en el colegio Santa Elena (Medellín) el 19 de septiembre 2013
El 11 de septiembre pasado partí rumbo a Colombia con una agenda de 12
días. Como de costumbre me acosté tarde
debido a que siempre se me quedan preparativos para última hora (soy un experto
viajero inepto: en un viaje llevo demasiado y en el siguiente
insuficientemente). Me levanté a eso de las 6:00, llamé un taxi para las
7:30 y partí hacia el aeropuerto de Orly,
que es de donde salen la mayoría de los vuelos hacia América Latina. Situado al
sur de París, es el que me queda más lejos.
torre de control del aeropuerto Barajas, de Madrid
El viaje entero estaba contratado con Avianca, la compañía de bandera colombiana, pero el primer tramo, de unas dos horas de duración, hasta Madrid, lo operaba Iberia. Durante las diez hasta Medellín no leí ni dormí gran cosa, pues andaba mal del estómago y desvelado, pero vi dos películas: un interesante documental sobre la preparación de la última gira que Michel Jackson no pudo llegar a realizar y la excelente película de animación “Un mundo fantástico” (intitulada “Epic” en inglés y francés).
El vuelo llegó adelantado, pero la cola de control de pasaportes fue larga
y lenta. Al salir, no vi nadie con el consabido cartelito con mi nombre.
Convencido de que la persona que me habían anunciado me esperaría, yo no había
cambiado euros en pesos colombianos en la ventanilla ad hoc abierta en el área
de embarque). Mi teléfono celular no quiso comunicarme (ni ese ni ningún otro
día, pese a mostrar el indicativo de la compañía local Tigo) con los números de
la Fundación de Letras. No era el
sempiterno problema de los códigos que hay que añadir o quitar cuando llamas a
un celular, o a un fijo, a tal o cual ciudad, desde dentro o fuera del país, ya
que seguí las recomendaciones de mi guía Lonely Planet de Colombia y de mi
vecina de asiento, que también esperaba quien la recogiera.
Al fin, un empleado del aeropuerto me cambió 5 euros y compré unos
horribles caramelos de fresa para tener monedas y llamar desde un teléfono
público. Cuando pregunté cómo llamar a un celular, otro amable “paisa” (así se
llama a los habitantes del departamento de Antioquia, que tiene a Medellín como
capital) me cogió la moneda, marcó y me tendió el tubo cuando ya la
coordinadora de mi evento respondía. Muy asombrada, me dijo que enseguida
hablaba con la persona encargada de recibirme, quien había salido hacia el
aeropuerto con tiempo de sobra.Al poco rato apareció la susodicha: una jovencita que había venido en moto con su novio y andaba por otra área del aeropuerto, confiando en que mi vuelo estaba previsto más tarde, pero sin tomar la precaución de verificar en las pizarras automáticas que informaban la llegadas de los vuelos.
El hotel no era el que me habían anunciado por e-mail. Lo cambiaron por ruidoso, pues se halla cerca del estadio donde tendrían lugar en esos días un partido de fútbol importante y un concierto de Beyoncé. Pienso que el cambio nos favoreció, pues el Ibis pertenece a una cadena francesa que se caracteriza por sus instalaciones funcionales y relativamente baratas (en febrero, cuando estuve en Bogotá para el congreso CILELIJ, me hospedé una noche en el Ibis Bogotá Museo, de diseño y servicios idénticos al que ahora me acogía en Medellín). Eran las nueve y media cuando llegamos al restaurante recomendado para esa noche (fuimos allí otras dos veces, pese a que quedaba un poco alejado), y ya no servían. En el centro comercial adyacente (los hay muchos en Medellín; son enormes y contienen de todo: ropas, zapatos, comida, electrodomésticos, bancos, cines… y seguramente de manera excepcional, libros) al fin dimos con un restaurante japonés que todavía recibía comensales. Mi anfitriona no pudo manejar los palitos y pedí cubiertos para ella. Por tozudez o por esnobismo, no pedí para mí, y eso que me sirvieron una especie de pizza (jamás vi nada parecido en restaurantes japoneses de otros países, pero estaba muy bueno).
Terminábamos de comer cuando empecé a sentirme muy
cansado. Mi reloj, que indicaba la hora local y la de París, me informó que llevaba
más de 22 horas despierto.
Primer día en Medellín
tres vistas del
barrio donde se encuentra el hotel Ibis de Medellín: con sol, bajo una
repentina tormenta y al atardecer
Al día siguiente salí poco del hotel, pues no había
terminado de retocar las imágenes con que decidí ilustrar mi conferencia. Mi
participación en la Fiesta del Libro y la Cultura incluía también un taller
para “abuelos cuentacuentos” y como giraba en torno al Kamishibai, método
japonés de narración oral en que no soy tan ducho,) lo comencé antes y pude
enviarlo con anticipación. La conferencia, que debía girar en torno a la
definición de la literatura infantil, me pareció más fácil por haber abordado
el tema en varias ocasiones. Sin embargo, me costó mucho más tiempo de lo previsto
(es más fácil añadir o crear que suprimir o corregir). En fin, que en vez de
aprovechar paseando el único día libre que tenía antes de comenzar mis
actividades, lo invertí trabajando. Solo salí para almorzar en compañía de Mauricio, uno de los
funcionarios del Taller de Letras y la recién llegada Irene Vasco, a quien conocí
en París no sé cuándo y volví a ver en Bogotá en marzo, en ocasión del II
Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil (CILELIJ). Después
de otra sesión de trabajo en mi habitación, vinieron a buscarme para una
primera visita a la sede del evento, tras la cual me llevaron a comer a la
“zona rosa”, que no es la de las prostitutas sino la que concentra mayor número
de bares y restaurantes.
Tuve la mala idea de elegir un restaurante llamado “Fuego Cubano” (antes se
llamaba “Fidel” y de esa época conservaba una caricatura suya en la fachada).
La comida era mala, además de no tener nada de cubano, cosa que no me hubiera
importado pues no siento la menor nostalgia por la gastronomía criolla (si tal
cosa existe; los cubanos tenemos sazón, no gastronomía). Estábamos terminando
cuando de repente me sentí incapaz de encontrar las palabras. La falta de sueño
(había dormido muy mal esa primera noche en Medellín) y la falta de oxígeno (el
valle de Aburrá está a unos 1500 metros de altura) acabaron conmigo.
En más de una ocasión, al subir una escalera o apurarme sentí falta de
aire. Curiosamente, en Bogotá, que está a 2600 m de altura, tuve menos
frecuentemente la impresión de falta de aire, pero tal vez se debió a que
estuve en la capital menos de 48 horas y a que no subí muchas escaleras.
La fiesta del libro y la
cultura
En esta vista del norte de Medellín, tomada
desde uno de sus barrios altos, se ven cuatro “cajas” rojas: son los edificios
del Parque Explora. Las áreas verdes que lo rodean son el Jardín Botánico y la
arboleda de la Universidad de Antioquia.
El viernes por la mañana volví al Parque Explora; un centro de recreación
en torno a la ciencia, con aparatos para experimentar física y química, dinosaurios
de goma con de apariencia muy realista, que se mueven y emiten sonidos también
muy convincentemente, y con un acuario que me prometí visitar, sin encontrar nunca
el tiempo necesario. En el excelente auditorio del Parque Explora tuvieron
lugar las sesiones del XXII Seminario de Literatura Infantil y Juvenil, que es el
primero –y más antiguo– de los eventos que integraron la VII Fiesta del Libro y
la Cultura de Medellín, que incluye otros eventos no relacionados con la
literatura infantil, como el IV Encuentro de literatura policial Medellín Negro
y encuentros profesionales (de bibliotecarios, libreros, promotores), así como conciertos,
concursos, etc. La Feria del libro y la mayoría de las actividades del XXI
Juego Literario se desarrollaron en el colindante Jardín Botánico, en numerosas
carpas e instalaciones fijas, tales como
un edificio de estilo colonial conocido como Las Azaleas y los pabellones de
exposición llamados orquidearios; estructuras de madera que se elevan a unos 15
metros de altura, como gigantescas sombrillas.
Aunque ya he participado en ferias del libro de diversos países, es la
primera vez que veo una en tan estrecho contacto con la naturaleza (creo que
fue Horacio quien dijo aquello de “Si hortum im bibliotca habes, deerit nihil”,
es decir: “Si tienes una huerta y una biblioteca, nada te falta”). El Jardín
Botánico de Medellín no es muy grande, pero posee hermosas especies vegetales;
otrora medio abandonado (pese a su proximidad con la Universidad de Antioquía,
una de las mayores y más importantes de Colombia), la celebración de eventos
culturales lo ha puesto de moda. Los mismos amantes de las plantas a quienes
antes dolía la desidia, ahora se quejan del impacto de los demasiado numerosos
visitantes. Vi, en efecto, césped pisoteado y no conseguí avistar una sola de
las ardillas que, me dijeron, pueblan el parque.
En la Feria vi siempre muchísima gente, y compraban libros pese a que son más
caros que en Francia o España (traté, sin
lograrlo, curiosear en los puestos de libros en promoción, donde los precios eran
más amables). También mucha gente iba a las animaciones, donde había de todo: desde narraciones de cuentos y
encuentros con escritores e ilustradores, hasta cursos de francés, maquillaje,
conciertos y numerosos talleres. Asistí algunos, entre ellos el del lituano
Kestutis Kasparavicius, que es uno de los hallazgos de mi participación en el
XXI Juego Literario de Medellín. Ilustrador
y a veces autor de medio centenar de 40 libros, Kestutis es tal vez y
tipo más alto que he conocido. Pese a la barrera de la lengua (lo acompañó una
compatriota) logró comunicar su desbordante imaginación y sensibilidad a los
chicos participantes en el taller al que asistí. Sus libros en castellano no
tardaron en agotarse y no faltó con viniera con un ejemplar en otra lengua para
llevarse la dedicatoria.
El bibliocirco siempre estaba lleno y circulaba mucha gente por las aceras
internas, donde se plantaban las inevitables
“estatuas vivas” y se movían unos animadores disfrazados como personajes de
Julio Verne (figura-tema de la VII Fiesta del Libro): uno de ellos llevaba una
cesta de globo aerostático colgando de sus hombros por medio de tirantes y con
globos flotando sobre la cabeza, y otro vestía escafandra de buzo y se movía
como ralentizado por el agua. Se supone que era el capitán Nemo, pero hablaba
con acento mexicano que pretendía ser francés (ambas cosas absurdas, puesto que
Nemo era un príncipe indio).
Por supuesto, no faltaban los vendedores de golosinas diversas: helados,
queso con dulce-guayaba (que en Colombia llaman “bocadillo”), pasteles y
empanadas diversos, jugos de frutas (algunas conocidas en Cuba y otras,
exóticas) y una que otra cosa rara, como el mango verde cortado en tiritas y
con una salsa ácidas que parece gustar mucho a los “paisa”. Este gentilicio, que
parece abreviación de “paisano”, se aplica a los habitantes de una zona que hoy
abarca el departamento de Antioquia y parte de otros vecinos.
El paisa es muy orgulloso de su tierra (todo el tiempo me preguntaban cómo
lo estaba pasando, qué me parecía Medellín…) y pasa por ser muy emprendedor. Lo
cierto es que cuando en la capital colombiana no hay metro, el de Medellín fue
inaugurado en 1995; una de sus dos líneas tiene 23 km de largo y si la otra
solo tiene 6 km, por lo estrecho que es el valle de Aburrá, que desborda la
inmensa Medellín (dos millones y medio de habitantes –como La Habana–, pero un
millón más si se cuentan las localidades adyacentes). Más que metro habría que
decir tren urbano, pues ningún tramo es subterráneo, y solo en algunos sitios
los rieles se levantan sobre enormes y feos pilares de concreto. Es un metro
moderno (igual al de Madrid) y muy limpio, y se prolonga en varias líneas de
“metrocable”, el funicular que sube a los barrios populares enclavados en las
laderas del valle.
El dinamismo de Medellín también lo refleja la asombrosa cantidad de
edificios altos, modernos y, algunos, bonitos (el ladrillo predomina como material
de construcción tanto en Medellín como en
Bogotá). La bullente demografía y la insuficiencia de los transportes públicos
atestan las calles con automóviles, motocicletas y ómnibus que frecuentemente
dejan escapar asfixiantes nubes de humo negro. Circular por Medellín es
peligroso no solo para los pulmones y los oídos, sino para la vida, porque
manejan como locos. Pero todo el mundo parece acostumbrado a recorrer grandes
distancias y a hacerlo incluso en bicicleta, lo que es una verdadera locura,
salvo en las pocas calles que disponen de pista ciclista, o durante los fines
de semana, cuando algunas vías se despejan totalmente para los pedaleantes. Tanta
es la circulación que en las horas de más tráfico se han dictado limitaciones.
Es lo que llaman pico y placa (no leas “pico y pala”): en las horas pico, los
automóviles cuyas placas terminan en tal o cual dígito solo pueden circular determinados
días.
Empiezo a trabajar
La conferencia inaugural del Seminario de Literatura Infantil corrió a
cargo del especialista en promoción Santiago Yubero, del centro de
investigación de literatura infantil y universidad de Cuenca, quien aportó muy
interesantes datos sobre la sociología de la lectura en España. Entre otras
cosas, nos reveló que los graduados universitarios –pedagogos incluidos– no
leen más que el ciudadano medio; lo que explica lo mal que suelen promover la
lectura entre los jóvenes. Tras el receso (merienda en cajita, como en Cuba;
pero lindas, con colorcito) me tocó ocupar el podio para presentar mi
conferencia “La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas”. A
pedido de los organizadores, la titulé como libro de ensayos que publiqué hace
12 años (y que está actualmente agotado y fuera de catálogo: lo digo por si hay
algún editor leyendo estas líneas) y aborda temas incluidos en dicha obra: ¿qué
es la literatura infantil?, ¿qué la une y distingue de la literatura para
adultos?, ¿por qué es tan necesaria? A juzgar por la atención prestada, por los
aplausos, preguntas y comentarios de pasillo, mi intervención fue bien recibida.
El kamishibai y yo
Al día siguiente descubrí el auditorio transformado en tres salas (es un
espacio multifacético, con geometría variable, que se transforma en pocos
minutos y sin esfuerzo). Era día de talleres y el que me correspondió impartir
fue el primero de los cinco que consagré a la cuestión de la narración oral. En
aquella primera versión fui más bien teórico-biográfico, pues me centré en la
presencia de la narración oral en mi obra: desde la época en que comencé a
contar historias, después de dibujarlas, pero antes de escribirlas y llegando hasta los años 80, cuando pasé un
curso de narración oral en la Casa de la Comedia de La Habana, y utilicé esta
nueva competencia para crear dos de los textos que más tarde integraría en Los
cuentos del mago y el mago del cuento.
Entre otras anécdotas referí mi descubrimiento, a fines de los 90, en
Francia, del kamishibai o “teatro de papel”; una centenaria técnica japonesa de
contar cuentos que es, en realidad, una lectura disimulada. El kamishibai consiste
en un retablo portátil, abierto por delante y por detrás, que lo que lleva
dentro no son títeres, sino las hojas que contienen el texto y las
ilustraciones de un cuento. Cada hoja muestra por un lado la ilustración y por
el otro, el texto… de la página siguiente. De esta manera, mientras el público
ve la ilustración de la página 2 (por el hueco que tiene el retablo por
delante), el cuentacuentos ve el texto de dicha página, impreso en el reverso
de la página 1, la cual él ha retirado para ponerla al final del paquete de
hojas y así verla a través del hueco trasero del retablo. Desplazando una tras
otra las hojas, el narrador mantiene ante los ojos del público una ilustración
cuyo texto él puede leer sin ser visto. Mis talleristas entendieron perfectamente el método cuando lo apliqué a “¡Quiero otro!”, un cuento del que soy autor e ilustrador. Además de “¡Quiero otro! leí (normalmente, como el resto de mis notas) “Un cuento polar”, la historia de un escritor que se encuentra con un cuento vivo en la esquina de su casa y acaba siendo devorado por éste.
Dos momentos de la simpática cena en que nos encontramos todos los autores e ilustradores presentes y el eficiente equipo de la Fundación Taller de Letras "Jordi Sierra i Fabra" en Medellín:
Elena Melo, Rodez, Amalia Low, Irene Vasco, Silvia Schujer, Leidy Molina, Rafael García, Joel Franz Rosell y Kestutis Kasparavicius
Silvia Schujer, Conde de Letras, Irene Vasco,Kestutis Kasparavicius, Natalia Duque, Elena Melo, Rodez, Amalia Low, Leidy Molina, Rafael García y el autor de estas notas.
Mis libros en Colombia
Solo uno de los cuatro cuentos que he mencionado ha sido publicado en
castellano (“Sueños”, el que narré en el restaurante donde tuvo lugar la cena
“social”, pertenece a Los cuentos del mago y el mago del cuento),
y el que presenté en modo kamishibai, “¡Quiero otro!”, solo ha sido publicado
en vasco.
En lo que respecta a “Un cuento polar”, en realidad no lo concebí para divulgarlo
en forma impresa sino para comunicarlo oralmente. Y el cuento que clausuró el
Encuentro de Abuelos Cuentacuentos, “El plátano aventurero”, lo he propuesto a
algunas editoriales, pero –pese a una primera respuesta positiva- por parte del Fondo de Cultura Económica– solo
tiene, por el momento, una propuesta de edición en una antología cubana.
Se dirá que no hice mucho por la promoción de mis libros, pero es que en Medellín
no vi más que uno de ellos a la venta (el que menos esperaba: La
lechuza me contó, de la editorial mexicana Progreso). Otras editoriales
que me publican y que tenían caseta en la Feria (Alfaguara, SM, Edelvives, Fondo
de Cultura Económica) o las librerías que importan títulos extranjeros (álbumes
ilustrados sobre todo) nada mío proponían.
Yo había escrito a todos mis editores informándoles con anticipación mi
viaje a Colombia (siempre que me desplazo, pongo en antecedentes a mis
editores… y raramente sirve de algo).
Estas cosas no me ocurren solo a mí, por supuesto. La comercialización del
libro en América Latina es un verdadero rompecabezas. Y como mis anfitriones no
me advirtieron, ni siquiera llevé ejemplares para vender (cuando ellos mismos
quisieron adquirir algunos, no tenía en mi maleta más que lo que siempre llevo
para mostrar durante mis encuentros con chicos o para regalar.En realidad, las entidades culturales que viven de subvenciones y no de una actividad comercial suelen hacer excelentes actividades de promoción, pero descuidan la venta de libros, incluidos los de los autores que invitan… Pero, ¿si la gente no compra libros, cómo pueden desarrollar un hábito de lectura? ¿Se puede ser un lector regular sin tener biblioteca propia? Tampoco yo leo únicamente los libros que poseo; pero ni siquiera en París, donde además de una formidable red de librerías hay más de 70 bibliotecas, excelentes, actualizadas y gratuitas, se puede concebir un lector que no tenga libros en casa.
Visitas a colegios
En las cuatro escuelas con que trabajé (dos en barrio rico, otra en una zona rural acomodada y la última en un barrio popular) había algunos de mis libros. Pero era un triste ejemplar que, supongo, les ofreció la propia Fundación Taller de Letras (aunque en el caso del colegio Cumbres me consta que la profesora hizo sus propias adquisiciones, probablemente en una librería on line).
Por otra parte, a medida que crece, todo individuo va personalizando sus
gustos y necesidades, de modo que la lectura colectiva genera insatisfacciones
y carencias. Además, en la adolescencia uno rechaza lo que le gustaba hacer de chiquito, de modo que la práctica de la lectura en
grupo, tan frecuente en la primaria, rebota como un boomerang y acaba
destruyendo el amor por los libros (que no ha de confundirse con el amor por la
lectura) que se creía instalado. A todo esto se suma el hecho que los libros
infantiles son mayoritariamente divertidos y con un componente de evasión que
suele faltar en la literatura para adolescentes, actualmente muy inclinada a
abordar temas “difíciles”, en un
realismo que mucho tiene de didactismo.
Muy a menudo he notado que los adolescentes sienten deseos de leer cuentos
en principio destinados a niños pequeños; pero ni osan decirlo ni los
mediadores piensan en ofrecérselos. Se pierde así el acceso a libros que
–todavía, ¿por qué no? – pueden satisfacer necesidades del joven y ayudarlos en
el camino difícil, para muchos de ellos,
de dominio de la lectura.
Más trabajo
El Seminario de Literatura Infantil fue viernes y sábado, y el domingo hice
un primer taller en la carpa del Juego Literario, donde fui más ameno; no leí
mi texto, pero todavía no puse a trabajar a los asistentes, que debían irse a
otra actividad muy poco tiempo después. Con
los que se quedaron me puse a conversar sobre cuestiones diversas en torno a la
lectura y la literatura infantil, y finalmente, aquello se convirtió en un
conversatorio que llenó de nuevo la carpa. En lugar de la hora prevista,
trabajé dos. Era gente realmente
interesada e inteligente.
El lunes tuve mi día más cargado: por la mañana encuentro con niños en un
colegio; a mediodía, taller y por la tarde, antes de salir hacia el aeropuerto
rumbo a Bogotá, entrevista con público en el Bibliocirco.
A las 9 de la mañana, tras subir empinadas laderas, el taxi nos
desembarcaba a mí a acompañante y a mí en el colegio Montesori, que debe su
nombre al italiano inventor de una pedagogía activa y respetuosa del niño. Instalado
en uno de los barrios ricos de las colinas del sur de Medellín, donde fuera
fundado hace 80 años, es un colegio privado y católico, con los alumnos
elegantemente uniformados. Ya estaba yo en el escenario del excelente teatro, cuando se presentaron niños (¿o eran todas niñas?) con un uniforme distinto, del segundo colegio que debía participar en el encuentro, el Cumbres. La fervorosa maestra que acompañaba el grupo me hizo muchos regalos; algunos eran sorprendentes, como barritas de chocolate y una botella de plástico como para llevar el refresco de la merienda, pero otros los que he incorporado a mi archivo. Por ejemplo, unos magníficos marcadores a base de dibujos hechos por los niños tras leer algunos de mis textos.
He aquí algunos de los dibujos. El resto y los textos los he publicado en
mi otro sitio: http://cuentosdelmagodelcuento.blogspot.fr/2013/10/cuentos-del-mago-y-el-mago-del-cuento.html
Las preguntas que me fueron formuladas durante el encuentro, en nada diferían
de las que me han hecho en otros países (cualquier escritor diría lo mismo).
Sea en Cuba, España, Argentina, Brasil, Francia, Alemania o Grecia, lo único
que cambia realmente es el estilo: los niños latinoamericanos son más espontáneos
que los europeos, salvo en el caso de los cubanos, que dejan asomar el carácter
vertical de su sistema educacional.
En el Bibliocirco la cosa fue diferente: en un ambiente diseñado como un
auténtico circo y decorado en alusión a Julio Verne (con quien ya “coincidí” el
año anterior en la Feria del Libro de Panamá). El entrevistador era un
auténtico profesional, dotado de una excelente memoria y con el don de utilizar
perfectamente los datos obtenidos en una documentación que no incluía sin duda la
lectura de mis libros. Hasta yo mismo hubiera creído que me conocía al dedillo
y que llevaba años leyéndome. Al principio no había mucha gente, pues era la
hora de la comida, pero al final, la carpa estaba casi llena.
Una de las muchachas de la Fundación me condujo por el laberinto de
senderos del Jardín Botánico (repleto pese a ser más de las ocho de la noche)
hasta el taxi que nos condujo al aeropuerto, y allí cogí un aparato del “puente
aéreo” que une las dos ciudades más importantes de Colombia.
En Bogotá
Si el viaje en carretera debe ser bastante penoso, puesto que Medellín y
Bogotá están en valles paralelos, separados con una cadena de montañas, en
avión es cosa de una media hora. Me aprestaba yo a echar un sueñito cuando
anunciaron que ya íbamos a aterrizar.
Una vez más, me quedé esperando por la persona que debía recibirme (¿será
una especialidad colombiana?), pero esta vez fui paciente y al fin apareció un
señor con el cartelito con mi nombre. Me preguntó si había hecho buen vuelo,
pero no se excusó por el retraso. Me condujo a un microbús donde cabrían 15
personas y donde viajaba su esposa o novia. Sin prácticamente dirigirme la
palabra en un trayecto de por lo menos 20 minutos, me condujo al hotel. Terminaba
de registrarme cuando me pasó su teléfono celular para que el director del
liceo francés me diera la bienvenida.
Enseguida comprendí que en Bogotá no sería como en Medellín, donde siempre
había alguien para acompañarme y evacuar cuanta dificultad pudiera presentarse.
Si los bogotanos son menos efusivos que los medellinenses, los franceses son aún
menos expansivos y atentos que los bogotanos. Con decir que me pagaron cama y
desayuno, pero no las cenas (la de la primera noche, pase, porque llegué después
de las 10y30, y podía suponerse que ya había comido, pero al día siguiente
terminé mis actividades a eso de las 3pm, y me dejaron salir del colegio sin
preocuparse en lo más mínimo de mis necesidades o deseos.
En mi viaje anterior solo estuve en la parte antigua de Bogotá y en el
llamado Sector Internacional, que es la parte moderna limítrofe con el viejo
Bogotá. El barrio en que ahora me hallé es un sector residencial, bastante
elegante, con muchos árboles y jardines, pero debe quedar en una parte angosta
del valle, pues a ambos lados se veían cerca las laderas de las montañas (muy
bonito, por cierto). En las avenidas más importantes (las llaman “carreras”
para distinguirlas de las simples “calles”) había mucho comercio; sobre todo en
la carrera 11ª, que limita la manzana de mi hotel por uno de sus lados.
Gracias a esto, descubrí dos librerías. En una de ellas encontré un
ejemplar de la primera versión de “Pájaros en la cabeza”, carísimo; pero hallé
libros baratos que compré (“Piratas”, un título de Walter Scott del que nunca
oí hablar, y uno sobre Martí que no me enseñó nada, pero tenía una iconografía
interesante). Como tenía una cita a las 7 de la tarde, el tiempo solo me alcanzó para una rápida
visita del Museo Nacional, donde descubrí que nadie está de acuerdo sobre cuál
fue la verdadera fisonomía de Bolívar: en una de las salas había no menos de
veinte retratos suyos, y en ninguno se parecía. Siempre delgado y de nariz más
o menos aguileña, en unos parecía español, en otros, indio y en alguno hasta
mulato.
El Museo Nacional cierra a las seis, así que solo pude ver tres salas
(perdí un tiempo precioso en la exposición temporal, de cerámica griega que sobra
en Francia). Creyendo que disponía de tiempo, caminé un poco, entré en un
supermercado donde compré mis ansiadas barras de guayaba y solo entonces
comencé a buscar un taxi. Pero estos resultan incapturables a esa hora de
salida de oficinas y tránsito abarrotado, así que cuando al fin llegué al hotel
ya eran más de las 7:20. Sin embargo, la hermana de mi colega colombiana Gloria
Cecilia Díaz no apareció hasta casi las ocho, y tuve tiempo de organizar mi
equipaje.
Supongo que la buena señora evitó llegar a la hora de comer, suponiendo que
el liceo francés me la habría pagado. En realidad, yo creía lo mismo, y como no
me quedaba gran cosa de los pesos colombianos que había sacado la víspera, en
el banco que descubrí frente a mi hotel de Medellín, decidí comer en la
habitación de mi (bastante lujoso) hotel bogotano, ordenar me pusieran su
importe en la cuenta.Las normas de La Charte de Autores e ilustradores de literatura infantil, que yo había mandado al liceo cuando me preguntaron cuánto cobraba por mis talleres, indican claramente que a cuenta del contratante quedan el transporte, el alojamiento y las comidas. En una de sus respuestas, el liceo francés precisó que me pagaban el viaje Medellín-Bogotá-Medellín, el hotel y el desayuno, y que el almuerzo sería en el comedor escolar, sin decir nada de las cenas. Es en aquel momento que yo debí recordarles lo de las cenas.
El caso es que no me quedó más remedio que pagar la comidita (más mala que cara) cuando dejé el hotel la mañana siguiente, usando en fin de cuentas mi tarjeta. Todo el tiempo que estuve en Colombia anduve corto de dinero. Al regresar a París, ordenando cosas, descubrí que no solo tenía algunos dólares, sino un puñado de pesos. Pero en Medellín tardé en descubrir un banco frente a mi hotel y en sacar efectivo con mi tarjeta. Pero al dejar mi hotel en Bogotá estaba de nuevo con pocos pesos y no tardaría en descubrir que había agotado la cantidad que esa semana podía retirar con tarjeta.
Por suerte, en el inmenso shopping center Andino, de la carrera 11ª, cerca del hotel, había una casa de cambio donde compré euros con parte de los euros que había traído.
En el liceo “Louis
Pasteur”
Los franceses tuvieron la clarividencia de hospedarme a siete cuadras del
liceo, así que fui a pie en un corto, pero agradable paseo.
Tras cruzar el sólido portón y dejar mi carné de identidad al guardián (el
pasaporte lo mantuve siempre en las cajas fuertes de mi habitación, lo mismo en
Bogotá que en Medellín), me dirigí a la recepción, donde no tardó en venir a
saludarme el director, un tipo joven, dinámico y elegantísimo. En el magnífico
anfiteatro donde hice la mayoría de mis actividades, me esperaban un centenar
de niños expectantes. Hice dos encuentros seguidos, primero con los de
quinto-sexto y luego con otros más chiquitos. Al día siguiente compartí con un grupo de tercero las estrategias para hacer un “diario de viaje”. Les servirá para la excursión que van a hacer este año al Palenque San Basilio (uno de los raros lugares de América Latina donde se conserva un legado material y cultural de los antiguos asentamientos de cimarrones) y a Cartagena de Indias, ciudad colonial que visité la primera vez que vine a Colombia, para participar en el Congreso Internacional del IBBY, en 2000.
La esclavitud y el diario de viaje figuran en el programa del liceo francés
de Bogotá este año, y sobre el primer tema fui ampliamente interrogado en el
primer encuentro del teatro; no solo por los chicos sino por los profesores. Es
un tema en el que he profundizado desde los tiempos de la primera versión de La
leyenda de Taita Osongo (1983) y que hoy conozco bien. De hecho, lo he
vuelvo a tocar en mi cuento inédito “Taita Osongo: el camino del monte”, que
conté aquella mañana al tiempo que mostraba las ilustraciones que hice para ese
libro todavía inédito. La enorme pantalla desplegada en el escenario, conectada
a mi computadora portátil, dio una excelente imagen de las que considero mis
ilustraciones más logradas.
En todas partes del mundo, las reservaciones de hotel vencen a mediodía, y
como yo terminaba mi trabajo a las 3 y a partir de las 4 pasaba a recogerme el
chofer que me devolvería al aeropuerto, debía liberar la habitación y depositar
mi equipaje en recepción. El check-out demoró más de lo previsto y lloviznaba,
así que cogí un taxi… que me atrasó más que me adelantó. Ya mi primera noche en
Medellín, el taxista que solicitamos nos confesó que era nuevo en la ciudad y
no sabría llevarnos y, la víspera, mi primer taxista bogotano me llevó a un
museo equivocado y esa mañana, el tercer taxi que cogí en la capital ignoraba
que la calle del liceo no sale a la carrera que le pasa por detrás. Para evitar
el rodeo en auto, lo hice a pie y, de todas formas, llegué tarde (¿debo
concluir que en Colombia hay mucha gente que se improvisa taxista, y son pocos
los que tienen GPS para orientarse en sus grandes urbes?).
El caso es que yo era impacientemente esperado en el teatro y me excusé con
la broma clásica (“Cuando uno viene desde París, aunque no sea en cigüeña,
tiene derecho a unos minutos de retraso”). Después de almuerzo, hice un último
taller sobre el empleo de la literatura infantil, la lectura y el taller
literario en la escuela. Era un taller para profesores y no eran muy numerosos,
pues ese mismo día había otra jornada de formación en el colegio; pero –Pauci
sed boni- el intercambio no fue menos fructífero. Después visité las dos
bibliotecas (una para los alumnos primarios y otra para los secundarios) del
liceo. La primera es la que más me interesaba, pues pocos libros tengo para mayores de 12 años. Pero como la compra de libros de este curso, en la que se incluyó títulos de mi autoría, todavía no habían sido desempacados, y me quedé sin saber qué tenían y, lo que es peor, debí regresar a París con los ejemplares en francés que había llevado para venderles si fuera necesario. Solo conseguí ver uno de mis libros… y debí recomendar que fuera trasladado a la biblioteca de secundaria, pues no era adecuado a la edad de los usuarios. Descubrí un único títulos de Hillman-Libros & Libros, la editorial que estaba en esos momentos a punto de publicar mi primer libro colombiano, El secreto del colmillo dorado”. En las librerías de Bogotá que visité en marzo y en esta ocasión no conseguí ver ningún título de H-L&L, y tampoco vi ninguno en la feria del libro de Medellín. Supongo que, como otras editoriales latinoamericanas que poseen un importante catálogo de libros escolares, distribuyen directamente a las escuelas y se interesan poco en las librerías.
De nuevo en Medellín
Cuando aterricé en Medellín el miércoles por la noche sí que me estaban
esperando. Pero al llegar al hotel resultó que mi habitación estaba reservada
solo a partir del día siguiente. Como no había habitación libre (es un tipo de
hotel “de negocios” que se llena en semana y se vacía sábado y domingo), acabé
durmiendo esa noche en casa de la coordinadora del evento, que estaba muerta de
disgusto, porque su esfuerzo organizativo se veía desarticulado por un error
del hotel. Me llevó a cenar a un bonito restaurante, instalado en una casona
con jardín que perteneciera a un escritor y folclorista, y donde ya se hallaba
un pareja de ilustradores a quienes había conocido antes de ir a Bogotá.
La Fundación Taller de Letras “Jordi Sierra i Fabra” debe su nombre a su fundador
y patrocinador principal, el escritor catalán de ese nombre, quien es el
escritor vivo con más libros publicados en el mundo. Archifecundísimo escritor
compulsivo, Jordi ha publicado algunas páginas desechables, pero también
buenos libros. La fortuna que ha ganado ha sabido compartirla, creando diversos
proyectos de promoción de la LIJ.
Fue a mi regreso de Bogotá que visité el local de la Fundación, situado en un edificio de oficinas en el
centro, y cuando salí de la ciudad; primero para visitar un colegio y luego
para hacer turismo. Los tres colegios con que trabajé eran muy diferentes, aunque tenían en común estar encaramados en las montañas (Medellín ha crecido mucho en los últimas décadas y el único espacio disponible está en las laderas o fuera del valle). Mi segundo colegio fue el de Santa Elena, un “barrio rural” al que llegué tras recorrer un lindo tramo de montaña. Era un colegio secundario cuyo alumnado es de clase más bien acomodada. Campo al fin, un círculo de interés literario atrae menos que los que se centran en moda o deporte. Al “Juego Literario” conmigo solo asistió una docena de chicas y chicos, pero fue un encuentro de mucha calidad y se notaba la calidad del trabajo de Leonardo Manrique (el animador que ya me había acompañado al colegio anterior).
En el colegio Jesús Rey, con los chicos y Angélika Zuluaga, de la fundación Taller de Letras
El tercer colegio estaba en un barrio popular de Medellín y para subir el
taxi emprendió una cuesta tan empinada que tuve la impresión de que acabaríamos
cayendo “de espaldas”. Desde allí la vista de la ciudad es impresionante e
inmejorable. Era una escuela primaria, con chicos que a menudo tienen problemas
sociales; pero me recibieron con un cariño incomparable. A la pregunta de
cuándo empecé a escribir respondí con mi primer héroe (más dibujado que
escrito: Super Pecho) y luego tuve que dibujarle uno a cada niño.
En el colegio de Santa Elena me desearon "Bienvenue Sir Joel" (una curiosa mezcla de lenguas).
Ante la insistencia de los chicos y de su profesora, debí hacer una breve
visita a un segundo grupo (eran como 30 niños) que no pudo recibirme por la
mañana, pues la persona que debía recogerme no me localizó a tiempo esa mañana
(fue una especie de mala comedia silente: ella llamaba a mi habitación mientras
yo estaba en el restaurante, y luego, mientras yo trataba de llamar a la
Fundación desde los teléfonos públicos situados frente, ella volvía a preguntar
por mí recepción…).
Desde la terraza el colegio “Jesús Rey”, se
aprecia una de las vistas más completas e impresionantes de Medellín.
Antes de marcharme, fui invitado a compartir la merienda de los chicos. Lo
que más me gustó fue una simple guayaba (pese a la gran variedad de frutas que
hay en Colombia, en el hotel nos servían todos los días lo mismo: papaya
(excelente), piña, melón (insípido), sandía, manzana…). También me regalaron un
trozo de “panela” (en Cuba se llama raspadura) que es jugo de caña cocido hasta
volverse sólido; o sea, 99% azúcar. Los colombianos son tan adictos al dulce
como los cubanos... pero yo he perdido esa pasión criolla por la sacarosa. De
momento, el trozo de “panela”, encerrado en un frasco de vidrio, adorna mi
cocina parisina. De vez en cuando abro
el frasco y aspiro ese olor de infancia.
El sábado por la mañana hice los talleres previstos en el marco del Encuentro
de Abuelos Cuentacuentos. El director de la Fundación, que está en todas partes
y lo ve todo, insistió en que éstos fueran muy prácticos pues, como tuve la
ocasión de comprobar, los abuelos cuentacuentos no son intelectuales sino gente
“de terreno”. En el local de la fundación hay una buena colección de álbumes
ilustrados. Fotocopié los que me parecieron explotables y encargué la compra de
los materiales necesarios. El taller se desarrolló bien, sobre todo la segunda
y tercera vez, pues disponíamos del tiempo y la experiencia necesarias. Los
talleristas armaron con las fotocopias un material que podrían utilizar para
narraciones posteriores y les enseñé una forma simple y barata de improvisar un
atril de cartulina con el cual leer cuentos en público sin tener torcer la
cabeza hacia el libro que se sostiene con una mano mientras la otra pasa las
páginas; todo de forma que la ilustración quede frente al auditorio (es lo que
hacían los “abuelos cuentacuentos” en su carpa,
vecina de la de la Fundación Taller de Letras en el Jardín Botánico).
Al
fin, un poco de turismo
Como yo deseaba visitar algún sitio pintoresco, después de mis talleres del
sábado, uno de los animadores de la Fundación, el mismo Mauricio que me
respaldara tan eficientemente en los talleres con los abuelos, se ofreció a
acompañarme al Parque Arví, una reserva biológica en las alturas que rodean a
Medellín, a la cual se sube en un teleférico, prolongación del “metro-cable”
que une la estación “Caribe” del metro con una de las múltiples y extensas
favelas encaramadas en las laderas del valle de Aburrá. En la cabina íbamos Mauricio,
yo y un desconocido que, al comprender por la conversación que yo era
extranjero, nos invitó amablemente a visitar su cabaña, que estaba como a 10
minutos de marcha desde la última parada del teleférico, ya en pleno parque.
Resultó ser un gran amante de la música cubana (aunque los nombres que él
mencionó, nada me decían).
Caballos y motocicletas ofrecen llevarte al pie de la roca, pero yo sabía
que solo un kilómetro me separaba de la mole de granito, que me recordaba la
Gran Piedra de Santiago de Cuba, pero es más afilada y más llamativa por
hallarse bastante aislada, y rodeada de agua. Subí bastante lentamente los 649
escalones (unos 200 metros de altura) no solo por proteger mis rodillas, sino
porque ya en Medellín, a 1500 metros, el oxígeno me faltaba a veces.
La vista es impresionante: sobre un amplio valle inundado, en que se
alternan las aguas color turquesa del embalse y las isletas en que se han convertido
las cumbres de las colinas sumergidas. Estas últimas están cubiertas de verde
vegetación que contrasta con tierra rojiza que el sube y baja del agua desnuda
en sus orillas, y con el blanco de las
casas de veraneo, hoteles y yates.
Permanecí cerca de media hora en la cumbre de La Piedra, cuya altura
prolonga un feísimo mirador de ladrillo, de tres pisos y una terraza.
Tanto el mirador como parte de la
cumbre de la roca están ocupados por tiendas de suvenires, bares y restaurantes.
Dos defectos tiene el lugar: la ensordecedora música (vallenato, salsa y otras
de tipo popular) que no para un minuto, y la basura que se ve en la parte de la
roca que queda más allá de las barandas de protección y en la garganta donde se
ha construido la escalera de acceso.
Al pie de La Piedra hay una amplia explanada que sirve de parqueo y alberga
más tiendas de recuerdos (el mismo tipo de cosas de mal gusto que encuentras en
cualquier lugar del planeta, además de algunas de inspiración colombiana… no necesariamente
menos feas) y restaurantes. Aunque adivinaba que éstos serían más caros que
buenos, almorcé en uno de los restaurantes (una trucha calcinada) pues quería
darle descanso a mis piernas antes de emprender el camino hasta Guatapé.
La comida en Colombia no es muy refinada, pero los platos suelen ser tan
copiosos que es común que los comensales pidan les envuelvan lo que no se comen
y se lo llevan a casa. Los ingredientes no difieren demasiado de los que se
pueden encontrar en Cuba, pero allí se consiguen todo el año y en abundancia. Por
otra parte, Colombia es un país muy grande y las montañas le ofrecen una
variedad de climas que permite disponer además de productos que no tienen nada
de tropicales, sin olvidar olvidar frutas, vegetales, condimentos y hasta
animales comestibles que no existen en las islas del Caribe. Se suele comer con
jugos de frutas: desde las tropicales guayaba, mango o guanábana, a fresas,
moras y otras de clima templado; y una que otra exótica como el sabroso y
refrescante lulo. También se hacen mezclas que en Cuba nadie intentaría (piña
con yerba buena, por ejemplo). El plato
regional de Antioquia es la “bandeja paisa”: una verdadera bomba calórica, pues
incluye arroz, frijoles colorados, tostones, ensalada, carne, etc.
En fin de cuentas, no fui hasta Guatapé andando. Cogí una moto que, por un
precio módico, me permitió disponer de tiempo para dar un paseo en barco antes
de que oscureciera y de la hora de mi regreso (siguiendo recomendaciones, reservé
la vuelta para las 5 y media). Tuve que conformarme con un barco lento, con
música ensordecedora y permanente (y eso que subí a la terraza, donde molestaba
menos) pues el colombiano medio –como otros muchos latinoamericanos– no concibe
paseo sin ruido. El silencio, el chapoteo del agua, el canto de algún raro
pájaro… deben considerarlos sinónimo de aburrimiento. Me quedé sin pilas y no
pude tomar muchas fotos de ese paseo ni de Guatapé, pueblito colonial que se
caracteriza por los altorrelieves (el término es un poco exagerado) que ornan,
a modos de cenefas multicolores, la parte baja de todas las fachadas. Me dije
que la próxima vez que viaje a Medellín valdría la pena tomarse un par de días
de descanso, pero no en el pueblo mismo, sino en uno de los hoteles que abundan
en el embalse.
Visita al museo de
Antioquia y el centro
El lunes me levanté temprano, pues quería conocer el centro de Medellín y visitar
el museo de Antioquia antes de mediodía (la fatal hora de entregar la
habitación) y de las 4pm., cuando vendría un taxi a recogerme para llevarme al
relativamente distante aeropuerto.
Cogí por tercera vez el metro y me bajé en la estación Parque Berrío, enorme
y fea estructura de hormigón que afea el original Palacio de la Cultura, de estilo
art-déco y de la Plazoleta de las Esculturas, adornada por una docena de
esculturas de Botero que preceden el Museo de Antioquia, cuya colección está
compuesta básicamente por obras del más universal de los artistas medellinenses.
De Botero me gustan más los cuadros que las esculturas, pues estas no
trasmiten su sentido del humor, su ironía y sus guiños a otras formas de arte y
la historia y costumbres colombianas.
Además
de una amplia muestra de trabajos de Botero, el Museo de Antioquia presenta
algunos cuadros modernos (entre ellos un cuadro de mi compatriota Wilfredo Lam)
e instalaciones de arte contemporáneo, y una pequeña pero interesante selección
de arte aborigen que incluye un fragmento de máscara de más de 4500 años de
antigüedad y es la representación humana más antigua de Colombia.
A la hora prevista apareció Leonardo Manrique (alias Tintín, por su cara
redonda y el mechón de cabellos que se levanta sobre su frente, quien ya me había
acompañado a dos colegios y a quien correspondió despedirme.
El vuelo de regreso fue largo, pues debí cambiar de aviones en Bogotá y en
Barcelona. En el primer caso dispuse del tiempo necesario gracias a que al
llegar al aeropuerto de Medellín estaba adelantado y en el mostrador de Avianca
me propusieron salir en un vuelo anterior al reservado. Pero apenas aterrizar en
Barcelona me percaté de que a esa hora ya estaba prácticamente cerrado el acceso
a avión en que yo debía continuar hasta el aeropuerto de Orly, al sur de París,
de donde saliera 13 días antes.
No fui el único en ese caso y, tras algunas sencillas gestiones, me
asignaron lugar en el siguiente avión de Air France, que presentaba para mí la
ventaja de dejarme en el otro aeropuerto de París, el Charles de Gaulle,
situado al norte y por tanto más cerca de mi casa. En Roissy-4 tomé el tren
suburbano que me dejó en la Estación de ferrocarriles del norte de París y solo
ahí cogí un taxi para ahorrarme las numerosas escaleras y los dos cambios de
línea que tendría que hacer en metro, con una pesada maleta y dos mochilas (es
asombroso lo poco mecanizados que están los accesos al viejo metropolitano
parisino, incluso en las estaciones que comparte con ferrocarriles nacionales o
que lo conectan a las redes internacionales de transportes).