“A través del tiempo han ido formándose los grandes clásicos, los que
resisten –como Cervantes, como Lope– a toda revisión, a toda interpretación […]
No existe más regla fundamental para juzgar a los clásicos que la de examinar
si están de acuerdo con nuestra manera de ver y de sentir la realidad; en el
grado en que lo estén o no lo estén, en ese mismo grado estarán vivos o
muertos”
Azorín [Estébanez: 196; 153]
EL CLÁSICO EN LA RAIZ
En su Diccionario de
términos literarios, Demetrio Estébanez Calderón nos informa que clásico es término derivado del adjetivo latino classicus, aplicado a la clase social
más alta entre las cinco en que Servio Tulio dividió a los ciudadanos romanos
según su fortuna y situación económica. En el siglo II, Aulio Gelio recuperó el
término para designar al escritor (“classicus
scriptor, non proletarius”) considerado modelo por sus eminentes dotes
literarias. Estébanez emparenta esta denominación con la que en Grecia (hoi enkrithentes: los elegidos)
distinguía los creadores considerados maestros, modelos o eminentes en los
diversos géneros. Ya en el siglo IV a.C. existía en Atenas una selección de autores
que el filólogo Ruhnken (1786) dio en llamar “Kanones” (del griego kanon: regla, lista). En el “kanon”
trágico figuraban Esquilo, Sófocles y Eurípides; en el “kanon” épico, Homero y
Hesíodo; en el lírico, Píndaro, Safo y Anacreonte, y en la comedia antigua,
Eupolis, Cratino, Aristófanes…
En su recorrido por la génesis del clásico,
Estébanez se detiene en la Edad Media, durante
la cual se rindió pleitesía a Ovidio, Virgilio, Séneca y otros autores latinos
que se tenía por modelos en “Grammatica” y “Rhetorica” para la adquisición de
conocimientos de tipo filosófico y moral.
El Renacimiento califica como “clásicos” tanto a
los autores latinos como a escritores modernos que brillan en el uso literario de
la lengua vernácula., mientras en la Francia de Luis XIV la denominación se extiende
a contemporáneos que respetan los cánones de la retórica grecolatina y los
rasgos estilísticos de la tradición clásica: orden, armonía y “buen gusto”. Es precisamente entre estos
académicos neoclásicos que surge el primer auténtico clásico infantil: Charles
Perrault; si bien las obras con que
inaugura la literatura infantil entre 1695 y 1697, sus cuentos en verso y su
definitivo Cuentos de antaño o Cuentos de Mamá Oca, le auguraban tan
pocas simpatías entre la cultura oficial y canonizante del momento, que
prefirió atribuirlas su hijo, Pierre Perrault Darmancour.
Charles Perrault, el primer clásico |
Alain Viala [1991] observa que en general los
clásicos se asocian a períodos de esplendor político- económico: el Siglo de
Pericles en Grecia, la época de Augusto en Roma, el reino de Luis XIV o el
Siglo de Oro en España. La literatura infantil, en parte por su historia más
breve y en parte por la falta de reconocimiento oficial, no carga con el fardo
de la confusión con un régimen determinado… lo que no salva a los clásicos
infantiles de condicionamientos ideológicos.
¿CLASICOS INFANTILES O CLASICOS PARA NIÑOS?
En mi ensayo La literatura infantil: un oficio de
centauros y sirenas (entre las líneas de un texto dedicado a las
funciones de la literatura fantástica) hice una reflexión en torno al valor de
preservación patrimonial que cabe a la literatura infantil; considerando que muchos
clásicos de la literatura infantil son obras originalmente concebidas para
adultos cuya fantasía –recurso para encubrir cuestionamientos sociales,
filosóficos, económicos o políticos considerados entonces subversivos, o mecanismo para hacer amena la divulgación de nuevas teorías o
visiones del mundo– condujo a la preferencia de niños y/o adolescentes. Ese feliz “accidente” permitió eludir censura,
prejuicios y circunstancialidad, y alcanzar la eternidad, a las fábulas de
Esopo y La Fontaine, a Robinson
Crusoe y Los viajes de Gulliver, e
incluso a una parte de los Viajes
extraordinarios de Verne, entre otras obras que no habrían llegado a ser universales y eternas si
no fuera por la “protección” de la infancia. [Rosell; 2001: 54-55]
El destacado ensayista francés Marc Soriano dedica
un buen número de páginas de su ya clásico ensayo La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes
temas, a las diversas cuestiones en torno a los textos canónicos, y comienza
diciendo, con evidente ironía:
El sentido común y la experiencia corriente nos demuestran que un clásico
(para adultos) es una obra tan bella y tan famosa que termina por ser explicada
en clase. Se la reproduce en ediciones escolares […] muere de
muerte natural, protegida contra los indiscretos por su alta reputación y enteramente
librada a los eruditos que son los únicos que saben qué pudo significar esta
obra en su época y cómo hay que leerla. Se la redescubre cada cincuenta o cien
años, en ocasión de los grandes aniversarios… [Soriano: 1999; 143]
… un “clásico para niños” es una
obra tan hermosa, tan famosa y tan ajustada a los gustos y necesidades del niño
que jamás se la explica en clase…” por lo que evita –explica Soriano desde un contexto bastante diferente del
actual– verse antologado, despedazado y analizado críticamente en la escuela;
lo que es inevitable con los clásicos para adultos, presentes y sometidos a
esas “torturas” en los manuales destinados a los escolares, y remata: “… se trata de una obra a la que el niño va por sí mismo, por gusto y por placer. Jugando con las palabras podríamos pues
definir al “clásico para los niños” como
un libro que interesa a todos los niños, independientemente de su origen
social y de su pertenencia a una clase determinada […que] estaría dirigiéndose a lo que hay de
universal en ellos: búsqueda de justicia y de verdad, amor a la vida, etc.
[Ibid.]
Por supuesto, Soriano escribió esto a mediados de los años 60; cuando todavía la literatura infantil no había entrado en los programas escolares de su país. En todo caso, ratifica la opinión del clásico de los manuales literarios franceses, el Legarde et Michard, cuando
une a la consagrada fórmula de “literatura de harmonía” , la precisión “expresa
al hombre en su vida eterna”; con lo que confirma la también clásica unidad
de forma y contenido.
Nuestro ensayista sabe que el niño: “Necesita libros que lo ayuden a comprender
los problemas de su edad, pero esos libros aun cuando evoquen el pasado siguen
estando para él ligados al porvenir, a su propio porvenir, conservan un rasgo
anticipatorio […] Y concluye, con algo que debería llamar a reflexión a los
autores y editores de tanto libro empeñado en exponer, sin la mediación
estética necesaria, los más graves problemas del individuo y la sociedad: Los auténticos clásicos para niños y
jóvenes: todos, incluidos los más dramáticos, tienen algún oasis de alegría y
de distensión y son decididamente optimistas. La emoción o el humor de que
están cargados desempeñan en definitiva el papel de técnicas “catárticas”,
gracias a la cuales el joven lector logra superar las “crisis” de su evolución.
[Idem; 148].
Cuando todavía no había desarrollado sus
tipologías específicas, la novela infanto-juvenil no presentaba mayores
pecularidades que la moderación en la representación de
sentimientos y situaciones y una menor complejidad de los procedimientos
formales. El primer elemento distintivo de la narrativa infantil es el valor
formativo de las experiencias vividas por el héroe (el lector ha de
formarse en el ejemplo y por admiración de los protagonistas, en vez de aprender
directamente del texto, como en las historias ramplonamente educativas y
moralizantes que dominaron el siglo XVIII y principios del XIX), un
personaje suficientemente joven como para que el destinatario pueda
identificarse con él. Julio Verne, sin embargo, utiliza pocos protagonistas no adultos, incluso en las novelas donde se dirige consciente y explícitamente
a los chicos. Bien recuerdo mi adolescente indignación al verle calificar de “joven”
al treintañero héroe de Los 500 millones
de la Begún.
CRITERIOS DE SELECCION
Los panteones de clásicos se presentan en forma de repertorios,
estudios, compilaciones de trozos escogidos y colecciones editoriales, así como
encuestas entre especialistas y testimonios de autores. Todo ello con la
finalidad de seleccionar y promover lo mejor de la literatura concebida para
chicos o consumible por ellos, siguiendo dos principios consensuales: su
“probada eficacia” en el tiempo y sus valores humanos y trascendentes.
Algunos clásicos necesitan del estímulo de un
aniversario cerrado o de una versión cinematográfica para despertar del “sueño de los justos”, pero otros se re editan
de manera continua y pueden superponerse diversas versiones: en ediciones
anotadas e integrales, condensadas o reducidas a una selección de episodios, re
ilustradas o en adaptación dentro de su propio género o a otros: álbumes
ilustrados, historietas, teatro…
La escuela es la principal acuñadora y
conservadora de clásicos, pero como la
literatura infantil propiamente dicha tardó en conseguir la aceptación de la
institución (por cada clásico infantil, los escolares disponen de un montón de
epónimos ejemplos de la literatura llamada “general”), se ha debido esperar a
las últimas décadas para ver propuesta la lectura integral de libros infantiles
(clásicos o no) en las aulas.
Alain Viala [Op.Cit.] ya advertía que: “en la práctica, son tratados como clásicos
los autores y obras de carácter consensual (lo que es lógico, en la lógica
institucional). Uno se espera que el
tratamiento que enlaza en el mismo destino a Baudelaire, Molière y hasta
Voltaire, tienda a aplanar las distinciones entre movimientos literarios […] la escuela iguala las “escuelas literarias”
diferentes o rivales”. E insiste en cómo el proceso de canonización
reformatea libros y autores, eligiendo ciertos aspectos y disimulando o
extirpando asperidades.
Si aplicamos las consideraciones del especialista
galo (centrado en la literatura francesa para adultos) a nuestro campo, notaremos que de Lewis Carroll se oculta su
sospechosa pasión por las niñas, de Horacio Quiroga sus neurosis, de Oscar
Wilde su homosexualidad… Como mínimo se tiende a tornar insípidas figuras
complejas como Road Dahl, quien no era en absoluto el Gigante Bonachón de uno
de sus más famosos cuentos.
Los clásicos son generalmente libros de otra época
y su prestigio se incrementa a medida que más años los separan de nosotros,
pero paulatinamente se han venido incorporando nuevos títulos al canon. Fuente
notoria de estos nuevos modelos son los premios (incluso cuando éstos no estén libres
de polémica), particularmente aquellos que reconocen el conjunto de una
obra y tienen alcance internacional. El
Premio Andersen de la Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil
(IBBY), fundado en 1956, ha elevado a
varios de sus galardonados en las primeras décadas (Astrid Lindgren, Erich
Kästner, Tove Jansson, Gianni Rodari, Maurice Sendak, María Gripe…) a la
calidad de clásicos vivos.
Para la revista Lazarillo, María Victoria
Sotomayor analiza cada año los “clásicos y reediciones” que destacan en la producción
editorial española. En su nota introductoria al panorama 2008, escribe:
¿Los
clásicos siguen estando de moda o bien son apuesta segura de las editoriales en
tiempos de incertidumbre? Preferimos pensar lo primero: sus historias asentadas
en lo más hondo del imaginario colectivo, nos siguen hablando de nosotros
mismos, de cómo somos y cómo queremos ser. Aunque hayan transcurrido años o
siglos. El viaje de la vida, el crecimiento interior, los miedos y esperanzas
que nos conmueven, los sentimientos que constituyen nuestra identidad: de qué
otra cosa nos hablan los clásicos si no es de la condición humana, la misma
siempre en su ser más profundo […] Es la apuesta por una literatura
que nos es necesaria y que debemos mantener viva porque es nuestro legado y
nuestra identidad. [Sotomayor; 2008: 69]
En su Diccionario
histórico de autores de la literatura infantil y juvenil contemporánea,
Juan José Lage presenta sucintamente sus criterios de selección, definiendo a
“los pioneros o de referencia” como “autores que han marcado un estilo, que han
abierto caminos, autores de culto, referentes para generaciones posteriores”
[Lage; 2010: 9].
Es indudable que uno de los aportes de los clásicos
es que son testimonio del pensamiento, la palabra y los modos de vida de otros
tiempos. Los chicos aprenderán sin dudas mejor el siglo XIX en Dickens o Verne
que en las frías páginas del manual de Historia, en la veracidad siempre escasa
de las películas hollywoodenses o en los libros de nuestros contemporáneos que suelen
abordar dicha época con una ideología que es la de nuestro tiempo y un discurso
que, aunque por momentos imite el tono de antaño, es básicamente, actual.
Luis Daniel González afirma en la introducción de
su Guía de clásicos de la literatura
infantil y juvenil: “No leemos novelas para aprender, pero al leer
aprendemos, pues todas las obras literarias tienen una inevitable función de
espejos y todo aprendizaje se realiza a partir de modelos”, pero enseguida
aclara: “Tan pernicioso y absurdo es reducir la literatura a un instrumento
educativo, como ignorar su papel en la formación de la inteligencia, voluntad y
afectividad del lector joven”.
[González; 1999: p. 13]
Pero los clásicos no aportan bases culturales
solamente a los chicos. Los escritores contemporáneos de literatura infantil
tienen en el patrimonio del pasado un suelo firme en el cual levantar sus
arquitecturas de papel. Así, mientras no hay autor cubano que no calce su mesa
de trabajo con un ejemplar de Obras de Martí, la brasileña Ana María Machado ha
bordado a menudo con el hilo irrompible de su predecesor Monteiro Lobato. De
manera similar, la austríaca Christine Nöstlinger invierte la idea básica de Las aventuras de Pinocho para componer
su Konrad o el niño que salió de una lata de conservas antes de osar El nuevo Pichocho, y Graciela Montes se inspira de la mejor picaresca española para su
más lograda novela: Aventuras y
desventuras de Casiperro del Hambre; por no hablar de auténticos subgéneros
surgidos del surco abierto por una obra inmortal, como las Robinsonadas, las
islas de tesoros diversos o los países imaginarios que ha descubierto tanto
Gulliver de otro nombre (hijo de clásico caza cánones).
Cuando un escritor conoce los autores y libros que
le precedieron, puede ofrecer a su propia obra perspectiva, profundidad de campo y establecer
substanciosas interacciones. La literatura infantil contemporánea, en su riqueza
connotativa, establece vasos comunicantes
con las obras anteriores y así va constituyéndose un continente imaginario que
ya dispone de su propio Olimpo. De esta manera se ha construido la identidad de
la literatura infantil universal, la identidad inherente a diversos grupos
lingüísticos y la identidad nacional de países que, por eso mismo, dominan hoy
el género. Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Alemania, los Países
Escandinavos… cuentan todos con formidables clásicos que todo el planeta conoce
y venera.
No hay, tampoco, que olvidar países y regiones sin
antigua tradición editorial que disponen de rica tradición oral: el África
subsahariana y buena parte de Hispanoamérica (con un patrimonio proteico que
ninguna compilación ha fijado y universalizado), Rusia (con las muy divulgadas colecciones
organizadas por Afanásiev) o el mundo arábigo-pérsico, que puede ufanarse de la
universalmente conocida e influyente Mil
y una noches.
Aunque parezca paradójico, la noción de clásico no
es permanente. Para empezar porque de la mucha riqueza que contiene siempre un
clásico, cada generación puede preferir facetas bien diferentes, resultando
interpretaciones a veces fuertemente contrastantes y hasta contradictorias. Por
otra parte, obras hoy completamente olvidadas fueron consideradas en su
momento, ineludibles; de la misma manera que algunas que veneramos ahora, se
eclipsarán de manera parcial o total en un futuro. Paralelamente, títulos que
en un país constituyen las columnas del templo, en otro no sirven ni para
nivelar el terreno. Y aquí y allá hay
obras que conservan un prestigio que responde más a la aporía que a la verdad.
En literatura, como en toda actividad pública, la
pereza intelectual otorga consistencia a ciertos fantasmas. Suelen ser libros
que “siempre han estado” en algún canon y que nadie se toma el trabajo de
releer. Ocurre a menudo con obras cuyos fragmentos figuran en los programas
escolares porque ocupan un lugar en la Historia Literaria (universal, regional
o nacional), pero que se desvanecerían si los expusiéramos a la cruda luz del
sol. Al mismo tiempo, como recuerda Eliacer Cansino, la pérdida de los laureles canónicos puede resultar de
la conspiración transitoria de individuos o colectivos movidos por razones extraliterarias
y hasta por la mera usurpación de un oropel que se desea atribuir a la obra
propia o a la del líder de la capilla.
Cansino no da ejemplos de lo anterior, pero sí es
explícito en cuanto a las razones que hacen de un buen libro algo más; todo un
clásico.
Porque
se han erigido por encima de su tiempo; porque […] es virtud del clásico no reducir su expresión a un solo mensaje, sino
que su palaba tiene la capacidad de despertar en el lector nuevos y
contemporáneos problemas […] porque
saltan por encima de su propia lengua y son capaces de resistir la traducción (y
ello porque tocan la clave de lo humano que no es deudora de ninguna lengua);
porque son capaces de seguir teniendo sentido y dando sentido en sociedades
diversas; y porque, finalmente siguen preguntándonos y exigiéndonos una
respuesta a los problemas que plantean. [Cansino; 2007: 32]
Consciente del peligro de confusión entre clásico
y libro de calidad, el narrador y profesor andaluz advierte: “a veces bajo el marbete de
“nuestros clásicos” pretendemos incluir a aquel autor que nos descubrió una
parcela desconocida de la realidad, o nos alertó ante una cuestión ignorada”,
pero el verdadero “clásico ha de superar la individualidad y en los casos en
que me he referido corremos el riesgo de confundir nuestra singularidad con el
valor universal” [Idem]. Es que para Cansino, los clásicos alimentan una
conciencia colectiva, aportan un código cultural común (de ahí que a veces se
incurra en lo que parece un contrasentido: la coronación de “clásicos
nacionales”).
El número de clásicos juveniles supera ampliamente
al de clásicos infantiles. Esto puede explicarlo tanto a la proximidad con el
modelo literario adulto, que recuperan fácilmente las obras para mayores de
8-10 años, como al hecho de que la comprensión de las necesidades culturales de
las primeras infancias y el desarrollo de literatura para dicha etapa es tardío.
Pero el éxito (la aprobación por el propio público
destinatario) ha conseguido pesar tanto como la opinión “autorizada” de
pedagogos y críticos literarios. La mayoría de los clásicos fueron, en su
momento, libros populares. Luis Daniel González señala: “Entre los libros con
tirón entre los jóvenes hay muchos cuya fuerza procede del dinamismo del relato
como los de Salgari, del acierto en la mezcla de “los ingredientes” como los de
Enid Blyton, de la creación de personajes singulares y atractivos que los harán
pervivir como Alicia (Carroll) o Peter Pan (Barrie), o de unas versiones
cinematográficas afortunadas que han potenciado su éxito como Bambi (Salten) o
Mary Poppins (Travers)”, y más adelante menciona libros cuya calidad tarda en
instalarse debido a un estilo menos accesible (cita Platero y yo y El principito)
y “las obras ¿menores? de autores de reconocido prestigio, como El árbol de los deseos (Faulkner), La perla (Steinbeck), El viejo y el mar (Hemingway) y libros
que marcan un antes y un después: como El
libro del nonsense, de Lear (…) o el poema narrativo de Longfellow, El canto de Hiawatha…” [González: 1999; p. 14-15]
González confiesa que en su selección los autores
españoles e hispanoamericanos son escasos. Lo atribuye al más rápido desarrollo
de la literatura infantil en lengua inglesa (“se suele decir que el XVIII y el
XIX son ingleses, y el XX, norteamericano”) aunque no excluye la influencia del
marketing; pero su casting
hispanoamericano no es solo ralo sino errado; es evidente que nada sabe este
especialista español de nuestra literatura anterior a 1950: ni siquiera Martí, Quiroga
o Gabriela Mistral figuran en su lista, por lo demás bastante consensual.
EL
CASO DE LOS CLÁSICOS EXTRANJEROS
Para Marc Soriano, “Las raíces nacionales y populares de los clásicos más célebres son
particularmente evidentes. Basta pensar en las nursery rhymes, en Alicia en el País de las Maravillas, en los cuentos de Andersen… [Soriano:
153], y enseguida interpreta la aparente paradoja: las profundas raíces nacionales e históricas de esos y tantos
otros clásicos invalidarían su trascendencia en tiempo y espacio; pero no es
así porque esos sabores específicos encuentran resonancia en lo esencial de
pueblos y épocas. El eco, bien se sabe, se produce en montañas de gran altura y
cavernas de insospechable profundidad. Una obra pequeña en sus ambiciones y/o
en la riqueza de sus formas es incapaz de resonar allende fronteras y tiempos.
A propósito de la traducción, inevitable cuando se
habla de clásicos extranjeros, nuestro
ensayista la reclama “a la vez fiel y
fluida, que no persiga tanto la exactitud inmediata como la “equivalencia”. Su
publicación debería ir acompañada de una mediación cultural… Para que un
clásico extranjero tenga ocasión de ser asimilado por los jóvenes lectores de
otra cultura, a menudo es inevitable proceder a una adaptación.[Idem]
A nadie debe sorprender el hecho de que hoy un autor
como Julio Verne pueda ser más leído por jóvenes hispanoamericanos que por sus
contemporáneos franceses. Simplemente porque el traductor que vierte al gran
autor francés en castellano puede permitirse escoger palabras más actuales, deslizar
una explicación o incluso aligerar el texto de “pliegues y molduras” propios de
la época y del proyecto ideológico y comercial en que publicó Verne (sus
novelas salían en forma de folletín en una revista que reunía varios capítulos,
y solo una vez terminada la publicación “gota a gota” se hacían las ediciones
en libro… que Verne debía producir a un ritmo constante y no siempre de su
gusto). No por ello el traductor definirá su trabajo como adaptación ni
levantará las protestas que generaría en Francia intervención semejante en la
prosa de un monumento nacional.
La cuestión de las adaptaciones ha sido siempre polémica.
Cuando la literatura infantil aún no existía o disponía de una escasa
bibliografía, los propios chicos escogieron en la biblioteca de sus mayores obras
que podían satisfacerles… si se saltaban de párrafos y páginas cenagosos.
Siguiéndoles los pasos o adivinándoles la intención, pedagogos y editores se
dieron a la tarea de escoger y purgar de descripciones minuciosas,
disquisiciones filosóficas, religiosas o políticas y sobre todo de uno que otro
trozo considerado inadecuado a la “inocencia” de los chicos (sexo, muerte y
compañía) lo que les parecía mejor de la producción para adultos.
Personalmente no soy partidario de las
adaptaciones. Hoy disponemos de tanta buena literatura al alcance de niños de
todas las edades que solo excepcionalmente se justifica el adelantarles, en versión
simplificada o parcial, el contacto con un monumento de las letras. Algunos contienen
grandes mitos, fábulas y metáforas –que sintetizan grandes ideas, saberes
esenciales y preguntas trascendentes– que quizás sea justificado adelantar en
versión simplificada. Expresiones que enriquecen el lenguaje corriente como
“luchar contra los molinos de viento”, “como Jonás y la ballena”, “es un Romeo
en busca de su Julieta”, “celoso como Otelo”, “fulano está pasando una
verdadera Odisea”, “todo el mundo tiene su talón de Aquiles”, “está como
Robinson en su isla”… no pueden ser comprendidas o plenamente saboreadas sin un
acercamiento temprano y elemental a ciertas creaciones de gran calado. Pero es
imprescindible que quien comete una
adaptación –si ésta es absolutamente realmente indispensable– tenga alas bastante
vigorosas como para trepar a las alturas donde el autor original se paseaba a
sus anchas.
CONTENIDO Y FORMA
Si en la mayoría de los clásicos lo que se pone de
relieve son los grandes sentimientos y destinos humanos, lo cierto es que lo
que atrapa a los chicos es la historia bien contada. Los clásicos suelen haber
alcanzado su dorada pátina gracias a la capacidad de sus autores para conseguir
un perfecto equilibrio entre calidad formal y riqueza de contenido, en su
aptitud para comprender La Verdad de la vida y pintar personajes vivos,
expresándose con una elocuencia que resiste al paso del tiempo sin por ello
carecer de un sabor peculiar, inherente a su época, pero también al autor, e
incluso –no hay que olvidarlo– gracias a poderosas innovaciones temáticas,
compositivas y expresivas.
Lo que hace al clásico no es siempre lo mismo y
mucho menos en las mismas dosis. Los libros de Lewis Carroll son de una
asombrosa complejidad simbólica y alusiva, mientras en Stevenson la riqueza se concentra
en unos personajes en ágil esgrima psicológica, y en Mark Twain se perfila en
crónica de un espacio-tiempo determinado que se vuelve universal. Lo que nos
gusta de Andersen es que se trata de Andersen: sus historias pueden ser
conmovedoras o ingeniosas, originales o de fuente popular, pero siempre están
fundidas en un crisol que desapareció con la muerte del autor. En cambio, los
cuentos de los Hermanos Grimm carecen de esa forma perfecta o intensamente
personal, por no hablar de autores como Emilio Salgari quien fue capaz de
legarnos tipos inolvidables como Sandokan o el Corsario Negro a través de una
prosa pobre y efectista y pese considerables errores históricos, geográficos o
zoológicos. Es que un clásico infantil es un libro que hace soñar, reflexionar y
vibrar a generaciones, antes que un libro perfecto… suponiendo que tal cosa
exista.
¿CLASICOS NACIONALES? ¿CLASICOS LATINOAMERICANOS?
¿Puede un clásico ser otra cosa que universal?
¿Cómo hablar entonces de clásico nacional? Gracias al milagro del talento del
artista, cuya misión es precisamente convertir lo particular en general, lo
local en universal.
El voluntarismo de naciones jóvenes deseosas de
ofrecer a sus chicos modelos propios, se extravía demasiado a menudo por los
enyerbados atajos del localismo pintoresquista, el nacionalismo enfático, el
patriotismo ejemplarizante y otras intromisiones de la construcción identitaria
en el campo de lo genuinamente literario. Estas “impurezas” condenan la obra–heraldo no solo a una circulación limitada en el
tiempo sino en el espacio. Lamentablemente, la institución escolar y el poder
político, en su reflejo conservador, suelen mantener en vida cadáveres
literarios que no hacen otra cosa que alejar a los chicos de la lectura. Las
crónicas de la colonia, los inflamados poetas decimonónicos, los militantes del
realismo social de la primera mitad del siglo XX y otras reliquias de nuestras
letras merecen el mayor respeto, pero si se trata de inculcar amor a la lectura
e incluso amor a la patria, hay que tener en cuenta cómo son, cómo sienten y
qué necesidades, experiencia y retos tienen los niños actuales.
Vuelvo a Marc Soriano: “Nuestra preocupación por
respetar los textos debe quedar amortiguada por una preocupación al menos
equivalente por respetar a los niños” [Op. Cit.; p.155]
Lo cierto es que pasan por clásicos en cada país,
libros que llevan mucho tiempo en el mercado y en los currículos de una escuela
que demasiado a menudo se substituye a la crítica de literatura infantil, inexistente
o insuficiente. Muchos de esos “clásicos” son difíciles de leer por los chicos
de hoy (y quizás lo fueron también en su momento), pero la institución escolar
y las elites literarias nacionales los siguen imponiendo.
La constitución de una literatura nacional es un
proceso dinámico y complejo, y la literatura infantil participa en ello con sus
fluctuaciones específicas, que no son menos complejas. Las literaturas
latinoamericanas de infancia y adolescencia están todavía en plena juventud y
sufrirán no pocas “fiebres hormonales” antes de alcanzar su equilibrio y
normalización. En la época de globalización asimétrica en que vivimos, el
proceso será tortuoso, pero por lo mismo más apasionante.
Las literaturas latinoamericanas siempre han
tenido la vocación de constituir simultáneamente una identidad continental.
Para ello contamos con clásicos consensuales como José Martí, Rubén Darío,
Gabriela Mistral y Horacio Quiroga, todos autores de textos para chicos, además
de aquellas partes de su obra para adultos que, en sus países respectivos y a
veces más allá son propuestos al público juvenil por razones patrimoniales.
Cada país tiene sus clásicos endémicos, más antiguos o más recientes, pero que
aún no llegamos a compartir (Monteiro Lobato, indispensable para los
brasileños, ¿tiene hoy alguna traducción al castellano en librerías?) y también
tenemos patrimonios imaginativos comunes (cuentos afroamericanos en el Caribe y
Brasil, leyendas aborígenes –de las civilizaciones precolombinas y de los
pueblos que conservaron cierta autonomía cultural tras la cruenta conquista y
colonización– que unen países por encima de la frontera común, ya sea en América
del Sur o en América Central. Es un patrimonio rico que espera por una
consolidación y apropiación por la literatura escrita (ya no podemos decir
simplemente “impresa”), proceso de fijación
comparable al que las literaturas europeas han realizado con las tradiciones
celtas, por ejemplo. En esa inmensa, variada y mal conocida tradición tenemos un
fabuloso yacimiento de clásicos.
Es la apropiación colectiva, sancionada por el
tiempo y certificada por la institución (la escuela, pero también la crítica)
lo que hace el clásico. La paradoja –el secreto– está en que cada época, cada generación, cada estrato
social ha proporcionado una “nueva lectura” de los clásicos para niños. Estas
renovaciones, hay que señalarlo, solo son posibles en el caso de obras
particularmente ricas y complejas [Soriano: 152]; puesto que no hay clásico
sin polisemia, sin connotación. “Caperucita roja”, “La princesa y el guisante”,
“Mediopollito”… parecen obras extremadamente sencilla, y sin embargo están
llenas de matices, de volutas internas en que pueden alojarse múltiples
sentidos y resonancias.
BIBLIOGRAFIA
CANSINO, Eliacer: “¿Para qué queremos a los clásicos?”. Lazarillo (revista de la Asociación de
Amigos del Libro Infantil y Juvenil), n°18. Madrid, 2007. Año XXV, 2ª época.
ESTÉBANEZ CALDERÓN,
Demetrio: Diccionario de términos
literarios. Madrid. Alianza Editorial, 1996.
GONZÁLEZ, Luis Daniel. Guía de
clásicos de la literatura infantil y juvenil (hasta 1950). Palabra. Madrid,
1999 (este primer tomo es seguido por otros dos dedicados a los libros
publicados después de 1950 y a “Libros ilustrados, cómic, poesía, teatro y
bibliografía”)
LAGE FERNANDEZ, Juan José: Diccionario
histórico de autores de la literatura infantil y juvenil contemporánea. Granada.
Editorial Octaedro Andalucía, 2010 (www.diccionariolij.es).
ROSELL, Joel Franz : La
literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar
Editorial, 2001.
SORIANO, Marc: La literatura para
niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas (traducción,
adaptación y notas de Graciela Montes de la versión, revisada por el autor, del
original estrenado en Francia en 1975 con el título Guide de littérature pour la jeunesse. Courants, problèmes, Choix
d’auteurs). Buenos Aires. Colihue, 1999.
SOTOMAYOR, María Victoria: “Clásicos y reediciones 2008: una apuesta por lo
permanente”. Lazarillo (revista de la Asociación de Amigos del Libro
Infantil y Juvenil), n°21. Madrid, 2009. Año XXVII, 2ª época.
VIALA, Alain: « Qu’est-ce
qu’un classique ? ». Bulletin de bibliothèques de France. http://bbf.enssib.fr/consulter/bbf–1992–01–0006–001
[1] A estas alturas, el atento lector ha
comprendido que me apoyo fuertemente en el estudio de Marc Soriano. A veces
coincido, a veces gloso, pero también disiento o actualizo los criterios de “mi
maestro”. Nada más normal, su Guide de
littérature pour la jeunesse (que cito en la versión de Graciela Montes
para mayor facilidad) es un clásico, y todo clásico, para seguirlo siendo, ha
de ser devorado, digerido e incorporado al espíritu de ese caníbal ilustrado
que es todo autor.
1 comentario:
Excelente artículo, lo disfruté. Gracias.
Publicar un comentario