TRADICION Y RENOVACION EN LA NARRATIVA DETECTIVESCA
INFANTO‑JUVENIL*
La narrativa policial suele ser considerada como un
género menor, trivial, de escasos valores estéticos y mediocre influencia en el
espíritu humano.
Argumentos para tan severa valoración los suministra una parte numéricamente importante de los títulos publicados durante su siglo y medio de historia. Es incontestable que pocos géneros literarios son tan hábiles como la narrativa detectivesca para contentar al público con simples variaciones de sus componentes fundamentales, pero con ligereza se olvida que en su momento tales elementos fueron conquistados a golpes de talento por auténticos creadores y que a lo largo de su historia, la detectivesca se ha enriquecido y diversificado en todos los planos.
Han sido muchos los intentos de definición, clasificación
y hasta normalización de la narrativa policial o detectivesca, pero voy a
centrarme en la sencilla división de Tzvetan Todorov en novela de enigma,
novela de suspense y novela negra; división que no excluye la de espionaje o
«novela política de aventuras», como prefirió llamarla en su momento el autor y
teórico ruso Yulián Semiónov, pues para el ensayista francés esta variación
sería solo temática y no estructural.
En definitiva lo que modula la relación de la narrativa
detectivesca con la literatura respetable no es la naturaleza del
delito sino su forma de narrarlo, interesándose más en el desentrañamiento o
realización del delito que en las motivaciones humanas que conducen a este.
Otro elemento importante es la actitud frente a los cánones literarios. La
postura continuista ha ampliado y estabilizado la legibilidad del relato
policial, mientras la contestataria le ha permitido enriquecerse y renovarse,
aun a riesgo de poner a prueba la fidelidad de sus lectores más numerosos, que
son esencialmente conservadores y adictos solo a alguna(s) de sus variantes.
Los problemas recién evocados se presentan también en la Narrativa Detectivesca Infanto‑Juvenil, pero con un agravante: el
presumible irrespeto por parte del relato detectivesco del valor educativo que tradicionalmente se atribuye a los libros para
chicos. Para agravar su mala imagen, la NDIJ se ha visto injustamente reducida
a su manifestación más visible: aquellas obras clónicas que vuelven al lugar del delito al multiplicarse en series de un mismo personaje
(individual o colectivo).
Nunca es temprano, pues, para destacar que hay obras detectivescas infanto‑juveniles que rompen los esquemas del género (Filo entra en acción, de la austríaca Christine Nöstlinger, Renco y el tesoro, del español Emili Teixidor o The one hundredth thing about Caroline, de la estadounidense Lois Lowry), series que no salen de un único molde estilístico, temático y composicional («Sans Atout», de los franceses Boileau y Narcejac o «Le Furet», cada una de cuyas novelas se encarga a un autor diferente, incluso por su nacionalidad), o que ponen a prueba los límites de la literatura infanto‑juvenil (los «Flanagan», de los catalanes Andreu Martín y Jaume Ribera), y tampoco faltan obras que cuestionan tanto los esquemas de la detectivesca como los de la literatura infantil (serie «A turma do Gordo», del brasileño João Carlos Marinho).
La narrativa detectivesca infanto‑juvenil aprovechó la
relativa impunidad en que la confinó el menosprecio de la crítica para evitar
los intentos normativos y clasificatorios experimentados por el género policial
para adultos. Pero si la encontramos prácticamente virgen de teorización y
crítica, no carece para nada de retórica aplicada.
El móvil no es inmóvil
Todorov afirma que la obra policial se compone en
realidad de dos relatos: el del crimen ‑ausente, pero real‑ y el del
desentrañamiento de ese crimen ‑presente, pero desprovisto de significación en
sí mismo. En la detectivesca infanto‑juvenil ocurre prácticamente lo contrario:
el crimen es eludido, trivializado y hasta omitido (presuntamente para
preservar de escenas brutales o poco ejemplarizantes al joven lector); en otras
palabras, el crimen se ve despojado de significación. El desentrañamiento del delito, entre tanto, rebasa el
tejido de la trama para hacerse parábola de la victoria sobre la pasividad
infantil y materialización del fortalecimiento moral, intelectual y físico del
niño/adolescente, puesto que suele ser él quien protagoniza la historia y
restablece la «normalidad».
En la narrativa detectivesca infanto‑juvenil se narra
primero la participación del protagonista, como testigo inconsciente o
impotente, en la preparación y/o ejecución de un delito (del que acaba por ser,
de una manera u otra, víctima) y se detalla enseguida la actuación del chico en
la solución del caso, ahora sí como investigador. En resumen, la detectivesca
infanto‑juvenil es predominantemente una novela de suspense (con elementos de
enigma o de novela negra en las obras para adolescentes).
Son las singularidades psíquicas e intelectuales del
chico y los preceptos educativos que suelen mediar entre él y los libros, los
responsables de que la detectivesca para chicos no sea otra cosa que una
variante de la literatura de aventuras (razón esta última de la hegemonía de la
novela sobre el cuento o ¿por qué no? el teatro).
En sus inicios, el género no hizo sino continuar los
caminos recorridos por la narrativa infantil hasta entonces. Nótese que en el
período que va del primer relato criminal de Poe (1841) a los fundacionales
éxitos de Arthur Conan Doyle (1890‑95), los chicos recibían los libros de
Dumas, Dickens, Verne, Carroll, Malot, Spyri, Stevenson, Collodi, Amicis,
Kipling y otros integrantes de la Edad de Oro de la novela infantil (porque,
como ya he dicho, se trata esencialmente de novelas; los cuentos policíacos
infanto‑juveniles son escasos y por lo general de menor valor, tanto desde el
punto de vista de la intriga como desde el punto de vista de las ambiciones
estilísticas).
Podemos considerar como primera obra detectivesca para
chicos a Tom Sawyer detective (1878), de Mark Twain; si bien este libro
se encuentra más cerca del relato policial inductivo que de la literatura
infantil de la época, cuyo ejemplo más a mano podría ser justamente Las
aventuras de Tom Sawyer (1876). Habrá que esperar cincuenta años ‑aunque
no quiero privarme de opinar que La isla del tesoro (1888), de Robert
Louis Stevenson, es la más original e inolvidable novela detectivesca juvenil
jamás escrita‑ para que el libro para
chicos adopte/adapte convenientemente el relato de tipo policial.
Es el alemán Erich Kaestner quien, al publicar Emilio
y los detectives (1928) lanza plenamente el género. Esta novela y su
discreta continuadora, Emilio y los tres mellizos (1934),
introducen los rasgos que caracterizarán la primera etapa de la NDIJ, cuya
marca comercial la universaliza la muy repetitiva producción de Enid Blyton (Los Cinco, Los Siete Secretos y otras series identificables por las palabras «Misterio» y «Aventura» en sus
títulos) que se extiende de 1938 a 1962. Esta autora británica fue inmediatamente seguida por innovadores
prudentes y prolíficos que recordamos menos por sus nombres que por sus
protagonistas: Teban Sventon, Los Seis Amigos, Los Tres Investigadores...
‑ Simplicidad argumental
y estructural
Carente de los laberintos lógicos de la novela de enigma y
de las truculentas peripecias de la novela negra, trátase de un relato de
acción, con atmósfera de suspense frecuentemente centrada en el sitio en que se
desarrolla la aventura y con progresión básicamente lineal aunque no se eluda
alguna escena descontinuada para incrementar la tensión.
‑ Omisión de
escenas violentas, crudas y sórdidas
Por esta vía se llega incluso a
ocultar las verdaderas motivaciones sociales y psicológicas y las graves
consecuencias del delito. Para lograr la trivialización del crimen ‑que solo
interesa como motor de la aventura‑ se recurre a la simplificación, a la falsificación o al humor (elemento este que, paradójicamente, reforzará la
capacidad de penetración en la realidad que manifiesta el género en su segunda
etapa).
‑ Moralismo:
En principio, los transgresores son siempre castigados (por lo menos con el
fracaso de sus maquinaciones) y, además, son adultos, lo que crea un orden
sumamente grato al joven lector debido a la inversión de roles: en el relato es
él quien auxilia, enseña, desenmascara y salva. En las obras de la vertiente
paródica, el héroe es casi siempre un adulto (el arquetípico detective
privado), pero frecuentemente tiene colaboradores niños.
‑ Didactismo:
Se manifiesta en el propio moralismo, implícito o explícito (en la descripción
de los personajes, por ejemplo) y en la alta valoración del conocimiento, la
curiosidad, el espíritu emprendedor y la lealtad. En todas las pandillas hay una
jerarquía de la inteligencia, incluso si a veces se disimula tras el elogio a
la intuición o a los atributos físicos de algún integrante del grupo.
‑ Clasismo: Se
evidencia en primer lugar en el hecho de que los protagonistas suelen
pertenecer al mismo grupo social que la mayoría de los lectores de la época.
Los patrones de vida y conducta de la
clase media son asumidos como referenciales, cuando no se celebra abiertamente
su ideología. En Enid Blyton y seguidores es frecuente la presencia de un chico
que, miembro de la pandilla o asociado, pertenece a clases desfavorecidas; este, sumiso o rebelde, ratifica la ideología de la clase dominante.
Pero hay obras en las que se invierten los términos y todos los méritos corresponden a muchachos humildes, que incluso son los protagonistas; es el caso de las dos novelas de Kaestner y de la serie «Oscar», de Carmen Kurtz.
Pero hay obras en las que se invierten los términos y todos los méritos corresponden a muchachos humildes, que incluso son los protagonistas; es el caso de las dos novelas de Kaestner y de la serie «Oscar», de Carmen Kurtz.
‑ Ambiente
convencional: el relato se desarrolla en tiempo y espacio cerrados,
completamente convencionales, de modo que los héroes, aunque pasen por
experiencias dramáticas, salen de la aventura tal como entraron, quedando
listos para un nuevo episodio de la serie en el cual repetirán los mismos
errores y demostrarán idénticas virtudes (el orden en que se lean estos libros
carece de importancia). La mayoría de las obras del período son evasionistas y
aportan poco, fuera de un espacio lúdico, al lector.
En los primeros 90 años del género, se constata un
casi completo dominio de la producción anglosajona y de países del norte de Europa. La primera
española en atreverse a crear una serie detectivesca propia, Montserrat del
Amo, modifica ligeramente en«Los Blok» el modelo Blyton e introduce
un ambiente español reconocible y socializado; en cambio, Iberoamérica entra
con ínfulas innovadoras y las primeras novelas brasileñas de los sesenta ya son
rompedoras en cuanto a clasismo, ambiente, motivaciones del delito o recursos
formales (Carlos de Marigny, João Carlos Marinho).
Paréntesis en nombre del proletariado
Los artífices de la cultura del llamado «socialismo real»
adaptaron temprano la narrativa detectivesca a la defensa y propaganda de su
concepción del mundo. Las tramas políticas y el esquema del relato de
contraespionaje fueron los más solicitados, pero sin menoscabar al delito común
«contra la propiedad popular». La socialización de la lucha contra el crimen
generó un cambio un tanto inesperado en la figura del protagonista: el héroe no
podía ser el detective privado, héroe individual y a menudo asocial; tenía que
ser un policía profesional, defensor consciente de los «intereses del proletariado» y del «Estado popular». Conjugar la narrativa detectivesca «socialista» con
los requisitos de la literatura infantil provocó la irrupción de espesores
proselitistas contrarios a la fluidez y el carácter lúdico indispensables a las
obras para chicos.
Fuera de un puñado de traducciones realizadas en Cuba,
poco he podido conocer de la detectivesca infantil producida en el área de
influencia soviética.
Si en víspera de la Segunda Guerra Mundial, Arkadi Gaidar
introduce elementos de suspense en la emblemática Timur y su pandilla y dos
décadas después Anatoli Ribakov los combina con la historia de la organización
infantil comunista en su mal cuajada La daga, mi preferida es Una
historia terriblísima, de Anatoli Alexin, pues reúne trama sólida y
recursos desautomatizadores en divertida clave satírica.
En la media docena de novelas detectivescas juveniles
cubanas, publicadas a lo largo de la década del 80, se detecta tanto la
presencia de los tics del policial criollo para adultos (de proselitismo
populista) como la tradición blytoniana. Son novelas protagonizadas por niños,
asistidos por policías oficiales, quienes se enfrentan a
delincuentes que, por su parte, tienen como aliados a contrarrevolucionarios y
agentes de la CIA. Todo ello es perceptible en las prototípicas El
misterio de las Cuevas del Pirata, de Rodolfo Pérez Valero y El
secreto del colmillo colgante, de Joel Franz Rosell, pero incluso en El
enigma de los Esterlines, obra de Antonio Benítez Rojo que en otros
planos resulta muy innovadora.
¿Qué hay de nuevo en la encuesta?
Las dos etapas de la narrativa detectivesca infanto‑juvenil no son, como podría suponerse, estrictamente consecutivas. Si bien es cierto que la mayoría de las obras publicadas hasta fines de los años sesenta se rigen por los principios antes descritos, no se puede deducir que todo lo publicado posteriormente presenta los rasgos nuevos, ni tampoco que no hubiera desde los orígenes del género autores capaces de introducir elementos revolucionarios. Ya he mencionado lo excepcional de Tom Sawyer detective en cuanto al realismo y crudeza del caso, y el clasismo invertido de Emilio y los detectives. Igualmente podría citar la desautomatizadora ironía de Astrid Lindgren en Masterdetektiven Blomkvist o la rigurosa ambientación histórica de L'Affaire Caïus, de Henry Winterfeld.
La evolución de la narrativa detectivesca infanto‑juvenil
sigue la huella trazada por su similar para adultos en Estados Unidos, Gran
Bretaña, Francia y, más tarde, en lugares con menos tradición como España o
Iberoamérica; pero mayor importancia aún tiene la evolución de la propia
literatura infantil. Esto último explica que no surja una novela negra juvenil
en los años 1930‑1940 y sí, en las últimas dos décadas, una detectivesca
infanto‑juvenil marcada por el realismo crítico y la sensibilidad posmoderna.
La aparición de esa parcela del mercado editorial llamada
literatura
para jóvenes adultos, de identidad literaria cuestionable, ha permitido
la redefinición y normalización de un lector menos discutible y sin embargo
descuidado: ese individuo diverso, complejo, dialéctico y contradictorio
situado en la transición del niño al joven. Si la mayoría de las novelas
detectivescas para jóvenes adultos me interesan poco (no son más que versiones
aligeradas de la detectivesca para hombres y mujeres hechos y derechos), en
cambio la nueva etapa de la NDIJ es en gran medida narrativa «adolescentil»,
pues el enriquecimiento de tramas, personajes, ambiente y estilo se produce
precisamente a expensas del adolescente, de su participación en la problemática
sociedad que le ha tocado vivir y de la percepción que de ella tiene.
En esta segunda etapa de la detectivesca infanto juvenil
pueden señalarse las siguientes generalidades:
Se produce mediante la introducción, como tema o subtema, de problemas
tales como el tráfico y consumo de drogas, el lavado de dinero sucio y la
prostitución (en las novelas de A. Martín y J. Ribera que protagoniza
Flanagan), la especulación urbanística (Federico, Federico, Federico, de E.
Teixidor), el terrorismo (Traque dans la neige, de Denis
Côté), la desigualdad económica y el dinero sucio (L’argent du mouton,
de M. N. Naudy), los delitos ecológicos (Peur sur la ferme, de
Sophie Dieuaide), etcétera.
También se enriquece la detectivesca infanto‑juvenil
con elementos procedentes de la cultura y la tecnología: el teatro clásico en El
crimen de la hipotenusa (Emily Teixidor), el cine en Sombras
blancas (Manuel Quinto), el rock en El asesinato del Sgt. Pepper's
(Jordi Sierra i Fabra), la creación literaria en El misterio de las letras
perdidas (Alicia Barberis) y O assassinato do conto policial
(Paulo Rangel) o la televisión y la informática en Devuélveme el anillo, pelo
cepillo (Enrique Páez).
‑ Tratamiento
estilístico y estructural más ambiciosos. Estrechamente ligada a la
conquista anterior, ésta permite a la detectivesca infanto‑juvenil diseños
estructurales novedosos y ricos, rupturas del tiempo cronológico,
intertextualidades (las usa frecuentemente Ulises Cabal, al glosar obras
literarias famosas, en coherencia con el oficio de librero de su detective;
aunque lejos de la brillantez de Benítez Rojo, que en El enigma de los Esterlines
revisita audazmente Espejo de paciencia, el poema épico que inaugura la literatura
cubana). Gran importancia tiene la desinstrumentalización del lenguaje, que
favorece el enriquecimiento de la prosa con elementos coloquiales, jergales y
metafóricos. O caneco de prata de J.C. Marinho es el ejemplo extremo, sin
desmerecer los felices hallazgos de Andreu Martín y Jaume Ribera.
‑ Diferenciación
en el tratamiento del héroe.
En todos los países se observa una clara diferenciación de dos tipos de obras: las que tienen protagonistas de la edad aproximada de sus lectores y las que utilizan héroes adultos. Una y otra tendencia pueden tratar a sus personajes de manera idealizante, realista o paródica. El primer tratamiento suele aplicarse a los personajes infantiles (generalmente integrados en pandillas), pero éstos vienen haciéndose raros al tiempo que la detectivesca infanto‑juvenil se dirige cada vez más a chicos mayores. El tipo realista corresponde a personajes adolescentes y jóvenes (entre otras razones porque se busca la identificación entre protagonista y destinatario.
El tratamiento paródico, por razones obvias, se aplica a protagonistas adultos, que resultan caricaturas de los distintos tipos de detective famoso: el sesudo impasible (Holmes), el genial ridículo (Poirot) o el cínico arruinado (Marlowe). Hasta ahora no he descubierto ningún ejemplo del tipo Miss Marple, pues lo cierto es que la narrativa detectivesca es bastante machista y se dota raramente de protagonistas femeninos de cualquier clase.
A las chicas se les reservan papeles de víctima, testigo o compañera del héroe. Notable excepción es El cartero siempre llama mil veces, de A. Martín y J. Ribera o la colección La senda de los elefantes, de Daniel Múgica, pero hay dos obras estadounidenses de muy alto nivel literario y donde todos los honores corresponden a las chicas: The One Hundredth Thing about Caroline, de Louis Lowry y The Face on the Milk Carton, de Caroline B. Cooney).
‑ Incremento de lo
fantástico, lo mágico y lo maravilloso
Sobre todo en las obras para niños (que no plantean, sin embargo, problemáticas propias o próximas al mundo infantil), los detectives pueden ser animales, mientras que los casos pueden apoyarse en situaciones fantásticas y/o ambientes imaginarios (Un museo siniestro, de Miguel Angel Mendo, El habitante de la nada, de Joles Senell, o la muy original Pan Tau, de Ota Hofman).
Muchos autores han llegado a convertir la parodia y el humor en centro de sus libros, reduciendo lo policial a un mero pretexto argumental, retórico o estructural (El inspector Tigrili, de Braulio Llamero, Los detectives López y Baldosillo, de Pedro Soria o los dos libros de cuentos más o menos detectivescos protagonizados por el sapo Ruperto, de R. Berocay).
El uruguayo Francisco Ivanier combina el personaje-motivo de las brujas, tan de moda en nuestros días, con humor y su capacidad para dibujar personajes y representar un cierto modo de vida urbano de su país. En esta novela reaparece, un tanto inesperadamente, pero con gran pertinencia uno de sus temas recurrentes: la ausencia de un progenitor y sus efectos en la protagonista.
‑ El humor, la parodia, la exageración, la ironía y otros recursos están más presentes que nunca y sirven ahora menos para suavizar o disimular los aspectos espinosos de una historia criminal que para incrementar la profundización en ellos y diversificar el disfrute del lector, como hacen el maestro brasileño João Carlos Marinho en todas sus obras (pero alcanzando notables ribetes surrealistas y postmodernos en O caneco de prata), Fernando Lalana en Galindo ha desaparecido o Sophie Dieuaide en su desternillante Peur sur la ferme.
En las novelas para chicos más maduros es frecuente el enriquecimiento del discurso con esa ironía que caracteriza a los maestros de la novela negra estadounidense Dashiell Hammet y Raymond Chandler. El británico Anthony Horowitz (The Falcon’s malteser) ha logrado algo convincente y eficaz al servirse de la ironía y la caricatura para marcar la superioridad de su detective de 13 años frente a los adultos que tratan de aplastarlo... a veces literalmente.
En la vertiente juvenil moderna (para más de 15 años), muy productiva en Argentina, por ejemplo, destacan obras como Jugar a matar, de Marcelo Birmajer y Los vecinos mueren en las novelas de amor, de Sergio Aguirre, caracterizadas por un trabajo ambicioso en lenguaje y caracterización de personajes.
‑ Pérdida de moralismo y didactismo.
Ni los protagonistas son, en adelante, los defensores del orden, ni este se restablece necesariamente al final de cada obra. Los transgresores no son forzosamente castigados y las autoridades (policiales y jurídicas inclusive) pueden estar corrompidas. El clásico policía ineficiente de Conan Doyle (decididamente tonto en Enid Blyton) puede perder su única virtud: la honradez. Los héroes no defienden la legalidad sino una forma que puede ser muy personal y polémica de justicia.
Así es en Filo entra en acción (Christine Nöstlinger), L'argent du mouton (Michel J. Naudy) o en No pidas sardina fuera de temporada (Martín/Ribera). Las situaciones crudas, sórdidas y violentas que antes se evitaban reflejan problemas que, nos guste o no, afectan a niños y adolescentes; desde la problemática de la calle hasta el enfoque crítico del ambiente familiar y escolar.
En algunos casos, la inversión puede ser perjudicial al equilibrio entre trama y mensaje, como ocurre con Quem matou Papai Noel?, del brasileño Júlio Emílio Braz donde la denuncia de la corrupción y la atención prestada a una construcción socio-sicológica de los personajes acaba debilitando fuertemente la historia.
En Cuba, que es siempre un caso particular en el mundo hispánico, debido a su régimen comunista, se observa no obstante un acercamiento a las tendencias internacionales en el incremento, a partir de la década del 90 del realismo en la representación de la familia, la escuela y la sociedad en general. Así aparecen novelas detectivescas sin los habituales modelos ejemplarizantes en los personajes adultos como Mi amigo Juan, de Domingo González.
‑ Tiempo y
ambiente redimensionados. En esta etapa de la narrativa detectivesca
infanto‑juvenil tiempo y espacio dejan de ser convencionales y estereotipados.
Abundan elementos reales y hasta naturalistas, costumbristas e históricos. El
tiempo rebasa además la función de simple marco cronológico e influye en la
personalidad de los héroes, incluso de las series. Por ejemplo, el lustro
transcurrido entre la publicación de Vecinos y detectives en Belgrano y Detectives
en Palermo Viejo (dos años en la ficción novelesca), son tenidos en
cuenta por la argentina María Brandán Aráoz. En la segunda entrega, la
narradora se desvía a menudo de la trama (endeble por demás) para profundizar
en las relaciones entre unos protagonistas que ya no son simplemente amigos sino
enamorados.
Por otra parte, el ambiente ya no es puro escenario, exótico o excepcional, especialmente diseñado para encuadrar la trama. La mayoría de las obras actuales transcurren en una gran ciudad (Barcelona, Buenos Aires, Nueva York, Vancouver...) representada con realismo o con toda la subjetividad vivencial del autor o con una capacidad de recreación del ambiente social que integra estas obras a la corriente de la novela negra (buen ejemplo es la excelente novela Papita en invierno, del canadiense Brian Doyle). El colegio, que antes solo servía como límite de las vacaciones en las que ocurría la aventura, ha logrado adquirir un papel central en novelas como las ya citadas de Nöstlinger, Martín/Ribera, Cooney y Marinho.
Conclusiones del caso
Las fuentes de la NDIJ son cada vez más eclécticas; tanto
la literatura infanto‑juvenil, como la narrativa policial para adultos acogen
sin reparos a la ciencia ficción, a la novela histórica, la psicológica o la
social, e incluso al cuento de hadas. Esos cruces han dado resultados tan
excelentes como los ya clásicos La caja de las delicias (John
Masefield) y Pan Tau (Ota Hofman), o El misterio de la mujer autómata
(Joan Manuel Gisbert). La detectivesca para chicos ha incorporado también géneros paraliterarios como los libros de información (haciendo de la trama policial apenas un pretexto para la transmisión o el entrenamiento de conocimientos en la serie «Los casos de Newton Balas» , de Eduardo Averbuj), mientras las obras del tipo «Elige tu aventura» adaptan la novela‑juego inventada por Ellery Queen a principios de siglo con las posibilidades de exploración de alternativas que ofrece la informática.
El relato detectivesco infanto‑juvenil implica en sí
mismo un problema que resultaría insoluble sin la buena voluntad (complicidad
para ser exacto) de sus lectores. La condición de niño o adolescente es
inconciliable (francamente increíble en el caso de las series) con el oficio de
detective. Lo anterior explica, en parte, el hecho de que las manifestaciones
veristas del género sean relatos de testigos participantes más que de encuesta.
De la misma manera, cada vez encontramos más protagonistas que, en lugar de
superdotados, son chicos comunes que afrontan, con más coraje y suerte que
dotes excepcionales, situaciones que pueden perfectamente darse en la realidad. En esta línea destacan las novelas de la serie Rico y Oscar, de Andreas Steinhöfel, cuyos héros son incluso niños con discapacidades o problemas de adaptación social.
Otro problema del género radica en que los jóvenes héroes
no pueden compartir el enigma con los adultos que los acompañan en la historia,
porque éstos les robarían el protagonismo. A fin de no contrariar la
característica lealtad de los detectives adolescentes, el autor debe
arreglárselas para quitar de en medio a los progenitores de papel, convenciendo
así a los de carne y hueso de que sus libros no inculcan en los lectores
peligrosas conductas independientes y emprendedoras. Así, muchas de las
criticadas situaciones inverosímiles de la NDIJ serían deliberadas y cumplirían
la función de desalentar en los chicos cualquier intento de imitar a sus paladines
de ficción.
La narrativa detectivesca infanto‑juvenil comienza apenas
a ser debidamente valorada. La mejor prueba es el hecho de que lo detectivesco
sirva frecuentemente de pretexto para obras con objetivos bien diferentes.
Pocas han conquistado, como Emilio y los detectives, aplauso
universal. El consenso en torno a la clásica creación de Kaestner y la
sobrevivencia del modelo Blyton (pese a todos sus defectos y carácter
obsoleto), subrayan paradójicamente lo inmerecido del menosprecio acumulado por
este género que revela, en un duelo sin tregua entre tradición y renovación, la
vitalidad y las búsquedas que caracterizan al conjunto de la literatura
infantil contemporánea.
No tardé en escribir
otra novela del mismo tipo y con los mismos personajes, titulada “Campamento en
Costa Rara” (y vagamente relacionada con su casi homónima de casi una década
antes) que me contrató la editorial Oriente, pero no llegó a ser publicada
puesto que la crisis económica púdicamente bautizada Período Especial por Fidel
Castro , lo impidió. No obstante, una versión radial mía fue trasmitida por la
cadena nacional Radio Progreso en 1989-90, y sendas versiones no autorizadas,
aparecieron en la editorial Capitán San Luis: una en forma de relato abreviado
y la otra como fotonovela.
Tras instalarme en Brasil en junio de 1989, emprendí la reescritura de “El secreto del colmillo colgante” y de “Campamento en Costa Rara”, pero no les conseguí editor ni en Brasil ni en España, y fue “Mi tesoro te espera en Cuba”, terminada antes de abandonar Brasil en 1991, mi segunda novela con trama detectivesca, aunque claramente anclada en la realidad política y económica de Cuba.
Confesión del imputado (mi
expediente es concluyente)
Mi primer contacto con
la novela detectivesca infanto-juvenil tuvo lugar a mis 11 años, probablemente
en un volumen de las atractivas ediciones que Juventud hacía de la serie Los
Siete Secretos, de Enid Blyton. Fue mi condiscípulo Pablo –ya iniciado- quien
me habló de la Biblioteca Provincial (de Santa Clara, al centro de Cuba).
También descubrí allí las Aventuras de Tintín (historietas noveladas que en
buen número son detectivescas), las otras series de Blyton (Los Cinco y otras
series con la palabra Misterio y Aventura como clave identificadora), así como
las novelas –un poco más escritas- del también británico Malcolm Saville, la
serie Teban Sventon de humor detectivesco y la serie Oskar de Carmen Kurz.
Esas influencias se
encuentran en las novelitas que comencé a escribir año y medio después. Pero mi
primer intento narrativo fue un cuento (que no conservo, pero recuerdo trama y
dibujo) donde adapté a mi realidad una situación detectivesca imaginada por mi
entonces idolatrada Enid Blyton: el misterio de unas huellas que revelaban la entrada de un ladrón a un edificio del que no
parecía haber salido nunca. En la novela que me inspiró, las huellas estaban en
la nieve, mientras que en mi cuento las huellas aparecían en el suelo de molino
de granos al que mi hermano y yo íbamos frecuentemente a moler maíz para el
consumo familiar. El suelo estaba permanentemente cubierto de una espesa capa
de harina donde los pasos de clientes y empleados quedaban claramente marcados.
Pero la primera de mis
54 novelitas con tema propiamente detectivesco no fue de las primeras. Solo a
mediados de 1969 abandoné las tramas que me inspiraron “La guerra de los
botones” y “Los chicos de la calle Pal” (que vi en el cine mucho antes de leer las novelas) por una trama de robo, encuesta y
persecución.
Esa misma historia, rebautizada “Aventura en el campamento vacacional” fue la primera novela que presenté, en 1977, a un premio literario… que no gané pero, declarado desierto, me brindó la ocasión de conocer a Dora Alonso y escucharle consejos que me llevaron a comenzar una segunda novela (inconclusa) y luego una tercera que, con el título de “El secreto del colmillo colgante” se convertiría en mi primer libro, publicado apenas cumplir 29 años.
Esa misma historia, rebautizada “Aventura en el campamento vacacional” fue la primera novela que presenté, en 1977, a un premio literario… que no gané pero, declarado desierto, me brindó la ocasión de conocer a Dora Alonso y escucharle consejos que me llevaron a comenzar una segunda novela (inconclusa) y luego una tercera que, con el título de “El secreto del colmillo colgante” se convertiría en mi primer libro, publicado apenas cumplir 29 años.
Tras instalarme en Brasil en junio de 1989, emprendí la reescritura de “El secreto del colmillo colgante” y de “Campamento en Costa Rara”, pero no les conseguí editor ni en Brasil ni en España, y fue “Mi tesoro te espera en Cuba”, terminada antes de abandonar Brasil en 1991, mi segunda novela con trama detectivesca, aunque claramente anclada en la realidad política y económica de Cuba.
Casi 10 años tardé en terminar y publicarla, en francés primero y en castellano dos años después. Mejor surte tuvo « Exploradores
en el lago » (escrita en Argentina y publicada en España cinco años después) a la
pandilla que protagoniza “El secreto del colmillo... dorado” (cañbio de título necesario para ditinguir la nueva versión, publicada treinta años después, de la inicial (aquel primer libro de 1983).
La mayoría de mis libros no tienen nada que ver con los recursos de la narrativa detectivesca, pero los he utilizado en libros como “Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes”, en "Tito y el amigo misterioso" (una de las noveletas incluidas en Tito y su misteriosa abuela, y más ampliamente en Concierto nº 7 para violín y brujas que viene a ser un thriller lento (tres siglos tras las huellas de un violín embrujado).
Pequeña bibliografía personal:
El secreto del colmillo colgante. La Habana. Editorial Gente Nueva, 1983.
El secreto del colmillo dorado. Bogotá. Hillmann, 2013
Mi tesoro te espera en Cuba. Buenos Aires. Sudamericana, 2002 y Zaragoza. Edelvives, 2008. Primera versión, en francés: París. Hachette, 2000
Exploradores en el lago. Madrid. Alfaguara, 2009
Concierto nº7 para violín y brujas. México. Fondo de Cultura Económica, 2013 y Pinar del Río. Cauce, 2014
Tito y su misteriosa abuela. La Habana. Gente Nueva, 2015
La Isla de las Alucinaciones. Sevilla. Editorial Premium,2017
Aventuras de Sheila Jólmez, por el docto Juancho. Santa Clara. Editorial Capiro, 2018
SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
ALEXIN, Anatoli: Una historia terriblísima. La Habana. Editorial Gente Nueva, 1979.
ARROU-VIGNOD, Jean-Philippe: Enquête au collège. Paris. Gallimard Jeunesse, 2012 (tres de las siete novelas protagonizadas por P.P. Cul-vert).
AVERBUJ, Eduardo: El robo de la antorcha olímpica. Barcelona. Timún Mas, 1968 (serie «Los Casos de Newton Balas»).
BENITEZ ROJO, Antonio: El enigma de los Esterlines. La Habana. Gente Nueva, 1980.
BIRMAJER, Marcelo: Jugar a matar (Noticias extrañas III). Bogotá. Norma, 1999.
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* La primera versión de este trabajo apareció en la revista Letras Cubanas (La Habana) en 1989. Diez años después, la revista CLIJ (Barcelona) presentó una versión incorporada, sin cambios mayores a mi libro de ensayos La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.
La versión actual, como todas las precedentes, se ha enriquecido con nuevas lecturas y referencias.