El 11 de junio de
1931 aparecen en el suplemento infantil del diario belga Le XX Siêcle, las
últimas tiras de Tintín en el Congo, la segunda historieta consagrada
por Hergé a su universalmente conocido reportero del copete. Es una obra
inmadura, de dibujos torpes y trama improvisada que ha sido justamente
denostada por los resabios colonialistas y los prejuicios racistas que
contiene. Sin embargo, pese a las tormentas que amenazaron más de una vez hacerlo
naufragar en el olvido, el álbum sigue contando entre los millones de
ejemplares que, en más de 70 lenguas y dialectos, venden cada año los 24
títulos de la serie[1].
El belga Georges
Rémy (1907-1983) demostró desde muy temprano una vocación artística resuelta.
En 1924, cuando no era más que un inexperto colaborador de la revista de los
Boy-scouts, invierte sus iniciales y las escribe como suenan en francés,
añadiéndole una H para hacer más
verosímil o estético el nombre así inventado. Hergé nace cinco años
antes que Tintín, pero es su trabajo en torno a este personaje que lo convierte
en el artista visionario que funda, paso a paso y con mucha autocrítica, la
llamada escuela franco-belga de historieta y su estilo dominante: la
« línea clara ».
Lo de franco-belga
merece aclaración: en principio se trata de la parte de Bélgica donde se habla
francés (la mitad sur, Valonia, y la región capital, bilingüe como el propio
Hergé). Pero también debe entenderse
como el tipo de historieta popularizada en Francia y Bélgica, países cuyas
prácticas culturales suelen confundirse.
Igualmente es
oportuno precisar que “la línea clara” no es solo un concepto gráfico (no se
dibujan sombras, volúmenes ni juegos de luz, y todos los elementos están
delineados por el mismo trazo grueso, ignorando las leyes de la perspectiva)
sino también un concepto narrativo (la historia debe ser clara y coherente,
despojada de florilegios inútiles y soluciones arbitrarias, y preferentemente
sin asperidades: violencia, sexo, etc).
Cuando el río Congo suena...
Todo lector percibe
una obra desde su perspectiva personal, social e histórica (para eso el arte es
universal: para confrontarse a tiempos y modos de pensar y de ver diferentes).
Pero al crítico no corresponde condenar libros encadenados a un momento
histórico-ideológico cuestionable, sino interpretarlos y contextualizarlos,
permitiendo así comprender cómo humor, costumbrismo, exotismo y aventura pueden
acabar en prejuicio, burla, superioridad y mala propaganda.
Que Tintín en el Congo contiene situaciones y lenguaje maculados
del racismo y colonialismo comunes a su
época es innegable. Y ello se aprecia, de mayor a menor grado, en sus tres
versiones: las viñetas aparecidas en 1930-31 en las escasas páginas del “Petit
Vingtième”, suplemento infantil del diario Le XX Siècle; el libro en blanco y
negro impreso por el propio diario en 1937, y la versión corregida,
reformateada y redibujada en color de 1946, que es la que se publica hasta
nuestros días.
Tintín en el Congo se inicia
el 5 de junio de 1930, año en que el término “racismo”, inventado en 1894 por
el panfletista Gaston Méry, ingresa oficialmente en la lengua francesa. Téngase
igualmente en cuenta que estamos a 15 años de que la Segunda Guerra Mundial
termine con la victoria de los valores democráticos que desencadenarán, otros
15 años más tarde, el fin del coloniaje europeo en África; pero también a casi
cuarenta años del reconocimiento de los derechos civiles de los negros en
Estados Unidos.
Hergé comienza su
segunda obra con 23 años, sin haber salido de su pequeño y conservador país más
que para excursionar por algunos países europeos, y hallándose bajo la
influencia del autoritario director del periódico católico y nacionalista donde
trabaja como ilustrador, diseñador, fotógrafo, etc. El abate Wallez impuso el
escenario de esta aventura (como había impuesto el de la primera: la Rusia
Soviética) contrariando los deseos del joven historietista, que deberá esperar
a septiembre de 1931 para comenzar Tintín en América, un álbum donde la
autonomía al fin alcanzada por Hergé se refleja no solo en mejores trama y
dibujo, sino en una clara simpatía por los « pieles rojas » y una
evidente crítica del capitalismo expoliador anglosajón.
Tintín en el Congo se integró
en la estrategia del periódico y el hombre que empleaban a Hergé, embarcados en
la campaña del Estado belga por conseguir la implicación de sus “fuerzas vivas”
en la explotación de la colonia heredada en 1908 de su rey Leopoldo II (quien
la obtuviera como propiedad personal en 1885): el Congo Belga, luego
Congo-Kinshasa, Congo-Leopolville, República Democrática del Congo y Zaire,
antes de recuperar su precedente denominación (R.D.C.) en 1997. De la agitada
historia congoleña nos interesa aquí el período en que ese territorio pluriétnico
e inmensamente rico comienza a ser capitalísticamente explotado por una lejana
nación europea, 80 veces menos extensa y bastante menos poblada.
La mejor prueba del compromiso ideológico de Tintín en el Congo con
el colonialismo belga es la clase de geografía en que el protagonista lanza:
“Voy a hablaros de vuestra patria, Bélgica” a los niños congoleños que llenan
la escuelita de la misión de los Padres Blancos (congregación así llamada por
el color de las sotanas y no de la piel de los sacerdotes que la integran).
Criticadísima, la situación solo aparece en las versiones de 1930-31 y 1937, y
se ve substituida por una banal lección de aritmética en la versión definitiva.
No hay dudas de que la modificación se imponía en 1947, cuando la difusión
de “Las Aventuras de Tintín” se internacionaliza, y en esta versión lo que
Tintín imparte es simple aritmética pero...
¿cuál era el verdadero sentido de la frase de Tintín en la versión original?
Teniendo un destinatario ideal belga y un destinatario real belga y
acaso francés, a quien Hergé/Tintín habla es a los niños y adultos a quienes su
gobierno incita a participar en la colonización. “Vuestra patria es Bélgica”
dice Tintín en la historieta, pero los lectores de Hergé son niños belgas y
para éstos es mensaje es “El Congo es vuestra patria”. Es lo que el abad Wallez,
su jefe de redacción, quiere trasmitir. Puesto que se dirige a jóvenes súbditos
de un estado colonial, su mensaje no tiene la función de “lavar cerebros”
africanos que tanto se le ha atribuido. La frase es culpable de proselitismo,
cierto, pero no asesina de una
identidad. Otro argumento en descargo de Hergé es que Tintín no pasa de
esta frase: su lección de geopolítica es ridiculizada por el historietista, que
la interrumpe dos veces mediante el episodio, totalmente bufonesco, del
leopardo.
Tintín en el Congo es
ciertamente un álbum propagandista; pero no promueve solo la colonización del
inmenso país africano (encargo del editor), sino al propio héroe de la
historieta (designio del autor). Una
lectura atenta del álbum, y su comparación con los que le siguen, permite
advertir que Tintín es inexplicadamente célebre entre todos los que se cruzan
con él -negros y blancos, amigos o enemigos- y que todas las anécdotas -las
mejores y las peores, las que menoscaban a los congoleños y las que no- tienen
la misión de mostrar (con exagerada comicidad, reconozcámoslo) cuán genial es
Tintín.
La explicación del
ingenuo comportamiento de Hergé respecto a su personaje, está fuera del
texto: los lectores actuales tendrían que estar predispuestos, como los de
1930, por el fulminante éxito de la primera aventura de Tintín. Su “regreso”
del País de los Soviets fue celebrado, un mes antes de comenzar la aventura
congoleña, con la aparición, en una estación ferroviaria de Bruselas, de un
jovencito disfrazado de Tintín y acompañado de un perrito blanco. Fue una hábil
operación propagandística que se convirtió en apoteósica performance
cuando cientos de lectores, chicos y grandes, acudieron a la cita dada por el
periódico.
El joven Hergé
estaba obnubilado por su inesperado éxito y no supo establecer la distancia
necesaria entre realidad y ficción, y mucho menos la distancia irónica que,
paulatinamente, irá tomando respecto a sus personajes y su creación en general.
De hecho, en la
viñeta siguiente, la vanidad de Milú, que por entonces es el único compañero de
aventuras del héroe, y funge como su Alter Ego, revela que Hergé desconfía de
su propia tentación de “inflar” a Tintín.
"Pues sí, me cansé de llevar una vida monótona y decidí irme a cazar leones" |
Un humanista conservador, pero justiciero
Que Hergé está más
a la derecha que Tintín es un hecho. Fue siempre un conservador convencido y un
hombre bastante introvertido, pero con inflamada alma de Boy-scout. Humanista
cristiano (practicante, pero no militante; su obra será consecuentemente
laica), en sus momentos de flaqueza demuestra más inclinación al monarquismo
nacionalista belga, a cierto antisemitismo y al colonialismo paternalista -con
una mirada superficial sobre otras culturas- que a lo que algunos prefieren
ver, con extrema severidad descontextualizada, como racismo patán.
El reportero
trotamundos creado por Hergé en 1929 no tiene nada de Superman, invencible
extraterrestre cuyo primer cómic data de
1938, o de Indiana Jones, aventurero sensual y ambicioso inventado en 1980 por
Steven Spielberg (que actualmente produce la primera adaptación al cine Tintín
con visos de acierto).
Tintín no es el típico super-héroe blanco, musculoso
e individualista. Con total desprendimiento, pone su inteligencia y buen
corazón (más que sus puños) invariablemente del lado del que sufre: los
aborígenes norteamericanos expoliados por las compañías petroleras (Tintín
en América), los indígenas peruanos que se habrían sustraído a la Conquista
(El templo del sol), los chinos
apabullados por el imperialismo japonés (El loto azul), los musulmanes
negros a quienes se pretende esclavizar durante una peregrinación a la Meca (Stock
de coke) o los gitanos forzados a acampar en un vertedero (Las joyas de
la Castafiore).
Entretanto, sus
enemigos no son solo criminales por cuenta propia (generalmente occidentales):
falsificadores de dinero, traficantes de armas o drogas, que suelen aparecer en
más de una aventura. Tintín también se enfrenta a regímenes dictatoriales como
el de la balcánica Borduria (El asunto Tornasol) o el latinoamericano
San Theodoros (La oreja rota y Tintín y los Pícaros) o al
inescrupuloso poder financiero de Sao Rico, que en la primera versión de La
estrella misteriosa enarbola sin ambages la bandera de los Estados Unidos.
Tintín es un
legalista: defiende diáfanamente a un rey constitucional víctima del proyecto
de Anschluss de ese Mussolini-Hitler que es el
Müstler de El cetro de Ottokar; pero testimonia fidelidad semejante a un
déspota lamentable como el jeque Ben Kalish Ezab (Tintín en el País del Oro
Negro) o al ambiguo populista Alkázar (revolucionario triunfante en La
oreja rota y víctima de un golpe de estado en Tintín y los Pícaros).
Los personajes
ambiguos y contradictorios son raros en las primeras aventuras, pero van
volviéndose más frecuentes a medida que la serie madura. Un caso revelador es
el millonario Laszlo Carreidas, que pertenece al bando de “los buenos”, pero
rivaliza desde su vileza legal con la ilegal villanía de Rastapapoulos en Vuelo
714 para Sydney. Pero el claroscuro también se observa en un miembro de la
“familia” Tintín tan importante como el capitán Haddock, quien cede fácilmente
al alcoholismo, la cólera, los prejuicios y la codicia. Lógicamente, los
estereotipos y la simplificación son mucho más tenaces en los personajes
secundarios y “figurantes”. Ello explica la justamente criticada escasez de
personajes femeninos (prácticamente reducidos a las tiranas que son la
Castafiore y la esposa del general Alkázar) y, por supuesto, la representación
estereotipada de negros, árabes, amerindios y asiáticos.
Tercer mundo a primera vista
A primera vista,
los representantes del Tercer Mundo solo asoman en las páginas de Hergé para
ser salvados, defendidos e incluso instruidos por Tintín. Los casos en que el
reportero del copete y sus compañeros habituales reciben una ayuda efectiva de
los habitantes de los países a que se desplazan son raros... pero existen. Los
mejores ejemplos los aportan El loto azul, que ensalza la resistencia
china al invasor japonés; Tintín en el Tíbet, donde el sherpa Tarkey se
eleva al rango de héroe, prácticamente al mismo nivel que Tintín y Haddock, y El
templo del sol, donde el indito Zorrino da sobradas pruebas de abnegación,
astucia y coraje.
Si los
representantes del Tercer Mundo no tienen un papel más brillante en “Las
Aventuras de Tintín”, el problema es sobre todo de concepción “dramatúrgica”.
Los héroes de Hergé son Tintín, Milú (al principio la serie se llamaba “Las
Aventuras de Tintín y Milú”) y la “familia afectiva” que van conformando, por
orden de aparición, Hernández y Fernández, Haddock, Tornasol, la Castafiore,
Néstor... Todos son europeos como Tintín, pero eso no tiene nada de excepcional
para la época (hoy, en la Europa multiétnica, multirracial y multinacional, y
en el marco de la globalización de los productos culturales, los historietistas
y escritores desarrollan otros modelos, y Hergé no hubiera escapado a la
regla). Aunque con menor recurrencia, también forman parte de la “familia” el
chino Tchang (más virtuoso que el propio Tintín), el extravagante portugués
Oliveira, el latinoamericano Alkázar y el majaderísimo niño árabe Abdalá. No
son exactamente héroes, pero tampoco lo son europeos como Néstor, Bianca
Castafiore o un sujeto tan risiblemente deleznable como Serafín Lampión, el “ciudadano
medio”.
Como en cualquier
serie, los personajes secundarios se subordinan al “star system”. Por razones
de “economía literaria” es lógico que protagonistas y otros personajes
recurrentes ocupen la mayor parte de la esfera afectiva y el tiempo de acción;
del mismo modo que los gags, situaciones dramáticas y episodios en general se
articulan, en una bien aceitada interacción, con el rol que cada figura ha
adquirido en los álbumes precedentes: Abdalá y Lampión están ahí para enfurecer
al capitán Haddock, y no para representar a un árabe y un europeo,
respectivamente. Lo que no significa que Alkázar y el jeque Ben Kalish Ezab no
representen una manera corrupta e ilegítima de ejercicio del poder que Hergé
ciertamente asocia a los países del “Sur”.
Una de las cosas
más reprochadas a Tintín en el Congo es que los negros tienen los ojos
saltones, los labios abultados y la piel negra retinta. En los años 30 todo el
mundo dibujaba a los negros de esa manera; no hay más que ver los dibujos
animados norteamericanos o la ilustración de prensa latinoamericana de la
época. Pero también la Vanguardia pictórica europea (Hergé se revelará un
apasionado coleccionista de arte moderno) y sus inspiradoras, las artes
tradicionales de África y el Pacífico, explotan la exageración.
En álbumes
posteriores Hergé trazará africanos más sutiles y expresivos, y renunciará al
negro de tinta (muy eficaz en los tiempos en que dibujaba e imprimía sus
historietas en blanco y negro). No olvidemos, sin embargo, que la caricatura y
el estereotipo son recursos típicos del humor gráfico y son aplicados por Hergé
a todos sus personajes. ¿Acaso el capitán Haddock no tiene los ojos vacíos?
¿Acaso la Castafiore no tiene nariz de cacatúa? ¿Acaso Tornasol no carece de
cuello? ¿Acaso Hernández y Fernández no son otra cosa que un bigote y una
narizota...? En cuanto a los cuerpos, las manos o las expresiones, no hay
diferencia alguna entre los negros, los árabes, los chinos, los amerindios o
los blancos dibujados por Hergé.
De los acentos exóticos al prejuicio
cultural
Un aspecto mucho
más polémico es la presencia de errores lingüísticos en el habla de los extranjeros en la saga tintinesca. Desde hace
más de 20 años leo “Las Aventuras de Tintín” en francés y no recuerdo si la
versión castellana de Tintín en el Congo conserva este aspecto; pero
como aquí se trata de la obra de Hergé y no de su traducción al castellano
(bastante decepcionante, dicho sea de paso) es pertinente señalar que en la
versión original todos los negros cometen los mismos errores de construcción y
pronunciación: sean marineros o aldeanos, negros de ciudad o pigmeos de selva
adentro, y hasta un norteamericano negro -desaparecido en la versión de 1946-
comete en uno de sus diálogos un error característico del francés que
supuestamente hablaban los congoleños.
Sin embargo, todo
indica que a Hergé le interesa más caracterizar lingüísticamente a sus
personajes y obtener efectos de exotismo cómico que mostrar la inferioridad
cultural de los negros; lo demuestra el hecho de que el léxico que éstos
utilizan no es necesariamente pobre ni esencialmente incorrecto. En todo caso,
la caricatura costumbrista que se busca en Tintín en el Congo aparece
menos en álbumes posteriores. A lo largo de toda la obra de Hergé, los
extranjeros blancos “marcan” su exotismo con palabras en su propia lengua
(italiano, castellano, inglés) o con peculiaridades de pronunciación, sin que
ello implique juicios de valor. Pero Hergé puede divertirse, y divertirnos,
inventando una lengua (a base de argot de Bruselas y de la segunda lengua de
Bélgica, el flamenco, o con materiales totalmente fantásticos) o una escritura;
así aparecen caracteres arábigos en Tintín en el país del oro negro, y
caracteres cirílicos en los episodios de Objetivo la Luna y El
asunto Tornasol que tienen lugar en el imaginario país balcánico de
Syldavia. Sin embargo, cuando los árabes, syldavos o bordurios hablan, lo hacen
casi siempre en la misma lengua y estilo que Tintín, Tornasol o el capitán
Haddock.
A fin de no
complicar la historia, frecuentemente Hergé omite la cuestión de la diferencia
de lengua. En la versión original (en francés) de La oreja rota, lo
convencional del procedimiento queda en evidencia. En los episodios iniciales, que transcurren
en Europa y en el trasatlántico, el acento del lanzador de puñales Alonso Pérez
está marcado por la fonética característica de los hispanohablantes cuando usan
la lengua de Molière. Pero desde que desembarcan en la hispanoamericana
república de San Theodoros, tanto Alonso Pérez como los demás nativos hablan en perfecto francés. A lo largo
de la serie, Tintín parece capaz de expresarse “naturalmente” en cualquier
idioma (como se revela capaz de tripular cualquier clase de vehículo), pero no
es imposible verle a él o al capitán Haddock impedido de comunicarse en un país
extranjero. La fluidez de la historia, la comicidad de la situación o la
creación de una atmósfera exótica parecen ser los criterios determinantes de la
condimentación lingüística o no de los diálogos.
El capitán intenta infructuosamente hacerse comprender por quien él cree un indio peruano |
De los estereotipos
culturales se burla el propio Hergé, en particular a través de los prejuicios
del Capitán Haddock, a través de esa vitriólica caricatura del belga ordinario
que es Serafín Lampión o, con mayor frecuencia, a costa de Hernández y
Fernández, quienes se empeñan en adquirir “color local” vistiendo trajes
tradicionales... del país equivocado. Pero a veces Hergé no se limita a la
burla; en El loto azul, transparenta la crítica de la prepotencia
occidental en la zona internacional de Shanghái.
Aprovecho la
ocasión para precisar que si aludo frecuentemente a este último álbum no es
porque sea uno de mis preferidos, sino porque el propio Hergé le concedía una
particular importancia; en primer lugar porque marca una reorientación radical
de su carrera, tanto en materia de procedimiento creador como de respeto a la
realidad que recrea. Mientras escribe/dibuja El loto azul, nuestro autor
sostiene instructivos encuentros con un pintor chino becado en Bruselas, que no
solo se ofreció a asesorarlo sino que trazó, en auténtico mandarín y con
perfecta caligrafía, todos los textos chinos que aparecen en la obra.
Es de notar que cuando Hergé se toma el trabajo de
documentarse y, mejor aún, de frecuentar a un nativo del país que recrea, los
estereotipos (negativos) y las simplificaciones (que pueden ser bien
intencionadas) disminuyen e incluso desaparecen. Es lo que ocurre en Tintín
en América, Tintín en el Tibet y, sobre todo, en El loto azul.
Un caso curioso es el de El templo del sol. Hergé se documentó
tan cuidadosamente que cuando salud anímica le impidió entregar a la flamante
revista “Tintín” las esperadas viñetas, el espacio fue completado con una serie
de notas informativas tituladas “¿Quiénes eran los Incas?” y que firma el propio
Tintín (son las únicas muestras directas que tenemos del trabajo de Tintín,
reportero de oficio). Estos documentos pueden verse en la versión facsimilar de
la edición en revista, un interesante álbum en formato a la italiana.
Una de las páginas de la versión original de "El templo del sol" publicada en la revista Tintín... y completada por la serie de comentarios informativos "¿Quiénes eran los Incas?" |
Sin embargo, los lectores latinoamericanos de El
templo... nos ofuscamos ante el pretendido desconocimiento de los eclipses
de sol por parte de los Incas. Todos sabemos que la astronomía es una de las
ciencias en que más se destacaron las civilizaciones precolombinas. Creo haber
leído en alguna parte que Hergé reconoció su error; pero ya era tarde para
buscar un eje dramático diferente a la impactante escena en que Tintín ordena
al sol ocultarse, impidiendo que se lo utilice para encender la hoguera en la
cual deberían perecer Tornasol, el capitán Haddock y él mismo. El principio,
por demás utilizado otros autores, es una licencia poética y no una
prueba más de menosprecio por las culturas del “Sur”.
Limitaciones del héroe, la obra y del hombre
Hergé es un hombre
de su época, formado en la Europa de comienzos del siglo XX: etnocéntrica,
imbuida de superioridad económica, militar, tecnológica y cultural, y,
digámoslo francamente, más o menos abiertamente racista y xenófoba. Como la
mayoría de los hombres y mujeres de su generación, Hergé fue realizando el
aprendizaje y respeto del Otro. Prueba de ello son las modificaciones
introducidas en varios álbumes y el lenguaje “políticamente correcto” (antes de
que esta actitud y su denominación se pusieran de moda) perceptible en los últimos
títulos de la serie.
En los años 40
Hergé reforma todos los álbumes publicados hasta entonces (excepto Tintín en
el País de los Soviets, demasiado extenso, primitivo y desactualizado). El
objetivo primero era adaptarlos al formato que terminará caracterizando el
libro-historieta franco-belga: 64 páginas a todo color, en formato 23x30.5 cm.
Cuando el dibujo era demasiado alejado del dominio alcanzado en más de una
década de gradual perfeccionamiento, Hergé y los colaboradores con que cuenta a
esa altura, redibujan totalmente el álbum aunque sin apartarse mucho del
esquema original. Fue el caso de Tintín en el Congo (nueve años después
de la primera versión en libro). Lamentablemente, en 1946 la historieta no era
aún objeto de las violentas críticas ideológicas que sufrirá desde la década
siguiente, y Hergé se limitó a suprimir las muestras más extremas de
colonialismo paternalista y prejuicio racista sin casi tocar -por ejemplo- las
situaciones antiecológicas. Cabe, sin embargo, preguntarse si hubiera valido la
pena una reescritura a fondo. La superficialidad, el esquematismo y la
improvisación dominan todos los planos del álbum, y no solo lo que atañe a la
representación de los congoleños. También los animales, los hombres blancos y
las situaciones “neutras” revelan la misma impericia e improvisación. La
corrección de una parte de los defectos del libro no hubiera servido sino para
acentuar los otros. En realidad, Hergé tendría que haber tomado respecto a Tintín
en el Congo la misma decisión que respecto a Tintín en el País de los
Soviets: la exclusión pura y simple de la serie, por incompetencia
artística. Pero pocos autores son tan autocríticos (y sus admiradores
incondicionales no les facilitan el ejercicio: fue por presión de éstos y por
la aparición de ediciones piratas que Tintín
en el País de los Soviets
terminó por aparecer en álbum).
A fines de su vida,
Hergé terminó por reconocer que sus dos primeros libros estaban alimentados por
los prejuicios del medio burgués conservador al que pertenecía. “En 1930 yo no
sabía de ese país (el Congo) más que lo que la gente decía por entonces: Los
negros son niños grandes, afortunadamente nosotros estamos allí. Y dibujé a
esos africanos a partir de tales criterios, en el puro espíritu paternalista
que imperaba entonces en Bélgica”.
Las polémicas en
torno a Tintín en el Congo comienzan a fines de los años cincuenta. La
ideología de la descolonización lo hizo tan impopular que no era fácil
encontrar ejemplares en el mercado. Sin embargo, tras varios años sin reeditarse,
la revista congoleña Zaire relanzó lo que veían como testimonio de la estupidez
etnocéntrica. Fue como si las propias “víctimas” levantasen la cuarentena...
hasta que en en 2007 un ciudadano congoleño intente una acción judicial por
racismo y xenofobia, y que una cadena de librerías británica decida relegar el
álbum al sector adultos, donde un público suficientemente informado no lo
tomaría al pie de la letra.
En obra tan
caricatural y poco realista como la que nos ocupa, es bien probable que los niños
del Congo y de otros países del África no vean hoy otra cosa que un espacio
convencional. Cuando remonto a mi propia experiencia de lector infantil, lo que
recuerdo es mi perfecta identificación con Tintín. Aunque mi piel fuera
bronceada como la de Zorrino (El templo del sol), aunque mi país fuera
hostilizado por una potencia extranjera como el de Chang (El loto azul)
y aunque mis orígenes sociales me acercaran más a Maika (la jitanilla de Las
joyas de la Castafiore), el rol que yo asumía era el del protagonista. Y
eso que yo era un cubanito politizado, al igual que mis hermanos y otros
amiguitos con quienes compartí la lectura de aquellos libros, deliciosamente
dibujados, que solo se encontraban en las principales bibliotecas... hasta que
la Ofensiva Revolucionaria de 1968 y el Congreso Nacional de Educación y
Cultura de 1971 cerraron las puertas a los últimos álbumes de la serie, y
permitieron un rápido deterioro o pérdida de los títulos existentes.
Alguien dirá que el
problema radica precisamente en que yo, cubano de extracción popular, me
identificara con un héroe europeo, que jamás tiene problemas de dinero, que le
da alegremente la vuelta al mundo y vive en un castillo, y que siempre luce
superior, aunque generoso y cordial, a los hombres, mujeres y niños del Tercer
Mundo. Esto supondría olvidar que todo lector asume el punto de vista del
autor, sobre todo si éste coincide totalmente con el del héroe; que en este
caso es un personaje tan liso y fácil de incorporar como Tintín, y todo
ello dentro de una fascinante serie infantil.
No hay verdadero
perjuicio en que un chico lea algunas obras con puntos de vistas opuestos, más
o menos radicalmente, a los intereses de su propia comunidad. Lo grave es que
los chicos, del país o minoría que sean, no tengan libros escritos por sus
iguales, que les muestren, esclarezcan y
hagan querible su realidad, su historia e identidad; proponiendo soluciones a
sus problemas, y héroes en los cuales reconocerse de veras. Esta carencia de
libros autóctonos viene resolviéndose paulatinamente. En América Latina, en
China y hasta en algunos países de África ya hay literatura infantil nacional;
aunque siguen escaseando libros en lenguas regionales, héroes, temas, ambientes
y valores -no solo tradicionales, sino contemporáneos- que reflejen la
diversidad de culturas, sensibilidades y clases sociales. Falta cantidad y
variedad en la oferta editorial de los países menos ricos, y falta acceso a la
lectura por parte de los más humildes, que son los más necesitados de
construcción identitaria. Pero nada de esto es culpa de Hergé o de sus obras
más criticables.
Por su parte, los
niños de Bélgica, Francia y demás rincones afortunados del planeta, tienen hoy
muchas más posibilidades de acceder a libros -de autoría local o importados de otras
lenguas y culturas- en los que no hay la más mínima sospecha de prejuicio
racial o cultural respecto a las culturas no occidentales. En la misma
estantería que Tintín en el Congo puede encontrarse Aya de Yupugon (Costa
de Marfil), Persépolis (Irán) o Mafalda (Argentina).
Cuando existe esta
diversidad de lecturas, un libro como Tintín en el Congo no es peligro
para nadie. Sus restos de paternalismo colonialista y de caricatura racial
quedarán diluidos dentro de una bibliografía consistente y variada. Prohibir el
segundo libro de Hergé equivaldría a darle más importancia de la que merece
dentro de una obra donde sobran títulos de elevada calidad y singularidad.
[1] A
los 22 títulos tradicionalmente difundidos ha de añadirse un prólogo -Tintín
en el País de los Soviets, inacabado
primer álbum- y un epílogo -Tintín y el arte alfa, álbum inconcluso.
Pero un verdadero tintinólogo conocerá y coleccionará las versiones en folletín
y/o en blanco y negro, antes de la normalización en volúmenes de 64 páginas a
todo color, entre otras variantes.
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