23/12/16

Un cuento de navidad: ¡Viva Papá Noel!


AL FIN: LA VERDAD SOBRE   PAPA NOEL

Voy a revelarte uno de los secretos mejor guardados de la Historia. Ya eres bastante grandecito y no puedes continuar en el error: Papá Noel no existe... entre el 25 diciembre por la madrugada y el primer segundo del 1 de enero!

Me explico: Papá Noel no es eterno en el sentido estricto del término y tras la noche más larga del año, todo el cansancio del mundo le cae encima. Es que en esa terrible noche del 24 de diciembre, ha tenido que desdoblarse en veinticuatro mil versiones de sí mismo a fin de llevar en su trineo, igualemente desdoblado, el regalo que merecen todos los niños que todavía tienen la posibilidad de creer en él.
Y nota que he dicho  el regalo y no los regalos.

Los juguetes, ropas, video-juegos y demás artilugios de consumo quedan, por supuesto, a cargo de los padres, abuelos y demás familiares o amigos que, cada cual según sus posibilidades, se suma a la bastante absurda feria en que se han convertido las fiestas de navidad y fin de año.
Pero EL REGALO sin el cual la infancia se evapora inexorablemente, ese que cada cual llamará a su manera: Ilusión, Inocencia, Esperanza, Sueño, Imaginación...  En resumen, el gran, esencial, único y verdadero REGALO, es Papá  Noel el encargado de ofrecerlo a cientos de millones de niños en el mundo (de los restantes cientos de millones de niños se ocupan los Reyes Magos, la Beffana, el Julenissen, Papá Invierno y otras criaturas de la Luz).

Pero me estoy alejando del tema, pues lo que me propuse revelarte es que Papá Noel se apaga poco a poco, pero irremediablemente, entre el 25 de diembre, a pocos minutos de comenzar la madrugada, y el 31 de diciembre, apenas tragadas las últimas uvas rituales.
Tras su intensa, colosal, noche del 24, Papá Noel vuelve a ser uno solo y se siente viejo como el Mundo. Tú dirás que no hay que exagerar, dado que nuestro personaje no trabaja más que una jornada en todo el año. Pero ¿cómo olvidar que Papá Noel es una especie de ciclo anual y que, al cabo de su duodécimo mes de edad, está literalmente acabado?

Pero vamos al reno... quiero decir, al grano:
Papá Noel se siente tan extremadamente cansado al llegar el 25 de diciembre que se desploma en su lecho y se duerme como un tronco en la chimenea. Durante ese sueño se consume lenta y apaciblemente: Pero no para morir, sino para… ¡Renacer!
Porque superando al Ave Fénix, pájaro perezoso incapaz de renacer de sus cenizas más que una vez cada cien años, Papá Noel está de vuelta un segundo después de haberse extinguido. Y cada 1 de enero es el primer día de su vida; comenzando una trayectoria semejante a la de cualquier ser humano: desde la más tierna y lampiña infancia hasta el vejete barbudo, panzudo y cachazudo que todos conocemos.
Y esto, atención, lo hace en 365 días (con un miserable aguinaldo de 24 horas cada 4 años).

Así que ¡Misión cumplida! Ahora no puedes pretextar que no lo sabías.
Estás autorizado a afirmar, durante el primer segundo que precede Año Nuevo:

«  Papá Noel no existe ».

Pero solo durante ese exacto sesenteavo de minuto... y como dudo que consigas acabar la frase en un único y preciso segundo, te recomiendo mejor suscribas la vieja fórmula consagrada por la Historia:


«¡Papá Noel ha muerto. Viva Papá Noel!

10/12/16

Escritores pobres: dos libros contra un pan-chocolate


La Charte des auteurs et illustrateurs pour la jeunesse, principal asociación profesional de Francia en el campo del libro infantil y juvenil, lucha desde hace varios lustros por el respeto y mejoría de las condiciones de trabajo y vida de esos creadores sin los que no existiría la pujante edición francesa para chicos.

En esa dirección ha lanzado una campaña de imformación sobre la realidad de la remuneración que recibimos, en concepto de derechos de autor, los escritores e ilustradores que nos dedicamos en Francia al libro para chicos.

Es que si el volumen de negocios que mueve la edición francesa es impresionante, los porcentajes de remuneración e incluso el respeto de algunos de los derechos de los autores e ilustradores se ven amenazados cada día

La campaña está formada por fotos de diversos autores e ilustradores en su ambiente natural y con un objeto de consumo corriente, cuyo precio se compara con la cantidad de ejemplares necesarios para cubrirlo.

Yo escogí una de las golosinas más populares de Francia: el "pan-chocolate", tan presente en los desayunos y meriendas como el famoso croissant. El precio medio de un pan-chocolate gira en torno a 1,20 euros, y la remuneración de referencia es una novela para chicos que se vendiera a 10 € con de 6% sobre el precio de tapa (en literatura para adultos y en historieta es 10%). En realidad, el cáculo es más que generoso, pues en la realidad, nos proponen 5% del precio de venta y el 6% solo se alcanza a partir de los 12 mil ejemplares que supondría una segunda o tercera edición. En Francia, yo solo he publicado álbumes ilustrados desde 2004, y en ese caso la remuneración puede caer a 4 ó incluso 2%. Esos álbumes se venden aproximadamente a 13€, pero mi best seller está en una edición que, pese a su calidad, solo se vende a unos 5 euros.
Así que, en la práctica, para pagarme un pan-chocolat tendría que sacrificar los ingresos generados por cuatro o cinco de mis más recientes libros franceses.

La campaña no tiene por objeto atacar a los editores que no son, los que se llevan la mejor parte de las sumas generadas por la venta de los libros. Es todo un sistema que hay que revisar, puesto que los costos de difusión y distribución se han descontrolado en una verdadera crisis de superproducción que reduce al mínimo la rentabilidad y duración en el mercado de cada título. La calidad y sobre todo el trabajo de los creadores son las víctimas de conceptos y técnias de marketing extrapoladas por la sacrosanta economía neoliberal.

21/11/16

Tres Gatitos y yo en la ciudad natal de Balzac



Invitado a firmar ejemplares de mis tres libros franceses de 2016, viajé a Tours el 19 de noviembre. Pese a vivir en París, a solo dos horas de tren, nunca había estado en esta ciudad a orillas del Loira, cuyos orígenes se pierden en la prehistoria francesa (es decir en los tiempos de los galos, que no tenían escritura y por tanto carecían de Historia).




El editor francés de la serie Gatito, Hongfei-Cultures ha publicado este año, con un bien calculado ritmo sendas versiones de Gatito y el balón (marzo), Gatito y las vacaciones (junio) y Gatito y la nieve (octubre. Las ilustraciones (de Constanze von Kitzing) y el diseño son los mismos de los utilizados por el grupo Kalandraka, entre 2012 y 2015, en sus versiones originales en gallego, castellano, catalán, euskera, portugués y otras lenguas. Los textos franceses no son propiamente traducciones puesto que los escribí directamente en francés, antes de firmar contrato con mis viejos amigos de Kalandraka.


Hace aproximadamente un mes estuve en el Festival del Libro de Mouans-Sartoux, cerca de Cannes, para mi primer encuentro con los lectores franceses de esta serie de álbumes. Esta vez el viaje fue mucho más breve y rápido, y para participar en el amplio programa de visitas de escritores de la librería La Boîte à Livres. El programa de noviembre lo descubrí en la puerta principal, en la vitrina de best-sellers y en la cafetería… donde entre otras cosas se puede consumir el Té de los Escritores (Le Thé des écrivains). Pero el anuncio específico de mi sesión de dedicatorias estaba, como es lógico, en la colorida vitrina de los libros infantiles.


Todos los escritores para adultos estaban identificados por su foto, pero los autores para niños no tenemos rostro: nuestros jóvenes lectores suelen interesarse más en el aspecto de nuestros personajes… y estoy consciente de que Gatito es mucho más simpático que yo.













La Boîte à Livres (literalmente La Caja de Libros... aunque en francés "boite" también significa tienda, empresa y hasta centro nocturno) es probablemente la mayor de Tours (una ciudad bastante intelectual). Se halla en la misma calle, en la misma acera, pero dos cuadras más arriba del sitio ocupado por la casa natal de Honoré de Balzac (destruida durante la guerra, como todo el barrio), admirado novelista que en más de una de sus obras refleja la atmósfera que aún se reconoce en las zonas preservadas de la ciudad vieja. 

Por la calle Nacional circula una línea de tranvía, y se encuentra a pocos metros del río Loira, con sus puentes y espacios recreativos. Repleta de comercios, la calle estaba superanimada y en la librería había mucha gente. Firmé varios ejemplares de cada uno de mis tres recientes álbumes. Otro de mis libros estaba en el espacio infantil y juvenil situado en la segunda planta, donde también está la cafetería, pero como forma parte del cofrecillo Les Belles histoires des tout-petits, que incluye otros cuatro libros, nadie se dio cuenta.





La firma era a las tres de la tarde y yo llegué a la estación de trenes a la una y media. Dispuse de muy poco tiempo para hacer un rápido recorrido del centro. 

















Lo primero que llamó mi atención fue el altísimo plátano de la placita Da Vinci, frente a la estación. Los plátanos (Platanus hybrida, árbol que nada tiene que ver con los plátanos que comemos) suelen ser muy corpulentos, pero nunca había visto ninguno que culminara la mitad de alto. 















Fue al desviarme para fotografiarlo que descubrí la Oficina de Turismo donde conseguí un mapa y la lista de principales monumentos. De ellos solo pude ver (a la carrera) la catedral Saint-Gatien, el castillo y, cuando terminé mis firmas y ya había caído la temprana noche otoñal, algo del Viejo Tours. Razón de más para volver algún día a la entrañable ciudad de Honoré de Balzac (otras de sus celebridades son el intendente real Fouquet y la regia cortesana Louise de La Vallière, que la mayoría de la gente conoce por su presencia en novelas de Dumas). 




Mi editor, Hongfei-Cultures radica en Amboise,
una localidad cercana, así que no dudo que volveré más temprano que tarde.



Como empecé por la imponente catedral y el (modesto) castillo de Tours que se levanta a pocos pasos de ella, no tardé en llegar al Loira (no muy ancho en ese sitio) y que corría poco caudaloso. 














Un cartel de circulación me advirtió la proximidad de la biblioteca y abandonando la idea de ir hasta la librería por la calle peatonal que me habían recomendado, pude cumplir con la regla que me he impuesto de visitar, siempre que me sea posible, al menos una biblioteca de las ciudades por donde paso.

 

Situada en el la zona central de Tours, destruida durante la Segunda Guerra Mundial (en este caso no por los bombardeos británico-norteamericanos durante la liberación del ocupante nazi, sino por los alemán cuando invadieron Francia en 1940), la Biblioteca Municipal es un ejemplo de ese estilo severo (próximo a la arquitectura estalinista) que se utilizó mucho en la posguerra (comenzada en mayo de 1954 solo se concluyó en 1957). 

Al margen de su aspecto exterior se trata de una moderna mediateca con una amplia y luminosa sala infantil y juvenil en la cual se hayan dos de mis diez libros franceses (estaban en préstamo, pero los localicé en el catálogo numerizado): el más antiguo es Cuba destination trésor versión francesa de Mi tesoro te espera en Cuba (París, 2000) aparecida dos años antes de su primera edición en castellano (Sudamericana, Buenos Aires) y ocho antes de la versión actualmente disponible: Edelvives, Zaragoza). Mi segundo libro francés está agotado desde 2006, y solo se encuentra en bibliotecas, pero no sabía que Petit Chat et le ballon ya estaba en bibliotecas.


El estante de libros en lenguas extranjeras tenía una mayoría de títulos en inglés, como de costumbre. Aunque el castellano es la segunda lengua extranjera estudiada y seguramente hablada en Francia, en las bibliotecas públicas suele haber menos libros infantiles en nuestra lengua que en lenguas más exóticas como el árabe o incluso el chino, simplemente porque los emigrantes de países que las hablan son más numerosos. 

La principal razón de la escasez de libros infantiles en castellano es que la enseñanza de nuestro idioma empieza mayoritariamente en secundaria y no es tan fácil encontrar libros suficientemente sencillos desde el punto de vista lingüístico, pero con la complejidad necesaria para captar el interés los adolescentes. Pero pienso que otra razón de peso es que los profesores de español (de lenguas extranjeras en general) prefieren los manuales a la lectura de obras literarias en la lengua que enseñan. A menudo encuentro en las bibliotecas álbumes bastante antiguos, pero la selección varía en función del nivel de información de las/los bibliotecarias/os.

Solo me quedaban diez minutos para ir de la biblioteca a la librería. Había mucha gente dentro, tanto en la planta baja como en la alta, donde están la sección infantil y juvenil, la de libros prácticos y la cafetería. Me estaban esperando y una buena cantidad de ejemplares de mis últimos tres libros me esperaban en la mesa de firmas. Me sirvieron un té y empecé a hacer dedicatorias. Vi sobre todo señoras (mamás y abuelas), alguna pareja y varios niños que, incluso cuando tenían más de 5 años se detenían a mirarme dibujar. 


Normalmente son los ilustradores los que dibujan dedicatorias. Pero en ausencia de mi ilustradora, y como en fin de cuenta yo también he ilustrado libros, me permito hacer mi versión de Gatito –lo más parecido posible al de Constanze- para acompañar las clásicas palabras bajo el nombre del destinatario.

Tres horas después probé el famoso Té de los escritores y una deliciosa tarta de naranja casera en la coqueta cafetería y di fin a las firmas. 










EN MI BREVE RECORRIDO POR TOURS descubrí que el escudo de esta ciudad es muy parecido al de La Habana


                           

                              


En esta vieja casa radicaba el artesano que proporcionó a Juana de Arco recibió su armadura en 1429




Lamenté no  sentarme a tomar algo en este delicioso bar-restaurante 

de nombre monacal
Les Blancs Manteaux 




Ya era de noche, pero  aun así di una vuelta por el Viejo Tours, que se extendía a solo un par de cuadras de la calle Nacional. La Calle del Comercio es la vía ideal para adentrarse en esa parte de la ciudad, de callejuelas a veces en semi-círculo. Para mi alegría es la calle de las librerías especializadas en historietas.

A pesar de tener el tiempo contado, me detuve en una cuya vidriera (o escaparate, como dicen los españoles) mostraba varios Tintín apócrifos.


Una prueba del sentido del humor tourense: esta camiseta (en la vitrina de un negocio que las "coustomiza" a gusto de cada cual) se lee:

PAPÁ NOEL TE MIENTE:
LOS PADRES NO EXISTEN


Mi tren salía a las 7:47 con una breve escala técnica en las afueras, pero ya estaba en mi casa a las 10 de la noche

... RECUPERANDO FUERZAS PARA LA PRÓXIMA JORNADA DE FIRMAS, QUE SERÁ DENTRO DE DOS SEMANAS EN EL SALON DEL LIBRO Y LA PRENSA INFANTIL Y JUVENIL DE MONTREUIL, el más importante de Francia y el segundo mayor de Europa.
                                                                                                              ...DARÉ NOTICIAS
   


13/10/16

Nosotros, los que nunca seremos Premio Nobel



En sus 115 años de existencia, el Premio Nobel de Literatura ha reconocido cultores de géneros tan diversos como la poesía, la novela, el cuento, el ensayo, el teatro, la biografía, las memorias…  e incluso, como acaba de demostrarlo el premio 2016 otorgado a Bob Dylan, a un compositor y cantante  [me enteré cuando estaba a punto de publicar este texto], por singular que este sea.

Pero si más de un nobelizado cultivó esencialmente uno solo de los citados géneros, ningún autor mayormente consagrado a la literatura infantil ha sido distinguido con el más prestigioso galardón de la literatura mundial.

No creo correr riesgo alguno al afirmar que esta regla, no escrita, jamás será violada.

Incluso teniendo en cuenta que uno que otro premiado, como la chilena Gabriela Mistral, el indio Rabrindranath Tagore o el británico Rudyard Kipling, son hoy mayoritaria o ampliamente conocidos por sus obras para niños y adolescentes, o que autores como la sueca Selma Lagërloff y el español Juan Ramón Jiménez son autores de clásicos como “El maravilloso viaje de Nils Holgersson” y “Platero y yo”, lo cierto es que su elección para el Nobel fue hecha al margen e incluso a pesar de sus muestras de amor a la infancia. 




A lo más que podemos aspirar es a que, como en el caso del belga Maurice Maeterlink, se destaque “una riqueza de imaginación y una fantasía poética que revela, a veces con el aspecto de un cuento de hadas, una profunda inspiración, mientras atraen los propios sentimientos de los lectores y estimulan su imaginación de una forma misteriosa”… rasgos evidentemente definitorios de la literatura infanto-juvenil, pero que el jurado del Nobel detectó dentro una obra dramatúrgica destinada al público general.

¿Y el premio Andersen?

Algunos dirán que los escritores para chicos debemos contentarnos con laureles endémicos: el premio ALMA (creado por Suecia en memoria de su gran escritora para chicos Astrid Lindgren) o el Premio Andersen, que otorga la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil (IBBY por sus siglas en inglés) con el patrocinio de la Reina de Dinamarca, país natal de Hans Christian Andersen.

El primer premio goza incluso de una dotación económica que no desmerece la del Nobel, pero fue creado solamente en 2003 y no se destina únicamente a escritores, sino también a ilustradores y promotores del libro y la literatura para chicos. En cuanto al Premio Andersen, si bien tiene una trayectoria de más de medio siglo, carece de dotación económica y eso, en los tiempos que vivimos, limita mucho su impacto.

Osaré, no obstante, una comparación entre el Premio Nobel de Literatura y los premios Andersen de Literatura Infantil (dejando de lado los de Ilustración, que comenzaron a otorgarse en la sexta edición, cuando se hizo evidente el rol creciente de esa especialidad en el libro infantil y su lectura).

En materia de representación de la literatura mundial el Premio Nobel de Literatura (que ha prestigiado 40 países y 25 lenguas) y el Premio Andersen (con 22 países y 16 lenguas) revelan datos que son más difíciles de interpretar de lo que parece a primera vista; entre otras razones porque la práctica mitad de los premios Nobel fueron concedidos antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, mientras que el Premio Andersen es precisamente hijo de los cambios que tuvieron lugar en Occidente tras el fin de la mentada contienda. O sea que no es solo cuestión de cifras, dado que el Nobel se entrega cada año desde 1901 (a excepción de 1914, 1918, 1935 y 1940-1943), mientras que el llamado Pequeño Nobel (mejor sería decir el Nobel de “los pequeños”) se otorga desde 1956 y con carácter bienal. También hay que tener en cuenta los cambios objetivos (desarrollo económico y cultural de diversos países y regiones del mundo, y cambios en la mirada eurocéntrica propia de las primeras décadas del siglo xx).

El Nobel ha recompensado autores de los cinco continentes, e incluso ha distinguido creadores de países tan pequeños y poco visibles literaria y editorialmente hablando como Nigeria, Sudáfrica, Egipto, Turquía o Santa Lucía. No obstante, dominan la plantilla del Nobel 5 escritores franceses, 12 norteamericanos y 10 alemanes.

Por idiomas se impone el inglés (¿debido a que lo practica el mayor número de países?) con 28 autores, seguido del francés; una lengua también internacional, pero que ha sido honrada solo en la persona de autores galos. El alemán cubre apenas un puñado de países y territorios del centro de Europa y sin embargo dispone de 14 laureados, mientras la también internacional lengua española figura en cuarto lugar, con 11 nobelizados (9.8% del total) distribuidos en cinco países: España (sexto lugar con 6 laureados que equivalen al 5.3% del total), Chile (con 2), y Colombia, México y Perú con uno, respectivamente.

Por su parte, el Premio Andersen muestra una diversidad mucho menor, y ello no se debe solamente al hecho de que la literatura infantil es una especialidad más reciente y mayormente determinada por el desarrollo socio-cultural (la extensión y consolidación de la enseñanza y de la red bibliotecaria, sin las cuales el público lector es limitado), el desarrollo industrial (las imprentas de calidad son costosas y requieren personal especializado) y el desarrollo comercial (editoriales sólidas y eficaces sistemas de distribución y venta).

El más antiguo y prestigioso premio internacional de literatura infantil muestra una dispersión geográfica muy inferior a la del Nobel. De los 32 escritores premiados, 24 proceden de Europa y Estados Unidos, y 11 se expresan en inglés (5 estadounidenses, 3 británicos y uno de Australia, Nueva Zelandia e Irlanda, respectivamente). Llama la atención que el país más novelizado, Francia, deba contentarse con un único titular del Andersen (lo mismo que el único representante de Europa Oriental, la antigua Checoslovaquia). Alemania, Brasil, Japón y Suecia cuentan, respectivamente con dos galardonados; la misma cantidad (un español y una argentina) que las 22 naciones de expresión castellana. Tres asiáticos (2 japoneses y un chino) y dos de Oceanía (las “desarrolladas” Australia y Nueva Zelanda) completan un panorama del mundo donde África no existe.

El premio Nobel se ha mostrado escandalosamente machista al solo incluir 14 mujeres entre sus 113 premiados. El Andersen es infinitamente más equilibrado con 15 mujeres y 17 hombres… pero… ¿no está probado que las féminas son más numerosas en el mundo de la literatura infantil?

Si el Nobel fue rechazado por Pasternak (obligado por las autoridades soviéticas) y Jean Paul Sartre (que no aceptaba honores institucionales), y muchos son los grandes escritores que nunca lo recibieron; desde Tolstoi, Zola, Ibsen o Proust, a  Kafka, Borges, Carpentier, Roa Bastos o Nabokov), el Andersen no escapa a la polémica. Y no solo por “ruidosas” ausencias como Michael Ende, Road Dhal, Peter Härtling, Juan Farias, René Goscigny, Marcela Paz o María Elena Walsh (a quien se concedió el patético placebo de una “mención honorífica)…

¿La justicia tarda, pero llega? Confiemos en que pronto reciban el Premio Andersen autores como Alki Zei o Alice Vieira (¿Grecia y Portugal son países periféricos?) o como el español Fernando Alonso, quien lo merece mucho más que su único compatriota José María Sánchez Silva (autor recompensado en 1968 con tan poca razón que es el único que se vio obligado a compartirlo; con el alemán James Krüss, mucho más meritorio). Por su parte, la argentina María Teresa Andruetto no debió ser la primera (y única) hispanoamericana en obtenerlo en 2012.

¿Otro Síndrome de Estocolmo?

Esta prolongada digresión en torno al premio Andersen no debe apartarnos de lo esencial: ¿por qué un autor de libros infantiles no puede aspirar a ser recompensado con el Nobel de Literatura? ¿En qué sería la literatura para niños y adolescentes inferior a su similar para adultos?

Tres el número perfecto… incluso en teoría literaria. Ya en tiempos de la Grecia Antigua había tres tipos consagrados de oratoria, tres niveles de estilo y tres modos de representación. La teoría literaria romántica acuña una tríada pretendidamente platónico-aristotélica al consagrar tres géneros: el dramático, el épico y el lírico; es decir: el texto dramatúrgico, la narrativa (novela y cuento) y la poesía.
¿Una primera imperfección clásica de literatura infantil vendría del hecho de no ajustarse a la tríada genérica? Lo cierto es que mal podría excluirse de ella un cuarto género: el documental (que asegura la función informativa sin renunciar a recursos lúdicos que lo harían confundirse con el manual escolar), e incluso un quinto: el álbum ilustrado, donde un discurso predominantemente narrativo se expresa no solo a través de palabras sino de imágenes, en una completa interacción. Como si no bastara, tenemos que admitir que la llamada literatura infantil es en realidad una literatura infantil Y juvenil, donde la primera parte se desglosa en literatura para “pre-lectores” y literatura para niños que ya poseen la capacidad alfabética, y la segunda se confunde a menudo con las expresiones menos complejas, desde el punto de vista ideo-temático y estructural, de la literatura para adultos.

De hecho la literatura infantil y la literatura juvenil constituyen una especie de archigénero (tal vez dos archigéneros, respectivamente) caracterizados, en lo esencial, no por formas específicas (fuera del álbum ilustrado, todos sus géneros existen en la producción para adultos) sino por su peculiar forma de apropiarse la percepción y la relación con el mundo que son inherentes al niño o el adolescente (especificidades psicológicas, vivenciales, de cultura) que, captadas por los autores, configuran un modo de expresión estética sui generis.    

La definición de la literatura infantil y juvenil que acabo de esbozar, no es tenida en cuenta por la absoluta mayoría de los críticos, teóricos e historiadores de la literatura (para adultos) y por los miembros de la Academia Nobel de literatura. Para la mayoría de los profanos, la literatura infantil y juvenil no hace más que simplificar y̸o dosificar los temas y formas de la literatura para adultos y desde ese punto de vista, nuestro archigénero solo podría ser una forma inferior de la literatura para adultos, incapaz de renovar en la forma o de profundizar en el contenido con la intensidad que se espera de las más grandes obras, aquellas que en principio recompensaría con sus dorados laureles el Premio Nobel de Literatura.

Una lectura atenta de lo mejor de la literatura infantil y juvenil mundial (que ningún miembro de la Academia Nobel ni los más conspicuos especialistas de la mal llamada literatura general perderán su tiempo en realizar) permitiría descubrir interesantes innovaciones formales, funciones literarias, y aspectos de la realidad, las relaciones humanas o la conciencia que solo la literatura infantil y juvenil ha realizado o que ha completado antes que nadie (influyendo en la literatura para adultos). Pero todo lector con derecho al voto casi siempre tendrá la impresión de déjà vu cuando se adentra en las páginas destinadas a los chicos. Los temas trascendentes (la muerte, la traición, la guerra, el sentido de la vida) que habitualmente se asocia a los Grandes Autores parecerán, si no ausentes, superficialmente tratados en los libros para niños y adolescentes. Nosotros sabemos que no es así, pero los “nobelistas” no lo saben… y tampoco están demasiado interesados en enterarse.

He utilizado arriba el término literatura general, que se aplica a la literatura que no es específica como la infantil y juvenil –definida por su destinatario niño o adolescente– olvidando que todo adulto fue alguna vez chico y que ningún chico ha sido ya adulto. O sea que si no todo el mundo ha leído La Divina Comedia (y muchos no la leerán, aunque vivan centenarios), sí todo el mundo leyó Caperucita Roja y fue marcado por el intenso mensaje –más complejo de lo que parece en sus versiones abreviadas, edulcoradas y llamativamente ilustradas– en torno a los peligros de la sociedad, representada por el bosque, la relación entre verdad y mentira o las pulsiones sexuales... que bordean el incesto en el famoso diálogo entre el lobo disfrazado de abuelita y la ¿totalmente inocente? Caperucita.

Pero, claro, los niños y adolescentes no constituyen ni siquiera un tercio de la humanidad y cuentan todavía menos en términos de poder económico e intelectual. Un Premio Nobel interesa a todo el mundo, incluidos los no lectores, pero un Premio Nobel otorgado a un escritor para niños y adolescentes solo implicaría a la franja más débil de la humanidad y a los prescindibles millones de bibliotecarios, escritores, editores o maestros que a los susodichos se consagran… con salarios y prestigio social siempre inferior a quienes hacen lo mismo para un cliente adulto.

Y esta es la única, verdadera razón, por la que ningún buen escritor de libros para niños y adolescentes será nunca Premio Nobel.


15/8/16

La literatura infantil es Arte

Walt Disney lo comprendió en 1938, después del inmenso éxito de Blancanieves, el primer largometraje de animación de la historia y que lo distinguiera claramente de los demás realizadores de la época quienes no filmaban otra cosa que cartoons, es decir: pequeñas historias humorísticas animadas. En una reunión con sus colaboradores, declaró: “Lo que hacemos es Arte y el arte responde a criterios más elevados, determinados por la respuesta emocional del público : debemos tocar directamente el corazón de la gente. El arte no lo es si no se ocupa de cuestiones fundamentales, de esas cosas esenciales que nos obligan a luchar, que nos hacen reír, llorar, cantar, suspirar. Pero hay que llegar ahí”.

Algo parecido ocurre en el terreno de la literatura infantil. No basta con contar una buena historia, divertida, misteriosa, trepidante o seductora. Hay que llegar al corazón del lector, ocupándose de aquellos asuntos que son vitales, trascendentales, que hablarán a ese niño o adolescente a lo largo de toda su vida… aunque ni siquiera recuerde claramente la historia. Desde hace unos años hay cierta tendencia a confundir el legado trascendente de una buena obra literaria con los temas social o psicológicamente importantes: la enfermedad, la muerte, la violencia familiar y escolar, la droga, la emigración, la guerra… son, en efecto, temas importantes y los chicos necesitan la ayuda de los libros para comprenderlos verdaderamente, para asimilar esas páginas negras de la realidad. Pero si tales temas no son convertidos en tramas convincentes, en aventuras emocionales, si no se los aborda con convicción, conocimiento, profundidad y ambición estética, no llegan al corazón de los lectores y resultan, por superficialmente o circunstancialmente tratados, tan insustanciales y convencionales como cualquier historieta ligera.

El realismo que tanto valoran algunos no es el único ni el mejor estilo para convertir los sucesos cotidianos en experiencia estética. Aunque un estilo descarnado y directo puede ser la forja de una obra maestra -porque la calidad y la trascendencia estética son gaseiformes y pueden revestir las más diversas formas-, las que alcanzan universalidad y persistencia en el tiempo suelen ser aquellas que toman cierta distancia (estética, entre otras) con los hechos que las inspiran.

No es que todos los escritores, en todas nuestras obras, tengamos que proponernos alcanzar esas cimas de la intensidad humana y estética; porque no solo de pan, sino también de azúcar vive el Hombre. Pero si podemos comer golosinas en el camino del bosque, no es con sus migas, sino con sólidas y claras piedras que debemos marcar el camino que los Pulgarcitos que tenemos por lectores, a fin de que puedan ellos escapar del ogro y ganar la casa que no es solo de papá y mamá, sino la de la madurez, la serenidad y la honradez.

Sobre estos temas de la identidad y la trascendencia de la literatura infantil, he escrito bastante y desde hace mucho tiempo. Buena parte de mi libro de ensayos "Un oficio de centauros y sirenas" (Lugar Editorial. Buenos Aires, 2001; edición agotada) está consagrado a esos temas. He aquí uno de esos ensayos:






UN PAR DE MENTIRAS Y UN NUMERO NO DETERMINADO DE VERDADES EN TORNO A LA LITERATURA INFANTIL*


«El escritor ha sido, es y seguirá siendo, un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente...»

Mario Vargas Llosa


...Y el hombre inventó al niño

¡Cuántas mentiras no hemos escrito y dicho sobre los niños y la literatura! Desde aquello de que un niño no puede ser malo, hasta que son los mejores críticos...
Los niños sí pueden ser malos, tan malos como los adultos que los han maleducado y traicionado hasta hacerlos capaces de  torturar y matar (en casos extremos), de delatar o mentir por interés, de ser egoístas e hipócritas...
Si tanto se angeliza al niño es por oportunismo de los adultos, que queremos crear a sus expensas una utopía a la que poder regresar para lavar nuestras bajezas. Reconocer que los niños sí pueden ser malos no es una forma de levantar la responsabilidad que tenemos respecto a ellos, sino todo lo contrario; porque un niño no puede ser sensible, franco, honrado, generoso... si no se lo enseñamos nosotros los adultos.
La supuesta capacidad crítica de los niños es otra mentira famosa con la que restauramos los autores, críticos y otros profesionales de la literatura infantil un ego maltrecho por lo marginal que resulta nuestra actividad en la escena cultural.
Todos sabemos que los niños responden al principio del placer, que para que ellos hagan las cosas que consideramos útiles, instructivas y correctas debemos generalmente forzarles (la tiranía del cariño es lo más socorrido hasta que llega la adolescencia y, según Françoise Dolto, la pena que causaría a sus padres no inhibe más al chico). En otras palabras, que los niños prefieren los libros que les entregan fácil y rápidamente una historia interesante.
Si bien son complejas, singulares y poco previsibles las razones que hacen, para uno u otro chico, en uno u otro momento, atractivo un libro, lo cierto es que, en nuestros días, la mayoría prefiere las series de terror a la buena literatura (cuando no priorizan cualquier juego ‑de acción, electrónico o de mesa‑ a la lectura).
Los niños no son, como tanto se ha dicho, críticos rigurosos y sinceros; simplemente muestran su satisfacción o disgusto más rápidamente y con menos escrúpulos. Depende de lo entrenados que hayan sido en las normas de urbanidad, o de la pena o respeto que sientan por quien les ha dado a leer el libro en cuestión. Si acudo a los ejemplos que he tenido más a mano, diría que los niños españoles ‑por espontáneos‑ son más francos que los franceses ‑más tempranamente sometidos a las convenciones sociales‑ o que los cubanos, que experimentan una especie de respeto frente a la autoridad (en este caso intelectual).
Como consecuencia de largas reflexiones solitarias (que me han conducido, entre otras, a las conclusiones arriba esbozadas), he arribado a la convicción de que los escritores infantiles tenemos una función educativa que cumplir.
Imagino que la última frase llenará de alegría a unos y de horror a otros. No hay que precipitarse; no he escrito que la literatura infantil tenga una función educativa que cumplir, sino que los escritores debemos realizar una labor educativa... con los adultos.
Los escritores de niños podemos y debemos educar a los adultos a través de nuestras conferencias, declaraciones y artículos, pero sobre todo a través de nuestras obras literarias (apellidadas «infantiles» sin ninguna intención restrictiva). Los adultos nos deben leer, no para patrullar la correcta asimilación por parte de sus hijos o alumnos, sino para instruirse descubriendo a los chicos a través de lo que los escritores contamos de ellos, y a través de la experiencia insustituible que resulta compartir con los menores de la casa algo que les gusta y seduce.
Pero, ¿somos aptos los escritores de niños para la magna tarea? No dudo ni un segundo en responder negativamente. No creo que la mayoría de mis colegas y yo estemos en condiciones de preparar a los adultos al mayor empeño que ha sido dado al ser humano: educar correctamente a sus retoños.
Sin embargo, una cosa hay que sí podemos, porque es la que define la misión misma del escritor: hacer preguntas, plantear dudas, incitar a la reflexión y el autoanálisis... dentro de bellas historias (que no son las historias bonitas sino las bien tramadas, profundas y brillantes, aquellas en que la hache no es muda, la 'T' es infusión, regla de cálculo y confluencia de caminos, donde la ere es casi tu definición existencial y las vocales revolotean perseguidas por eses que silban como serpientes).

La literatura infantil: ¿un futuro incierto?

Cada vez hay menos niños en los países ricos (e incluso en otros que no lo son tanto, sobre todo del hemisferio occidental). Esto acabará reflejándose en la producción editorial y si bien Oriente y el Sur ya producen literatura infantil, lo harán mejor en la medida en que los países hoy punteros sigan haciendo la suya y pueda establecerse la sana y necesaria interacción entre trabajos y concepciones del mundo y el niño que son complementarios.
Los editores del «primer mundo» han aprendido a conquistar nuevos mercados cuando los suyos tradicionales se deprimen, pero esto ha generado ya una producción «universal» que se parece más a las hamburguesas que a la literatura, algo que es «cultura  de masas» y no creación estética.
Para fabricar los citados productos se requiere de artesanos y no de autores. ¿Qué pasará entonces si, faltos de demanda, los escritores de niños caen en desuso?
¿Imagina usted un mundo sin literatura infantil? Un mundo sin Peter Pan para expresar la tentación ‑¡quién no la ha sentido!‑ de no crecer; un mundo sin Caperucita y el Lobo para aludir a la lucha eterna entre inocencia y astucia ‑con todas las connotaciones sexuales del caso‑, un mundo sin Liliput y Brobdignag como ilustración de la relatividad del tamaño, sin Robinson para protagonizar nuestra necesidad insaciable de islas desiertas, sin Patico Feo para prometer a nuestras frustraciones el consuelo de un plumaje de cisne, y sin espejo mágico, alfombra voladora ni Principito pidiendo que le dibujemos una oveja... Hasta los psicoanalistas, filósofos y comunicólogos se verían despojados de sus iconos más sugerentes.
Pero, ya que hablamos de esas maravillosas invenciones endémicas de la literatura infantil (o asimiladas por ella), ¿cómo vamos a responder a la restricción de recursos que viene acorralando al escritor de niños? Todavía hace 30 años era fácil deslumbrar a cualquiera y ganarse el adjetivo «mágico» con una puerta que se abría al pronunciar la palabra clave, con la bola de cristal que mostraba a la princesa retenida a mil leguas de distancia por un malvado genio, o con la aparición de un doble, perfectamente idéntico al profesor X, ante los ojos desmesurados del auténtico profesor X ... y del lector.
Nada de esto tiene necesariamente que asombrar al niño de hoy: él conoce desde pequeñito el mando a distancia con que sus progenitores abren la puerta del garaje (sin trabarse la lengua diciendo «Abrete Sésamo»), él sabe que bolas de cristal (aplanadas) son los televisores y computadoras, y pronto entenderán que la clonación de ovejas y terneros no es más que el ensayo general para la duplicación de humanos que realizarán los mismísimos profesores XX por delirio científico o interés comercial.
En conclusión, escritores de la Era del Circuito Integrado, ¿pensamos ya en qué podremos utilizar para deslumbrar a niños que, desde la más tierna edad frecuentan la televisión, aparato en que se alternan imágenes de síntesis con las noticias del día, entre cortes publicitarios sobre los cereales que cada mañana aterrizan en su mesa?
Sobre la desaparición de la novela se habla hace ya  bastante tiempo. Lo cierto es que semejantes crisis de identidad se me antojan saludables muestras de madurez y signos anunciadores de renovación en el arte que así cuestiona su necesidad y posibilidad de existir.
El novelista español Arturo Pérez Reverte provocó cierto escándalo al asegurar que la novela existe para contar buenas historias y que el resto es puro alarde. Debo aclarar que, aunque soy un rendido admirador de las buenas historias, considero completamente imposible contar bien cualquiera de ellas sin disponer de una refinada y variada panoplia de recursos narrativos.
A la literatura infantil le quedan todavía muchísimas historias vírgenes, entre otras razones porque muchas formas de contar no han sido aún exploradas. Hay quien no se da cuenta y repite lo ya hecho, con la complicidad de editores demasiado ocupados en saturar parcelas de mercado y de educadores obsesionados por el completamiento del casillero de los «valores transversales».
Naturalmente, además de contar historias, la literatura infantil tiene las funciones formativa, gnoseológica, expresiva, lúdica, representativa, etc; pero ciertamente no son esas funciones secundarias (que pueden presentarse también en la narración por imágenes audiovisuales) las que pueden darle identidad y vitalidad durables a la narrativa infantil.
Historias, distracción y conocimientos de todas clases pueden vehicularse hoy, de manera impactante y eficaz, por medio de las pantallas del cine, el televisor, la computadora y hasta la consola de juegos. Pero para que una historia tenga verdadera trascendencia, para que deje un saldo de generalización, de abstracción aplicable a otras circunstancias de la vida, para desarrollar la musculatura de la inteligencia, la sensibilidad, el discernimiento ético y la capacidad de expresión, para dotar al niño de imaginación creadora y de gusto estético independiente... Para todo lo anterior ‑y más‑ no puede prescindirse de la preeminencia de la palabra, porque el cerebro humano está hecho para pensar palabras y nada lo alimenta mejor que la palabra hechizada: la literatura.
Si algo hace exclusiva a la literatura entre las demás formas de la creación estética es el lenguaje. Sin embargo, lo cierto es que en los libros para niños el lenguaje suele verse reducido a mero instrumento de transmisión (haciéndolo transparente) o de identificación (forzándolo a imitar la jerga coloquial, de tan efímera vivacidad). Solo el lenguaje salvará a la literatura, como solo la literatura salvará al lenguaje, y para ello tienen que estar la una a la altura del otro, y viceversa.

Del deber de la inconformidad

Retomo a Vargas Llosa: «...La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas a doblegar su naturaleza, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista».
En oposición a la literatura, los productos audiovisuales son ante todo conformistas y conformizantes. No son las diferencias cosméticas discernibles en cada lanzamiento disneyano las que van a sacudir el hábito creado en el consumidor ‑niño o adulto‑ hacia esos productos que representan el mundo de manera maniquea, estereotipada, conservadora y almibarada. La fantasía bobalicona del mundo del camarada Mickey Mauser no es, sin embargo, reflejo de la incapacidad de sus inventores para hacerlo mejor, sino del premeditado proyecto de entontecimiento de un público predestinado a consumir toda la bad food que generan empresas aliadas o la propia factoría del sueño (distingamos «el sueño», soporífero y primario, de «los sueños», que nos enriquecen con su pluralidad, capacidad creativa y fuerza reveladora). 
La fantasía de la omnipresente multinacional hollywoodense no es solo bobalicona sino totalitaria, puesto que se adueña del concepto mismo, adjudicándoselo como un rasgo inherente cuando lo cierto es que si algo no hay en el mundo del entertainment es precisamente imaginación, capacidad para ir más lejos de lo que los ojos ven, de crear nuevos mundos, de cuestionar valores y alterar reglas.
No estoy defendiendo la oposición simplista entre el libro y la pantalla (disputa estéril entre las actividades complementarias que son leer y visionar). Muchísimos libros ‑y no solo aquellos que adaptan al papel las películas de dibujos animados‑ se conforman con una representación esquemática de la realidad, y muchos de los éxitos de que se ufanan los más poderosos editores son obritas superficiales, endebles y demagógicas. Al mismo tiempo, entre los dibujos animados de las grandes y medianas productoras estadounidenses (y japonesas, francesas, etc) no todo es absoluto adocenamiento y mediocridad (pero este no es nuestro tema).
Lo que debe ponernos realmente a meditar es el hecho de que suele verificarse una relación de proporción inversa entre el carácter revolucionario de las obras literarias y su impacto popular (trátese de libros para niños o para adultos). La práctica demuestra que las obras que comportan niveles de dificultad más elevados ‑resultantes de la profundidad de sus contenidos y la complejidad de sus formas‑ tienen dificultad para alcanzar a la mayoría de los lectores, mientras que los productos lisos y precocidos tienen a su disposición los altavoces de los medios masivos de comunicación: desde la televisión y el cine a los periódicos y revistas de gran circulación.   
Los escritores de niños no podemos seguir eludiendo el reto que nos plantea la paradoja de lidiar con formas nuevas y cuestionadores mensajes en obras que solo llegarán a una minoría, mientras el grueso del público consume, en pantallas y páginas de fácil acceso, una piltrafa insípida, artificialmente coloreada y saborizada que se ufana de satisfacer milimétricamente las expectativas del «respetable...».
¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos mudamos los creadores honrados al terreno enemigo y tratamos de enriquecer sus propuestas desde allí, o introducimos en nuestra propia práctica elementos de aquel, de modo que el irrespetado público tenga de donde agarrarse para una aventura estética, lúdica e intelectual de mayor plenitud?
Probablemente habrá que hacer ambas cosas y aún más.
Pero ya en otro punto de este artículo opiné que lo que mejor hace el escritor es expresar dudas y preguntas. A nadie sorprenderá entonces que no agote los temas que he abordado ni responda a mis propias interrogantes. Es por respeto a la inteligencia y a las opiniones de mis lectores que decido detenerme aquí...







* Primera versión:  El Búho, suplemento cultural del diario Excelsior, 10 de enero de 1999 y en Hojas de Lectura n° 54. Bogotá, marzo de 2000.

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