DE LA LITERATURA EN GENERAL
Y DEL LENGUAJE EN
PARTICULAR[i]
una versión de este pequeño ensayo está incluida en mi libro "Un oficio de centauros y sirenas" Lugar Editorial. Bueos Aires, 2001 (edición agotada) |
Si la literatura infantil fuera solamente una trama y unas imágenes podría
ser sustituida por el cine, las series de televisión, la historieta y hasta los
videojuegos. Pero la literatura no consiste simplemente en contar con palabras,
es sobre todo contar palabras. La literatura es lengua y si el niño puede,
desde edad temprana, disfrutar una historia, también puede paladear la riqueza
de matices y la fuerza poética del lenguaje literario en sí mismo.
La estetización y estilización del
lenguaje es a menudo menospreciada en la literatura infantil (por algunos de
sus creadores y por muchos de los intermediarios entre ella y el niño).
Basándose en la supuestamente imprescindible simplicidad que debería tener toda
obra para chicos, hay editores que ‑atentos a la concepción pragmática que de
la lectura tienen numerosos mediadores‑ se comportan como inmunólogos
lingüísticos y castran, esterilizan y hacen infelices a las obras y al propio
lenguaje, al despojar este último de la complejidad que lo hace vivo y próximo
a la variadísima realidad del castellano actual.
Al empobrecer y “unilateralizar” el
lenguaje presente en los libros, estamos frenando el desarrollo cultural y
social de los lectores. Michèle Petit, que ha abordado con profundidad las
coordenadas sociales de la lectura y la literatura, subraya:
El lenguaje no es reductible a un
instrumento, tiene que ver con la construcción de nosotros como sujetos
parlantes. Y ya lo dije antes, lo que determinarla vida del ser humano es en
gran medida el peso de las palabras, o el peso de su ausencia. Cuanto más capaz
es uno de nombrar lo que vive, más apto será para vivirlo, y para
transformarlo. Mientras que en el caso contrario, la dificultad de simbolizar puede
ir acompañada de una agresividad incontrolable. Cuando carece uno de palabras
para pensarse a sí mismo, para expresar su angustia, su coraje, sus esperanzas,
no queda más que el cuerpo para hablar.[ii]
Si la especialista francesa parte de un trabajo de campo con adolescentes
franceses de origen extranjero, tampoco puede aceptarse la adaptación del
lenguaje como una respuesta pedagógicamente asistida a las necesidades del niño
pequeño dentro de su propia lengua… que en el caso del castellano es una
realidad internacional y por tanto variopinta.
Veamos qué decía, varios lustros antes, otra especialista francesa:
El lenguaje, antes de la intervención normativa
adulta (tal palabra iguala imperativamente tal cosa... y no es bueno utilizarla
erróneamente) es recibido como misterioso, multiforme, plástico. Material para
formar, deformar, construir, reconstruir, indefinidamente. Una actitud que el
poeta, o en general cualquier escritor, que crea un mundo fantástico con el
lenguaje, deberá un día, duramente encontrar, hacer resurgir.[iii]
Jacqueline Held precisa que el niño pequeño posee esa capacidad, en parte
por ignorancia, pero también como resultado de su libertad de imaginación y
actitud lúdica, y se pronuncia por la preservación de esa aptitud, citando en
su apoyo autores tan diversos como Colette, Freud, Sartre o Millhauser, hasta
llegar a la conclusión de que lo que fascina del lenguaje no es la palabra como
elemento aislado, sino su propia riqueza global, y termina evocando al poeta
Jacques Charpentreau quien afirmó, con rutilante sencillez: «Podemos quedar
comprometidos (...) sin comprender el sentido literal» [iv]
.
La tendencia a «normalizar» el lenguaje en los libros para niños implica no
solo el menoscabo de los niños y jóvenes, sino la flagrante subvaloración de la
literatura que se les destina. Se reduce así el lenguaje a mero excipiente,
como en los medicamentos que requieren de una cápsula de plástico digerible o
un líquido portador: su función sería evaporarse, dejando sitio al significado.
Si, como recuerda Marina Yaguello «la comunicación humana se distingue
justamente de otras formas de comunicación por el hecho de no tener
necesariamente como finalidad la información»[v],
qué no decir de la literatura, que es una forma de comunicación estética, donde
el lenguaje lleva a su extremo la fusión del contenido, la forma y los usos
sociales, culturales o afectivos alcanzados por la palabra tanto en su contacto
con el emisor como con el receptor del mensaje.
Que
la normalización lingüística es un atentado contra el estilo del autor es algo
obvio, pero se la comete considerándola un mal menor porque, para muchos, el estilo no es algo determinante
en la escritura para chicos. Que semejante modificación del lenguaje es
perjudicial para la historia misma y su coherencia es algo que no se toma
suficientemente en cuenta: las formas del lenguaje expresan la psicología de
los hablantes y un personaje literario no será el mismo si habla de una u otra
manera, como tampoco el tono de la narración, la atmósfera y el escenario en
que los hechos ocurren son indiferentes a las palabras empleadas para llevarlos
a la imaginación del lector.
El lenguaje literario no
es solo un instrumento de comunicación, sino uno ‑el más importante‑ de los
recursos literarios. Censurar el lenguaje de un autor, con su complicidad o sin
ella, significa hacerle mentir sobre aquello que es la carne y el soplo vital de
su obra. En esas condiciones: ¿es posible esperar la comunión intensa entre él
y su lector, y es posible esperar que se consume la pasación de poderes que
constituye la lectura de una obra literaria?
Las palabras se las lleva (solo) el tiempo
En su mensaje al Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en
Zacatecas, México, el Premio Nobel Octavio Paz decía:
El idioma vive en un perpetuo cambio y movimiento;
esos cambios aseguran su continuidad y ese movimiento, su permanencia. Gracias
a sus variaciones, el español sigue siendo una lengua universal, capaz de
albergar muchas singularidades y el genio de muchos pueblos. El lenguaje está
abierto al universo, y es uno de sus productos prodigiosos, pero igualmente,
por sí mismo, es un universo.[vi]
El debate acerca de la pertinencia de usos lingüísticos exóticos (endémicos
en muchos casos) se ha vuelto un tema frecuente desde que los intercambios
editoriales en el interior del mundo hispánico se han vuelto tan abundantes y
desjerarquizados. La cuestión suele solventarse con un «¡por supuesto!» cuando
se trata de literatura para adultos; al extremo de que la famosa diversidad de
la realidad y del lenguaje que la nombra es uno de los más consensuados
atractivos de la literatura iberoamericana. Pero la cuestión resulta menos
clara en el caso de los libros para niños.
La traductora española María Luisa Balseiro, en diálogo con su compatriota
Elena Abós testimonia:
He hecho
bastantes veces la experiencia de releer los libros que leí de pequeña con
grandísima fruición y me ha sorprendido la riqueza de léxico que había en
aquellas traducciones. Porque yo no recuerdo que me chocara aquella cantidad de
palabras raras. Me parecía lo normal, ni siquiera me lo planteaba. Incluso
alusiones a animales, plantas, comidas raras. Te dabas cuenta de que aquello lo
había escrito un inglés, o un alemán y nada más.
‑Y eso
todavía se ve más normal en la actualidad, con la televisión y todos los medios
de comunicación...
‑Precisamente,
razón de menos para tener que andar explicando las cosas y muchísimo menos para
españolizarlas, si eso es hacerles violencia.[vii]
Cualquier iberoamericano de mi generación se inició en la lectura con
libros como los evocados; y eso que para nosotros el exotismo era doble porque
no solo eran desconocidas una realidad y sus denominaciones, sino que la propia
lengua receptora de la traducción estaba llena de modismos extraños. Lejos de
molestarme, aquel lenguaje era un atractivo más de los libros que leía; ya
fueran las novelitas detectivescas de Enid Blyton o de Carmen Kurtz, en edición
española, ya el Rey Mono o Los tres
gordinflones, en las respectivas versiones de las ediciones en lenguas
extranjeras que China o la Unión Soviética a la “isla hermana”, o uno de los
raros libros importados de México, Argentina o Chile que llegaban a Cuba
todavía a comienzos de los 60, con textos de Marcela Paz, Constancio Vigil o
Monteiro Lobato.
El programa de Español de
Secundaria me hizo leer antes de los 15 años uno que otro Platero, Lazarillo o 2 de Mayo. Imagino la justa indignación
de cualquier intelectual español si descubriera una edición cubana de uno de
esos reverenciados clásicos o meritorios contemporáneos con la sintaxis
adaptada a las formas típicamente criollas de ordenar la frase, o expurgada del
dichoso «vosotros» y las desinencias verbales del caso, o que no contuviera ni
un solo «estupendo» y que en lugar de «bollo» (que en Cuba es «malapalabra»
para referirse al sexo femenino) dijera «pancito»... y ni siquiera panecillo,
porque los diminutivos en «illo» nos parecen afectados en el Caribe.
Imagino igualmente el desasosiego
de un intelectual rioplatense si en las ediciones cubanas de Cuentos de la Selva llamaran armadillo
al «carpincho» o jaguar al «tigre», si en Muchachos
del Sur no hubiera ni un
«macanudo», o si en Monigote en la arena
las «polleras» se volvieran faldas, los «yuyos», bejucos, y los «picaflores»,
zunzunes; y si no apareciera en parte alguna
el característico voseo.
«Imagino...», he dicho, porque
raramente las ediciones criollas quitaron una coma a un texto procedente de
otros países hispanoparlantes; de la misma manera que nunca nos desalentaron
las singularidades terminológicas de los textos que constituyeron la mayor
parte de nuestras lecturas en los frugales inicios de la industria editorial
cubana, cuando la mayoría de los libros venían del extranjero.
Cuando publiqué la primera versión de este trabajo, creía yo que aquel
respeto a las variantes del castellano en la literatura infantil era una
actitud iberoamericana en contraste con la española. Ahora sé que hoy, por
todas partes en el ámbito de nuestra lengua, los mediadores entre la literatura
y el chico levantan vallados de protección y filtros que les eviten a los
jóvenes lectores el contacto con léxico y sintaxis ajenos a los suyos.
¿Se han vuelto tan sensibles, tan lingüísticamente intolerantes nuestros
niños y adolescentes?
Permítanme dudarlo.
En la era de la mundialización, cuando las series televisivas
estadounidenses, los dibujos animados japoneses, los programas musicales y «de
participación», producidos o doblados en cualquier parte, captan el interés de
televidentes y radioescuchas del mundo entero... ¿van a decirme que esos mismos
consumidores indiscriminantes se resistirán a una buena historia simplemente
porque ésta incluye alguna palabra desconocida o infrecuente? ¿O no será que
los maestros (con la complicidad de los padres) todavía ven la lectura antes
que la literatura y desean que los libros consoliden los contenidos de la
asignatura de lengua y defienden, en consecuencia, una única y local norma
lingüística?
Cuando tanto se machaca a los chicos para que aprendan lenguas extranjeras:
del inglés universal al portugués, el francés o el alemán que cada quien tiene
al otro lado de la frontera, ¿cómo sostener la dolosa suspicacia ante el
exotismo minúsculo de una palabra venida con la espalda mojada o zapatillas de
marca desde un país que comparte la mayor prueba de nuestra globalidad: la
lengua castellana?
Palabra(s)
de honor
Las palabras absorben las
circunstancias en las cuales son dichas. Cuando recurrimos a ellas, vienen
cargadas de algo que han adquirido con el uso y que excede su carga semántica
inicial, común a todos (mientras que las palabras más usadas, más comunes,
sufren erosión, pierden peso y se hacen ubicuas por insípidas).
Siempre que hablamos o
escribimos tenemos en cuenta aquel peso añadido, aquel eco de circunstancias.
Esto explica la vibración que nos producen ciertas expresiones familiares,
generacionales o regionales; vibración que tiene gran importancia en la
literatura, al explicar porqué un escritor escoge una palabra y no otra, porqué
su lengua literaria es ésta y no aquélla y porqué su lectura es más o menos
sabrosa en un ambiente cultural, en una generación o en un país determinados.
La cuestión del retoque del lenguaje nos remite al muy polémico campo de
las adaptaciones, puesto que de eso se trata: de una adaptación estilística (y
no de una regularización de norma idiomática, como creen quienes reducen el
arte de la escritura a la técnica de la redacción y confunden ese vital
elemento que es el Lenguaje con el vocabulario).
Los citados cambios incumben mucho más que la recepción de la obra, pues
afectan el estatuto del autor y la sensible entidad del texto.
A los efectos de la problemática que nos ocupa podríamos localizar en toda
obra literaria tres tipos de expresiones:
1) Las que trasmiten su mensaje sin rebasar un significado primario, el
cual es independiente de la situación de la palabra en el texto y/o en la
realidad de autor y lector.
2) Las que contienen una referencia o alusión más o menos directa a la
realidad recreada en la obra, siendo esenciales para la comprensión y disfrute
pleno de la susodicha.
3) Aquellas con las que el autor tiene una relación especial, sea de
carácter vivencial o estético, las cuales cumplen funciones rítmicas,
simbólicas o de atmósfera y trascienden ampliamente su significación literal.
Las primeras expresiones pueden ser cambiadas sin dificultad y sin
perjuicio para la obra o su autor. Las segundas habrán de ser rigurosamente
respetadas, pero necesariamente aclaradas si definen un elemento clave que el
destinatario de la edición en cuestión no pueda en modo alguno desentrañar. Las
últimas, por su parte, requieren el más cuidadoso de los tratamientos pues
suelen constituir elementos esenciales del estilo y del verdad profunda de la obra.
No me opongo a las modificaciones de lenguaje, sintaxis y ortografía,
siempre que se hagan en estrecha coordinación con el escritor y pensando no
solo en facilitarle las cosas al receptor, sino sobre todo en garantizarle (por
el mismo hecho de su juventud) una percepción cabal de los matices de cada
libro.
«Llegar» al lector es el objetivo primero del escritor, pero esto solo es
posible si se cumple un fin no menos primordial: trasmitir un mundo -real o
imaginario- con toda su riqueza y singularidad.
Cada escritor tiene sin dudas una experiencia diferente en esta cuestión
del «retoque» del lenguaje. Voy a recurrir a tres hispanoamericanos con libros
publicados en España cuyos casos me parecen ilustrativos:
Carmen Vázquez Vigo[viii]
es una argentina de prolongada implantación en España que en sus libros no
aborda temáticas de su país de origen ni construye su estilo a partir de un
instrumental lingüístico y cultural rioplatense; por lo que no plantea
especiales problemas de edición.
Gloria Cecilia Díaz[ix]
es colombiana y vive en París hace muchos años. Entre sus primeros libros se
halla uno cuyo ambiente podría ser europeo, otro sin localización geográfica
precisa pero que recrea una Iberoamérica mítica, y un tercero que revela el
lugar y los días de su infancia en las tierras altas del oeste de Colombia.
Cada uno de esos libros trata el lenguaje de manera diferente, haciéndolo
progresivamente colombiano. En los dos últimos, su editor respetó vocablos
específicos, pero cedió a la tentación de «peninsularizar» la segunda persona
del plural; lo que desnaturaliza el estilo y, siendo un libro realista,
falsifica un dato: la forma de hablar de los habitantes de una cierta región
del mundo, cuya forma de vida la escritora ha sabido evocar tan bien.
Mi propia experiencia es la de un cubano que ha escrito y publicado en su
país y fuera de él. Los primeros libros que publiqué desde mi expatriación en
1989 carecían de referencias geográfico-culturales concretas[x]
y en ellas el lenguaje no tiene función informativa. Esto no implicaba que fuera
neutro. En vez de servir ‑pasivamente‑ a la descripción de personajes y
paisajes, a la narración y el diálogo, en aquellos textos son las palabras las
que engendran frecuentemente situaciones, espacios y personajes. Pero en mis
libros explícitamente ambientados en Cuba, al dirigirse a un lector extranjero,
he trabajado el lenguaje como mismo lo hago con el paisaje o las
especificidades culturales o históricas. Varios de mis libros han tenido
ediciones –simultáneas o no- en Cuba y España, en España y Argentina, en Cuba y
México… y en cada caso he introducido algunas variaciones lingüísticas,
basándome en las tres tipologías mencionadas arriba.
Esos ajustes circunstanciales no nublan mi convicción de que la literatura
debe aspirar a cruzar las fronteras del espacio y el tiempo; «detalle» que no parece contar para numerosos editores
e incluso autores de libros infantiles, demasiado preocupados por su
rentabilidad a corto y mediano plazo.
En este asunto, los editores se revelan cómplices indispensables del
escritor. Los que ejercen su oficio con la debida creatividad saben encontrar
las soluciones que cada libro, grupo de edad y dificultad léxica requieren, y
escogen entre la comedida sustitución de usos lingüísticos, su explicación
dentro del texto mismo, las notas a pie de página o el glosario; todo ello sin
olvidar recursos ingeniosos que involucran a la ilustración o los híbridos de
los demás métodos.
Son dispositivos tácticos que deben integrarse en una estrategia general de
respeto a la voz del autor y a la necesidad de crecer e interactuar que son
inherentes al lector infanto-juvenil. Lo esencial es comprender que el lenguaje no es solamente el material
con que se construye la obra, sino su alma misma, y que no se amputa un texto
sin mutilar a su autor y rebanar las alas del lector.
Joel Franz Rosell
Comunicación presentada en las Jornadas Internacionales de Literatura
Infantil. La Habana, 12 al 14 de febrero de 2015.
[i] La primera versión de este trabajo fue publicada
en la revista Alacena, de Ediciones SM, con el título "Literatura
infantil y lenguaje "peninsular". La redacción decidió este cambio de
título alegando razones de estilo periodístico. Algo bastante paradójico en un
texto que, precisamente, denuncia los cambios de lenguaje como intromisión en
el estilo del autor. Una versión de este trabajo fue incluida en mi libro La
literatura infantil. Un oficio de centauros y sirenas. Lugar Editorial. Buenos Aires, 2001.
[ii] Michèle Petit : Nuevos acercamientos a la lectura. Fondo de Cultura Económica, colección
Espacios para la lectura. México, 1999; pp. 73-74
[iii] Jacqueline Held: Los niños y la literatura fantástica: función y poder de lo imaginario. Paidós. Barcelona, 1987; p. 198
[iv] Op.
Cit.; 199
[v] Marina Yaguello: Alice au pays du langage. Pour comprendre la
linguistique. París. Seuil, 1981 ; p. 15
[vii] Amigos del Libro, n° 33. Madrid,
julio‑septiembre de 1996; p.58
[viii] Entre sus primeros títulos publicados por Ediciones SM
(Madrid) están Una caja de recuerdos, Gafitas
y Flin‑flan.
[ix] Autora de una premiada
obra que inician títulos como La bruja de
la montaña (1990), El valle de los
cocuyos (1986) y El sol de los
Venados (1993).
[x] Los cuentos del mago y
el mago del cuento (1995), Las aventuras de Rosa de los Vientos y Perico el de los Palotes (1996) y Vuela, Ertico, vuela (1997) se
diferencian de mis libros anteriores, escritos pero no necesariamente
ambientados en Cuba, donde los cubanismos lingüísticos y culturales son
abundantes e inconscientes. Posteriormente, en Mi tesoro te espera en Cuba (2000/2002) y en La tremenda bruja de La Habana Vieja
(2001) el ambiente es el de la isla, pero incluyen personajes cubanos y
extranjeros que, significativamente, en alguna situación de las respectivas
obras intercambian sus respectivos localismos.