
diversas edades; pero también había bastantes adultos. Tal composición del
público nos obligó a los tres escritores a renunciar a la profundidad que
deseábamos, pero que hubiese resultado engorrosa a la mayoría de los chicos. De
eso nos quejamos luego a los organizadores; como autores infanto-juveniles
(aunque mis dos colegas también han escrito para adultos) nos encanta conversar
con los chicos, pero la literatura
infantil es cosa de adultos (los escritores, ilustradores, editores,
bibliotecarios, maestros y demás profesionales que la hacen, publican,
difunden, comercializan y estudian) y además tenemos preocupaciones y
aspiraciones que compartir con nuestros coetáneos puesto que somos escritores
como los demás. El título del debate lo expresa bien: “En el bosque de la
literatura infantil”. Nuestro género es intrincado y variado como un monte, sus
raíces van hondo y lejos y se conectan con toda la literatura y con otras
formas de la cultura y la sociedad por arriba y por abajo: por las raíces y la
canopea.
Esa noche tuvo
lugar la segunda actividad social programada por el Festival: la recepción
ofrecida por la familia Montserrate-Matienzo en su bella residencia del barrio
Gaynabo. La mansión de nuestros atentísimos anfitriones es no solo notable por
su arquitectura y su jardín design,
con monumental piscina y árboles, arbustos, flores y césped esmeradamente escogidos,
situados y cuidados, sino por las obras de arte que la llenan. Hablé más que
comí, aprovechando mal el esmerado menú, pero pude degustar los excelentes
rones boricuas (en el aeropuerto adquirí unas botellitas de Don Q., una de los
dos marcas más reputadas del país). Vencido
por el desfasaje horario, no conseguí sumarme al grupo de irreductibles que,
frisando las doce de la noche, decidieron prolongar la velada en un bar de San
Juan Viejo.
09:30am—10:45am Taller de Escritura creativa
para niños
Esta vez empecé
con un grupo que no tenía el menor interés en el asunto, adolescentes que ciertamente
“pasan” de los libros y que, lamentablemente, no habían sido preparados para la
actividad. Afortunadamente tenían otra cosa que hacer y dejaron el sitio a un segundo
grupo de muchachos mayores que, según entendí, se preparan para seguir estudios
de letras, lo que seguramente explica la magnífica calidad del intercambio. Un
señor ya mayor y que seguramente escribe, me preguntó si podía asistir al
taller, y luego me invitó a almorzar. Decliné la invitación lo más amablemente
posible, pues deseaba conversar con mi colega Tina Casanova (como otros
escritores boricuas de literatura infantil, su contacto me había sido
facilitado por mi compatriota Luis Cabrera Delgado, que los antologara en
ocasión del homenaje rendido por la Feria Internacional del Libro de La Habana
al Caribe). Almorcé rápidamente en el hotel (sin dudas, lo hubiera comido mejor
en compañía del señor ya mayor) y tomé un taxi para hacer mi primera visita a
San Juan Viejo.
Yo había leído
atentamente la Guía de Puerto Rico que tomé prestada de la biblioteca Marguerite
Duras del XX distrito de París y me hice conducir a la Plaza Colón, situada al
comienzo de la antigua zona amurallada. Cuando el taxi pasó por delante del
Capitolio, menos logrado y de menor tamaño que el de Washington (obvio) y que el
de La Habana, supe que estábamos llegando.
Di la espalda al
magnífico castillo San Cristóbal que sabía cerrado, pues estábamos en plena
crisis presupuestaria desencadenada por el Partido Republicano al bloquear el
Obama Care y, carentes de presupuesto, las autoridades federales habían cerrado
todos los servicios e instalaciones que están bajo su jurisdicción en Puerto
Rico; era el caso de las magníficas fortalezas que hicieron de San Juan Viejo la
ciudad colonial mejor protegida de América.
Esta fue una de
las primeras cosas que comprendí en mi viaje a Puerto Rico: que esta pequeña
isla, desdeñada por el Imperio Español a raíz del descubrimiento de los
fabulosamente ricos territorios de México y Perú, recuperó importancia, por su
posición estratégica, desde que países como Holanda, Francia e Inglaterra
comenzaron a interesarse en el Nuevo Mundo. Como se observa en el gráfico,
expuesto en uno de los baluartes del castillo que mira hacia el océano, Puerto
Rico era el primer territorio americano que encontraban los veleros españoles
en su largo y peligroso viaje desde las últimas costas atlánticas del Viejo
Mundo (a la altura de las Canarias y Cabo Verde).
Si La Habana
adquirió su importancia del hecho de ofrecer su bien resguardada bahía en el
arranque de la corriente de Humboldt y a la vera de los vientos alisios que
ayudaban a las naos a volver a Europa, Puerto Rico se amuralló y enriqueció por
ocupar el mismo papel en el viaje de retorno. La importancia estratégica de San
Juan era algo menor puesto que la flota con el oro y la plata de “Tierra Firme”
solo se reunía en La Habana; pero la configuración geográfica (una islita
abrupta situada a la entrada de la mayor bahía de Puerto Rico) exigió un
sistema defensivo más espectacular y que se ha conservado mejor. Otra
diferencia con la capital cubana, que ya me había saltado a la vista, es la
pujanza de la vegetación boricua. Puerto Rico es más cálido y más húmedo que
Cuba (por lo menos en la zona norte) y en cualquier calle de San Juan te sale
al paso un arbolazo donde alborotan los pájaros (vi varias cotorras en uno de
ellos); algo impensable en La Habana Vieja, que es una ciudad mucho más pétrea.
Mapa en mano,
emprendí el recorrido, de Este a Oeste. La Plaza Colón carece de interés y solo
me detuve a tomarme un agua de coco (insípida y cara) antes de contornear el
Teatro Tapia (tampoco de arquitectura relevante) andar un poco por la calle
Fortaleza y luego por la de San Francisco. La zona más interesante rodea la
calle del Santo Cristo, donde se levantan algunas de las casas más antiguas y
bellas de la ciudad. Entre éstas destaca el que fuera primer ayuntamiento, y
que con el nombre de El Galpón alberga hoy una tienda de arte. Entre los restos
de su antiguo esplendor, esta hermosa casona dispone de una escalera decorada
con encantadores azulejos y un pequeño patio interior, con fuente y esculturas…
que necesita restauración y más respeto por parte del responsable de la galería
quien se permite una cohabitación dudosa entre piezas contemporáneas (de escaso
valor) y los magníficos restos del decorado original.
Frente al Galpón está la catedral, que no me impresionó en lo más mínimo. Me tomé un descanso en el parquecillo arbolado que separa las calles Las Monjas y San Juan y cierra la llamativa fachada del Museo del Niño de Puerto Rico (ya estaba cerrado y me quedé sin saber qué expone; ¡pero son tantas las cosas que me quedaron pendientes para un segundo viaje…!).
Al final de ambas calles me atrajo más que la perspectiva que me ofrecía la calle de Santo Cristo. Descendí la calle Las Monjas hasta la plaza La Rogativa, con su fea escultura religiosa, que forma un triángulo entre la citada calle y un sólido tramo de muralla, que prometía el acceso al malecón que le da la vuelta a la ciudad por el Oeste y el Sur. Pronto crucé la monumental Puerta San Juan, la única que se conserva de las que otrora permitían franquear la muralla.
Un malecón de
piedra clara acompaña el canal de salida de la bahía de San Juan, desde el
final del Paseo de la Princesa hasta el enorme castillo San Felipe del Morro.
Pero solo pude recorrer la mitad sur, pues el resto estaba tan cerrado como el
castillo mismo… por el ya mencionado conflicto presupuestario entre las cámaras
de representantes y la presidencia de Estados Unidos.
Remontando hacia
el fondo de la bahía, rodeé la mansión del Gobernador (que ocupa una antigua
fortaleza, inmejorablemente encaramada en el farallón donde se alza la parte
más antigua de la ciudad) y no tardé en pasar ante la Compañía Turística de
Puerto Rico, alojada en el antiguo arsenal (otro magnífico edificio colonial
que no pude visitar, esta vez porque eran las 5p.m. y estaban cerrando). Esta
parte sur de la isleta en la que se construyó el San Juan colonial acoge hoy un
importante puerto turístico donde atracan veleros, yates, navíos de crucero y
un ferry que permite alcanzar la parte sur, moderna, de la muy extendida capital
portorriqueña.
Grupo escultórico “Raíces”, el más famoso de Puerto Rico
Las esculturas
abundan en San Juan, aunque no todas son
necesariamente bellas. Cerca de “Raíces”, la reputada obra de Luis A. Sanguino
que cierra el Paseo de la Princesa, y al pie de la muralla, que allí supera los
15 metros de altura, hay otro conjunto que rememora la abolición de la
esclavitud (en 1873; tres lustros antes que Cuba y Brasil y solo ocho años
después de que la Guerra de Secesión culminara con la abolición total en
Estados Unidos).
No tardé en verme
de regreso a la Plaza de Armas (demasiado remodelada para ser hermosa, pero que
incluye el aceptable edificio del segundo Ayuntamiento). Allí descubrí uno de
los mototaxis (en rigor un triciclo) que, según había leído en mi Guide Gallimard de Porto Rico me permitiría
recorrer el casco histórico sin gastar un dólar. Como no me quedaba tiempo para terminar andando
mi primera visita a la ciudad, subí y tras una espera de no menos de 15
minutos, el conductor apareció, saludó a los otros viajeros (tres mujeres y un
niño) a quienes visiblemente conocía, y empezó el recorrido por la parte
noroeste del casco histórico, precisamente la parte que yo no visitado. Las
calles Sol y Luna, pese a sus nombres, que devienen poéticos por su
contigüidad, son poco interesantes. Pero pronto ingresamos en la avenida
Norzagaray, que roza la muralla norte (otra diferencia con La Habana Vieja: la
muralla se conserva casi entera y contiene prácticamente toda la ciudad antigua).
Grande fue mi interés al ver que el mototaxi atravesaba una pequeña puerta
(solo un auto puede cruzarla cada vez), ingresando en el barrio exramuros de La
Perla. Pese a tan prometedor nombre, a todos los turistas se les advierte que
no deben deambular por él: violencia y tráfico de drogas dominan este barrio
popular. Dos de las mujeres y el niño descendieron y, para mi decepción, el
mototaxi dio media vuelta y subió nuevamente al nivel alto de la ciudad. Poco
después pasamos junto al castillo de San Cristóbal, casi en el mismo sitio
donde había comenzado mi visita dos horas antes, y descendí para al menos mirar
de fuera la segunda mayor fortaleza colonial de Puerto Rico.
El Festival de la
Palabra es un evento con un importante aspecto de intercambio y socialización
entre los autores invitados y los diversos protagonistas de la cultura
portorriqueña. Ya me había perdido la inauguración en el histórico Teatro Tapia
el miércoles por la noche, y la recepción en la mansión de los
Montserrate-Matienzo me había permitido comprobar que los eventos sociales eran
la mejor ocasión, de conocer a los otros invitados del Festival. Esta vez habíamos
sido invitados por la EDP University, una dinámica institución educativa que se
encuentra entre los patrocinadores del Festival.
Allí,
inesperadamente, tuve la primera revelación intercultural de este viaje a
Puerto Rico. Aparte la calidad del ágape y la oportunidad de seguir alternando
con colegas que durante el día –cada uno acaparado por su propia agenda- apenas
tenía ocasión de saludar, esa noche oí sonar por primera vez la bomba, género musical muy próximo a la
conga cubana, pero que se baila de una manera muy singular. De entrada creí que
se trataba de una coreografía puesta a punto por nuestros anfitriones, pero al
ver sumarse varios participantes del festival que nada tenían que ver con la
EDP University, me di cuenta de que se trata de algo que todo boricua aprende
desde pequeño. A diferencia de la conga cubana, que es una anárquica suma de
solistas, la forma en que vi esa noche bailar la bomba está secuenciada en
pasos perfectamente codificados y organizados. Pero no menos me sorprendió ver
cómo se integraban en aquel baile, con la misma sabrosura y espontaneidad,
desde la decana que acababa de presentarnos formalmente el presente y futuro de
la institución hasta el último empleado presente. Francamente, yo no recuerdo
haber visto jerarquía universitaria cubana alguna sumarse a un bailongo de esa
manera; inmediatamente después, en el mismo marco y ante el mismo público que
su prestación académico-administrativa.
Simplemente, creo
que el boricua es más espontáneo, más libre, menos encorsetado en su función social
que el cubano.
Desperté de nuevo
temprano y esta vez sí fui al gimnasio. No era muy grande ni estaba
particularmente bien equipado, pero había lo suficiente para menear el
esqueleto. En el mismo patio interior se abría la piscina, pero nunca hallé
tiempo para darme un chapuzón. Cada vez que lo pensé, o tenía algo qué hacer o
caía uno de esos intempestivos chaparrones boricuas.
Originalmente, mi
agenda nada preveía para el sábado, pero la noche anterior José Manuel Fajardo,
el siempre ajetreado director de programación del Festival, me había pedido que
asumiera un taller extra con muchachos a cargo del Departamento de la Familia.
Si saltaba a la vista que se trataba de adolescentes con problemas, cuando
llegamos a la parte práctica del taller confirmé la impresión. El esbozo de
relato colectivo que hilvanamos en voz alta era extremadamente infantil y
superficial; pero cuando pude leer los relatos que cada cual escribió por su
cuenta, vi aparecer las experiencias traumáticas sin duda vividas por aquellos
jóvenes: inseguridad, violencia, abuso sexual, suicidio, droga…
Tras su
apariencia soleada, alegre y pujante, la sociedad portorriqueña padece diversos
males que resultan, en primer lugar, de la
situación semicolonial que implica el llamado “Estado Libre Asociado” y de la
falta de una estructura económica sólida (hoy la isla tiene menos habitantes
que hace diez años, pese a una tasa de natalidad elevada, pues los boricuas
parten a la metrópolis en busca de una vida mejor). Las estrategias de
asimilación empleadas por los Estados Unidos desde que ocuparon la isla en 1898
(desmoralización, clientelismo, corrupción) y el subdesarrollo ancestral se han
agravado con el tráfico de drogas (Puerto Rico está a mitad de camino entre las
grandes zonas productoras de América del Sur y la inmensa zona de consumo que
es Norteamérica. Una cultura machista, intolerante, donde el esfuerzo personal
y el mérito no son valorados, consolida la violencia desencadenada por la
rivalidad entre bandas, dejando decenas de muertos cada fin de semana. En mi
cuarto tenía una radio y siempre que pude escuché emisiones “políticas” y de actualidad.
El nivel era bajísimo: superficial,
sensacionalista y populista.
Caricatura de principios del siglo XX que muestra a
Puerto Rico asimilado por el “Uncle Sam”, a Cuba estrenando su (frágil) independencia
y a Filipinas que, relegada, no encuentra su lugar en el imperio neocolonial
que consiguió Estados Unidos al intervenir en la guerra de independencia
cubano-española.
Tapa de una serie de aventuras de un supertaíno perteneciente
a la muestra de historieta y humor gráfico del Museo de Arte de Puerto Rico.
Antes de irme a
almorzar, recorrí el “gran atrio central” del museo que fungía de feria del
libro. Mas de 20 editoriales, comerciales o universitarias, todas de pequeño
tamaño, ofrecían poesía, novelas, colecciones de cuentos, ensayos, libros de
arte y literatura infantil. En general los libros para chicos no me parecieron
particularmente bonitos ni, en muchos casos, cuidadosamente editados. La
calidad literaria también faltaba en buena parte de los textos que hojeé.
Hay que tener en
cuenta que la literatura infantil portorriqueña es bastante reciente. Hay, como
en parte de la literatura para adultos que pude conocer, cierta desactualización
estilística y bastante tendencia a recrear la naturaleza, la historia, las
tradiciones y los problemas locales. Esto no es un defecto, pero cuando la
literatura no toma la necesaria distancia y se pone al servicio de tareas inmediatas,
la trascendencia estética siempre sale perjudicada.
Con la escritora boricua Tina Casanova
Por supuesto,
encontré textos e ilustraciones de buena calidad, en particular en el stand de
Ediciones SM, cuya sucursal portorriqueña difunde el llamado catálogo
internacional (libros editados en España, pero no necesariamente de autores
españoles) y una creciente bibliografía nacional. Allí se hallaban mis títulos El pájaro libro y La bruja Pelandruja está malucha, que son los que actualmente tengo
en dicha editorial, e incluso Vuela,
Ertico, vuela, novela corta que, tras 12 años de fieles y leales servicios (16
ediciones y 96 000 ejemplares) fuera descatalogado sin contemplaciones por
el siempre insaciable equipo comercial de SM.
En el stand de Ediciones SM, junto a tres de mis libros
Casi todas las
personas que conocí en el Festival de la Palabra, me preguntaron si podían
consultar mis libros. Solo pude remitirlos cada vez a los tres de SM, pues de
mis veintitantos títulos restantes no había ejemplar alguno a mano. Es un
problema que el Festival deberá resolver, aunque no corresponda a un evento
literario –por eficientes y entusiastas que sean sus organizadores- compensar
la inexistencia de un verdadero mercado del libro en Puerto Rico (me contaron cómo la cadena de librerías
norteamericana Borders se instaló en San Juan, arruinando a varios libreros
locales… para al cabo de unos pocos años cerrar, dejando desamparados a los
lectores).
El Festival de la
Palabra tiene cuatro años y poco a poco su acción incrementará con lectores más
regulares y exigentes la clientela que requiere la librería portorriqueña para
crecer en calidad y variedad.
La Antología de este año incluye a 28 de
los narradores y poetas presentes
Mientras tanto,
bueno sería que el propio Festival pueda proponer a los autores que invita un
espacio donde, al menos durante el evento, el público encuentre una muestra de
su producción. De los 80 autores participantes en la edición 2013, por lo menos
la mitad éramos extranjeros y nuestros libros no han sido publicados en Puerto
Rico (algo que también ocurre a muchos boricuas, residentes o no en la Isla).
El libro importado es siempre difícil de comercializar en América Latina, y la
pequeña Perla del Caribe no es la
excepción. Hoy en día, en cualquier lugar del mundo civilizado, es posible
adquirir libros pasando por una librería “on line”, pero no basta, pues un
verdadero lector se construye en la estimulante deambulación por una librería de
verdad, donde un título o un autor te salta a la cara, donde se puede descubrir
algo que en principio no hubieras buscado. ¿Y cómo tener una idea real de las
características formales de un libro que no se ha tenido en las manos? ¿Cómo
extraer de la fría virtualidad de internet respuestas a estas preguntas: ¿Mantiene
cierta voluminosa novela el nivel hasta
el final? ¿Está el álbum tan bien impreso como parece en pantalla? ¿El papel y
la tipografía se adecuan a mis ojos quizás fatigados? ¿La bibliografía y el
aparato crítico del ensayo que me tienta son realmente buenos?...
Las librerías
virtuales pueden mantener la afición de un lector iniciado, pero no creo que
sepan iniciar nuevos lectores. Y Puerto Rico necesita incorporar a la lectura
muchos lectores de todas las edades.
Esa tarde hice mi
segunda visita a San Juan Viejo. Llegué bajo un aguacero torrencial y como no
quedaba mucho tiempo antes del cierre de los museos, corrí bajo el agua en
busca de un Museo del Indio que había sido cerrado (en su sitio encontré un
pequeño teatro que estrenaba esa misma tarde -¡qué casualidad!- una comedia del
cubano Nicolás Dorr) y luego rumbo a un Museo Municipal, donde tampoco existía
la buena colección de arte aborigen que tanto me interesaba. Terminé –ya escampaba- en el Museo Las Américas que aloja
en el vasto edificio colonial del antiguo cuartel de Ballajá.
El edificio es
realmente inmenso y da una idea de la importancia que llegaron a tener las
fuerzas coloniales acantonadas en Puerto Rico. Está situado al norte de la
parte más antigua de la ciudad antigua, cerca de la no menos formidable
fortaleza San Felipe del Morro.
La muestra “El
Indio en América” no es lo que yo buscaba, pero no carece de interés
pedagógico. Se trata de un panorama sucinto de algunos de los numerosos pueblos
precolombinos del “Nuevo Mundo”. Cada pueblo está representado por algunos objetos
endémicos, una o dos esculturas hiperrealistas, en resina broncínea, un mapa y
algunos datos mínimos, encerrados en vitrinas independientes.
Cuando salí, ya
las puertas de las demás colecciones estaban cerradas, pero en el amplio
corredor que conduce a la muestra afroportorriqueña iniciaba recital un excelente
conjunto musical (percusiones, cantantes, bailarines). Fue un concierto de muy
alto nivel. Algunas de las piezas fueron anunciadas como pertenecientes al
patrimonio afrocubanas y reconocí algunos de sus elementos. Sin embargo también
noté cosas que distinguen bien a Puerto Rico de mi país natal: 1° La percusión no
estaba básicamente formada por tumbadoras, sino que había una caja (instrumento
que en Cuba solo se ve en el guaguancó callejero, y nunca es un instrumento de
madera barnizada, obviamente salido de una industria musical) y esos tambores
en forma de barril que dan su nombre a la bomba boricua. 2° En el conjunto solo
había tres negros (uno de los bailarines
y dos de los músicos) y un mestizo; lo que confirma los porcentajes raciales de
la población portorriqueña, predominantemente blanca. 3° Las bailarinas
ejecutaban “pasos” africaribeños perfectamente reconocibles por un cubano, pero
con un movimiento de caderas y de manos indudablemente andaluz (lo que también
confirma la mayor presencia española en esta Isla). Un público abundante,
entusiasta y conocedor (que no dudó en echarse a bailar) acompañaba el
concierto cuando decidí marcharme, pues aún me quedaba mucho por ver en San
Juan.
Salí del Museo
con rumbo norte y enseguida llegué a la inmensa explanada donde varios siglos
atrás aguerridos españoles infligieran una sangrienta derrota a una importante
fuerza anglo-holandesa que intentara apoderarse del castillo del Morro y a
continuación de la isla. La fortaleza es inmensa. Sus baluartes son más
extensos y en conjunto más altos que los de su similar habanero, pero eso solo
se aprecia desde el mar. Por tierra apenas impresiona, pues está construido al
borde de la meseta que constituye casi toda la isleta donde se alza Viejo San
Juan.
Por su lado
oriental, los amplios baluartes exteriores de la fortaleza limitan con el
cementerio.
No sé por qué me
parece tan incongruente la contigüidad entre mar y camposanto. En todo caso, es
el único cementerio grande que he visto tan cerca del mar, y más aún encuadrado
por los baluartes de un oscuro castillo casi medieval.
Por la cantidad
de museos concentrados en la zona (y porque el núcleo urbano no se presta para
ello), hay varios estacionamientos frente a la explanada del Morro. Allí
descubrí dos pancartas gemelas que ejemplifican la ambigüedad lingüística portorriqueña:
los autobuses son llamados “guaguas” como en Cuba y en Canarias, pero el
bilingüismo oficial y turístico impone su traducción al estadounidense…
Subí la
escalinata de la Plaza del Quinquenio, dominada por un conjunto escultórico que
me pareció muy raro (¿ovejas abanderadas?), hasta que me di cuenta de que
loaban del catolicismo… aunque solo entendí por qué precisamente allí cuando Tina Casanova (siempre ella, tan alerta) me aclaró que son un símbolo de Puerto Rico, elemento que aparece en su escudo.
No tardé en
hallarme una vez más la muy comercial Calle del Santo Cristo (¡con lo que apreciaba
Jesús a los mercaderes!), comprobando que muchas de las más antiguas y bellas
casas de San Juan Viejo están reconvertidas a la actividad comercial: desde
restaurantes y cafeterías, a tiendas de artesanía y ropas. Ya en calles
transversales o menos frecuentadas se
encuentra alguna iniciativa de modesto comercio familiar o de esos donde se
amontonan desde camisetas estampadas con la estética más kitsch a productos
tradicionales (dulces, rones, máscaras de paja), pilas para cámaras
fotográficas y artículos de primera necesidad.
Como en cualquier ciudad histórica, el comercio ayuda al erario público a mantener los monumentos. A veces esto se hace al precio de la autenticidad, el respeto y la belleza urbana, pero… ¿qué se le va a hacer?
En una elegante
tienda de artesanía donde al fin encontré algo que ofrecer a mi retorno a
Europa, debí escuchar las confusas explicaciones que daba la vendedora a un
turista, que preguntaba el significado de la palabra “Borinquen”. No pude
evitar aquella masacre cultural y, rumiando las muy buenas explicaciones que me
había dado Tina Casanova, que es una apasionada e informada cultora del Puerto
Rico precolombino, aclaré que se trataba del nombre dado por los primitivos
habitantes de la isla, los mal llamados taínos (palabra arawaca que significa
simplemente “soy de aquí”). Afortunadamente, la máscara que compré tenía el
precio puesto, porque sospecho que la vendedora hubiese intentado vengarse de
la humillación sufrida… a manos de un extranjero (mi pronunciación del
castellano es claramente distinta del acento portorriqueño).
La calle del
Santo Cristo termina abruptamente en un farallón por el que hace tres siglos se
despeñó un jinete. Según la tradición, el caballo se hizo papilla y el jinete
ni un rasguño. En memoria del supuesto milagro, en ese sitio se levantó la
capilla que comparte nombre con la calle (ignoro cual dio nombre a la otra).
De estilo barroco, el interior está decorado con
más derroche de oropel que buen gusto.
A un costado de
la capilla se encuentra el pequeño y encantador Parque de las Palomas. Acodado
en el parapeto la muralla, que en ese sitio alcanza unos buenos 15 metros de
altura, se puede contemplar la parte interior, meridional, de la bucólica bahía
de San Juan.
Aunque ya había
descubierto que una guagua que pasaba
delante del hotel terminaba en el Paseo de la Princesa, tampoco esa vez disponía
del tiempo necesario para desplazarme de esa manera más económica y sin dudas
más interesante. Para colmo, no busqué un taxi en una de las arterias que salen
del centro y a esa hora ya se formaban los habituales atascos de la capital.
Esa noche tendría
lugar la cena ofrecida por Ediciones SM con motivo de la entrega de los premios
Barco de Vapor Puerto Rico 2013, que fueron entregados la misma tarde. El
premio lo recibió una novela de ciencia-ficción (una de las primeras obras del
género destinadas al público juvenil por un autor –autora- boricua). Un ómnibus
iba a recogernos delante del museo, pero fue finalmente en el auto de una de
mis colegas portorriqueñas, conducido por su esposo, que llegué al
Conservatorio, sede del acto. El trayecto me pareció largo, pero una vez en la
terraza del moderno edificio descubrí que nos hallábamos muy cerca del hotel, frente
a la misma Laguna de Condado que atravesé en cada viaje a San Juan Viejo.
Como siempre
ocurre con las actividades de SM, la oferta gastronómica fue refinada. El grupo
musical tocó un poco de todo, lo que me dio la ocasión de conversar largamente
con un gran conocedor musical que me explicó interesantes detalles de la música
portorriqueña, entre ellos la plena, que se parece a la décima cultivada por el
campesino cubano.
3:00pm −4:00pm Debate - “El tránsito del
lector infantil al lector adulto” con
Joel Franz Rosell y Carlos
Vásquez Cruz
Como tenía la
mañana libre, había previsto ir por fin a la playa que, aunque invisible, debía
hallarse a la misma distancia del hotel –pero en dirección opuesta- que el
museo sede del festival. Pero desde temprano en la mañana, llovió a cántaros,
de manera intermitente, pero odiosamente sistemática. Perdí la mañana en la
habitación, escribiendo no recuerdo qué (no debía ser tan importante) e
interneteando. Fue la esperanza de que la lluvia cesara la que me mantuvo encerrado
hasta la hora del almuerzo.
La lluvia había
encharcado el jardín que, los días precedentes, ofreciera un marco botánico a
encuentros y debates. El agua acumulada por las carpas deformaba sus techos
normalmente puntiagudos y la “Tribuna de la Escalinata” donde en días
anteriores hubo recitales y conciertos. Era en el jardín que se había
programado el debate “El tránsito del lector infantil al lector adulto” entre
el escritor boricua Carlos Vásquez Cruz (la mayoría de sus libros son para adultos,
pero sin abandonar el mundo de la infancia y adolescencia) y yo (que he
dedicado toda mi obra de ficción a los chicos… aunque a veces mis héroes sean
adultos). A la sala del segundo sótano, a donde debimos trasladarnos, no llegó
tanto público como el que hubiésemos tenido en el jardín, pero no por ello el
intercambio fue menos intenso.
La idea de
debatir con un público que no conoce la obra de los integrantes de la mesa
siempre me ha parecido problemática. Por eso, y para ilustrar mejor mis
propósitos (la literatura se defiende a sí misma con una elocuencia que puede
faltarles a la pintura, la escultura o la danza, puesto que su materia es
precisamente el lenguaje), leí uno de mis cuentos. Cuando un poco después
repetí la fórmula al emplear un fragmento de novela para ilustrar un aserto,
Carlos me captó la intención y nos leyó un brillante (y terrible) cuento sobre
el “alquiler” de un niño a un pervertido (por su propio padre endeudado). Fue
particularmente opourtuno puesto que hablábamos en ese momento de la
sexualidad, de la verdad, de la crueldad de la vida y de su presencia (Sí, No,
Cuánto, Cómo…?) en la LIJ. Entre el
público algunos estaban de acuerdo con nosotros, otros no (creo que la
coordinadora de la mesa se oponía, ella misma, en parte, a la franqueza entre
autor y lector de libros infantiles). Es una cuestión de modos y no de
esencias, y también de intensidades y de oportunidad. A un niño que aún no
tiene ni una vaga experiencia sexual, no hay que aterrorizarlo con sus
desviaciones sádicas; pero a un muchacho de un ambiente desestructurado, que
está forzado a enfrentar la maldad del mundo sin el apoyo de adultos amantes y
conscientes, la literatura puede ayudarle a evitar hemorragias espirituales de
las trampas precoces que le pone la vida.
Aunque tampoco
hay que caer en cierta tendencia lleva la mayor parte de la narrativa realista
juvenil contemporánea a concentrarse en dramas y problemas, mientras la
literatura fantástica edulcora el mundo y los personajes. Sin dudas, son temas
a discutir más, más a menudo y con más público.
Mi vuelo despegaba
a la 13:10, y como yo estaba resuelto a no dejar Puerto Rico sin sumergirme en
el Caribe (en rigor es el Atlántico el que baña la costa norte de la isla, pero
permítanme la licencia geográfica) me levanté a las siete de la mañana. No tuve
que caminar más de cinco minutos cuando avisté el mar al fondo de la calle. El
barrio era totalmente diferente de lo que yo había imaginado a juzgar por la
manzana del hotel y el tramo, sin casas ni edificios de apartamentos, donde se
levanta el Museo de Arte de Puerto Rico. En realidad, esa parte del Condado se
parece bastante a Miramar, el bastante privilegiado barrio costero situado al Oeste
de La Habana. Con la diferencia de que todas las casas del reparto Condado
están en perfecto estado y las habitan portorriqueños, no diplomáticos, alta
burocracia y compañía como en el citado barrio cubano, y que en su calle paralela
a la playa, se levantan edificios muy modernos y altos.
No obstante, la mayor
diferencia con Miramar no es socio-económica ni arquitectónica, sino
geográfica: la costa de la parte moderna de San Juan no es rocosa, como la de
casi toda la capital cubana, sino que constituye una infinita y ancha playa de
arena mullida y de color ocre dorado (otra diferencia con las playas del norte
de Cuba, que son de perfecta blancura).
El cielo aún
guardaba los matices rosados del amanecer y el sol estaba horizontal (cegador),
pero el agua estaba deliciosamente tibia. Lamenté una y mil veces no haber
nadado cada día o cada noche (a cualquier hora, los calores de más de 30°C que
hubo durante mi estancia debió mantener el mar perfectamente tibio). Fallé a mi
cita con Yemayá.
En fin, aproveché
al máximo mi cachito de felicidad… y corrí al hotel, a fin de acabar de cerrar
mi maleta y bajarla a las 11:00, hora en que pasarían a recogerme junto a
algunos otros desdichados que nos marchábamos más o menos a la misma hora,
aunque en distintos vuelos y con destinos muy variados.
En los dos
aviones que tomé ese 14 de octubre sí me tocó ventanilla y pude disfrutar a mi
gusto de los llamativos litorales de San Juan y de la capital de La Florida.
Pude también
comprobar a qué punto Cuba está presente en la gastronomía de la latinoamericanizada
Florida. Nada sorprendente cuando se conoce la composición demográfica del más
meridional de los Estados norteamericanos , pero en mi calidad de cubanofrancés
me llamó particularmente la atención descubrir el “Café Versailles” (Cafetería
Versalles, en riguroso francés).
No probé el sándwich cubano, pues
ninguno de sus ingredientes tiene nada de particularmente criollo, pero sí
compré una empanda de queso y guayaba… que tampoco mi paladar “reconoció”, pero
que estaba sabrosa.
También tuve
suerte con la atmósfera, pues es cielo estaba despejado y luminoso al dejar la
Florida.
Al cierre (postal comprada en el Museo de Arte de Puerto Rico)
Ya he comentado
que la agenda del Festival de la Palabra es rica e intensa en charlas, debates,
lecturas, presentaciones de libros y talleres. Tanto había que me quedé sin
disfrutar de mucho (razón de más para desear un pronto regreso, y no solo para
aprovechar mejor el festival, sino para ampliar mi conocimiento de esta pequeña
isla fascinante y sorprendente, que tan bien tiene puesto el nombre).
Algunos ejemplos
de la agenda, tomados al azar, son los debates “La lengua como patria: palabras
para salvarnos a todos” (Daniel Alarcón, Mayda Colón, José Ovejero, Justin
Torres), “La provocación de la literatura juvenil” (Magali García Ramis, Carmen
Dolores Hernández y Janette Becerra), “Hijos de la Historia: colonizaciones y
exilios” (Daniel Alarcón, Louis-Philippe Dalembert, Ana Maria Gonçalves, Lidia
Jorge, Urayoán Noel), “El solitario carnaval de las islas” (Frank Báez, Ángel
Lozada, Xavier Carcárcel, Anna Lidia Vega Serova); los talleres de cómic
(Rosaura Rodríguez y Omar Banuchi), literarios (divididos en tres niveles y
coordinados por Juan Carlos Méndez Guedes, Yolanda Arroyo, Washington Cucurto, Doris
Moromisato y Jaidith Soto, entre otros), de cine (Leonardo Padura) y las proyecciones de documentales y filmes, por
ejemplo: “Siete días en La Habana”, seguido de un debate con Leonardo Padura,
su guionista; “Dónde estás amor mío que no te encuentro”, tras la que intervino
Ana María Shuá, autora de la novela que inspira la cinta, o “Perder es una
cuestión de método”, adaptación cinematográfica de la novela homónima de
Santiago Gamboa, quien también intervino en el debate. No menos concurridas
estuvieron las charlas magistrales impartidas por el boricua Eduardo Lalo, el
haitiano Louis-Philippe Dalembert o la española Cristina Fernández Cubas, y la
serie de testimonios titulados “Yo también soy lector” con el fotógrafo
argentino Daniel Mordszinski, la editora francesa Anne-Marie Métailié y la
escritora boricua Georgina Lázaro, entre otros muchos.
Me quedé con
ganas de conversar más con la joven narradora Anna Lidia Vega Serova, con mi colegas
de juveniles luchas literarias Leonardo Padura o con la destacada narradora
portorriqueña y directora del Festival de la Palabra, Mayra Santos Febres. Para
compensar esta última frustración, ya en
el aeropuerto, compré su novela “Fe en disfraz” que me leí durante el viaje que
me llevó hasta Miami, obligada escala en mi largo retorno a París.
Mayra Santos Febres durante una lectura
En el sitio de Maria Juliana Villafañe se puede leer un artículo de Ana Herrera que presenta a numerosos participantes del
evento, con comentarios informados y precisos y excelente fotografías. Un
magnífico complemento periodístico de esta subjetiva crónica
2 comentarios:
No pretendo que todo lo que vio le fuera grato y le gustara en Puerto Rico. Lo que no puedo entender es como sigue diciéndonos "portorriqueños" que fue el nombre que nos espetaron los estadounidenses por casi 30 años luego de la invasión del 1898 porque les era difícil pronunciar Puerto Rico o puertorriqueño. ¿Y cuál es su excusa?
Iracunda Irene: no es necesario ser gringo para tener dificultad en pronunciar "puertorriqueño". A los boricuas (espero no cometer otro crimen linguístico o ideológico) les puede resultar más familiar "puertorriqueño" porque el nombre de su país lo tienen en la boca muy a menudo, pero la regla prosódica indica la frecuencia de la transformación del diptongo "ue" en "o", especialmente cuando se trata de palabras largas y/o con combinaciones de vocales y consonantes poco fluidas. No es una excusa mía, como tampoco es una pereza surgida después de la vergonzosa ocupación yanqui. Por lo tanto, siga usted diciendo puertorriqueño(a) que yo me permitiré seguir usando indistintamente portorriqueño(a) y puertorriqueño(a).
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