8/1/17

Premio Avelino Hernández (España) para "La Isla de las Alucinaciones"




 Comunicado de prensa del Ayuntamiento de Soria:
Joel Franz Rosell consigue con su obra ‘La isla de las alucinaciones’ el Premio Avelino Hernández
El libro, elegido por el jurado entre los 41 trabajos presentados, destaca por su brillante mezcla de aventura y la cotidianeidad.
Joel Francisco Rosell Gómez, prestigioso autor cubano afincado en París (Francia), con su obra ‘La isla de las alucinaciones’, ha resultado ganador de la V edición del Premio Avelino Hernández de novela juvenil que concede el Ayuntamiento de Soria. El jurado, presidido por el escritor y ganador de la primera edición del certamen César Ibáñez París, e integrado por el también escritor Andrés Martín, el crítico literario y librero César Millán, la profesora y autora  Susana Gómez Redondo, la periodista Sonia Almoguera y el concejal de Cultura en el Consistorio, Jesús Bárez, ha elegido su obra, una de las 41 participantes, por su brillante apuesta por la aventura y la cotidianeidad en una historia que tiende puentes entre España y Cuba con constantes guiños a las variedades idiomáticas de ambos países.

 ‘La isla de las alucinaciones’ narra la historia de un grupo de cinco amigos, una adolescente española y chicos de diferentes localidades de la isla cubana, que se ven envueltos en una serie de aventuras en torno a una isla misteriosa, históricamente ligada al tráfico de esclavos.

Con el pseudónimo de Wanted, el jurado ha destacado también que es una obra apta para un amplio abanico de edad. De las 41 obras recibas, el jurado seleccionó un total de siete, sobre las que esta mañana ha debatido el jurado. El premio está dotado con 6.000 euros en metálico y la publicación de la obra bajo un sello editorial.
 

Rafael Alcalde  con ‘Cuatro en París’ (2013); Juana Cortes por ‘Sonrisas’ (2011), Kiko Reinoso  de la mano de ‘Los buscadores de lluvia’ (2009) y César Ibáñez por ‘La cueva de los 10 acertijos’ (2008) ganaron las anteriores convocatorias de este concurso que, desde su creación, ha buscado siempre 'atrapar' a nuevos lectores enarbolando el legado de Avelino Hernández.



"La Isla de las Alucinaciones" está vinculada, por sus personajes protagónicos y ambiente, con Mi tesoro te espera en Cuba, novela que estrené en francés en el año 2000 ("Cuba, destination trésor". Hachette. París) y que posteriormente se publicó en castellano (Sudamericana. Buenos Aires, 2002 y Edelvives. Zaragoza, 2008).


La revista bilingue El Café Latino
que se publica en París
ha comentado el premio obtenido por mi novela

La Isla de las Alucinaciones
Editorial Premium
Sevilla, 2017

FRAGMENTOS DE LA NOVELA


Capítulo"Viaje a Oriente"


dibujito hecho en un margen del manuscrito

Era más media noche cuando Cata y Soto se marcharon al hotel. La fiesta siguió un par de horas más, pero al fin el último invitado se marchó.
Secundada por dos de sus vecinas, la abuela de Jorge se puso a vaciar ceniceros, a recoger restos de alimentos y vasos rotos. El abuelo la seguía diciendo: “Vamos a dormir, Bela. Pondremos orden mañana”. Ella respondía: “¡Qué va, Tato, si me acuesto pensando en este caos no podré dormir!”. Pero el padre de Soto terminó por convencer a su esposa, y el piso quedó oscuro y silencioso.
Paloma no tenía sueño. El baile con Jorge y su sonoro beso le volvían una y otra vez a la cabeza, haciéndola sentirse eufórica y avergonzada al mismo tiempo. Al fin, decidió confiar a su diario el estado de su alma.
Paloma no llevaba su diario en un cuaderno sino en una grabadora digital último modelo. Su tío preferido, que regentaba una tienda de electrónica en Valencia, se la había regalado poco antes del viaje a Cuba. El aparato no era mayor que un teléfono móvil, pero su alta tecnología le permitía captar sonidos distantes, eliminar ruidos parásitos y almacenar muchísima información, perfectamente clasificada. A fin completar sus comentarios con el sonido de la noche habanera, Paloma salió al balcón.
A esa hora de la madrugada no se escuchaba otra cosa que el rumor del mar y el paso de un automóvil solitario. Pero la habitación de Paloma compartía balcón con la de los dueños de casa y por los postigos entornados se filtraban sus voces:
–… ¡pero, mujer, si todo ha salido perfectamente! –decía Tato Sotolongo.
–No me refiero a la fiesta –replicó Bela–. En este país, si algo siempre sale bien son las fiestas. No en vano tantos extranjeros se imaginan que nos la pasamos de juerga.
Paloma apagó la grabadora y se dispuso a volver a su cuarto, pero la siguiente frase la retuvo.
–No lo dirás por Cata...
–Ella es una persona inteligente y ha vivido en Cuba lo suficiente para darse cuenta de nuestra realidad –respondió la abuela de Jorge–. Pero resulta más fácil entender un país, incluso extranjero, que comprender a tu propio corazón.
–¿Qué quieres decir?
–Que ella y nuestro hijo son muy distintos. Cata ha vivido en muchos países y Félix no conoce otra cosa que Cuba. Aquí él sabe todo lo que ella ignora y le aporta familia, amigos, contactos profesionales… Y ella, con sus privilegios de extranjera, le facilita a él todo lo que a los cubanos nos falta. En Cuba, Cata y Félix se complementan y se necesitan, pero… ¿qué pasará el día que se vayan a España, o a cualquier otro país? Lo que yo me pregunto es si se quieren por sí mismos o por lo que representan.
Paloma se retiró a su habitación, diciéndose que no tenía derecho a escuchar una conversación ajena.
“¿Ajena?”, se preguntó enseguida. ¿Realmente no tenía ella nada que ver con la situación que vivían Félix Sotolongo y su tía Cata? ¿Y entonces por qué  mientras oía hablar de ellos, no se le quitó de la mente aquella foto en que su propia imagen aparecía, como una sombra, entre las de Jorge y la linda Maruchi?
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durante la presentación de la novela en la feria Expoesía
Soria, agosto de 2017
Capítulo 8
Misteriosa Mamá Chong



Si con lo de los alacranes y la metedura de pata de Kilito el día había empezado mal, el asunto del repelente lo empeoró. Paloma, Jorge, Carbó y Kilito aseguraron a Maruchi que no la habían creído capaz de un gesto tan mezquino. Pero ella replicó, soberbia:
– ¡Mal hecho; yo soy capaz de cosas aún peores!
Y fue a tenderse en la hamaca que colgaba de los árboles más robustos del patio.
–Si esto continúa así, vamos a pasar unas vacaciones inolvidables –comentó Kilito con amargura.
–Es lo que yo decía el otro día –suspiró Paloma–. Mi presencia solo trae problemas.
–No tienes más culpa que Maruchi o cualquiera de nosotros –declaró Jorge vivamente.
–Todos debemos hacer un esfuerzo –opinó Carbó–. La cohabitación entre personas con intereses y valores distintos siempre exige tolerancia y flexibilidad.
–¡La cohabitación contigo es lo que exige toleflexi-no-se-qué! –explotó Kilito–. ¿Te das cuenta de cómo hablas? ¡Eres más complicado que letra de médico!
–¡Si por lo menos hablaran más bajo! –gruñó Maruchi desde su hamaca–. Hay quien intenta dormir una siesta.
Jorge y Carbó cruzaron una mirada de inteligencia. Si Maruchi  intervenía, aunque fuera para rezongar, es que ya se le estaba pasando el enojo.
Fue en ese momento que apareció una anciana toda vestida de negro y, sin el menor preámbulo, dijo:
–Mamá Chong desea verlos… –y alzando la voz, en dirección a la hamaca, añadió–. A ti también, Maruchi. Los espera a los cinco.

dibujito hecho en un margen del manuscrito


Como el día anterior, todas las ventanas de la casa estaban cerradas, excepto la cocina. Para abrir la puerta, la nieta más joven de Mamá Chong usó la llave; cosa sorprendente, pues los chongolinos solo echaban el cerrojo cuando salían del caserío.
Adentro estaba oscuro, casi frío y olía fuerte. Cuando su vista se ajustó a la poca luz, los chicos descubrieron mazos de hierba, hojas y flores secas en los rincones o colgando del techo. Eran las plantas medicinales con las que Mamá Chong trataba los problemas de salud que los chongolinos preferían no someter a la “médica de la familia”, y que también servían, como decía la centenaria, “para purificar los años que viven escondidos en mi vieja casa”.
Otra de las nietas de Mamá Chong acompañó a los visitantes a una habitación donde había muebles cuyas formas y colores se borraban en la penumbra. Paloma tuvo la impresión de volver a la tienda de antigüedades que tanto gustaba a su tío Homero. Había unas estatuillas y un jarrón que brillaban poco a pesar de estar junto a una lámpara de aceite. A la mente de los chicos vinieron palabras exóticas como “jade”, “laca” y “marfil”.
–¿No les han enseñado a saludar? –preguntó una voz.
Los cinco se volvieron sobresaltados hacia lo que habían creído un armario y que en realidad era una especie de sillón. Allí se hallaba Mamá Chong. Era pequeña y delgada como una muñeca, y su piel estaba tan arrugada y oscurecida que parecía madera. Sin embargo, sus ojos brillaban. Y eso que la lámpara de aceite no la alcanzaba con su luz ambarina.
Comenzó por preguntarle a cada uno cómo se llamaba, cuáles eran los nombres y la profesión de sus padres, qué edad tenía y en qué curso estaba. Pero no parecían interesarle las respuestas y sus ojos vagaban por los rostros de los chicos que permanecían callados. A continuación repetía las mismas preguntas al chico de al lado, sin mirarlo apenas. A Maruchi, en lugar de interrogarla, le espetó:
–¡Tú, igual que siempre!

Los otros se miraron inquietos: ¿el asunto del repelente y la rivalidad con Paloma habían llegado a sus oídos? Pero la centenaria ya decía, como para sí misma:
–La Chongolina tiene un problema con los alacranes. Un problema antiguo…
Creyeron que Mamá Chong iba a hablar de lo ocurrido esa mañana. Pero tras un silencio, tan largo que pensaron que la centenaria se había dormido, su voz resurgió con una entonación completamente distinta, suave y al mismo tiempo cavernosa, como si brotase de un enorme jarrón de porcelana:
–Los primeros chinos que llegaron a esta comarca fueron víctimas de un bucanero; gallego por parte de padre, filipino por parte de madre y malvado por todas partes. ¡Pobres chinitos! Caer en manos de Jefe Escorpión fue lo peor que pudo ocurrirles. El maldito se enteró de que los ingleses se proponían abastecer con chinos el mercado de trabajadores del Caribe, y les ofreció su conocimiento del litoral cubano y del Mar de China Meridional, su habilidad para el comercio ilegal y su goleta Ocamba, enteramente tripulada por bribones.
Mamá Chong hizo una pausa. Su mirada se detuvo tanto tiempo en Paloma y Maruchi que todos tuvieron la impresión de que buscaba en ellas la inspiración para proseguir.
–Largo y penoso era el viaje. Había que atravesar el Océano Índico, contornear África y cruzar el Atlántico hasta los puertos de La Habana y Matanzas. Los que no morían, llegaban flacos y débiles. Para que soportaran aquellos meses de angustia, Jefe Escorpión ordenó distribuir opio entre los desgraciados chinos, y luego tuvo la idea de dejarles descansar en una isla desierta antes de llevarlos al mercado de braceros. Los chinitos podían bañarse en el mar, tomar sol, recuperarse del mareo y la mala comida de a bordo, y fumar más opio...
–No era tan malo el Escorpión ése –comentó Kilito.
–¡Era el peor de todos! –graznó Mamá Chong–. La salud de los chinitos no le importaba nada. Solo pretendía que lucieran bien para cobrar más dinero por ellos. Sus “buenos tratos” y el opio reducían la desconfianza de sus víctimas, que creían haber pasado lo peor y acababan firmando contratos de trabajo que los convertían prácticamente en esclavos. Gracias a sus trucos, Jefe Escorpión comenzó a obtener mayores ganancias que los demás traficantes. 
La nieta mayor de Mamá Chong entró con una bandeja y varias tazas humeantes. 
–Es la hora de su té, Mamá –dijo en voz baja.
Las tazas eran antiguas, de porcelana, todas diferentes. Alguna estaba un poco rota, pero resultaban un lujo comparadas con los jarritos de lata que usaban los chongolinos. Por el olor, los chicos comprendieron que su infusión no era la misma que llenaba la taza de la centenaria. Una taza grande y dorada, decorada con un dragón... ¿O era un escorpión?
Mamá Chong cerró los ojos y aspiró el vapor que salía de su taza. De los chicos, el único que apreciaba el té era Carbó. Jorge y Kilito intercambiaron una mueca y dejaron las tazas en el suelo. Pero la anciana, siempre con los ojos cerrados, ordenó:
–¡Beban!... Dejar enfriar el té es ingrato, tonto y hasta dañino.
Los cinco sintieron como la infusión corría por sus gargantas, sus estómagos… hasta llevar su calor a las plantas de sus pies y a la raíz de sus cabellos. Tuvieron la impresión de que la habitación se llenaba lentamente de una luz dorada y vaporosa que nada tenía que ver con la lámpara de aceite.
–Jefe Escorpión se convirtió en un hombre rico, poderoso, y compró la isla donde enmascaraba los sufrimientos de los chinitos. Allí, como en sus barcos, sus menores deseos eran órdenes para los marineros, y leyes inviolables para la mercancía humana que le reportaba un cofre de oro por  viaje. Sin embargo, Jefe Escorpión no vivía mejor que cuando era un miserable bucanero. Él no se cubría con perlas y sedas, como sus lugartenientes, y no comía faisán ni bebía coñac francés como ellos. A él lo que le gustaba era el poder, ejercer su autoridad sobre todos y sobre todo: fueran quienes fueran, fuese lo que fuese. Por eso, aunque ya había cumplido ochenta años, seguía capitaneando su goleta Ocamba, y mandando como un rey en su isla de opio y mentiras…
–La Isla de las Alucinaciones –musitó Carbó.
Mamá Chong lo miró como a alguien que te cuenta el final de la película justo cuando entras al cine.
–Nadie sabe cómo murió Jefe Escorpión –dijo con cierta brusquedad–. Eso ocurrió mucho antes de que me trajeran a Cuba, siendo una niña. Cuando los mayores hablaban del asunto nunca se ponían de acuerdo: unos pretendían que un rayo bajó de un cielo perfectamente despejado para incendiar la goleta, o que ésta se estrelló contra unos arrecifes surgidos de repente en un mar apacible. Otros hablaban de un motín de la tripulación, porque Jefe Escorpión también maltrataba a la marinería, o de una rebelión de chinitos, al fin hartos de mentiras y privaciones.
Mamá Chong cerró la boca, cerró los ojos y hasta pareció desaparecer dentro de aquel sillón suyo, tan parecido a un armario. Los chicos tuvieron la impresión de estar solos en la habitación, que de nuevo se había vuelto oscura y ya no olía a té, sino a las flores secas que colgaban del techo.
Pero de repente la anciana estaba ahí, con los ojos bien abiertos y hablando con su voz susurrante como la seda cruda.
–La súbita desaparición de Jefe Escorpión y sus hombres solo aumentó los sufrimientos de la última partida de chinitos. Se encontraron solos en la isla, sin alimentos y sin embarcación en la cual tratar de alcanzar la tierra firme. Muy pocos sabían nadar y ninguno conocía las traicioneras aguas, infestadas de tiburones. Los que intentaron la travesía a nado o en una balsa improvisada, no llegaron a ninguna parte. La mitad de los chinitos era moribunda o cadáver, cuando apareció uno de los clientes de Jefe Escorpión, extrañado de no recibir el cargamento prometido. Arramblaron con los que todavía eran capaces de trabajar, y a los demás los abandonaron a su fatal destino.
Mamá Chong hizo otra pausa larga. A veces daba la impresión de que le faltaba el aire o le fallaba la memoria. Sin embargo, cuando hablaba de nuevo su voz era tranquila y segura; como si leyera un libro invisible suspendido a la altura de sus ojos.
–La Isla de las Alucinaciones tendría que estar sembrada de esqueletos. Pero como es una tramposa, nunca se ha encontrado un hueso humano en su suelo. Y tampoco se ha descubierto el menor rastro de naufragio o de los cofres de oro que Jefe Escorpión debió dejar enterrados.
Esta vez Mamá Chong estuvo callada más tiempo. Los chicos se miraron, preguntando sin palabras si no había llegado el fin de la extraña visita. Como una señal, escucharon abrirse la puerta de la casa. La luz del mediodía se filtró hasta el sillón, tan parecido a un armario, desde donde la anciana les había estado hablando.
Pero allí no había nadie. Solo un chal de seda gris, como un jirón de niebla, cubría el asiento.
–Vuelvan a visitarme un día de éstos…
La  voz de Mamá Chong les llegó desde el otro extremo de la habitación. Allí estaba más oscuro que en el sillón-armario, pero tuvieron la impresión de hallarse ante otra persona: más alta, más corpulenta y mucho menos vieja.
–… estoy segura de que tendrán preguntas que hacerme.
–¡Precisamente! –dijo Jorge precipitadamente–. Todo el mundo asegura que la Isla de las Alucinaciones está maldita y que no debemos visitarla.
Mamá Chong se dio vuelta y, sin contestar, se perdió en las sombras del pasillo. Pero cuando los cinco chicos estaban por abandonar la casa, escucharon su voz, lejana, pero nítida:

–La Isla de las Alucinaciones y la Chongolina están separadas por un acantilado mudo y un mar engañoso. Pero lo que separa, une… Mi padre y sus hermanos fueron prisioneros de esa isla. Sin embargo, cuando ganaron la libertad escogieron rehacer sus vidas aquí; tan cerca, pero tan lejos… Si van, tengan mucho cuidado. Sobre todo ustedes dos, Maruchi y Paloma.




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