No hablaré aquí de los inmensos Tolstoi, Turguéniev,
Chejov y otros monumentos de la literatura rusa que leí a partir de mis 15 años.
Ni siquiera mencionaré a Dostoievski, que tanto me ayudó a comprenderme en
medio de mis crisis de adolescencia o de Maiakovsky que pudo dejar su impronta
en mi efímera carrera de poeta político (menos de seis meses, entre el golpe de
estado de Pinochet el 11 de septiembre de 1973). De quienes aquí se trata es de
los autores rusos que marcaron durablemente mi formación como lector y mi obra
literaria.
Anatoli Alexin, Arkadi Gaidar, Lazar Laguin, Yuri
Olesha, Anatoli Ribakov y otros autores para chicos dejaron su huella en mí no
solo porque sus obras correspondían a mi edad, sino porque lo que yo comencé a
escribir a los 12 años, y sigo escribiendo y publicando hasta hoy, es
literatura infantil y juvenil.
Ciertamente leí otros, de los que recuerdo solo el
título del libro o que me consta haber leído sin que recuerde qué libro
exactamente, como Serguéi Mijalkov, Nikolai Nosov, Agnia Bartó, Kornéi Chukovski e incluso Alexandr Pushkin. Entre
ellos sobresalen muchos libros en verso o destinados a niños pequeños que
olvidé más o menos fácilmente, y que quizás todavía gozan de éxito en Rusia. En
mi defensa puedo decir que si las traducciones de prosa eran malas las de
poesía eran sencillamente abominables. Ninguna belleza formal sobrevivía a
traductores que no tenían el menor talento poético, y a menudo, ni siquiera la
compresibilidad del texto quedaba garantizada.
El popular Nadasabe, de N. Nosov, tuvo poco éxito en Cuba y ni siquiera recuerdo haberlo leído
Aquí en la emblemática personificación de Boris Kalaushin
|
Entonces decíamos “escritores soviéticos”,
aunque la mayoría eran originarios de la Federación Rusa o por lo menos se
expresaban en la lengua de Pushkin. Recuerdo menos escritores rusos de los que leí
porque a los hispanos nos despista esa costumbre rusa de poner en las tapas de los
libros, incluso para pequeños, solo el apellido –que de por sí nos sabe a
caviar– precedido de una simple inicial: V. Kataiev, N. Chervinskaia o S. Prokofieva
son infinitamente más difíciles de retener que Mark Twain, Erich Kaestner o
Astrid Lindgren, incluso si estos nombres resultaban igualmente exóticos para el
niño de la mayor isla del Caribe que fui.
Pienso que los libros soviéticos comenzaron a
hacerse visibles en Cuba en los años 1962 ó 1963, cuando ya yo sabía leer.
Después de superada la crisis de desconfianza generada en la Isla por la
decisión de Krushov de retirar los misiles nucleares con que Fidel Castro
contaba evitar un segundo intento de invasión norteamericana, la realpolitik facilitó un nuevo
acercamiento con la Unión Soviética, y este crecería hasta alcanzar su clímax a
mediados de los 80. En esos años, en parte para compensar las limitaciones de
la industria poligráfica cubana, nuestra empresa especializada en libros para
chicos, Gente Nueva, coeditó con diversas editoriales soviéticas y de otros
países socialistas. Eran sobre todos libros impresos en color y con encuadernaciones
más sólidas que las que podían permitirse las imprentas cubanas. Generalmente
dedicados a niños pequeños, estos títulos no se adecuaban al mundo referencial
ni respondían a las temáticas asequibles a esa edad. En mi condición de crítico
literario y de miembro del comité asesor de la editorial, me opuse
frecuentemente a tal elección, pero sin resultado alguno.
Otro problema que presentaban los títulos importados del catálogo en
lenguas extranjeras de Progreso, Ráduga o Mir es que sus traductores eran
generalmente españoles emigrados en la URSS que abundaban en giros difíciles de
comprender por los niños cubanos e incluso de dudosa pureza castellana, amén de
poco adaptados a la edad de su destinatario.
Sin embargo, el principal defecto que suele
mencionarse cuando se trata de la literatura soviética es la prédica leninista o
estalinista que no solo se percibía detrás de la mayoría de las tramas y de los
valores expresados por sus personajes, narrador o voz poética, sino que incluso
solían constituir el objetivo principal, relegando la trama o la buena
versificación a meros instrumentos.
Ejemplar encontrado en una librería de segunda mano en Pinar del Río (marzo 2015) tan deteriorado que no animé a comparlo |
Por entonces Fidel Castro solía repetir que Cuba
aún se hallaba “construyendo el socialismo” ya plenamente instalado en la Unión
Soviética y otros países de Europa Oriental. En mi impaciencia y sueño de
perfección, imaginé la “región experimental de Villa Nueva” como un territorio
socialista ideal. Llegué incluso a dibujar mapas de la ciudad y sus alrededores
donde se podía apreciar todos los detalles: casas, escuelas, hospitales,
industrias, farmacias, cines, bibliotecas… ¡y hasta el itinerario de las
diferentes líneas de ómnibus!
No me cabe la menor duda sobre la función de
evasión y compensación de mis frustraciones que tenían mis escritos
adolescentes. ¿Era un niño gordo y tímido? Mis héroes eran atléticos y
desenfadados, ¿los ríos de Santa Clara estaban contaminados? Los de Villa Clara
eran cristalinos, ¿Los cubanos no
podíamos viajar al extranjero? La mayor parte de mis aventuras tenían
protagonistas franceses o alemanes que viajaban por todo el planeta… e incluso
al espacio.
Un ejemplo concreto. La Unión de Pioneros de Cuba,
fundada en 1964, cuando yo tenía 9 años, solo se masificó en julio de 1966. Fui
pionero solo un día, pues al terminar las vacaciones de verano ingresé en
secundaria básica donde no se era pionero sino miembro de la desangelada
Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media. Mi reacción fue extender, en
mi ideal Villa Nueva, la condición de Pionero hasta noveno grado. Y dotar a
dicha ciudad de un palacio de pioneros que no tenía nada que envidiar al que
había leído en El palacio pertenece a los
niños.
La literatura infantil soviética preconizaba una atmósfera alegre, positiva
y optimista donde los malvados eran “enemigos del pueblo”, gente sin entusiasmo
y egoísta que se apartaba de los valores comunistas. En una época en que Alemania y Austria, pero
también algunos países escandinavos y Gran Bretaña practicaban el llamado
“realismo crítico”, los países socialistas imponían un concepto de literatura
idealizadora y ejemplarizante complementada por la presentación sistemática en
la prensa de un capitalismo decadente, sombrío y brutal… que en Cuba se
identificaba también con el “pasado ominoso” del que nos había salvado la
revolución castrista.
No puedo excluir que el “positivismo” de la literatura infantil socialista que tanto
leí me haya marcado al rojo vivo.
Sobre todo teniendo en cuenta que la literatura occidental que me llegaba a
través de la biblioteca provincial de Santa Clara (anterior a 1968) también
eludía mostrar la crueldad del mundo real. En
mis libros raramente hay situaciones traumáticas… lo que no implica que mis
historias sean idílicas, tranquilizantes o adictas al happy-end. Al contrario, yo diría que en mis cuentos y novelas predominan
los cuestionamientos, la connotación y los finales abiertos.
El caso es que entre los libros que, de una u otra
manera, orientaron mi gusto literario e incluso dejaron huella visible en mi creación,
se encuentran algunos que no disimulan su aceptación e incluso promoción de la
sociedad soviética y sus valores. Pero lo hacen con talento y sin subordinar el
interés de la historia y la calidad literaria. Entre estos libros sobresalen Timur y su pandilla, de Arkadi Gaidar, Una historia terriblísima, de Anatoli
Alexin, Aventuras de Kosh, de Anatoli
Ribakov, El viejo djin Jottábich, de Lazar Laguin y
Los tres gordinflones, de Yuri
Olesha, así como algunos cuentos tradicionales rusos.
Antes de detallar mi relación con esa media docena
de obras, debo advertir que ni siquiera al comenzar este artículo, tenía yo la
intención de probar de qué manera y eventualmente en cuáles de mis libros se
nota su huella. Como ya he declarado en otra ocasión, un escritor raramente es
consciente de sus influencias y a veces hasta cree seguir los pasos de un autor
que en realidad no es el que más le ha marcado. Pero al comenzar a examinar las
obras de las que a continuación me ocupo, recordé detalles, encontré
información en mi archivo e incluso notas en los márgenes de los volúmenes mismos,
y todo eso me orientó hacia qué me gustó en ellos y porqué.
Timur y su pandilla fue probablemente la
primera novela rusa que leí y la que más intensamente influyó los cuentos y
novelas con que me inicié en la vida literaria pública cubana entre 1974 y 1980.
Es la historia de una pandilla de niños que, durante el verano, se organizan
para ayudar a las familias de los hombres de la aldea que han sido movilizados
al frente de batalla (de una guerra que no se nombra, pero que debió ser la
“Guerra de Finlandia”, en 1940, lo que explica la popularidad de la obra
durante la “Gran Guerra Patria” que debió librar la Unión Soviética a partir de
la invasión nazi en 1941).
Cuando comencé a frecuentar los talleres
literarios y premios regionales que permitían el desarrollo de un escritor
aficionado en la Cuba de mediados de los 70, yo tenía escritas 54 novelitas de
aventuras, las unas peores que las otras. Las había escrito entre mis 13 y 18
años, período en el que era perfectamente permeable a la norma ideológica en
vigor y a los libros (y películas) a mi alcance.
Por entonces yo creía realmente en la superioridad
moral, política y económica del modelo soviético, y veía en Timur y su pandilla un
arquetipo de novela infantil de aventuras en un marco contemporáneo y
comparable al de mi país en aquel momento (en “guerra fría” contra el imperialismo yanqui). Esta obra de
Gaidar tenía, además, el mérito de corregir el modelo –literariamente inferior
e ideológicamente denostado– que presidía cuanto había yo escrito hasta
entonces: las novelas de niños detectives de la inglesa Enid Blyton.
Por causa de su extensión, yo no podía discutir mis
novelas en las sesiones de talleres literarios, pero además ninguna tenía la
calidad necesaria para presentarla a un premio literario. Decidí entonces escribir
cuentos con un estilo muy similar: formalmente realistas, de ambiente
contemporáneo, protagonizadas por niños y con una intriga de misterio lo más
verosímil posible. Timur y su pandilla
me parecía tan buen modelo que recuerdo haberla leído numerosas veces (tantas
como Aventuras de Guille, de la
cubana Dora Alonso o Emilio y los
detectives, del alemán Erich Kaestner) tratando de “impregnarme” de su
técnica y tono. Por eso no es raro que el segundo texto que publiqué en mi entonces
corta carrera, y el primero de carácter crítico, fuera una reseña (en realidad
mediocre) de la novela de Arkadi Gaidar.
Mi primera reseña literaria
Boletín “Pluma y Fusil” del taller literario de la Universidad Central de Las Villas, inicios de 1976
|
Dejé de escribir mis cuentecitos más o menos
realistas y bastante ejemplarizantes, en 1979, tras ganar el premio del
Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios con “La gran rosa blanca”, un
nuevo tipo de cuento, de estilo poético, relación parabólica con la realidad y
mensaje ecológico y humanista. Con otros seis cuentos similares compuse De los primeros lejanos tiempos la lechuza
me contó, libro tardíamente publicado en 1987. Fue mi segundo y no mi
primer libro, puesto que en 1983 había llegado a las librerías El secreto del colmillo colgante, una
novela detectivesca donde no sería imposible detectar la huella de Timur...
De Una historia terriblísima, de
Anatoli Alexin, me encantaron el narrador en primera persona, perspicaz pero
levemente ridículo, el estilo irónico, la trama detectivesca perfectamente
verosímil y el ambiente –escolar– de un adolescente común y corriente. Sin embargo,
su huella no está en mis novelas más o menos realistas El secreto del colmillo…, Exploradores
en el Lago o Mi tesoro te espera en
Cuba, sino en un libro de estilo fantástico como Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes,
donde desarrollé plenamente la parodia de recursos y convenciones literarias
que asoman en el discurso y la trama del escritor ruso.
En verdad, siempre quise poder escribir algo
parecido a Una historia terriblísima,
pero solo ahora estoy cerca de lograrlo (daré noticias dentro de un año). Con
todo, en 1987 la emisora cubana Radio Progreso difundió los 104 capítulos de mi
folletín radiofónico “El corazón es una flor”, donde el realismo, el ambiente
escolar y la importancia de la literatura
son quizá un eco de la novela de Alexin.
Mi primer folletín radiofónico (que tuvo un éxito
que me hizo pensar más de una vez en convertirlo en novela) revela también alguna
influencia de Aventuras de Kosh, de Anatoli Ribakov. Esta novela realista
“pura” narra la vida de un joven aprendiz, que descubre durante un verano el
mundo del trabajo y la economía, debe aprender a valorar las complejidades
psicológicas del mundo adulto y tomar posición frente a un robo en el taller
donde labora. Es, sin alardes, una bildungsroman
que me impresionó vivamente y que consideré superior a mis fuerzas creativas.
Mi maltratado ejemplar de El viejo djin Jottábich |
El viejo djin Jottábich es con certeza la novela juvenil soviética más conocida
y más popular en Cuba. Sin dudas influyó en ello la adaptación televisiva con el
apreciado Agustín Campos en el rol del djin que se ve trasplantado al “socialismo
real” desde su mitológico califato esclavista. El choque tecnológico genera situaciones tan cómicas como las del
choque de valores, pero estos últimos han envejecido aún más. Sin embargo el
talento de Laguin es tal que la obra mantiene todo su encanto… al menos para un
lector que tenga las referencias necesarias. Ahora que pienso en ello, me
digo que la pareja protagónica de mi novela La
tremenda bruja de La Habana Vieja, una preciosa, ingenua y bondadosa niña
cubana y su fea, malvada y tramposa bruja que tiene por tía tatarabuela, está
tal vez inspirada por la pareja que forman el pionero Volka Kostilkov y el
milenario Hassan Abdurrahmán aben Jottab.
No puedo descartar que una parte de mi fidelidad a
este libro radique en que viví una situación similar a la de Volka y su
profesora de geografía. A los 10 años mis padres nos habían inscrito a mis
hermanos y a mí en el conservatorio municipal. Mi hermana ya llevaba algún
tiempo tomando lecciones de piano y resistió hasta su ingreso en la enseñanza secundaria,
pero mi hermano abandonó inmediatamente un programa absurdo que se reducía a
clases teóricas, sin propiciarnos el menor acercamiento al instrumento que
habíamos escogido (en mi caso el acordeón… por simple identificación con un
personaje de la serie televisiva de moda). Yo era un niño obediente, que nada
asustaba tanto como decepcionar a sus mayores; así que si bien no tardé en
desertar también, lo hice a escondidas. El curso había terminado y ya no temía
yo un encuentro entre mis padres y mi profesora de solfeo cuando, a la orilla
del mar, a 70 km de nuestra ciudad, se produjo lo impensable. No recuerdo que
me castigaran por haber mentido durante meses. Pienso que la vergüenza ardía de
tal manera en mi rostro que mis padres habrán comprendido lo inútil de agravar
mi pena.
Lo más triste es que tengo un excelente oído
musical y que podría haber aprendido cualquier instrumento (formé parte de
varios coros en el Instituto y la Universidad). La música pudo ser mi “violín
de Ingres”, pero todos los intentos que hice, ya adulto, por matricular piano
resultaron infructuosos frente a la arbitraria burocracia que administraba el
acceso a aquel privilegio cultural. Mi única, tardía, compensación me llegó el
año pasado cuando publiqué Concierto n°7
para violín y brujas, la fantástica historia de un violín embrujado que se
extiende durante cuatro siglos y que considero una de mis mejores novelas.
Los tres gordinflones es
la más trascendente de las novelas que comento en este artículo. Es un raro y
logradísimo ejemplo de realismo mágico
revolucionario, casi podría decir revolucionarismo
mágico puesto que Yuri Olesha consiguió con esta novela lo mismo que
quizá se propuso Lazar Laguin: una obra literaria original y fuerte que portara
los valores de la Revolución de Octubre. Pero lo hace de tal manera que incluso
desconociendo o rechazando esos valores, la novela funciona. Por algo lleva
años en el catálogo de una editorial española como Siruela, que se caracteriza
menos por supuestos ideales de izquierda que por una alta exigencia literaria.
Si Los tres gordinflones posee esa
universalidad es porque se sitúa en un país sin nombre que podría ser
cualquiera de los que, a inicios del siglo xx oscilaban entre “feudalismo
moderno” y proto-capitalismo, y termina siendo el crisol de una revolución
liderada por el obrero Próspero y el artista Tibul, con la colaboración
decisiva la pequeña bailarina Souk, el viejo profesor Arneri y el propio
príncipe heredero del triunvirato que tiraniza el país. La parábola de la
revolución leninista es transparente para quien conoce la historia de
principios del siglo XX, pero si no, de todos modos es la historia de una
exitosa revuelta contra una abominable dictadura… de las que sigue habiendo y
¡ay! habrá en cualquier rincón de nuestro planeta.
Un escritor es un explorador-inventor que anda por
la vida y por la literatura buscando superar al más hermoso de sus modelos. Yo
he escrito libros bastante diferentes: novelas detectivescas y fantásticas,
cuentos realistas y mágicos, leyendas, fábulas y simples historias para
pequeñines; mis historias tienen un escenario reconocible (mi país) o no, se
desarrollan en nuestra época, en tiempos pasados o en remotas épocas sin
calendario, son serias o humorísticas, trepidantes o poéticas… pero lo que todavía no he conseguido escribir es
una fábula basada en un decisivo momento histórico que –por la magia de la
ficción y el talento– puedan aproximarse a arquetipos universales como Peter Pan y Wendy, El Mago de Oz, Aventuras de
Pinocho, El patito feo, Los Viajes de Gulliver o La Bella y la Bestia. Opino que Los
tres gordinflones pertenece a ese selecto grupo y mientras no consiga
yo crear algo de esa dimensión, tendré motivos para sentirme insatisfecho y
seguir mi arduo y tortuoso camino.
En mis Aventuras
de Rosa de los Vientos y Perico de los Palotes y Concierto n°7 para violín y brujas hay cosas que, por momentos,
pueden hacer pensar en la maravillosa novela de Yuri Olesha. Pero tal semejanza
probablemente solo se ve de lejos y con buena voluntad. En realidad hace unos
20 años que tengo en mente el libro que podré poner al lado de este que me
obsesiona y deslumbra. Pero todavía no he madurado bastante para escribirlo. El
título es tan simple, claro y eficaz como este Los tres gordinflones. Pero no digo más…
Los cuentos tradicionales rusos alimentaron mi apetito de universos maravillosos. Yo ya conocía los de
Perrault, muchos de los de los hermanos Grimm, algunos de Las mil y una noches y otras fuentes asiáticas, amén de algunos
mitos y leyendas latinoamericanos… cuando descubrí los fascinantes cuentos
rusos en una de las famosas compilaciones de Afanásiev o en volúmenes
independientes, ricamente ilustrados. Uno de esos relatos, incluido en el
volumen Alionuska, que adquirí
probablemente después de 1981, me sirvió de inspiración para uno de los momentos
definitorios de mi novela La leyenda de
Taita Osongo, escrita y premiada en 1983, pero publicada solo dos décadas
más tarde; en traducción francesa, primero, y en su versión castellana dos años
después.
En este caso se trata de una influencia formal y
compositiva, puesto que mi novela aborda la cuestión de la esclavitud durante
la Cuba colonial. Pese a un tema, argumento y ambientación que nada tienen que
ver con los de los cuentos tradicionales rusos, “El rey de los mares y Elena la
sabia” me sugirió una escena de transformación sucesiva de objetos mágicos en
obstáculos entre los héroes fugitivos y su peligroso perseguidor.
Convenientemente tropicalizados y adaptados a mi historia, esos elementos aportan
a mi novela el episodio de acción y magia indispensable para su catártico desenlace.
Desde que me marché de Cuba, en junio de 1989,
perdí el contacto privilegiado que hasta entonces tuve con la literatura rusa.
Sé que esa literatura pasó un momento de crisis con la caída del comunismo y el
fin de la Unión Soviética. Pero también he podido saber que la literatura
infantil rusa ha sabido afrontar las nuevas condiciones sociales, culturales y
editoriales. Un día de estos, debo darme un paseo por ese panorama… que no
puede ser sino estimulante.
Bibliografía
Afanásiev, Alexander: La sortija mágica. Cuentos populares rusos. Editorial Ráduga.
Moscú, 1985. Ilustraciones: A. Kurkín. Traducción: José Vento Molina; 160 p.
Anónimo: Alionushka.
Cuentos populares rusos. Editorial Progreso. Moscú, 1980. Ilustraciones: I.
Ershov y K. Ershova. Traducción: José Vento Molina; 80 p.
Alexin, A.: Una historia terriblísima. Editiorial
Gente Nueva. La Habana, 1978; 152 p.
Broditskaia, I., Golovanov Y.: El palacio pertenece a los niños.
Ediciones en Lenguas Extranjeras. Moscú, s/f.; 243 p.
Gaidar, Arkadi: Timur y su pandilla. Editorial
Progreso. Moscú, s/f. Ilustrado con fotos de la película. Traducción: E.
Rodriguez-Daniliévskaya; 101 p.
Laguin, Lazar:
El viejo djin Jottábich. Ediciones en
Lenguas Extranjeras. Moscú, s.f.. Ilustraciones:
B. Markevich. Traducción: J. López Ganivet; 374 p.
Olesha, Yuri:
Los tres gordinflones. Editorial Progreso. Moscú, 1974 (co-editado por
Gente Nueva. La Habana). Presentación (¿ilustracines?): V. Goriáev. Traducción: A. Herriaz; 158 p.
Ribakov, Anatoli: Aventuras de Krosh. Editorial Progreso. Moscú, s/f. Traducción:
A. Herriaz; 236 p.
Varios: Literatura soviética. Número especial
dedicado a la literatura infantil. Union de Escritores de la URSS. Moscú, 1968,
n° 12 (246); 192 p.
Mis obras citadas
Aventuras de Rosa de los
Vientos y Juan Perico de los Palotes. El Arca. Barcelona, 1996. Il.: Daniel Sesé. Alfaguara. Buenos Aires,
2004. Il.: Xulian; 118 p.
Concierto n°7 para violín y brujas. Fondo de Cultura Económica. México,
2013. Ilustraciones de Julián Cicero; 72 p.
De los primeros lejanos tiempos la lechuza
me contó. Editorial
Oriente. Santiago de Cuba, 1987. Il.: Vicente Rodriguez Bonachea / Versión
ampliada y corregida: La lechuza me contó.
Editorial Progreso. México, 2004. Il.: Fabiola Graullera; 54 p.
Exploradores en el Lago. Alfaguara. Madrid, 2009. Il: Tesa
González; 164 p.
El secreto del colmillo colgante. Gente Nueva. La Habana, 1983. Nueva
versión: El secreto del colmillo dorado.
Libros & Libros. Bogotá, 2013. Il.: Luis Enrique Suárez; 192 p.
La leyenda de Taita Osongo. Fondo de Cultura Económica. México, 2006.
Il.: Ajubel (estrenada en versión francesa: La
légende de Taïta Osongo. Ibis Rouge. Montoury, 2004. Traducción de Pierre
Pinalie); 78 p.
Mi tesoro te espera en Cuba. Editorial Sudamericana. Buenos Aires,
2002 / Edelvives. Madrid, 2008 (estrenada en la versión francesa: Cuba, destination trésor, 2000.
Traducción de Mireille Meissel); 174 p.
3 comentarios:
Qué singular es la experiencia de los escritores (y de los ciudadanos) cubanos: un país latino, hispano... que conoce mejor la literatura rusa que la de muchos países de su entorno cultural y geográfico. Pero es quizás ese tipo de cosas que hace especial la literatura cubana.
Buenas tardes, hace muchos años en la década de los noventa, le trajeron de cuba a mi hermana menor una novela juvenil ilustrada que creo se llamaba Mi general o algo así, trataba de un general retirado que iba a pasar sus últimos días con su hijo y la familia de este. Termina por desarrollar una amistad con su nieto. En fin no recuerdo el autor, si lo sabe, mucho agradeceré me lo haga saber. Saludos.
Me suena vagamente esa novela, pero debe ser más antigua, pues casi no he vuelto a leer literatura soviética desde que dejé Cuba en 1989. Pero me temo que no fuera muy buen libro. En aquellos tiempos, los soviéticos hacían muchos libros consagrados a inculcar ideología incluso a niños pequeños que nada entendían de ello, o sacaban conclusiones erradas. Pero muchas veces uno establece una relación afectiva con un libro más por las circunstancias del encuentro que por el contenido mismo.
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