15/9/12

Tres cubanos en el Salón del Libro Insular




Entre el 17 al 20 de agosto pasados fui uno de los invitados al Salón del Libro Insular. Fui en avión de París a Brest, la mayor ciudad de la península más occidental de Francia, Bretaña (región a la que debe su nombre la mayor isla europea: la “Gran” Bretaña, que integra junto a Irlanda del Norte el país cuyo nombre oficial es el Reino Unido). Pero el final de mi viaje era la isla de Ouessant, la más occidental del pequeño archipiélago que porta el poético nombre de Islas del Poniente, y para alcanzarla debería tomar un segundo avión.


En el aeropuerto Charles de Gaulle coincidí con mi compatriota Karla Suárez, procedente de Portugal donde ahora vive, y en el aeropuerto de Brest se nos sumó el martiniqués Lemy Coco, otro de los invitados al salón del libro. Debimos marchar doscientos metros hasta el bastante rústico hangar de FinistAir, donde trepamos en una avioneta de solo 9 asientos, que recorrió en media hora la distancia que nos separaba de Ouessant.

Tuvimos mucha suerte con el tiempo, pues el cielo estaba límpido como no volví a verlo durante mi estancia en la isla. Así pudimos observar la hermosa costa, mar y archipiélago en que se destaca Ouessant por su tamaño, por su forma (sus acantilados explican su nombre en bretón: Enez Eusa: “la más alta”) y por ser la más distante de la costa (una treintena de kilómetros). El aterrizaje fue impresionante, pues al avioncito le salieron al paso unos elevados acantilados blancos de verde cumbre sobre los que se levantan dos faros y un radar. 

En el pequeño aeródromo nos esperaban dos automóviles que nos condujeron directamente al centro del caserío que hace las veces de capital. Sus calles se retuercen obedeciendo al capricho del accidentado terreno. En la angosta plaza, entre la iglesia y los principales comercios, estaba reunida la “muchedumbre” que se aprestaba a participar en la procesión que inaugura cada año el Salón del Libro Insular.

Numerosas mujeres vestían las batas y cofias de encajes blancos o negros, típicos de Bretaña, mientras los hombres llevaban chaleco negro bordado y kilt (la falda plisada, de lana a cuadros, con el cinturón ornado de un bolso de cuero en forma circular típico de Escocia), pues los ouessantinos comparten ancestro celta con la región más septentrional de la Gran Bretaña. No existiendo un kilt autóctono, elaboraron un estampado propio, dominado por tonos amarillos y ocres. No es espectacularmente bonito pero, curiosamente, recuerda el tejido preferido de las islas francesas del Caribe que son frecuentes invitadas de un evento literario consagrado a las islas (tropicales o no). El mismo motivo de cuadros y colores cálidos lo llevaban en forma de ligeras bufandas o en las flores que adornaban los sombreros de paja portados por aquellos que no se animaron a vestir el traje tradicional completo. Unos y otros se mezclaron en una danza folclórica, antes de proseguir su camino hasta la nave que albergaba el evento literario.


La decimocuarta edición del Salón del Libro Insular tuvo por lema: “Caraïbe: récifs et recits” (Caribe: arrecifes y relatos) y representamos a la región autores de Cuba, Haití, Martinica y Guadalupe. También había intelectuales de Francia continental que han escrito sobre islas y una representación de la edición de los océanos Indico y Pacífico, que participan desde hace años en el evento, entre otros.

Sí, indudablemente los caribeños nos divertimos en el Salón: aquí me río compañía del cubano Pedro Pérez Sarduy, el haitiano Rodney de Saint-Eloy y el martiniqueño Lemy Coco
Ouessant solo cuenta 1000 habitantes en temporada alta (en el siglo XIX, en pleno desarrollo de la explotación de algas y de ganado caprino, llegó a tener 3000 habitantes), pero por lo menos un tercio de los ouessantinos estaban allí. Los ouessantinos adoran su salón y engrosan numerosos las filas de voluntarios para lo que sea: coordinar actividades, decorar el espacio que alberga el Salón, hospedar, cocinar, servir de choferes y acompañantes, pero también se ocupan de cuestiones de contenido: conferencias, animación, prensa, administración... Más que un tradicional Salón del libro, el de Ouessant más parece uno de esos festivales de verano que amenizan toda Francia durante la pausa estival. Cada jornada concluyó con un concierto de acentos caribeños y con mucha presencia popular.

Los talleres, debates y demás actividades abarcan no solo la literatura, sino asuntos tan diversos como geografía, música, artes plásticas, danza, gastronomía y hasta un concurso de ortografía en forma de “dictado insular”… En fin, las culturas insulares en su más amplio sentido. Pero sin dudas el momento más importante del evento es la entrega de los Premios del Libro Insular. Concursan libros publicados entre marzo del año anterior y marzo del año en curso, en los géneros de poesía, narrativa, ensayo, beaux livres (libros de arte, fotografía, etc, ricamente ilustrados), novela policial y literatura infantil (estos dos últimos con un jurado específico). En 2012 concursaron 90 libros en todos los géneros. 
 


El Salón lo alberga una nave del tamaño, digamos, de un estadio de basket ball, con la cafetería situada junto al escenario delante del cual se alineaban cuarenta sillas; de manera que los debates, lecturas y demás actos pudieran llegar a todo el público: el sentado, el que examinaba los libros a la venta o el que se tomaba un cafecito. Los expositores serían unos treinta: librerías, agrupaciones culturales, editores de la región o de diversas islas (mediterráneas, de los océanos Indico y Pacífico, del Caribe…) e incluso un “electrón libre”: un editor alemán. Me detuve particularmente ante la mesa de la asociación que organiza el evento, que tenía en venta su revista “L’Archipel des lettres” y los carteles de las 14 ediciones del Salón, entre otras publicaciones.  Aproveché para evacuar algunas dudas con un responsable del Centro Internacional Julio Verne, pues apenas una semana más tarde debía yo participar en una mesa redonda sobre el gran escritor en Panamá.

Mis libros estaban repartidos entre la librería que aseguró la presencia de los títulos parisinos de los diversos autores (yo tengo dos en ese caso) y el espacio de Ibis Rouge, mayor editor del Caribe francófono (con sede en la Guayana Francesa) que tiene otros dos en catálogo. A eso añadí un libro francés descatalogado pero del cual poseo algunos ejemplares, y una amplia muestra de mis libros en español.  

Suele ocurrirme en los salones que me paso casi todo el tiempo sentado, haciendo dedicatorias (llevan bastante tiempo las que dibujo frente a la página de título de “La chanson du château de sable” que es el único de mis libros en francés que presenta mis ilustraciones). A diferencia de otros salones, el de Ouessant no incluye animaciones escolares, puesto que tiene lugar en plenas vacaciones de verano. No obstante, fui invitado a contar algunos de mis cuentos a los niños congregados en una carpa adjunta a la nave central del evento. Generalmente no me animo fácilmente a narrar en francés, pero la docena de niños me acogieron con tanta simpatía que les conté tres cuentos y luego pasamos un buen momento hablando de mis libros.



La estrella del salón era Maryse Condé, laureada escritora de la isla francesa de Guadalupense. Ella, junto al poeta y editor haitiano Rodney Saint-Eloi y el poeta y narrador martiniqués Lemy Coco protagonizaron la primera mesa redonda del sábado, seguida por la de escritores cubanos, integrada por Karla Suárez, Pedro Pérez Sarduy y yo.

Pedro nació en los 40 y Karla en los 70, así que formábamos una variada muestra de la literatura cubana contemporánea. Como emigramos, respectivamente, a principios de los 80, en 1989 y a fines de los 90, también tenemos experiencias y puntos de vista variados sobre la historia reciente de Cuba. Además, practicamos géneros más o menos diversos: Pedro es poeta y novelista, Karla autora de novelas y cuentos, y yo practico la narrativa para chicos y el ensayo. La suma de nuestras intervenciones dio una rica idea de la literatura y el devenir cubanos, y fue muy aplaudida. Al día siguiente, al proclamarse los premios del Salón, tuvimos la satisfacción de ver recaer sobre Karla Suárez el Grand Prix de Literatura Insular con su novela (inédita en castellano) Havane, année zéro.

Karla Suárez agradece el Grand Prix des Iles du Ponant a su novela "La Havane année zéro" (Métailié)

En 2007 Pedro ganó el premio de narrativa con la versión francesa su novela “Criadas de La Habana”, así que solo falto yo en recibir los oceánicos laureles de Ouessant (imperdonable negligencia de los editores de mis siete libros franceses: ninguno ha sido candidato al premio insular de literatura infantil). La próxima vez que publique en Francia, he de asegurarme del envío de mi obra al jurado de literatura infantil (dotada con 100 euros menos que los otros géneros; discriminación que espero haya sido erradicada para entonces). Nada garantiza que mi libro se destaque ese año entre los demás concursantes, pero al menos merecerá su oportunidad.

Cada noche, el grupo que integré con algunos de los autores invitados y dos franceses habituales del salón, se iba tras la cena y el concierto al pub Ty Korn (“La esquina”) que brilla por su  excelente provisión de wiskies de marca. El edificio tiene una curiosa forma de cuña pues se halla en la confluencia de dos de las principales calles de Lampaul, de modo que hay una mesa, con una única silla, situada ante la puerta-ventana, jamás abierta, que ocupa la esquina famosa. En Ty Korn se congregan –dentro y fuera- los irreductibles que beben y cantan, más desafinada y desaforadamente a medida que aumenta el alcohol en sus venas, hasta altas horas de la noche. Semejante animación vespertina no la he visto ni siquiera en ciudades francesas mucho mayores.

Si Bretaña tiene la reputación de poseer los mejores bebedores de Francia (atribuyámoslo a su rudo clima), los de la isla de Ouessant se consideran los mejores  bebedores de Bretaña. Como en francés “lamper” significa lamer, aplicándose particularmente a la última gota de alcohol que queda en el vaso o la botella, ¿será esa la explicación del nombre de la “capital” ouessantina? Lampaul sería un derivado de “lamper” (no me hagan mucho caso; no tengo título de etimologista y esta idea se me ocurrió tras un segundo vasito de wisky.

Durante mi fin de semana en Ouessant (el Salón se extendió hasta el miércoles siguiente, cuando yo me hallaba ya en Panamá) Francia sufrió temperaturas superiores a 40°C. En París los termómetros llegaron a marcar 38.4°, una asfixiante temperatura que me alegro de no haber padecido. Situada en la porción del Atlántico que une el golfo de Gascona al Canal de la Mancha, Ouessant desconoce el calor. Mientras el continente ardía, nosotros disfrutábamos un frescor que frisaba el frío (valga la cacofonía).
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Yo no había previsto chapotear en aguas del nordeste francés cuya intemperancia, incluso en pleno agosto me era conocida, pero cuando un ouessantino emergió de las aguas de la playa de Arlán dicieno: “está buena, unos 15°C” hasta las ganas de caminar sobre la arena cubierta de oscuras algas se me quitaron.  
                               
 Un agradable calorcillo hubiera estado más acorde con la fecha plenamente estival de un 19 de agosto y con el paisaje insular. Pero precisamente el hecho de que Francia estuviese sumergida en una ola de calor, hizo que el frescor oceánico se condensara sobre Ouessant, haciéndonos bogar en persistente neblina... Muy romántica sin dudas, pero más propia de noviembre.

El clima de la isla es sumamente cambiante y nunca tibio. El domingo, Karla y yo recorrimos en bicicleta tres cuartas partes de la isla (que solo mide 8 km en su parte más larga). Al principio nos abrimos paso entre una neblina que no dejaba ver nada a 15 metros de nuestras  respectivas narices. Así circulamos entre molinos de vientos del que solo supimos la existencia del más cercano y  pasamos delante del faro de Stiff sin verlo. Afortunadamente, el tiempo comenzó a levantar y ya a eso de la una salió el sol. Acabé el recorrido en short y camiseta; con la única chaqueta que llevé, y que habitualmente apenas me protegía de la frialdad, en la mochila.

Tema de guasa para el grupo de cubanos y antillanos fue la lamentable oferta gastronómica de la “Cantine des îles” (Comedor de las islas), como pomposamente se nombró a la carpa con capacidad para unos doscientos comensales donde almorzábamos y cenábamos autores, voluntarios y hasta muchos de los visitantes del Salón. Era un auténtico naufragio para el prestigio gastronómico francés, bretón, caribeño o cualquiera que se viese evocado en el menú cotidiano, tan escaso como mediocremente sazonado. Mi editor guyanés, que hace años me hacía la boca agua con el Salón de Ouessant, me había asegurado que a la simpatía (verificada) del evento, se sumaba la calidad de la acogida (también la comprobé) y la gastronomía (¿?). Tras sufrir tres embates de la “Cantine des îles”, los más hambrientos nos refugiamos la noche del domingo en el excelente restaurante instalado en la planta alta del pub donde, al fin, entramos en contacto con los reputados mariscos del litoral bretón. 

Los usuarios del pub estaban particularmente motivados (no sé qué habían comido, pero sí adivino lo que habían bebido). Resultando imposible conversar en aquel estruendo, salimos con nuestros wiskies a la calle, igualmente invadida de bebedores y cantores, pero amparados por el brumoso cielo.

Allí vinieron a decirme que aunque mi avión Brest-París partía a las cinco de la tarde, un auto pasaría a las ocho de la mañana a recogerme en el hotelito (en realidad una casa de una sola planta, dividida en seis cómodos cuartos con baño propio, y una cocina-comedor donde nos servía el desayuno una de las ouessantinas que colabora cada año con el Salón). La imposibilidad de garantizar si el cielo me permitiría alcanzar el aeropuerto de Brest a tiempo para mi traslado a París, no dejaba otra opción que el barco, que debía coger en la mañana.

En puerto Stiff, poco antes de tomar el barco hacia Le Conquet
El mismo auto recogió a otro escritor que también se marchaba esa mañana y ya en Port Stiff me encontré con el fotógrafo Gilles Luneau, uno de los integrantes de “mi grupo”. También se embarcaba la pareja de pregoneros que, al son de un acordeón, regalaban poemas y canciones en el espacio del salón y en las calles de Lampaul (tuvieron la exquisitez de leer mi blog y, al descubrir que Franz Liszt es el “culpable” de parte de mi pseudónimo, me dedicaron un fragmento de “Melodía de amor” del gran compositor húngaro). Ellos se habían quedado muy frustrados al intentar rendirme su pequeño homenaje en pleno salón, pues en ese momento nos llamaban a los cubanos al debate. Pero el domingo, cuando regresábamos Karla y yo de nuestro recorrido en bicicleta, nos les encontramos en la plaza de la iglesia, y allí pudieron hacerme escuchar, completa y en compañía de los pasantes endomingados, la famosa melodía de Liszt.


Los pregoneros y el fotógrafo se quedaron en el puerto de Le Conquet, más cercano de Ouessant que la también portuaria Brest donde se quedó el otro escritor. Yo continué solo hasta el aeropuerto, relativamente alejado (en Francia las ciudades de tamaño medio comparten aeropuertos que les quedan así equidistantes, elevando así rentabilidad y protección del medio ambiente). Tuve que esperar tres horas hasta la salida de mi avión, pero aproveché ese tiempo para responder e-mails y dar unos retoques a la conferencia que debía impartir en Panamá.

Ester mapa ilustrado de la isla de Ouessant está dibujado en la pared de la primera vivienda de uno caserío al sur de la isla

Mis tres días en la isla los terminé siempre pasadas las dos de la madrugada y nunca me levanté pasadas las 7:45, así que acumulé cansancio (basta con observar mis ojeras en las fotos), pero esa noche en París volví a acostarme tarde pues tenía una maleta que hacer, varios documentos que imprimir y enviar por correo postal, entre otras gestiones pendientes antes de volver al aeropuerto Charles de Gaulle, esta vez terminal 2E, para tomar un avión hacia Panamá (tema de mi próxima crónica).

2 comentarios:

Camila dijo...

Disfruto mucho de la literatura y por eso soy de viajar a distintos lugares para poder apreciar las ferias del libro regionales. Cada vez que puedo comprar un nuevo libro, suelo quedarme en mi apartamento en buenos aires, disfrutando de su lectura

Anónimo dijo...

Lo mío con los libros es lo que Cervantes, con mucha ironía calificó en "El Quijote" como "el pernicioso vicio de la lectura". Yo leo en todas partes, en mi apartamento en París, en los parques, en las magníficas bibliotecas parisinas, en aviones, trenes, metro (subte) y hasta andando. Tengo libros por toda la casa, incluidos por supuesto el baño y la cocina... Y también los escribo en todos esos lugares. Cuando muera dejaré un montón de cuadernos de notas que harán -espero- la felicidad de algún bibliófilo.

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