Entre el 17 al 20 de agosto pasados fui uno de los invitados al Salón del Libro Insular. Fui en avión de París a Brest, la mayor ciudad de la península más occidental de Francia, Bretaña (región a la que debe su nombre la mayor isla europea: la “Gran” Bretaña, que integra junto a Irlanda del Norte el país cuyo nombre oficial es el Reino Unido). Pero el final de mi viaje era la isla de Ouessant, la más occidental del pequeño archipiélago que porta el poético nombre de Islas del Poniente, y para alcanzarla debería tomar un segundo avión.
En el aeropuerto Charles de Gaulle coincidí con mi compatriota Karla Suárez, procedente de Portugal donde ahora vive, y en el aeropuerto de Brest se nos sumó el martiniqués Lemy Coco, otro de los invitados al salón del libro. Debimos marchar doscientos metros hasta el bastante rústico hangar de FinistAir, donde trepamos en una avioneta de solo 9 asientos, que recorrió en media hora la distancia que nos separaba de Ouessant.
Tuvimos mucha suerte con el tiempo, pues el cielo estaba límpido como no volví a verlo durante mi estancia en la isla. Así pudimos observar la hermosa costa, mar y archipiélago en que se destaca Ouessant por su tamaño, por su forma (sus acantilados explican su nombre en bretón: Enez Eusa: “la más alta”) y por ser la más distante de la costa (una treintena de kilómetros). El aterrizaje fue impresionante, pues al avioncito le salieron al paso unos elevados acantilados blancos de verde cumbre sobre los que se levantan dos faros y un radar.
La decimocuarta edición del Salón del Libro Insular tuvo por lema:
“Caraïbe: récifs et recits” (Caribe: arrecifes y relatos) y representamos a la
región autores de Cuba, Haití, Martinica y Guadalupe. También había intelectuales
de Francia continental que han escrito sobre islas y una representación de la
edición de los océanos Indico y Pacífico, que participan desde hace años en el
evento, entre otros.
Sí, indudablemente los caribeños nos divertimos en el Salón: aquí me río compañía del cubano Pedro Pérez Sarduy, el haitiano Rodney de Saint-Eloy y el martiniqueño Lemy Coco |
Ouessant solo cuenta 1000 habitantes en temporada alta (en el siglo XIX, en
pleno desarrollo de la explotación de algas y de ganado caprino, llegó a tener
3000 habitantes), pero por lo menos un tercio de los ouessantinos estaban allí.
Los ouessantinos adoran su salón y engrosan numerosos las filas de voluntarios
para lo que sea: coordinar actividades, decorar el espacio que alberga el
Salón, hospedar, cocinar, servir de choferes y acompañantes, pero también se
ocupan de cuestiones de contenido: conferencias, animación, prensa,
administración... Más que un tradicional Salón del libro, el de Ouessant más
parece uno de esos festivales de verano que amenizan toda Francia durante la
pausa estival. Cada jornada concluyó con un concierto de acentos caribeños y
con mucha presencia popular.
Los talleres, debates y demás actividades abarcan no solo la literatura,
sino asuntos tan diversos como geografía, música, artes plásticas, danza,
gastronomía y hasta un concurso de ortografía en forma de “dictado insular”… En
fin, las culturas insulares en su más amplio sentido. Pero sin dudas el momento
más importante del evento es la entrega de los Premios del Libro Insular.
Concursan libros publicados entre marzo del año anterior y marzo del año en
curso, en los géneros de poesía, narrativa, ensayo, beaux livres (libros de
arte, fotografía, etc, ricamente ilustrados), novela policial y literatura
infantil (estos dos últimos con un jurado específico). En 2012 concursaron 90
libros en todos los géneros.
El Salón lo alberga una nave del
tamaño, digamos, de un estadio de basket ball, con la cafetería situada junto
al escenario delante del cual se alineaban cuarenta sillas; de manera que los
debates, lecturas y demás actos pudieran llegar a todo el público: el sentado,
el que examinaba los libros a la venta o el que se tomaba un cafecito. Los
expositores serían unos treinta: librerías, agrupaciones culturales, editores
de la región o de diversas islas (mediterráneas, de los océanos Indico y
Pacífico, del Caribe…) e incluso un “electrón libre”: un editor alemán. Me
detuve particularmente ante la mesa de la asociación que organiza el evento,
que tenía en venta su revista “L’Archipel des lettres” y los carteles de las 14
ediciones del Salón, entre otras publicaciones.
Aproveché para evacuar algunas dudas con un responsable del Centro
Internacional Julio Verne, pues apenas una semana más tarde debía yo participar
en una mesa redonda sobre el gran escritor en Panamá.
Mis libros estaban repartidos
entre la librería que aseguró la presencia de los títulos parisinos de los
diversos autores (yo tengo dos en ese caso) y el espacio de Ibis Rouge, mayor
editor del Caribe francófono (con sede en la Guayana Francesa) que tiene otros
dos en catálogo. A eso añadí un libro francés descatalogado pero del cual poseo
algunos ejemplares, y una amplia muestra de mis libros en español.
Suele ocurrirme en los salones
que me paso casi todo el tiempo sentado, haciendo dedicatorias (llevan bastante
tiempo las que dibujo frente a la página de título de “La chanson du château de
sable” que es el único de mis libros en francés que presenta mis
ilustraciones). A diferencia de otros salones, el de Ouessant no incluye
animaciones escolares, puesto que tiene lugar en plenas vacaciones de verano.
No obstante, fui invitado a contar algunos de mis cuentos a los niños
congregados en una carpa adjunta a la nave central del evento. Generalmente no
me animo fácilmente a narrar en francés, pero la docena de niños me acogieron
con tanta simpatía que les conté tres cuentos y luego pasamos un buen momento
hablando de mis libros.
La estrella del salón era Maryse Condé, laureada escritora de la isla
francesa de Guadalupense. Ella, junto al poeta y editor haitiano Rodney Saint-Eloi
y el poeta y narrador martiniqués Lemy Coco protagonizaron la primera mesa
redonda del sábado, seguida por la de escritores cubanos, integrada por Karla
Suárez, Pedro Pérez Sarduy y yo.
Pedro nació en los 40 y Karla en los 70, así que formábamos una variada
muestra de la literatura cubana contemporánea. Como emigramos, respectivamente,
a principios de los 80, en 1989 y a fines de los 90, también tenemos
experiencias y puntos de vista variados sobre la historia reciente de Cuba.
Además, practicamos géneros más o menos diversos: Pedro es poeta y novelista,
Karla autora de novelas y cuentos, y yo practico la narrativa para chicos y el
ensayo. La suma de nuestras intervenciones dio una rica idea de la literatura y
el devenir cubanos, y fue muy aplaudida. Al día siguiente, al proclamarse los
premios del Salón, tuvimos la satisfacción de ver recaer sobre Karla Suárez el
Grand Prix de Literatura Insular con su novela (inédita en castellano) Havane, année zéro.
Karla Suárez agradece el Grand Prix des Iles du Ponant a su novela "La Havane année zéro" (Métailié) |
En 2007 Pedro ganó el premio de narrativa con la versión francesa su novela
“Criadas de La Habana”, así que solo falto yo en recibir los oceánicos laureles
de Ouessant (imperdonable negligencia de los editores de mis siete libros
franceses: ninguno ha sido candidato al premio insular de literatura infantil).
La próxima vez que publique en Francia, he de asegurarme del envío de mi obra
al jurado de literatura infantil (dotada con 100 euros menos que los otros
géneros; discriminación que espero haya sido erradicada para entonces). Nada
garantiza que mi libro se destaque ese año entre los demás concursantes, pero
al menos merecerá su oportunidad.
Cada noche, el grupo que integré con algunos de los autores invitados y dos
franceses habituales del salón, se iba tras la cena y el concierto al pub Ty
Korn (“La esquina”) que brilla por su
excelente provisión de wiskies de marca. El edificio tiene una curiosa
forma de cuña pues se halla en la confluencia de dos de las principales calles
de Lampaul, de modo que hay una mesa, con una única silla, situada ante la
puerta-ventana, jamás abierta, que ocupa la esquina famosa. En Ty Korn se
congregan –dentro y fuera- los irreductibles que beben y cantan, más desafinada
y desaforadamente a medida que aumenta el alcohol en sus venas, hasta altas
horas de la noche. Semejante animación vespertina no la he visto ni siquiera en
ciudades francesas mucho mayores.
Durante mi fin de semana en Ouessant (el Salón se extendió hasta el
miércoles siguiente, cuando yo me hallaba ya en Panamá) Francia sufrió
temperaturas superiores a 40°C. En París los termómetros llegaron a marcar
38.4°, una asfixiante temperatura que me alegro de no haber padecido. Situada
en la porción del Atlántico que une el golfo de Gascona al Canal de la Mancha,
Ouessant desconoce el calor. Mientras el continente ardía, nosotros
disfrutábamos un frescor que frisaba el frío (valga la cacofonía).
.
Yo no había previsto chapotear en aguas del nordeste francés cuya intemperancia, incluso en pleno agosto me era conocida, pero cuando un ouessantino emergió de las aguas de la playa de Arlán dicieno: “está buena, unos 15°C” hasta las ganas de caminar sobre la arena cubierta de oscuras algas se me quitaron.
Un agradable calorcillo hubiera estado más acorde con la fecha plenamente
estival de un 19 de agosto y con el paisaje insular. Pero precisamente el hecho
de que Francia estuviese sumergida en una ola de calor, hizo que el frescor
oceánico se condensara sobre Ouessant, haciéndonos bogar en persistente
neblina... Muy romántica sin dudas, pero más propia de noviembre.
El clima de la isla es sumamente cambiante y nunca tibio. El domingo, Karla y yo recorrimos en bicicleta tres cuartas partes de la isla (que solo mide 8 km en su parte más larga). Al principio nos abrimos paso entre una neblina que no dejaba ver nada a 15 metros de nuestras respectivas narices. Así circulamos entre molinos de vientos del que solo supimos la existencia del más cercano y pasamos delante del faro de Stiff sin verlo. Afortunadamente, el tiempo comenzó a levantar y ya a eso de la una salió el sol. Acabé el recorrido en short y camiseta; con la única chaqueta que llevé, y que habitualmente apenas me protegía de la frialdad, en la mochila.
Tema de guasa para el grupo de cubanos y antillanos fue la lamentable oferta gastronómica de la “Cantine des îles” (Comedor de las islas), como pomposamente se nombró a la carpa con capacidad para unos doscientos comensales donde almorzábamos y cenábamos autores, voluntarios y hasta muchos de los visitantes del Salón. Era un auténtico naufragio para el prestigio gastronómico francés, bretón, caribeño o cualquiera que se viese evocado en el menú cotidiano, tan escaso como mediocremente sazonado. Mi editor guyanés, que hace años me hacía la boca agua con el Salón de Ouessant, me había asegurado que a la simpatía (verificada) del evento, se sumaba la calidad de la acogida (también la comprobé) y la gastronomía (¿?). Tras sufrir tres embates de la “Cantine des îles”, los más hambrientos nos refugiamos la noche del domingo en el excelente restaurante instalado en la planta alta del pub donde, al fin, entramos en contacto con los reputados mariscos del litoral bretón.
Los usuarios del pub estaban particularmente motivados (no sé qué habían
comido, pero sí adivino lo que habían bebido). Resultando imposible conversar
en aquel estruendo, salimos con nuestros wiskies a la calle, igualmente
invadida de bebedores y cantores, pero amparados por el brumoso cielo.
Allí vinieron a decirme que aunque mi avión Brest-París partía a las cinco
de la tarde, un auto pasaría a las ocho de la mañana a recogerme en el hotelito
(en realidad una casa de una sola planta, dividida en seis cómodos cuartos con
baño propio, y una cocina-comedor donde nos servía el desayuno una de las
ouessantinas que colabora cada año con el Salón). La imposibilidad de
garantizar si el cielo me permitiría alcanzar el aeropuerto de Brest a tiempo
para mi traslado a París, no dejaba otra opción que el barco, que debía coger
en la mañana.
En puerto Stiff, poco antes de tomar el barco hacia Le Conquet |
El mismo auto recogió a otro escritor que también se marchaba esa mañana y
ya en Port Stiff me encontré con el fotógrafo Gilles Luneau, uno de los
integrantes de “mi grupo”. También se embarcaba la pareja de pregoneros que, al
son de un acordeón, regalaban poemas y canciones en el espacio del salón y en
las calles de Lampaul (tuvieron la exquisitez de leer mi blog y, al descubrir
que Franz Liszt es el “culpable” de parte de mi pseudónimo, me dedicaron un
fragmento de “Melodía de amor” del gran compositor húngaro). Ellos se habían
quedado muy frustrados al intentar rendirme su pequeño homenaje en pleno salón,
pues en ese momento nos llamaban a los cubanos al debate. Pero el domingo,
cuando regresábamos Karla y yo de nuestro recorrido en bicicleta, nos les encontramos
en la plaza de la iglesia, y allí pudieron hacerme escuchar, completa y en
compañía de los pasantes endomingados, la famosa melodía de Liszt.
Los pregoneros y el fotógrafo se quedaron en el puerto de Le Conquet, más
cercano de Ouessant que la también portuaria Brest donde se quedó el otro
escritor. Yo continué solo hasta el aeropuerto, relativamente alejado (en
Francia las ciudades de tamaño medio comparten aeropuertos que les quedan así
equidistantes, elevando así rentabilidad y protección del medio ambiente). Tuve
que esperar tres horas hasta la salida de mi avión, pero aproveché ese tiempo
para responder e-mails y dar unos retoques a la conferencia que debía impartir
en Panamá.
Ester mapa ilustrado de la isla de Ouessant está dibujado en la pared de la primera vivienda de uno caserío al sur de la isla |
Mis tres días en la isla los terminé siempre pasadas las dos de la
madrugada y nunca me levanté pasadas las 7:45, así que acumulé cansancio (basta
con observar mis ojeras en las fotos), pero esa noche en París volví a
acostarme tarde pues tenía una maleta que hacer, varios documentos que imprimir
y enviar por correo postal, entre otras gestiones pendientes antes de volver al
aeropuerto Charles de Gaulle, esta vez terminal 2E, para tomar un avión hacia
Panamá (tema de mi próxima crónica).
2 comentarios:
Disfruto mucho de la literatura y por eso soy de viajar a distintos lugares para poder apreciar las ferias del libro regionales. Cada vez que puedo comprar un nuevo libro, suelo quedarme en mi apartamento en buenos aires, disfrutando de su lectura
Lo mío con los libros es lo que Cervantes, con mucha ironía calificó en "El Quijote" como "el pernicioso vicio de la lectura". Yo leo en todas partes, en mi apartamento en París, en los parques, en las magníficas bibliotecas parisinas, en aviones, trenes, metro (subte) y hasta andando. Tengo libros por toda la casa, incluidos por supuesto el baño y la cocina... Y también los escribo en todos esos lugares. Cuando muera dejaré un montón de cuadernos de notas que harán -espero- la felicidad de algún bibliófilo.
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