Joel Franz Rosell consigue con su obra ‘La isla de las
alucinaciones’ el Premio Avelino Hernández
El libro, elegido por el jurado
entre los 41 trabajos presentados, destaca por su brillante mezcla de aventura
y la cotidianeidad.
Joel
Francisco Rosell Gómez, prestigioso autor cubano afincado en París (Francia),
con su obra ‘La isla de las alucinaciones’, ha resultado ganador de la V edición
del Premio Avelino Hernández de novela juvenil que concede el Ayuntamiento de
Soria. El jurado, presidido por el escritor y ganador de la primera edición del
certamen César Ibáñez París, e integrado por el también escritor Andrés Martín,
el crítico literario y librero César Millán, la profesora y autora Susana Gómez Redondo, la periodista Sonia
Almoguera y el concejal de Cultura en el Consistorio, Jesús Bárez, ha elegido
su obra, una de las 41 participantes, por su brillante apuesta por la aventura
y la cotidianeidad en una historia que tiende puentes entre España y Cuba con
constantes guiños a las variedades idiomáticas de ambos países.
‘La isla de las alucinaciones’ narra la
historia de un grupo de cinco amigos, una adolescente española y chicos de diferentes
localidades de la isla cubana, que se ven envueltos en una serie de aventuras
en torno a una isla misteriosa, históricamente ligada al tráfico de esclavos.
Con el
pseudónimo de Wanted, el jurado ha destacado también que es una obra apta para
un amplio abanico de edad. De las 41 obras recibas, el jurado seleccionó un
total de siete, sobre las que esta mañana ha debatido el jurado. El premio está
dotado con 6.000 euros en metálico y la publicación de la obra bajo un sello
editorial.
Rafael
Alcalde con ‘Cuatro en París’ (2013);
Juana Cortes por ‘Sonrisas’ (2011), Kiko Reinoso de la mano de ‘Los buscadores de lluvia’
(2009) y César Ibáñez por ‘La cueva de los 10 acertijos’ (2008) ganaron las
anteriores convocatorias de este concurso que, desde su creación, ha buscado
siempre 'atrapar' a nuevos lectores enarbolando el legado de Avelino Hernández.
"La Isla de las Alucinaciones" está vinculada, por sus personajes protagónicos y ambiente, con Mi tesoro te espera en Cuba, novela que estrené en francés en el año 2000 ("Cuba, destination trésor". Hachette. París) y que posteriormente se publicó en castellano (Sudamericana. Buenos Aires, 2002 y Edelvives. Zaragoza, 2008).
La revista bilingue El Café Latino que se publica en París ha comentado el premio obtenido por mi novela |
FRAGMENTOS DE LA NOVELA
Capítulo 2 "Viaje a Oriente"
dibujito hecho en un margen del manuscrito |
Era más media noche
cuando Cata y Soto se marcharon al hotel. La fiesta siguió un par de horas más,
pero al fin el último invitado se marchó.
Secundada por dos de
sus vecinas, la abuela de Jorge se puso a vaciar ceniceros, a recoger restos de
alimentos y vasos rotos. El abuelo la seguía diciendo: “Vamos a dormir, Bela.
Pondremos orden mañana”. Ella respondía: “¡Qué va, Tato, si me acuesto pensando
en este caos no podré dormir!”. Pero el padre de Soto terminó por convencer a
su esposa, y el piso quedó oscuro y silencioso.
Paloma no tenía
sueño. El baile con Jorge y su sonoro beso le volvían una y otra vez a la
cabeza, haciéndola sentirse eufórica y avergonzada al mismo tiempo. Al fin,
decidió confiar a su diario el estado de su alma.
Paloma no llevaba su
diario en un cuaderno sino en una grabadora digital último modelo. Su tío
preferido, que regentaba una tienda de electrónica en Valencia, se la había
regalado poco antes del viaje a Cuba. El aparato no era mayor que un teléfono
móvil, pero su alta tecnología le permitía captar sonidos distantes, eliminar
ruidos parásitos y almacenar muchísima información, perfectamente clasificada. A
fin completar sus comentarios con el sonido de la noche habanera, Paloma salió
al balcón.
A esa hora de la
madrugada no se escuchaba otra cosa que el rumor del mar y el paso de un
automóvil solitario. Pero la habitación de Paloma compartía balcón con la de
los dueños de casa y por los postigos entornados se filtraban sus voces:
–… ¡pero, mujer, si
todo ha salido perfectamente! –decía Tato Sotolongo.
–No me refiero a la
fiesta –replicó Bela–. En este país, si algo siempre sale bien son las fiestas.
No en vano tantos extranjeros se imaginan que nos la pasamos de juerga.
Paloma apagó la
grabadora y se dispuso a volver a su cuarto, pero la siguiente frase la retuvo.
–No lo dirás por
Cata...
–Ella es una persona
inteligente y ha vivido en Cuba lo suficiente para darse cuenta de nuestra
realidad –respondió la abuela de Jorge–. Pero resulta más fácil entender un
país, incluso extranjero, que comprender a tu propio corazón.
–¿Qué quieres decir?
–Que ella y nuestro
hijo son muy distintos. Cata ha vivido en muchos países y Félix no conoce otra
cosa que Cuba. Aquí él sabe todo lo que ella ignora y le aporta familia,
amigos, contactos profesionales… Y ella, con sus privilegios de extranjera, le
facilita a él todo lo que a los cubanos nos falta. En Cuba, Cata y Félix se
complementan y se necesitan, pero… ¿qué pasará el día que se vayan a España, o
a cualquier otro país? Lo que yo me pregunto es si se quieren por sí mismos o
por lo que representan.
Paloma se retiró a su
habitación, diciéndose que no tenía derecho a escuchar una conversación ajena.
“¿Ajena?”, se
preguntó enseguida. ¿Realmente no tenía ella nada que ver con la situación que
vivían Félix Sotolongo y su tía Cata? ¿Y entonces por qué mientras oía hablar de ellos, no se le quitó
de la mente aquella foto en que su propia imagen aparecía, como una sombra,
entre las de Jorge y la linda Maruchi?
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Capítulo
8
Misteriosa
Mamá Chong
Si con lo de los
alacranes y la metedura de pata de Kilito el día había empezado mal, el asunto
del repelente lo empeoró. Paloma, Jorge, Carbó y Kilito aseguraron a Maruchi
que no la habían creído capaz de un gesto tan mezquino. Pero ella replicó,
soberbia:
– ¡Mal hecho; yo soy
capaz de cosas aún peores!
Y fue a tenderse en
la hamaca que colgaba de los árboles más robustos del patio.
–Si esto continúa
así, vamos a pasar unas vacaciones inolvidables
–comentó Kilito con amargura.
–Es lo que yo decía
el otro día –suspiró Paloma–. Mi presencia solo trae problemas.
–No tienes más culpa
que Maruchi o cualquiera de nosotros –declaró Jorge vivamente.
–Todos debemos hacer
un esfuerzo –opinó Carbó–. La cohabitación entre personas con intereses y
valores distintos siempre exige tolerancia y flexibilidad.
–¡La cohabitación
contigo es lo que exige toleflexi-no-se-qué! –explotó Kilito–. ¿Te das cuenta
de cómo hablas? ¡Eres más complicado que letra de médico!
–¡Si por lo menos
hablaran más bajo! –gruñó Maruchi desde su hamaca–. Hay quien intenta dormir
una siesta.
Jorge y Carbó
cruzaron una mirada de inteligencia. Si Maruchi
intervenía, aunque fuera para rezongar, es que ya se le estaba pasando
el enojo.
Fue en ese momento
que apareció una anciana toda vestida de negro y, sin el menor preámbulo, dijo:
–Mamá Chong desea
verlos… –y alzando la voz, en dirección a la hamaca, añadió–. A ti también,
Maruchi. Los espera a los cinco.
dibujito hecho en un margen del manuscrito |
Como el día anterior,
todas las ventanas de la casa estaban cerradas, excepto la cocina. Para abrir la puerta, la nieta más joven de Mamá Chong usó la llave; cosa sorprendente, pues los chongolinos solo echaban el cerrojo cuando salían del caserío.
Adentro estaba
oscuro, casi frío y olía fuerte. Cuando su vista se ajustó a la poca luz, los
chicos descubrieron mazos de hierba, hojas y flores secas en los rincones o
colgando del techo. Eran las plantas medicinales con las que Mamá Chong trataba
los problemas de salud que los chongolinos preferían no someter a la “médica de
la familia”, y que también servían, como decía la centenaria, “para purificar
los años que viven escondidos en mi vieja casa”.
Otra de las nietas de
Mamá Chong acompañó a los visitantes a una habitación donde había muebles cuyas
formas y colores se borraban en la penumbra. Paloma tuvo la impresión de volver
a la tienda de antigüedades que tanto gustaba a su tío Homero. Había unas
estatuillas y un jarrón que brillaban poco a pesar de estar junto a una lámpara
de aceite. A la mente de los chicos vinieron palabras exóticas como “jade”,
“laca” y “marfil”.
–¿No les han enseñado
a saludar? –preguntó una voz.
Los cinco se
volvieron sobresaltados hacia lo que habían creído un armario y que en realidad
era una especie de sillón. Allí se hallaba Mamá Chong. Era pequeña y delgada
como una muñeca, y su piel estaba tan arrugada y oscurecida que parecía madera.
Sin embargo, sus ojos brillaban. Y eso que la lámpara de aceite no la alcanzaba
con su luz ambarina.
Comenzó por
preguntarle a cada uno cómo se llamaba, cuáles eran los nombres y la profesión
de sus padres, qué edad tenía y en qué curso estaba. Pero no parecían interesarle
las respuestas y sus ojos vagaban por los rostros de los chicos que permanecían
callados. A continuación repetía las mismas preguntas al chico de al lado, sin
mirarlo apenas. A Maruchi, en lugar de interrogarla, le espetó:
–¡Tú, igual que
siempre!
Los otros se miraron
inquietos: ¿el asunto del repelente y la rivalidad con Paloma habían llegado a
sus oídos? Pero la centenaria ya decía, como para sí misma:
–La Chongolina tiene
un problema con los alacranes. Un problema antiguo…
Creyeron que Mamá
Chong iba a hablar de lo ocurrido esa mañana. Pero tras un silencio, tan largo
que pensaron que la centenaria se había dormido, su voz resurgió con una
entonación completamente distinta, suave y al mismo tiempo cavernosa, como si
brotase de un enorme jarrón de porcelana:
–Los primeros chinos
que llegaron a esta comarca fueron víctimas de un bucanero; gallego por parte
de padre, filipino por parte de madre y malvado por todas partes. ¡Pobres
chinitos! Caer en manos de Jefe Escorpión fue lo peor que pudo ocurrirles. El
maldito se enteró de que los ingleses se proponían abastecer con chinos el
mercado de trabajadores del Caribe, y les ofreció su conocimiento del litoral
cubano y del Mar de China Meridional, su habilidad para el comercio ilegal y su
goleta Ocamba, enteramente tripulada por bribones.
Mamá Chong hizo una
pausa. Su mirada se detuvo tanto tiempo en Paloma y Maruchi que todos tuvieron
la impresión de que buscaba en ellas la inspiración para proseguir.
–Largo y penoso era
el viaje. Había que atravesar el Océano Índico, contornear África y cruzar el
Atlántico hasta los puertos de La Habana y Matanzas. Los que no morían,
llegaban flacos y débiles. Para que soportaran aquellos meses de angustia, Jefe
Escorpión ordenó distribuir opio entre los desgraciados chinos, y luego tuvo la
idea de dejarles descansar en una isla desierta antes de llevarlos al mercado
de braceros. Los chinitos podían bañarse en el mar, tomar sol, recuperarse del
mareo y la mala comida de a bordo, y fumar más opio...
–No era tan malo el
Escorpión ése –comentó Kilito.
–¡Era el peor de
todos! –graznó Mamá Chong–. La salud de los chinitos no le importaba nada. Solo
pretendía que lucieran bien para cobrar más dinero por ellos. Sus “buenos
tratos” y el opio reducían la desconfianza de sus víctimas, que creían haber
pasado lo peor y acababan firmando contratos de trabajo que los convertían
prácticamente en esclavos. Gracias a sus trucos, Jefe Escorpión comenzó a
obtener mayores ganancias que los demás traficantes.
La nieta mayor de
Mamá Chong entró con una bandeja y varias tazas humeantes.
–Es la hora de su té,
Mamá –dijo en voz baja.
Las tazas eran
antiguas, de porcelana, todas diferentes. Alguna estaba un poco rota, pero
resultaban un lujo comparadas con los jarritos de lata que usaban los chongolinos.
Por el olor, los chicos comprendieron que su infusión no era la misma que
llenaba la taza de la centenaria. Una taza grande y dorada, decorada con un
dragón... ¿O era un escorpión?
Mamá Chong cerró los
ojos y aspiró el vapor que salía de su taza. De los chicos, el único que
apreciaba el té era Carbó. Jorge y Kilito intercambiaron una mueca y dejaron
las tazas en el suelo. Pero la anciana, siempre con los ojos cerrados, ordenó:
–¡Beban!... Dejar
enfriar el té es ingrato, tonto y hasta dañino.
Los cinco sintieron
como la infusión corría por sus gargantas, sus estómagos… hasta llevar su calor
a las plantas de sus pies y a la raíz de sus cabellos. Tuvieron la impresión de
que la habitación se llenaba lentamente de una luz dorada y vaporosa que nada
tenía que ver con la lámpara de aceite.
–Jefe Escorpión se
convirtió en un hombre rico, poderoso, y compró la isla donde enmascaraba los
sufrimientos de los chinitos. Allí, como en sus barcos, sus menores deseos eran
órdenes para los marineros, y leyes inviolables para la mercancía humana que le
reportaba un cofre de oro por viaje. Sin
embargo, Jefe Escorpión no vivía mejor que cuando era un miserable bucanero. Él
no se cubría con perlas y sedas, como sus lugartenientes, y no comía faisán ni
bebía coñac francés como ellos. A él lo que le gustaba era el poder, ejercer su
autoridad sobre todos y sobre todo: fueran quienes fueran, fuese lo que fuese.
Por eso, aunque ya había cumplido ochenta años, seguía capitaneando su goleta Ocamba,
y mandando como un rey en su isla de opio y mentiras…
–La Isla de las
Alucinaciones –musitó Carbó.
Mamá Chong lo miró
como a alguien que te cuenta el final de la película justo cuando entras al
cine.
–Nadie sabe cómo
murió Jefe Escorpión –dijo con cierta brusquedad–. Eso ocurrió mucho antes de
que me trajeran a Cuba, siendo una niña. Cuando los mayores hablaban del asunto
nunca se ponían de acuerdo: unos pretendían que un rayo bajó de un cielo
perfectamente despejado para incendiar la goleta, o que ésta se estrelló contra
unos arrecifes surgidos de repente en un mar apacible. Otros hablaban de un
motín de la tripulación, porque Jefe Escorpión también maltrataba a la
marinería, o de una rebelión de chinitos, al fin hartos de mentiras y
privaciones.
Mamá Chong cerró la
boca, cerró los ojos y hasta pareció desaparecer dentro de aquel sillón suyo,
tan parecido a un armario. Los chicos tuvieron la impresión de estar solos en
la habitación, que de nuevo se había vuelto oscura y ya no olía a té, sino a
las flores secas que colgaban del techo.
Pero de repente la
anciana estaba ahí, con los ojos bien abiertos y hablando con su voz susurrante
como la seda cruda.
–La súbita
desaparición de Jefe Escorpión y sus hombres solo aumentó los sufrimientos de
la última partida de chinitos. Se encontraron solos en la isla, sin alimentos y
sin embarcación en la cual tratar de alcanzar la tierra firme. Muy pocos sabían
nadar y ninguno conocía las traicioneras aguas, infestadas de tiburones. Los
que intentaron la travesía a nado o en una balsa improvisada, no llegaron a
ninguna parte. La mitad de los chinitos era moribunda o cadáver, cuando
apareció uno de los clientes de Jefe Escorpión, extrañado de no recibir el
cargamento prometido. Arramblaron con los que todavía eran capaces de trabajar,
y a los demás los abandonaron a su fatal destino.
Mamá Chong hizo otra
pausa larga. A veces daba la impresión de que le faltaba el aire o le fallaba
la memoria. Sin embargo, cuando hablaba de nuevo su voz era tranquila y segura;
como si leyera un libro invisible suspendido a la altura de sus ojos.
–La Isla de las
Alucinaciones tendría que estar sembrada de esqueletos. Pero como es una
tramposa, nunca se ha encontrado un hueso humano en su suelo. Y tampoco se ha
descubierto el menor rastro de naufragio o de los cofres de oro que Jefe
Escorpión debió dejar enterrados.
Esta vez Mamá Chong
estuvo callada más tiempo. Los chicos se miraron, preguntando sin palabras si
no había llegado el fin de la extraña visita. Como una señal, escucharon
abrirse la puerta de la casa. La luz del mediodía se filtró hasta el sillón,
tan parecido a un armario, desde donde la anciana les había estado hablando.
Pero allí no había
nadie. Solo un chal de seda gris, como un jirón de niebla, cubría el asiento.
–Vuelvan a visitarme
un día de éstos…
La voz de Mamá Chong les llegó desde el otro
extremo de la habitación. Allí estaba más oscuro que en el sillón-armario, pero
tuvieron la impresión de hallarse ante otra persona: más alta, más corpulenta y
mucho menos vieja.
–… estoy segura de
que tendrán preguntas que hacerme.
–¡Precisamente! –dijo
Jorge precipitadamente–. Todo el mundo asegura que la Isla de las Alucinaciones
está maldita y que no debemos visitarla.
Mamá Chong se dio
vuelta y, sin contestar, se perdió en las sombras del pasillo. Pero cuando los
cinco chicos estaban por abandonar la casa, escucharon su voz, lejana, pero
nítida:
–La Isla de las
Alucinaciones y la Chongolina están separadas por un acantilado mudo y un mar
engañoso. Pero lo que separa, une… Mi padre y sus hermanos fueron prisioneros
de esa isla. Sin embargo, cuando ganaron la libertad escogieron rehacer sus
vidas aquí; tan cerca, pero tan lejos… Si van, tengan mucho cuidado. Sobre todo
ustedes dos, Maruchi y Paloma.
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