6/8/12

LA CLASICA CUESTION DE LOS CLASICOS


“A través del tiempo han ido formándose los grandes clásicos, los que resisten –como Cervantes, como Lope– a toda revisión, a toda interpretación […] No existe más regla fundamental para juzgar a los clásicos que la de examinar si están de acuerdo con nuestra manera de ver y de sentir la realidad; en el grado en que lo estén o no lo estén, en ese mismo grado estarán vivos o muertos”
                                                                   Azorín [Estébanez: 196; 153]

EL CLÁSICO EN LA RAIZ

En su Diccionario de términos literarios, Demetrio Estébanez Calderón nos informa que clásico es término derivado del adjetivo latino classicus, aplicado a la clase social más alta entre las cinco en que Servio Tulio dividió a los ciudadanos romanos según su fortuna y situación económica. En el siglo II, Aulio Gelio recuperó el término para  designar al escritor (“classicus scriptor, non proletarius”) considerado modelo por sus eminentes dotes literarias. Estébanez emparenta esta denominación con la que en Grecia (hoi enkrithentes: los elegidos) distinguía los creadores considerados maestros, modelos o eminentes en los diversos géneros. Ya en el siglo IV a.C. existía en Atenas una selección de autores que el filólogo Ruhnken (1786) dio en llamar “Kanones” (del griego kanon: regla, lista). En el “kanon” trágico figuraban Esquilo, Sófocles y Eurípides; en el “kanon” épico, Homero y Hesíodo; en el lírico, Píndaro, Safo y Anacreonte, y en la comedia antigua, Eupolis, Cratino, Aristófanes…

En su recorrido por la génesis del clásico, Estébanez  se detiene en la Edad Media, durante la cual se rindió pleitesía a Ovidio, Virgilio, Séneca y otros autores latinos que se tenía por modelos en “Grammatica” y “Rhetorica” para la adquisición de conocimientos de tipo filosófico y moral.

El Renacimiento califica como “clásicos” tanto a los autores latinos como a escritores modernos que brillan en el uso literario de la lengua vernácula., mientras en la Francia de Luis XIV la denominación se extiende a contemporáneos que respetan los cánones de la retórica grecolatina y los rasgos estilísticos de la tradición clásica: orden, armonía  y “buen gusto”. Es precisamente entre estos académicos neoclásicos que surge el primer auténtico clásico infantil: Charles Perrault;  si bien las obras con que inaugura la literatura infantil entre 1695 y 1697, sus cuentos en verso y su definitivo Cuentos de antaño o Cuentos de Mamá Oca, le auguraban tan pocas simpatías entre la cultura oficial y canonizante del momento, que prefirió atribuirlas su hijo, Pierre Perrault Darmancour.

Charles Perrault, el primer clásico
Alain Viala [1991] observa que en general los clásicos se asocian a períodos de esplendor político- económico: el Siglo de Pericles en Grecia, la época de Augusto en Roma, el reino de Luis XIV o el Siglo de Oro en España. La literatura infantil, en parte por su historia más breve y en parte por la falta de reconocimiento oficial, no carga con el fardo de la confusión con un régimen determinado… lo que no salva a los clásicos infantiles de condicionamientos ideológicos.

¿CLASICOS INFANTILES O CLASICOS PARA NIÑOS?

 No encontré en ninguno de los estudios que he consultado la fecha precisa en que comenzó a hablarse de “clásicos infantiles”. Pero como la literatura infantil nace dentro de una actividad pedagógica que hizo de la recuperación de manjares del gran banquete de los adultos su centro y motor, creo poder concluir que la elaboración de un canon es casi consubstancial a la especialidad. No obstante, la teorización de la literatura infantil (fuera de algún epónimo antecedente como el Emilio de Jean Jacques Rousseau) es un fenómeno del siglo XX, y es seguramente entre las dos guerras mundiales que, junto con el desarrollo de la teorización y la promoción de la lectura, comenzó a constituirse  un panteón que se apoyó, sin ir muy lejos, en la excelente producción de títulos específicamente para chicos, básicamente  europea, de la segunda mitad del siglo XIX; esos Andersen, Barrie, Carroll, Collodi, Dickens, Salgari, Stevenson, Verne… que todos conocemos y ponderamos.


En mi ensayo La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas (entre las líneas de un texto dedicado a las funciones de la literatura fantástica) hice una reflexión en torno al valor de preservación patrimonial que cabe a la literatura infantil; considerando que muchos clásicos de la literatura infantil son obras originalmente concebidas para adultos cuya fantasía –recurso para encubrir cuestionamientos sociales, filosóficos, económicos o políticos considerados entonces subversivos, o mecanismo para hacer amena la divulgación de nuevas teorías o visiones del mundo– condujo a la preferencia de niños y/o adolescentes.  Ese feliz “accidente” permitió eludir censura, prejuicios y circunstancialidad, y alcanzar la eternidad, a las fábulas de Esopo y La Fontaine, a Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver, e incluso a una parte de los Viajes extraordinarios de Verne, entre otras obras que no  habrían llegado a ser universales y eternas si no fuera por la “protección” de la infancia. [Rosell; 2001: 54-55]




El destacado ensayista francés Marc Soriano dedica un buen número de páginas de su ya clásico ensayo La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas, a las diversas cuestiones en torno a los textos canónicos, y comienza diciendo, con evidente ironía:

El sentido común y la experiencia corriente nos demuestran que un clásico (para adultos) es una obra tan bella y tan famosa que termina por ser explicada en clase. Se la reproduce en ediciones escolares […] muere de muerte natural, protegida contra los indiscretos por su alta reputación y enteramente librada a los eruditos que son los únicos que saben qué pudo significar esta obra en su época y cómo hay que leerla. Se la redescubre cada cincuenta o cien años, en ocasión de los grandes aniversarios… [Soriano: 1999; 143]

 Y saborea el contraste al añadir:

… un “clásico para niños”  es una obra tan hermosa, tan famosa y tan ajustada a los gustos y necesidades del niño que jamás se la explica en clase…” por lo que evita –explica Soriano desde un contexto bastante diferente del actual– verse antologado, despedazado y analizado críticamente en la escuela; lo que es inevitable con los clásicos para adultos, presentes y sometidos a esas “torturas” en los manuales destinados a los escolares, y remata: “… se trata de una obra a la que el niño va por sí mismo, por gusto y por placer. Jugando con las palabras podríamos pues definir al “clásico para los niños” como un libro que interesa a todos los niños, independientemente de su origen social y de su pertenencia a una clase determinada […que] estaría dirigiéndose a lo que hay de universal en ellos: búsqueda de justicia y de verdad, amor a la vida, etc. [Ibid.]

Por supuesto, Soriano escribió esto a mediados de los años 60; cuando todavía la literatura infantil no había entrado en los programas escolares de su país. En todo caso, ratifica la opinión del clásico de los manuales literarios franceses, el Legarde et Michard, cuando une a la consagrada fórmula de “literatura de harmonía” , la precisión “expresa al hombre en su vida eterna”; con lo que confirma la también clásica unidad de forma y contenido.

 La designación de una obra como “clásica” es algo que se inscribe en el campo de la recepción [Viala; Op.Cit.]  y no en el terreno de la concepción de la obra (si exceptuamos los tiempos de pesada normativa neoclásica). Marc Soriano parece considerar que el clásico infantil respondería a calidades intrínsecamente literarias; no obstante, él mismo nos llama la atención sobre el hecho de que en la época en que la escuela se consolida y se vuelve obligatoria en Europa Occidental (la misma en que se produce la eclosión de la industria editorial: la segunda mitad del siglo XIX), se recurrió a escritores de diversa procedencia para que elaborasen obras duraderas y equilibradas que contribuyeran a la consolidación de tradiciones y valores del momento, completando la oferta en libros para adultos que, adaptados o abreviados, se prescribía a la juventud. El ensayista francés constata que sólo excepcionalmente se alcanza el éxito con emprendimiento semejantes (Tolstoi lo intentó, Selma Lagerlöf lo consiguió y Julio Verne lo sublimó) “porque  la sinceridad del artista entra inmediatamente en conflicto con el didactismo del género y con las servidumbres a que obliga […] El propósito de estos libros es sobre todo el de exponer datos de geografía humana, de historia, de economía, etc, que es necesario poner al día constantemente y que constituyen un importante factor de envejecimiento. [Soriano: Op Cit; 144-145] [1]





Nuestro ensayista sabe que el niño: “Necesita libros que lo ayuden a comprender los problemas de su edad, pero esos libros aun cuando evoquen el pasado siguen estando para él ligados al porvenir, a su propio porvenir, conservan un rasgo anticipatorio […] Y concluye, con algo que debería llamar a reflexión a los autores y editores de tanto libro empeñado en exponer, sin la mediación estética necesaria, los más graves problemas del individuo y la sociedad: Los auténticos clásicos para niños y jóvenes: todos, incluidos los más dramáticos, tienen algún oasis de alegría y de distensión y son decididamente optimistas. La emoción o el humor de que están cargados desempeñan en definitiva el papel de técnicas “catárticas”, gracias a la cuales el joven lector logra superar las “crisis” de su evolución. [Idem; 148].
Cuando todavía no había desarrollado sus tipologías específicas, la novela infanto-juvenil no presentaba mayores pecularidades que la moderación en la representación de sentimientos y situaciones y una menor complejidad de los procedimientos formales. El primer elemento distintivo de la narrativa infantil es el valor formativo de las experiencias vividas por el héroe (el lector ha de formarse en el ejemplo y por admiración de los protagonistas, en vez de aprender directamente del texto, como en las historias ramplonamente educativas y moralizantes que dominaron el siglo XVIII y principios del XIX), un personaje suficientemente joven como para que el destinatario pueda identificarse con él. Julio Verne, sin embargo, utiliza pocos protagonistas no adultos, incluso en las novelas donde se dirige consciente y explícitamente a los chicos. Bien recuerdo mi adolescente indignación al verle calificar de “joven” al treintañero héroe de Los 500 millones de la Begún.





CRITERIOS DE SELECCION

Los panteones de clásicos se presentan en forma de repertorios, estudios, compilaciones de trozos escogidos y colecciones editoriales, así como encuestas entre especialistas y testimonios de autores. Todo ello con la finalidad de seleccionar y promover lo mejor de la literatura concebida para chicos o consumible por ellos, siguiendo dos principios consensuales: su “probada eficacia” en el tiempo y sus valores humanos y trascendentes.

Algunos clásicos necesitan del estímulo de un aniversario cerrado o de una versión cinematográfica para despertar del  “sueño de los justos”, pero otros se re editan de manera continua y pueden superponerse diversas versiones: en ediciones anotadas e integrales, condensadas o reducidas a una selección de episodios, re ilustradas o en adaptación dentro de su propio género o a otros: álbumes ilustrados, historietas, teatro…

La escuela es la principal acuñadora y conservadora  de clásicos, pero como la literatura infantil propiamente dicha tardó en conseguir la aceptación de la institución (por cada clásico infantil, los escolares disponen de un montón de epónimos ejemplos de la literatura llamada “general”), se ha debido esperar a las últimas décadas para ver propuesta la lectura integral de libros infantiles (clásicos o no) en las aulas.

Alain Viala [Op.Cit.] ya advertía que: “en la práctica, son tratados como clásicos los autores y obras de carácter consensual (lo que es lógico, en la lógica institucional).  Uno se espera que el tratamiento que enlaza en el mismo destino a Baudelaire, Molière y hasta Voltaire, tienda a aplanar las distinciones entre movimientos literarios […] la escuela iguala las “escuelas literarias” diferentes o rivales”. E insiste en cómo el proceso de canonización reformatea libros y autores, eligiendo ciertos aspectos y disimulando o extirpando asperidades.

Si aplicamos las consideraciones del especialista galo (centrado en la literatura francesa para adultos) a nuestro campo,  notaremos que de Lewis Carroll se oculta su sospechosa pasión por las niñas, de Horacio Quiroga sus neurosis, de Oscar Wilde su homosexualidad… Como mínimo se tiende a tornar insípidas figuras complejas como Road Dahl, quien no era en absoluto el Gigante Bonachón de uno de sus más famosos cuentos.

Los clásicos son generalmente libros de otra época y su prestigio se incrementa a medida que más años los separan de nosotros, pero paulatinamente se han venido incorporando nuevos títulos al canon. Fuente notoria de estos nuevos modelos son los premios (incluso cuando éstos no estén libres de polémica), particularmente aquellos que reconocen el conjunto de una obra  y tienen alcance internacional. El Premio Andersen de la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil (IBBY), fundado en 1956,  ha elevado a varios de sus galardonados en las primeras décadas (Astrid Lindgren, Erich Kästner, Tove Jansson, Gianni Rodari, Maurice Sendak, María Gripe…) a la calidad de clásicos vivos.

Para la revista Lazarillo, María Victoria Sotomayor analiza cada año los “clásicos y reediciones” que destacan en la producción editorial española. En su nota introductoria al panorama 2008, escribe:

 ¿Los clásicos siguen estando de moda o bien son apuesta segura de las editoriales en tiempos de incertidumbre? Preferimos pensar lo primero: sus historias asentadas en lo más hondo del imaginario colectivo, nos siguen hablando de nosotros mismos, de cómo somos y cómo queremos ser. Aunque hayan transcurrido años o siglos. El viaje de la vida, el crecimiento interior, los miedos y esperanzas que nos conmueven, los sentimientos que constituyen nuestra identidad: de qué otra cosa nos hablan los clásicos si no es de la condición humana, la misma siempre en su ser más profundo […] Es la apuesta por una literatura que nos es necesaria y que debemos mantener viva porque es nuestro legado y nuestra identidad. [Sotomayor; 2008: 69]

En su Diccionario histórico de autores de la literatura infantil y juvenil contemporánea, Juan José Lage presenta sucintamente sus criterios de selección, definiendo a “los pioneros o de referencia” como “autores que han marcado un estilo, que han abierto caminos, autores de culto, referentes para generaciones posteriores” [Lage; 2010: 9].

Es indudable que uno de los aportes de los clásicos es que son testimonio del pensamiento, la palabra y los modos de vida de otros tiempos. Los chicos aprenderán sin dudas mejor el siglo XIX en Dickens o Verne que en las frías páginas del manual de Historia, en la veracidad siempre escasa de las películas hollywoodenses o en los libros de nuestros contemporáneos que suelen abordar dicha época con una ideología que es la de nuestro tiempo y un discurso que, aunque por momentos imite el tono de antaño, es básicamente, actual.

Luis Daniel González afirma en la introducción de su Guía de clásicos de la literatura infantil y juvenil: “No leemos novelas para aprender, pero al leer aprendemos, pues todas las obras literarias tienen una inevitable función de espejos y todo aprendizaje se realiza a partir de modelos”, pero enseguida aclara: “Tan pernicioso y absurdo es reducir la literatura a un instrumento educativo, como ignorar su papel en la formación de la inteligencia, voluntad y afectividad del lector joven”. [González; 1999: p. 13]

Pero los clásicos no aportan bases culturales solamente a los chicos. Los escritores contemporáneos de literatura infantil tienen en el patrimonio del pasado un suelo firme en el cual levantar sus arquitecturas de papel. Así, mientras no hay autor cubano que no calce su mesa de trabajo con un ejemplar de Obras de Martí, la brasileña Ana María Machado ha bordado a menudo con el hilo irrompible de su predecesor Monteiro Lobato. De manera similar, la austríaca Christine Nöstlinger invierte la idea básica de Las aventuras de Pinocho para componer su Konrad o el niño que salió de una lata de conservas antes de osar El nuevo Pichocho, y Graciela Montes se inspira de la mejor picaresca española para su más lograda novela: Aventuras y desventuras de Casiperro del Hambre; por no hablar de auténticos subgéneros surgidos del surco abierto por una obra inmortal, como las Robinsonadas, las islas de tesoros diversos o los países imaginarios que ha descubierto tanto Gulliver de otro nombre (hijo de clásico caza cánones).

Cuando un escritor conoce los autores y libros que le precedieron, puede ofrecer a su propia obra perspectiva, profundidad de campo y establecer substanciosas interacciones. La literatura infantil contemporánea, en su riqueza connotativa, establece vasos comunicantes con las obras anteriores y así va constituyéndose un continente imaginario que ya dispone de su propio Olimpo. De esta manera se ha construido la identidad de la literatura infantil universal, la identidad inherente a diversos grupos lingüísticos y la identidad nacional de países que, por eso mismo, dominan hoy el género. Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Alemania, los Países Escandinavos… cuentan todos con formidables clásicos que todo el planeta conoce y venera.

No hay, tampoco, que olvidar países y regiones sin antigua tradición editorial que disponen de rica tradición oral: el África subsahariana y buena parte de Hispanoamérica (con un patrimonio proteico que ninguna compilación ha fijado y universalizado), Rusia (con las muy divulgadas colecciones organizadas por Afanásiev) o el mundo arábigo-pérsico, que puede ufanarse de la universalmente conocida e influyente Mil y una noches.





Aunque parezca paradójico, la noción de clásico no es permanente. Para empezar porque de la mucha riqueza que contiene siempre un clásico, cada generación puede preferir facetas bien diferentes, resultando interpretaciones a veces fuertemente contrastantes y hasta contradictorias. Por otra parte, obras hoy completamente olvidadas fueron consideradas en su momento, ineludibles; de la misma manera que algunas que veneramos ahora, se eclipsarán de manera parcial o total en un futuro. Paralelamente, títulos que en un país constituyen las columnas del templo, en otro no sirven ni para nivelar el terreno.  Y aquí y allá hay obras que conservan un prestigio que responde más a la aporía que a la verdad.

En literatura, como en toda actividad pública, la pereza intelectual otorga consistencia a ciertos fantasmas. Suelen ser libros que “siempre han estado” en algún canon y que nadie se toma el trabajo de releer. Ocurre a menudo con obras cuyos fragmentos figuran en los programas escolares porque ocupan un lugar en la Historia Literaria (universal, regional o nacional), pero que se desvanecerían si los expusiéramos a la cruda luz del sol. Al mismo tiempo, como recuerda Eliacer Cansino, la pérdida  de los laureles canónicos puede resultar de la conspiración transitoria de individuos o colectivos movidos por razones extraliterarias y hasta por la mera usurpación de un oropel que se desea atribuir a la obra propia o a la del líder de la capilla. 

Cansino no da ejemplos de lo anterior, pero sí es explícito en cuanto a las razones que hacen de un buen libro algo más; todo un clásico.

 Porque se han erigido por encima de su tiempo; porque […] es virtud del clásico no reducir su expresión a un solo mensaje, sino que su palaba tiene la capacidad de despertar en el lector nuevos y contemporáneos problemas  […]  porque saltan por encima de su propia lengua y son capaces de resistir la traducción (y ello porque tocan la clave de lo humano que no es deudora de ninguna lengua); porque son capaces de seguir teniendo sentido y dando sentido en sociedades diversas; y porque, finalmente siguen preguntándonos y exigiéndonos una respuesta a los problemas que plantean. [Cansino; 2007: 32]
Consciente del peligro de confusión entre clásico y libro de calidad, el narrador y profesor andaluz  advierte: “a veces bajo el marbete de “nuestros clásicos” pretendemos incluir a aquel autor que nos descubrió una parcela desconocida de la realidad, o nos alertó ante una cuestión ignorada”, pero el verdadero “clásico ha de superar la individualidad y en los casos en que me he referido corremos el riesgo de confundir nuestra singularidad con el valor universal” [Idem]. Es que para Cansino, los clásicos alimentan una conciencia colectiva, aportan un código cultural común (de ahí que a veces se incurra en lo que parece un contrasentido: la coronación de “clásicos nacionales”).

El número de clásicos juveniles supera ampliamente al de clásicos infantiles. Esto puede explicarlo tanto a la proximidad con el modelo literario adulto, que recuperan fácilmente las obras para mayores de 8-10 años, como al hecho de que la comprensión de las necesidades culturales de las primeras infancias y el desarrollo de literatura para dicha etapa es tardío.


Pero el éxito (la aprobación por el propio público destinatario) ha conseguido pesar tanto como la opinión “autorizada” de pedagogos y críticos literarios. La mayoría de los clásicos fueron, en su momento, libros populares. Luis Daniel González señala: “Entre los libros con tirón entre los jóvenes hay muchos cuya fuerza procede del dinamismo del relato como los de Salgari, del acierto en la mezcla de “los ingredientes” como los de Enid Blyton, de la creación de personajes singulares y atractivos que los harán pervivir como Alicia (Carroll) o Peter Pan (Barrie), o de unas versiones cinematográficas afortunadas que han potenciado su éxito como Bambi (Salten) o Mary Poppins (Travers)”, y más adelante menciona libros cuya calidad tarda en instalarse debido a un estilo menos accesible (cita Platero y yo y El principito) y “las obras ¿menores? de autores de reconocido prestigio, como El árbol de los deseos (Faulkner), La perla (Steinbeck), El viejo y el mar (Hemingway) y libros que marcan un antes y un después: como El libro del nonsense, de Lear (…) o el poema narrativo de Longfellow, El canto de Hiawatha…” [González: 1999; p. 14-15]

González confiesa que en su selección los autores españoles e hispanoamericanos son escasos. Lo atribuye al más rápido desarrollo de la literatura infantil en lengua inglesa (“se suele decir que el XVIII y el XIX son ingleses, y el XX, norteamericano”) aunque no excluye la influencia del marketing; pero su casting hispanoamericano no es solo ralo sino errado; es evidente que nada sabe este especialista español de nuestra literatura anterior a 1950: ni siquiera Martí, Quiroga o Gabriela Mistral figuran en su lista, por lo demás bastante consensual.





EL CASO DE LOS CLÁSICOS EXTRANJEROS

Para Marc Soriano, “Las raíces nacionales y populares de los clásicos más célebres son particularmente evidentes. Basta pensar en las nursery rhymes, en Alicia en el País de las Maravillas, en los cuentos de Andersen… [Soriano: 153], y enseguida interpreta la aparente paradoja: las profundas raíces nacionales e históricas de esos y tantos otros clásicos invalidarían su trascendencia en tiempo y espacio; pero no es así porque esos sabores específicos encuentran resonancia en lo esencial de pueblos y épocas. El eco, bien se sabe, se produce en montañas de gran altura y cavernas de insospechable profundidad. Una obra pequeña en sus ambiciones y/o en la riqueza de sus formas es incapaz de resonar allende fronteras y tiempos.

A propósito de la traducción, inevitable cuando se habla de clásicos extranjeros,  nuestro ensayista la reclama “a la vez fiel y fluida, que no persiga tanto la exactitud inmediata como la “equivalencia”. Su publicación debería ir acompañada de una mediación cultural… Para que un clásico extranjero tenga ocasión de ser asimilado por los jóvenes lectores de otra cultura, a menudo es inevitable proceder a una adaptación.[Idem]

A nadie debe sorprender el hecho de que hoy un autor como Julio Verne pueda ser más leído por jóvenes hispanoamericanos que por sus contemporáneos franceses. Simplemente porque el traductor que vierte al gran autor francés en castellano puede permitirse escoger palabras más actuales, deslizar una explicación o incluso aligerar el texto de “pliegues y molduras” propios de la época y del proyecto ideológico y comercial en que publicó Verne (sus novelas salían en forma de folletín en una revista que reunía varios capítulos, y solo una vez terminada la publicación “gota a gota” se hacían las ediciones en libro… que Verne debía producir a un ritmo constante y no siempre de su gusto). No por ello el traductor definirá su trabajo como adaptación ni levantará las protestas que generaría en Francia intervención semejante en la prosa de un monumento nacional.

La cuestión de las adaptaciones ha sido siempre polémica. Cuando la literatura infantil aún no existía o disponía de una escasa bibliografía, los propios chicos escogieron en la biblioteca de sus mayores obras que podían satisfacerles… si se saltaban de párrafos y páginas cenagosos. Siguiéndoles los pasos o adivinándoles la intención, pedagogos y editores se dieron a la tarea de escoger y purgar de descripciones minuciosas, disquisiciones filosóficas, religiosas o políticas y sobre todo de uno que otro trozo considerado inadecuado a la “inocencia” de los chicos (sexo, muerte y compañía) lo que les parecía mejor de la producción para adultos.

Personalmente no soy partidario de las adaptaciones. Hoy disponemos de tanta buena literatura al alcance de niños de todas las edades que solo excepcionalmente se justifica el adelantarles, en versión simplificada o parcial, el contacto con un monumento de las letras. Algunos contienen grandes mitos, fábulas y metáforas –que sintetizan grandes ideas, saberes esenciales y preguntas trascendentes– que quizás sea justificado adelantar en versión simplificada. Expresiones que enriquecen el lenguaje corriente como “luchar contra los molinos de viento”, “como Jonás y la ballena”, “es un Romeo en busca de su Julieta”, “celoso como Otelo”, “fulano está pasando una verdadera Odisea”, “todo el mundo tiene su talón de Aquiles”, “está como Robinson en su isla”… no pueden ser comprendidas o plenamente saboreadas sin un acercamiento temprano y elemental a ciertas creaciones de gran calado. Pero es imprescindible que quien comete una adaptación –si ésta es absolutamente realmente indispensable– tenga alas bastante vigorosas como para trepar a las alturas donde el autor original se paseaba a sus anchas.

CONTENIDO Y FORMA

Si en la mayoría de los clásicos lo que se pone de relieve son los grandes sentimientos y destinos humanos, lo cierto es que lo que atrapa a los chicos es la historia bien contada. Los clásicos suelen haber alcanzado su dorada pátina gracias a la capacidad de sus autores para conseguir un perfecto equilibrio entre calidad formal y riqueza de contenido, en su aptitud para comprender La Verdad de la vida y pintar personajes vivos, expresándose con una elocuencia que resiste al paso del tiempo sin por ello carecer de un sabor peculiar, inherente a su época, pero también al autor, e incluso –no hay que olvidarlo– gracias a poderosas innovaciones temáticas, compositivas y expresivas.


Lo que hace al clásico no es siempre lo mismo y mucho menos en las mismas dosis. Los libros de Lewis Carroll son de una asombrosa complejidad simbólica y alusiva, mientras en Stevenson la riqueza se concentra en unos personajes en ágil esgrima psicológica, y en Mark Twain se perfila en crónica de un espacio-tiempo determinado que se vuelve universal. Lo que nos gusta de Andersen es que se trata de Andersen: sus historias pueden ser conmovedoras o ingeniosas, originales o de fuente popular, pero siempre están fundidas en un crisol que desapareció con la muerte del autor. En cambio, los cuentos de los Hermanos Grimm carecen de esa forma perfecta o intensamente personal, por no hablar de autores como Emilio Salgari quien fue capaz de legarnos tipos inolvidables como Sandokan o el Corsario Negro a través de una prosa pobre y efectista y pese considerables errores históricos, geográficos o zoológicos. Es que un clásico infantil es un libro que hace soñar, reflexionar y vibrar a generaciones, antes que un libro perfecto… suponiendo que tal cosa exista.

¿CLASICOS NACIONALES? ¿CLASICOS LATINOAMERICANOS?

¿Puede un clásico ser otra cosa que universal? ¿Cómo hablar entonces de clásico nacional? Gracias al milagro del talento del artista, cuya misión es precisamente convertir lo particular en general, lo local en universal.

El voluntarismo de naciones jóvenes deseosas de ofrecer a sus chicos modelos propios, se extravía demasiado a menudo por los enyerbados atajos del localismo pintoresquista, el nacionalismo enfático, el patriotismo ejemplarizante y otras intromisiones de la construcción identitaria en el campo de lo genuinamente literario. Estas “impurezas” condenan la obra–heraldo  no solo a una circulación limitada en el tiempo sino en el espacio. Lamentablemente, la institución escolar y el poder político, en su reflejo conservador, suelen mantener en vida cadáveres literarios que no hacen otra cosa que alejar a los chicos de la lectura. Las crónicas de la colonia, los inflamados poetas decimonónicos, los militantes del realismo social de la primera mitad del siglo XX y otras reliquias de nuestras letras merecen el mayor respeto, pero si se trata de inculcar amor a la lectura e incluso amor a la patria, hay que tener en cuenta cómo son, cómo sienten y qué necesidades, experiencia y retos tienen los niños actuales.

Vuelvo a Marc Soriano: “Nuestra preocupación por respetar los textos debe quedar amortiguada por una preocupación al menos equivalente por respetar a los niños” [Op. Cit.; p.155]

Lo cierto es que pasan por clásicos en cada país, libros que llevan mucho tiempo en el mercado y en los currículos de una escuela que demasiado a menudo se substituye a la crítica de literatura infantil, inexistente o insuficiente. Muchos de esos “clásicos” son difíciles de leer por los chicos de hoy (y quizás lo fueron también en su momento), pero la institución escolar y las elites literarias nacionales los siguen imponiendo.

La constitución de una literatura nacional es un proceso dinámico y complejo, y la literatura infantil participa en ello con sus fluctuaciones específicas, que no son menos complejas. Las literaturas latinoamericanas de infancia y adolescencia están todavía en plena juventud y sufrirán no pocas “fiebres hormonales” antes de alcanzar su equilibrio y normalización. En la época de globalización asimétrica en que vivimos, el proceso será tortuoso, pero por lo mismo más apasionante.

Las literaturas latinoamericanas siempre han tenido la vocación de constituir simultáneamente una identidad continental. Para ello contamos con clásicos consensuales como José Martí, Rubén Darío, Gabriela Mistral y Horacio Quiroga, todos autores de textos para chicos, además de aquellas partes de su obra para adultos que, en sus países respectivos y a veces más allá son propuestos al público juvenil por razones patrimoniales. Cada país tiene sus clásicos endémicos, más antiguos o más recientes, pero que aún no llegamos a compartir (Monteiro Lobato, indispensable para los brasileños, ¿tiene hoy alguna traducción al castellano en librerías?) y también tenemos patrimonios imaginativos comunes (cuentos afroamericanos en el Caribe y Brasil, leyendas aborígenes –de las civilizaciones precolombinas y de los pueblos que conservaron cierta autonomía cultural tras la cruenta conquista y colonización– que unen países por encima de la frontera común, ya sea en América del Sur o en América Central. Es un patrimonio rico que espera por una consolidación y apropiación por la literatura escrita (ya no podemos decir simplemente “impresa”), proceso de fijación comparable al que las literaturas europeas han realizado con las tradiciones celtas, por ejemplo. En esa inmensa,  variada y mal conocida tradición tenemos un fabuloso yacimiento de clásicos.

Es la apropiación colectiva, sancionada por el tiempo y certificada por la institución (la escuela, pero también la crítica) lo que hace el clásico. La paradoja –el secreto– está en que cada época, cada generación, cada estrato social ha proporcionado una “nueva lectura” de los clásicos para niños. Estas renovaciones, hay que señalarlo, solo son posibles en el caso de obras particularmente ricas y complejas [Soriano: 152]; puesto que no hay clásico sin polisemia, sin connotación. “Caperucita roja”, “La princesa y el guisante”, “Mediopollito”… parecen obras extremadamente sencilla, y sin embargo están llenas de matices, de volutas internas en que pueden alojarse múltiples sentidos y resonancias.


BIBLIOGRAFIA

CANSINO, Eliacer: “¿Para qué queremos a los clásicos?”.  Lazarillo (revista de la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil), n°18. Madrid, 2007. Año XXV, 2ª época.

ESTÉBANEZ  CALDERÓN, Demetrio: Diccionario de términos literarios. Madrid. Alianza Editorial, 1996.

GONZÁLEZ, Luis Daniel. Guía de clásicos de la literatura infantil y juvenil (hasta 1950). Palabra. Madrid, 1999 (este primer tomo es seguido por otros dos dedicados a los libros publicados después de 1950 y a “Libros ilustrados, cómic, poesía, teatro y bibliografía”)

LAGE FERNANDEZ, Juan José: Diccionario histórico de autores de la literatura infantil y juvenil contemporánea. Granada. Editorial Octaedro Andalucía, 2010 (www.diccionariolij.es).

ROSELL, Joel Franz : La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.

SORIANO, Marc: La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas (traducción, adaptación y notas de Graciela Montes de la versión, revisada por el autor, del original estrenado en Francia en 1975 con el título Guide de littérature pour la jeunesse. Courants, problèmes, Choix d’auteurs). Buenos Aires. Colihue, 1999.

SOTOMAYOR, María Victoria: “Clásicos y reediciones 2008: una apuesta por lo permanente”. Lazarillo (revista de la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil), n°21. Madrid, 2009. Año XXVII, 2ª época.

VIALA, Alain: « Qu’est-ce qu’un classique ? ». Bulletin de bibliothèques de France. http://bbf.enssib.fr/consulter/bbf–1992–01–0006–001









[1] A estas alturas, el atento lector ha comprendido que me apoyo fuertemente en el estudio de Marc Soriano. A veces coincido, a veces gloso, pero también disiento o actualizo los criterios de “mi maestro”. Nada más normal, su Guide de littérature pour la jeunesse (que cito en la versión de Graciela Montes para mayor facilidad) es un clásico, y todo clásico, para seguirlo siendo, ha de ser devorado, digerido e incorporado al espíritu de ese caníbal ilustrado que es todo autor.       

1 comentario:

Clara Lecuona Varela dijo...

Excelente artículo, lo disfruté. Gracias.

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