SOY UN VIEJO ESCRITOR
Y UN JOVEN ILUSTRADOR
Testimonio y
reflexión
Soy
un viejo escritor y un joven ilustrador. El primero de mis 33 libros apareció
en 1983, pero hasta 2006 ninguno de ellos llevó dibujos míos. Sin embargo,
siempre me gustó dibujar. Mi primera historia,
cuando tenía 10 años, contaba en forma de comic
las aventuras de un tal Súper Pecho…
y las novelitas que comencé a escribir con 12 años llevaron en su mayor
parte dibujos en la tapa o en el interior.
Incluso, mi primera
publicación, a los 19 años, fue un dibujo humorístico, incluido (un mes antes
de mi primer texto) en el semanario Melaíto, de mi casi natal ciudad de
Santa Clara, en el centro de Cuba.
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Hice otros muchos
dibujos e incluso comencé un par de historietas. Pero el director de la
publicación no encontró nada mejor que decirme un día: “Lo tuyo es la
literatura, deja el dibujo para otros”.
Triste consejo que
me apartó de lápices, plumillas y pinceles durante 40 años…
El libro infantil es un
libro ilustrado
A diferencia de la literatura para adultos, cuando hablamos de LIJ no
solo nos referimos a textos (literarios, pero también paradidácticos y
recreativos) sino a las ilustraciones que no solo en el caso del álbum,
actualmente el género más característico de nuestra especialidad, es indisociable
de la parte escrita.
Los libros para chicos han incluido ilustraciones desde siempre. La
primera obra creada explícitamente para los más jóvenes, el Orbis
Pictus (1658), del pedagogo Jan Amos Comenius, era una obra
abundantemente e inteligentemente ilustrada; verdadero predecesor del libro
ilustrado actual.
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Si muchas de las obras que le siguieron y que cuentan como sillares de
la literatura infantojuvenil, como los Cuentos
de Mamá Oca (1697), de Charles Perrault o las Aventuras de Telémaco (1699) ,
de Fenelón, aparecieron originalmente sin ilustraciones e incluso sin dibujo de
tapa, es por las limitaciones que por entonces tenían las técnicas de
reproducción de imágenes. Pero ya en el siglo XIX, que es la edad de oro de la
literatura infantil y juvenil occidental, las ilustraciones –en particular
grabados en blanco y negro, pero también en color- la ilustración alcanza un
gran momento. Mencionaré en particular Alicia en el País de las Maravillas (1865), de Lewis Carroll no solo por
ser quizás la mejor ponderada pieza de la novela infantil universal, sino
porque fue ricamente ilustrada, tanto en la versión manuscrita que el propio
autor obsequió a Alicia Liddel, la niña que le inspiró…
como en la primera edición en libro para la cual el autor escogió al
gran John Tenniel.
Carroll dibujaba bien, pero aspiraba a lo mejor para su obra. Por otra
parte, estoy convencido de que el gran escritor inglés intuyó desde tan
temprana época que no basta con que los dibujos sean buenos, sino que la
colaboración con otro artista permite introducir en la obra matices que no
están ni en el texto ni en las intenciones del escritor. Lo que es una forma
sutil, e infalible, de autorizar al lector a poner lo suyo en la obra que lee.
Carroll sabía, no temo afirmarlo, que existía eso que tardaríamos más de
un siglo en llamar lector activo.
Paréntesis un poquito
teórico
Entre el escritor y el lector hay varios lectores previos: el primero de
todos es el propio escritor, que lee su obra con unos ojos íntimos de los que
debe desconfiar y tratar de distanciarse: sin ello, su texto no cobrará la
madurez y polisemia necesarias para que los demás puedan apropiárselo, y se
convertirá uno más entre los millones de manuscritos que jamás llegarán a verse
impresos y solo serán leídos por familiares o amigos su autor.
Luego del escritor, el lector previo más frecuente e importante es el
editor, que es quien decide la publicación o no de un libro, y para ello ha de
evaluar sus posibilidades de alcanzar un público más o menos numeroso. La obra
del editor es su catálogo, por lo que su lectura de un manuscrito está
condicionada por lo que ya ha publicado y por lo que busca para su
propuesta editorial, y no estrictamente por eso que llamamos, sin poderlo
definir de manera objetiva y consensual, “calidad literaria”. El riesgo es que
a veces, procurando la coherencia y eficacia de su propuesta editorial, el
editor sitúe la obra en coordenadas de lectura que no le corresponden como son
la colección, los paratextos presentes en las tapas, solapas, etc), la
publicidad e incluso la época del año en que se publique. Son rasgos exteriores
y aparentemente insignificantes, pero que pueden desorientar a muchos lectores o
hacer que un número incluso mayor decida que tal o más cual libro no son para
él.
La mediación que corresponde al ilustrador y al traductor (si se trata
de una obra procedente de otra lengua) son más importantes aún, puesto que
estarán incorporadas al texto en de las propias páginas del libro. El primero
puede permitirse más libertades que el segundo (que se compromete no solo a ser
fiel a la obra, sino a la lengua en que la vierte) puesto que la lectura de
texto e imagen pueden, en gran medida, disociarse.
Sobre la misión y el trabajo del ilustrador volveré en detalle más
adelante. Antes quiero mencionar otros lectores previos: prologuistas,
críticos, periodistas, maestros, bibliotecarios, familiares y amigos… que
influyen, en diversa medida, no solo en la decisión de leer cierto libro, sino
en la manera en que el lector destino lo interpretará.
Los prólogos suelen limitarse a los clásicos, y muchos lectores se lo
saltan, o los leen solo al final. Estos textos suelen situar cronológicamente
una obra, subrayando las relaciones de la misma con la vida del autor, con
hechos históricos relacionados con la trama o con otras obras (del mismo o
diferente autor). Por el prestigio que tiene o se atribuye a la figura del
prologuista, su influencia puede ser muy grande, comparable con la de un
profesor o un crítico conocido. No leemos igual una obra de la que nada sabemos
que la que se nos presenta como canónica, ya por su lugar en la historia
literaria o en la identidad nacional, o porque ha recibido un premio. Muchos
maestros, la mayoría de los bibliotecarios y no pocos familiares hacen una
recomendación menos formal y argumentada, basándose en su propia experiencia lectora.
Por su parte, la recomendación de amigos puede limitarse a un “está buenísimo”
que, sin revelar detalles de la trama ni orientar la interpretación de los
mensajes, cumple su misión de estímulo.
Mi camino como
ilustrador
Aunque muchos de mis libros han tenido excelentes ilustradores, entre
2006 y 2008 decidí encargarme de las imágenes de tres libros que, de otra
manera, hubieran caído en manos que me parecían aún más torpes que las mías.
Fue una experiencia nueva que me dio la ocasión
de desarrollar mi vieja afición al dibujo
Pero lo que realmente importa es que adquirí la capacidad de participar
en la doble comunicación –texto/imagen– que es la que mejor conviene a niños de
hasta 7 años, lo que me abrió a un público que hasta entonces había tenido poco
en cuenta.
Todo empezó en el País Vasco español, cuando Desclée decidió traducir al
euskera un libro que ya yo había publicado dos veces, con dibujos ajenos:
De los primeros lejanos tiempos la lechuza me contó (Editorial Oriente. Santiago de Cuba, 1987), con ilustraciones
del cubano Vicente Rodríguez Bonachea fue el segundo título de mi bibliografía como autor. Ampliada y corregida, la versión definitiva es de 2004:
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Editorial Progreso. México Dibujos de Fabiola Graullera |
Ambos ilustradores eran verdaderos profesionales, pero los originales
del primero se habían perdido y mi editor vasco no estaba dispuesto a comprar
los derechos de mi ilustradora mexicana.
El problema es que las ilustraciones de todos los libros que yo había
visto en Desclée me habían decepcionado. Parecían hechas por estudiantes de
artes plásticas… sin talento. Así que me compré una caja de temperas y elaboré
tres o cuatro dibujos en el papel que tenía a mano. Cuando recibió los
escáneres, el editor respondió: “No me disgustaron”… y comprendí que no le
habían gustado ni un poquito.
Miré un poco en librerías y bibliotecas, compré papel de calidad y probé
de nuevo. Esta vez el editor me respondió: “¡Yo
no sabía que dibujabas tan bien!”. El elogio no se me subió a la cabeza
por dos razones: los ilustradores con que se me comparaba eran mediocres, y uno
de ellos era yo mismo… solo tres meses antes.
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Dos versiones del mismo dibujo (la primera inédita; la segunda incluida
en la edición de Hontzak kontatu zidan. Desclée. Bilbao, 2006
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En realidad yo estaba lejos de comprender hasta qué punto lo ignoraba
todo de la ilustración. De lo contrario no hubiera escogido mejor el negocio
donde me hicieron los escáneres y los hubiese enviado en un formato más
adecuado; también hubiera tomado en cuenta el papel y el tipo de impresión
característicos de la colección. Cuando vi mis dibujos, reproducidos en blanco
y negro, en baja definición y sobre un papel de escaso gramaje, sufrí una gran
decepción.
La lechuza me contó es una colección de fábulas.
Solo debí hacer un dibujo o una viñeta por texto, y además se trataba de
animales y plantas estilizados. Una dificultad muy superior me esperaba, un año
después, cuando propuse a mi editor de la Guyana Francesa, las ilustraciones
para un viejo cuento que traduje en ese momento.
Esta vez se trataría de un álbum ilustrado: tenía que hacer una mayoría
de ilustraciones a página completa, cubriendo las 48 del volumen, y mantener
una unidad de estilo… en torno a personajes humanos y animales. Fue la segunda
vez que trabajé con temperas, pero esta vez la impresión sería a todo color y
el editor se encargó del escaneado.
Casi todos los defectos de ese libro son míos… y de ellos algo aprendí
cuando, seis meses más tarde, mi nueva editorial vasca, A Fortiori, me pidió
algunos cambios para su doble edición –en castellano y en euskera– de La canción del castillo de arena. El
resultado fue muy satisfactorio… salvo, una vez más, por mis propias
limitaciones técnicas, mi falta de formación académica y mi inexperiencia.
La canción del
castillo de arena es mi primer álbum
ilustrado y no lo dibujé simplemente porque me parecía poder hacerlo mejor que
los ilustradores ya presentes en la colección, sino porque había cosas que yo
quería decir sin modificar el texto, tomado de una colección que yo había
publicado en Brasil, en 1991, y en España, cuatro años después, cada vez con
una pequeña ilustración a línea, de reputados ilustradores de dichos países.
Aunque no me lo planteé de entrada, ya a esas alturas yo no podía
ignorar que lo que mejor distingue un libro ilustrado de un libro álbum es que
el relato lo comparten de manera cabal texto e ilustraciones; eso significa que
el ilustrador no puede limitarse a representar fielmente lo que dicen las
palabras del autor.
El caso es que desde el primer boceto, y sin haberlo premeditado, situé
la historia en una playa tropical. Los dos personajes principales: un niño y su
padre, los dibujé mestizo y negro, respectivamente. Nada en el texto, sin
embargo, aludía a la raza de los personajes o a su ubicación geográfica, y lo
que sucedió es que reviví las circunstancias en que imaginara la historia 25
años antes: la playa Siboney de Santiago de Cuba, con sus bañistas,
mayoritariamente negros y mestizos, y su suelo de diminutas piedras con las que
es imposible construir los castillos de arena.
Yo no soy un escritor realista y tampoco soy dado a contar anécdotas
vividas. Así que en mi cuento, la playa es de perfecta arena y mis personajes
tienen una relación armoniosa, completamente opuesta a la que vivía con su
padre el joven amigo que me acompañaba el día de mi inspiración. Sucede,
además, que en 1992, en Copenhague, la lectura hecha por una sobrina francesa
que sufría el divorcio de sus padres, me había revelado el hecho de que mi
cuento hablaba de una familia dividida, puesto que el padre y el niño están
solos en la playa y la única fémina de la historia es la princesa caracola que
el pequeño imagina en sus castillos de arena. Esa princesa la dibujé blanca
(¡nada más natural!) y es la madre que el niño añora.
El mestizaje se introdujo así, a través de mis ilustraciones, en un
texto que no lo mencionaba… y que yo estaba ilustrando unos meses después de la
tan esperada publicación en castellano de La
leyenda de Taita Osongo, mi principal obra sobre asunto de la mezcla de
razas y culturas que dio origen al pueblo cubano.
Mi siguiente álbum ilustrado, Beste bat, nahi dut! (¡Quiero otro!) incluye también un mestizaje subliminal, puesto que los seis
miembros de la familia -abuela y abuelo, madre y padre y hermanos- forman un
verdadero arcoíris racial. Pero no es lo primero que me propuse trasmitir, sin
recurrir al lenguaje, en esta historia de un niño tirano al que su parentela
(hasta el gato) terminan por ponerle freno. A lo largo de las 48 páginas se ve
evolucionar un personaje (un pájaro) que no existe en el texto, y ocurren otras
anécdotas paralelas, igualmente “mudas”. Incluso el final, abierto en cuanto al
texto, es “cerrado” por un mensaje únicamente gráfico, reservado a la última
página y al dibujo de contratapa. Con tales recursos asumo claramente el hecho
de que en el álbum la ilustración puede (¿debe?) tener una elevada autonomía
respecto al texto.
No es mi intención recorrer paso a
paso mi corta carrera de ilustrador (13 años, frente a los 36 que me separan de
mi primer libro como autor), sino explicar por qué en algún momento decidí
ilustrar y no solo escribir algunos de mis libros. Insisto en que solo
algunos porque cuando no tengo nada que añadir, o estimo que otro puede hacerlo
mejor, dejo tranquilos los pinceles.
La leyenda de Taita
Osongo es otro de mis libros que ya tenían varias
versiones (la francesa, de 2004; la mexicana, de 2006 y la brasileña, de 2007)
ilustradas por otros artistas. La que más me gusta es la edición del Fondo de
Cultura Económica, puesto que aceptó ilustrarlas mi amigo y gran ilustrador
cubano Ajubel (que también trabajó en otros tres de mis libros, consiguiendo
con uno de ellos, El pájaro libro, el
cotizado Premio a la Mejor Labor de Ilustración, de España). También me resultó
muy interesante el trabajo del brasileño Fernando Vilela quien, al recrear la
técnica de ilustración de los tradicionales
libros de cordel ayuda al joven
lector brasileño a identificarse con mi historia al establecer un vínculo
implícito con el pasado esclavista de su país (tan próximo al del mío propio).
Fue en 2009, cuando se me presentó la primera ocasión de compartir La leyenda… con mis compatriotas, que decidí hacer mi
primer trabajo de ilustración en blanco y negro, y destinado a chicos de más de
10 años. Por las dificultades técnicas y materiales que padece el libro cubano,
esa edición me decepcionó mucho. La revancha la obtuve ocho años después,
cuando pude ilustrar la segunda edición francesa. Una vez más recurrí al acrílico, pero
combinando apenas el blanco con el gris
de Payne para obtener varios tonos de un gris azulado. La monocromía es
frecuente en la edición juvenil porque, resultando mucho más económica que la
cuatricomía, permite obtener efectos subjetivos que subrayan los sentimientos
de los personajes y la atmósfera del relato. Esa técnica va muy bien con el
tono de narración poética y mágica de La
leyenda… En los dibujos realizados en 2009 yo había estilizado mucho las
figuras, y eso las privó de una cubanía que no era mi intensión suprimir.
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Ediciones Capiro. Santa Clara, 2009 |
Para la nueva versión, intenté reforzar esos rasgos en el magisterio de
Wifredo Lam, gran pintor y grabador del Caribe, contemporáneo de Nicolás
Guillén (cuya estética me guio en la escritura) y de mi abuela paterna (cuya
historia fue una de las fuentes que me inspiró la trama). Otra cosa los une a
los tres: nacieron en el mismo año y eran mestizos. Guillén tenía ancestros
blancos y negros, Lam, genitores negros y chinos, y mi abuela, antepasados
negros y aborígenes. En varias de las
ilustraciones nuevas que hice para la edición de 2017, se reconocen motivos de
la plástica de Lam.
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Editions Orphie. Saint-Denis de La Réunion,2017 |
El dibujo de tapa, como se ve, es un homenaje a La Jungla, el más
importante cuadro de Wifredo Lam… y probablemente de toda la pintura cubana moderna.
Cuando estaba lejos de imaginar que un día publicaría mis dibujos, muchos de mis manuscritos llevaban aquí y allá unos dibujos que me servían para mejor visualizar un personaje, situación a paisaje que me estaba costando trabajo describir.
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Dibujos tomados de los manuscritos de mis novelas Mi tesoro te espera en Cuba, que cuenta tres versiones ilustradas por otros (Hachette. París, 2000 y Sudamericana. Buenos Aires, 2002) o sin ilustraciones (Edelvives. Zaragoza, 2008), así como de Exploradores en el lago (Madrid: Alfaguara, 2009 y Loqueleo, 2016) y de La Isla de las Alucinaciones (sin ilustraciones: Premium. Sevilla, 2017)
Algunos de esos dibujos llegaron a pasar del estado de esbozos y preceder en varios años la aparición del libro que, por razones editoriales, salió sin ilustraciones.
La cuarta versión de MI TESORO TE ESPERA EN CUBA (Verbum. Madrid) me llevó a trabajar nuevamente en blanco y negro. He aquí algunos bocetos y dibujos terminados:
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Un poco como me ocurrió en La canción del castillo de arena, pero esta vez de manera deliberada, la localización de una historia me animó a ilustrarla.
Aventuras de Sheila Jólmez por el docto Juancho es uno de mis raros libros situado en un escenario concreto . Ese escenario es Santa Clara (centro de Cuba), mi ciudad casi natal; donde pasé la mayor parte de mis estudios y me formé como escritor. Quizás por esas necesidades de los escritores emigrados, el deseo de evocar un lugar entrañable de la patria lejana, me asalta cada vez más a menudo. Pero en este caso se trata de una descripción bastante detallada de un escenario que, por otra parte, participa claramente de la trama.
El dibujo de tapa parte de una foto que hice del teatro La Caridad, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad. Tras modificarla vía Photoshop y dibujar encima, añadí el retrato de los protagonistas. Cualquiera que conozca Santa Clara, reconocerá el monumento que aparece en el fondo. El lector que no sepa nada de dicha ciudad, podrá no obstante sentir el aire de misterio que trasmite la imagen... o eso espero.
última versión de proyecto de tapa
tapa con la que, finalmente, salió la edición
Capiro (Santa Clara, 2017)
Confesión final
Si he de ser
sincero, debo admitir que me gusta
dibujar. Empecé dibujando las aventuras de Super Pecho en los márgenes de mi
cuaderno de matemáticas de quinto grado, y he seguido haciéndolo toda la vida,
en los márgenes de otros cuadernos de clase, en mis agendas, en papelitos
sueltos, durante las reuniones aburridas o en noches en las que bien pude tener
otras cosas interesantes que hacer.
Pero a veces el proceso se invierte: tengo bastantes dibujos para historias que todavía no he escrito, y hasta alguna vez he decidido escribir una historia para que un dibujo que mucho me gusta no se quede para siempre inédito.
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dibujo inspirado en un cartel del famoso
artista hispano-cubano Eduardo Muñoz Bachs
para una historia aún sin escribir |
Por estas cosas comprendo a
los ilustradores que piden que no se hable de “autor” e “ilustrador” sino de
escritor e ilustrador; puesto que el primero es autor de textos y el segundo autor
de imágenes. Esto sin llegar a confundir los roles, porque generalmente, el
escritor no se limita a redactar, a poner en palabras, sino que
inventa un mundo que el ilustrador, por lo general recrea, enriquece…pero no
“saca de la nada”. Hay, por supuesto autores-ilustradores plenos, que conciben
sus propias historias, y no queda excluido que comiencen por el proyecto
gráfico y solo después le pongan texto.
Pero no es mi caso.
Yo soy un escritor que
dibuja.
Nada más.