Creo haber publicado este artículo en algún sitio, pero no lo encuentro en la web y tampoco lo tengo registrado en mi, poco exhaustiva, bibliografía crítica. Uno de los autores mencionados me pidió la referencia y por eso he decidido publicar este texto... unos cinco años después de haberlo escrito.
Valdrá, supongo, como una mirada sobre una estapa a la que puso final la pavorosa crisis actual, iniciada con los años Trump y Covid.
ENTRE “TABÚES” Y OTROS TRILLOS
Hace más de treinta años que no vivo en Cuba, así que sigo su literatura infantojuvenil a distancia. El hecho de residir fuera de su país, no sería un problema para un argentino, mexicano, español o brasileño que, desde el exterior, podría encargar los libros que le interesen o hallarlos a la venta en la fecha de su retorno. Yo he vuelto a Cuba cada tres años como promedio. Pero los libros (especialmente los infanto-juveniles) se agotan de manera vertiginosa, sin que a veces ni las mejores bibliotecas consigan atesorarlos. Tampoco tenemos una crítica metódica y rigurosa que reseñe una producción creciente y dispersa (las ediciones territoriales, en particular, carecen de una auténtica distribución nacional), y el muy discreto incremento de las reediciones (otrora reservadas un puñado de títulos canónicos como La Edad de Oro o Había una vez) no ha mejorado sustancialmente la situación.
¿Cómo entonces intentar una valoración del libro infanto-juvenil cubano en el último cuarto de siglo? Pues como lo que soy: un observador distante, pero no distanciado ni ajeno. En fin de cuentas, ningún crítico trabaja con la totalidad de un corpus. Si tal cosa fuese imprescindible, nadie –ni siquiera un equipo interdisciplinar– podría evaluar la LIJ francesa o española, por citar los ejemplos que tengo más cercanos, con sus más de 10 000 títulos anuales. Pero ni siquiera bibliografías más modestas son íntegramente expurgadas por la crítica; lo que importa es que la muestra sea representativa, y esa creo poseerla pues en cada uno de mis viajes a Cuba (1993, 1996, 1998, 1999, 2004, 2011, 2013, 2015, 2016, 2017 y 2018) he pasado horas en bibliotecas públicas o privadas, y siempre he regresado con una maleta (o dos) de libros que he leído y anotado. También he recibido, por correo, Internet o gracias a uno que otro viajero, libros, antologías, periódicos y revistas que me han permitido mantener un contacto aceptablemente fluido y profundo con la producción de los últimos lustros… aunque por razones de espacio y coherencia voy a centrarme en la narrativa de lo que llevamos de siglo XXI.
Este trabajo no excluye a autores que, por residir en el exterior serían menos cubanos. Sin embargo, la enorme dispersión de sus publicaciones, por editoriales (o auto-ediciones) de todo el mundo hispánico, de Estados Unidos, Canadá e incluso otros países y hasta lenguas; en forma impresa o electrónica, hace más difícil su acceso.
Las generalizaciones a que aquí me arriesgo no son, en consecuencia, válidas para esa parte de la producción de literatura infantojuvenil cubana.
Una reflexión previa en torno a nuestro sistema editorial
Toda serie literaria necesita de esos elementos estabilizadores que son cierto número de clásicos, obras referentes, consensuales, éxitos de crítica e incluso de público que constituyen un canon. La literatura infantil cubana carece de ese elemento estabilizador. Fuera de ciertos clásicos o así llamados (La Edad de Oro, El cochero azul, Caballito blanco, Juegos y otros poemas, Cuentos de Guane o La noche) que, sin embargo, no tienen presencia permanente o al menos recurrente en nuestras librerías y bibliotecas, es difícil hacer concordar a las diferentes promociones de autores cubanos actuales en torno a veinte o treinta títulos realmente estructurantes.
Desde hace varios lustros en Cuba se publica a autores y no libros. La atención se centra en el escritor (vivo y emplantillado) y no en la madurez y originalidad de su manuscrito. Así es como muchos escritores, que sin dudas tienen talento, terminan publicando libros que no están acabados, que son incuestionablemente perfectibles y hasta francamente prescindibles. Y no se puede culpar de ello a la prisa por publicar que es inherente a todo creador, en particular cuando es joven y/o poco reconocido, sino que resulta de la misión social asignada al sistema editorial cubano, que utiliza las remuneraciones a los autores como método de gestión de un sector probablemente demasiado extendido en comparación con la demografía y la realidad del consumo literario del país. La organización socio-económica de nuestra edición, que acumula novedades editoriales sin garantizar la constitución de un patrimonio durable, es responsable de esta disolución de referentes y referencias.
Lo mismo que se gasta en remunerar cada nuevo libro que se publica, sin tener en cuenta la demanda ni estructurar correctamente la oferta, pudiera emplearse en reeditar títulos más consensuales. Pero de hacer esto, el número de autores viejos e inclso ya fallecidos sería más elevado, y el objetivo de garantizar ingresos al colectivo de autores activos se vería afectado… aun cuando reeditar siempre cuesta menos que publicar por primera vez (aunque la LIJ cubana es tan reciente que no creo haya muchos autores muertos hace 50 ó 70 años (ignoro cuál es el baremo que utiliza la ley cubana de derecho de autor en la actualidad)
Una racionalización de la cantidad de títulos, mayores tiradas y una explotación más eficaz, permitiría pagos más elevados y una vida más satisfactoria para las obras y los autores.
El riesgo es menor de lo que creen nuestros responsables editoriales, que trasladan mecánicamente a la LIJ su experiencia, o sus presunciones, en el campo de la literatura para adultos. Olvidan, por ejemplo, que si a los 20, 40 ó 60 años siempre estamos en condiciones y a tiempo de leer Sóngoro cosongo y otros poemas, El ingenio o El pájaro: pincel y tinta china, los niños que no leen entre seis y ocho años Había una vez ya nada ganarán con tenerlo a mano a los 10 ó 15 años. El lectorado infanto-juvenil se renueva casi completamente en un trienio y el sistema editorial debería garantizarle a cada cubanito la posibilidad de leer con ocho años El cochero azul, con once, Aventuras de Guille y con trece, Ponolani (por solo citar obras de nuestra gran autora, Dora Alonso). Pero ni siquiera podemos hoy contar con una red de bibliotecas con fondos abundantes, bien organizados y actualizados, lo que nos lleva a la patética situación de que no solo los chicos no pueden satisfacer sus cambiantes necesidades sino que muchos adultos que escriben para ellos alcanzan la madurez creativa sin una completa formación como lectores de LIJ.
Los escritores de nuestro archipiélago se han habituado a solo tener en venta sus novedades, puesto que las ediciones se agotan inmediatamente y las reediciones son raras. Muchos no temen repetirse ni desconocer las demandas, necesidades y especificidades del niño y el adolescente actuales puesto que, de todas maneras, los libros se agotan, la crítica prácticamente no existe, o está viciada, y sus derechos de autor (un pago único, indiferente a la tirada y la aceptación pública) los cobra a la salida de almacén de un título que, se venda o no, ya no tiene impacto en su bolsillo y ni siquiera en su ego.
Diversificación de la propuesta editorial
Lo primero que se notaba en las ferias del libro anteriores a 2019 (difícil hallar una librería con suficiente oferta), es la diversidad de formas, géneros y estilos que abarca hoy el libro infantil cubano. Si se compara con las últimas décadas del siglo XX, saltan a la vista los libros troquelados, álbumes ilustrados (incluso algunos sin texto), historietas que no tienen por principal función la formación ideológica y que innovan en la forma. Igualmente se aprecian la pujanza de la literatura para jóvenes, el predominio de la narrativa –con un creciente número de novelas– sobre los otrora dominantes poemarios y cuadernos de cuentos, la multiplicación de formatos (desde el mini libro apenas mayor que la billetera, hasta el formato 21x27 cm, o más). Llama la atención la diversidad temática y estilística (realismo, fantasía, ciencia-ficción, aventura, relato histórico, ucronías y distopías, humor, prosa poética, non-sense… y sus híbridos) tanto como en estilos de ilustración (que el abuso de paleta numérica tiende a homogeneizar y la escasa calidad de impresión, a opacar). También es notoria la presencia de autores contemporáneos, europeos y latinoamericanos (aunque no al punto de compensar la desaparición de ediciones extranjeras, soviéticas en su mayoría, que diversificaban el panorama de los 70-80), y el predominio (¡al fin!) de lo ficcional sobre la prédica ideológica y otros didactismos (incluido el teque ético, tan presente en los primeros años 90).
Incluso en materia de crítica e investigación ha habido algunos avances. Sin erradicar el casi monopolio de la controvertida y hoy obsoleta contribución de Alga Marina Elizagaray, alguna diversidad empieza a asomar gracias a las compilaciones emanadas de los Encuentros de la Crítica y la Investigación de Sancti Spiritus, a la desgraciadamente poco sistemática colección Crítica de Gente Nueva, al tan esperado Diccionario de la literatura infantil cubana de Ramón Luis Herrera y Mirta Estupiñán, y a otros textos individuales o colectivos, en libros o en prensa especializada. Cabe, no obstante, subrayar que el medio más abundante e influyente de nuestra época –las publicaciones electrónicas– cuenta con escasas, poco rigurosas y menos influyentes contribuciones.
Entre los rasgos distintivos de los años 2000-2019 también sobresale la descentralización editorial, con dos y hasta más sellos por provincia. Su consecuencia casi natural es la saludable multiplicación de firmas, mayor representación territorial y mejor cohabitación de generaciones: desde algunos veteranos de los 70 como Nersys Felipe, Ivette Vian Altarriba, Julia Calzadilla, Denia García Ronda o Enid Vian; fecundas figuras de los 80 como Luis Cabrera Delgado, Julio Llanes, Olga Marta Pérez, Omar Felipe Mauri, Felipe Oliva o los fallecidos Exilia Saldaña, Albertico Yáñez y Luis Caissés, pasando por la pujante promoción de los 90 con Teresa Cárdenas, Nelson Simón, Enrique Pérez Díaz, José Manuel Espino, Magaly Sánchez, Esther Suárez, Alberto Peraza o Reinaldo Álvarez Lemus, hasta los llegados o revelados en el nuevo siglo: Rubén Rodríguez González, Ulises Rodríguez Febles, Mildre Hernández, Eldys Baratute, Geovannys Manso, Ana María Valenzuela, Raúl Flores Iriarte, Arnaldo Muñoz Viquillón, Yoss o Elaine Villar Madruga.
La literatura escrita y publicada en el archipiélago y la de los autores residentes en el extranjero no han anulado su divorcio, pero al menos se hablan. Raros somos aún los emigrados que tenemos una relativa presencia en la edición insular (fuera de las antologías): Aramís Quintero, Gumersindo Pacheco, Iliana Prieto, Andrés Pi Andreu, Emma Artiles, Enrique Martínez Blanco, Alma Flor Ada, Lisset Lantigua, Eric González Conde, Daysi Valls, Sergio Andricaín… La separación entre autores dentro o fuera del país es cada vez más artificial, pues el que hoy está en Cuba, mañana por la mañana se ha instalado en Miami, Madrid o Ciudad México, y porque cada vez más autores de la Isla publican en el exterior.
Mi pequeño collar de perlas
Entre los títulos que me han impresionado recientemente (no los citaré todos; poco más de un título por variante temático-estructural) están Pepe y la Chata, donde Nersys Felipe logra una poética biografía de la familia Martí, deslumbrándonos con su profunda comprensión de la infancia y su conocimiento de la vida de Martí; de cuya prosa se apropia sin perder su propio estilo, cincelado, inconfundible en el manejo del diminutivo afectivo y la estetización de la ternura. Es una obra novedosa por su tratamiento íntimo de la figura de Martí, demasiado frecuentemente estatuizada. El apretado libro de cuentos de la pinareña se emparenta en la distancia con Antonio, el pequeño mambí (1985) donde Luis Cabrera Delgado (el cultor de más variados géneros, temas, formas y destinatarios que tenemos) ya realizaba una audaz humanización de un prócer, al reconstruir la infancia de Antonio Maceo a partir de unas pocas anécdotas e informaciones fidedignas.
Sin abandonar los cuentos llenos de humor y destellantes hallazgos lexicales que la caracterizan, Ivette Vian, incursiona con brío en una tendencia poco abundante en nuestra LIJ: el relato autobiográfico. Una vieja redonda evita la mera crónica familiar, sabiendo dilatar o comprimir el tiempo, eludir la linealidad, insertar personajes históricos o fantasía pura para trascender lo individual y doméstico, alcanzando una auténtica poetización de franjas del pueblo cubano.
Aun siendo el poemario actual de mi preferencia, Finas hierbas, de Nelson Simón me deja con algunas reservas. Es sin dudas una obra de factura impecable, de sonoridades y ritmo perfectos; inspiración absolutamente sincera, voz fuerte y original de un poeta que reflexiona sobre la vida, sobre SU vida; sobre sus querencias y dolores. Pero esta búsqueda del tiempo perdido, con su nostalgia a veces desgarrada… ¿es un libro para jóvenes?
De su dominio del mundo de la infancia, con ternura, fresca imaginación y delicioso humor, el poeta pinareño da pruebas en Del toronjil a la hierba buena; pero en este libro doble (de poemas en prosa y poemas en verso) la primera sección no supo evitar algunos traspiés rítmicos y uno que otro un texto poco logrado.
El teatro sigue siendo la Cenicienta de la edición para niños y jóvenes, y eso que contamos con autores-directores como Ulises Rodríguez Febles, cuyos textos dramatúrgicos (cinco de ellos conforman La cabeza intranquila y otras obras), poseen puestas en escena de fantástica visualidad que, paradoja aparente, serían imposibles sin su prosa poética, diálogos deliciosos, filosofía coherente e intensa acción. La didascalia es escasa, pero cuando aparece resulta tan útil al teatrero como al lector, pues Ulises tiene la capacidad de seducir, de engendrar la pasión e imaginación que lo hacen todo posible.
El libro informativo o documental está en una situación aún peor que la del texto dramatúrgico. Es una tipología editorial que requiere un trabajo de equipo, tiempo, especialización y amplios recursos de edición e impresión. Sufre, además, la competencia del texto escolar y de la publicación on line, que no solo es más barata sino permite una actualización permanente. Ni siquiera puedo mencionar un título cubano de este género que me haya llamado la atención en los últimos años.
Las novelas para niños de más de nueve años fueron muy escasas en los primeros 25 años de la moderna literatura infantojuvenil cubana. Solo tres lustros después de la primera versión de Aventuras de Guille (aparecida por entregas en el suplemento infantil del periódico Revolución, la partir de septiembre de1964) es que comienzan a surgir, al ritmo de una por año, varias novelas, predominantemente construidas en torno a misterios y encuestas policiales. Mientras, Dora Alonso, con El cochero azul y Nersys Felipe, con Román Elé, daban nacimiento, en la segunda mitad de los 70, a una tradición de noveletas que, sin embargo, se ha desviado a menudo por el trillo sinuoso de las tramas flojas y el “estilo poético”.
La joya del siglo XX es El oro de la edad, del prematuramente desaparecido Ariel Ribeaux, donde se unen con brío inigualado una escritura exquisita, el tan apreciado recurso de la intertextualidad, y la aún más elogiada visión crítica de nuestra sociedad y de la infancia.
Pero habiendo prometido reflexionar sobre la producción más reciente, me decanto por Peligrosos prados verdes con vaquitas blanquinegras, de Rubén Rodríguez González. Esta es, en mi opinión, la más divertida e inventiva –en temas y formas–novela infantil escrita por un cubano en lo que va de siglo XXI, con el mérito nada desdeñable de innovar formalmente sin perjuicio de trama e ideas y sin olvidar a su destinatario infantil. Humor, absurdo, fragmentación, intertextualidad, ironía, transgresión de modelos, desautomatización del lenguaje… todos los recursos postmodernos y post postmodernos se integran en una trama vertiginosa y desternillante.
En el mismo terreno, pero en un plano más parabólico está Memorias de una vaca, la mejor obra de Mildre Hernández, que revela hasta qué punto el relato de animales, tan maltratado a fines de los 70, puede ser creativo y revelador del absurdo mundo en que vivimos.
La noche en el bolsillo, de Mirta González Gutiérrez, es un excelente ejemplo de novela juvenil. Hábil yuxtaposición de dos (narradores en primera persona) que se buscan dentro del baile de máscaras tejido por la autora con la situación inicial: una conversación en la oscuridad y, desde la mañana siguiente, el empeño mutuo por identificarse en la masa de alumnos de un pre-universitario en el campo. Es una historia de amor donde los sentimientos priman sobre el físico y solo sus voces (y las ideas que estas expresan) pueden revelarlos. La reconstrucción del mundo y habla juveniles logada por M.G.G. es veraz y efectiva.
Otra perla juvenil me permito: Arnoldo enamorado, de Arnaldo Muñoz, que también es historia de amor pero se distingue por un tono y contexto más actuales, y un dispositivo formal innovador.
Dentro de la muy abundante tendencia realista voy a pasar por alto El beso de Susana Bustamante. Historia de la pandilla más temible del mundo, con la extraña excusa de que Sindo Pacheco nos tiene tan acostumbrados a este nivel de construcción de personajes y ambiente pueblerino, de prosa precisa, vital y graciosa, en clave de realismo exagerado pero extremadamente veraz, que ni siquiera el hecho de ocuparse esta vez de los años 60 nos ahorra la admiración insalvable que ya le tenemos.
Igual hubiera destacado Alicia, porque Llamil Ruiz se sitúa incuestionablemente al lado de su destinatario para realizar un análisis sin concesiones (en primer lugar a su ego) de la verdadera naturaleza de los pre-adolescentes que tiene por héroes. Si la niña del título protagoniza algunas historias y reaparece en casi todas (con rasgos muy negativos; lo que hace de ella la más convincente anti protagonista de nuestra LIJ), yo hubiera titulado Alicia y sus amigos a esta cadena de cuentos que compone el retrato colectivo de los alumnos de una escuela primaria y, de refilón, de un par de madres y maestra[o]s.
Cada uno de los cuentos aborda un tema específico: amores contrariados, inseguridad y celos, egocentrismo, asedio sexual, fraude e intimidación del “buen alumno”, machismo, calumnia y otras formas de violencia escolar; fuga, complicidad entre amigos, mentiras interesadas, profesora corrupta y alumnos que sobornan, homosexualidad latente, reprimida y/o atribuida, masturbación, racismo, pobreza y su consecuente discriminación, rivalidad entre compañeros, alarde y autosuficiencia. O sea, un rosario de disfunciones del alma. Pero a diferencia de tanto libro que se ufana de abordar sin contemplaciones los problemas del individuo, la familia o la escuela (los llamados temas tabú), aquí no hay ni amargura ni resentimiento ni disimulados ajustes de cuentas con el mundo adulto del autor, y mucho menos sacrificio de los intereses, problemas, experiencia y sensibilidad del destinatario infantojuvenil en aras del aplauso de colegas, editores, jurados o críticos literarios.
Otros tres libros que retengo por razones diversas son:
274, de Andrés Pi Andreu. Original desde el título, pero sobre todo porque presenta por primera vez, con tanta calidad (desde Kike, de la veterana Hilda Perera) la vida de un niño que ha emigrado a Miami. Nos cuenta sus impresiones de ese mundo fascinante y a veces incomprensible, y sus nostalgias; sobre todo por la ausencia de su padre que, al ser médico, no obtiene la autorización para reunirse con su familia. Como de costumbre, Andrés Pi demuestra su dominio del discurso y la perspectiva infantiles, su sentido del humor y de una estructura rigurosa e imaginativa. Solo queda lamentar que la editora y el autor no se hayan puesto de acuerdo para cubanizar algunas expresiones de un manuscrito que, evidentemente, estaba destinado a un editor extranjero.
Olivia la pamplinosa se inscribe en la tendencia, inaugurada por Nersys Felipe en Cuentos de Guane y de larga y exitosa descendencia: la del niño[a] que mira el mundo con una ingenuidad reveladora. Pero Néster Núñez ha elegido por protagonista de un libro para pre-adolescentes a una criatura de cuatro años y sale más que airosamente del desafío. El lector no se ríe de Olivia sino que ríe con ella al tiempo que redescubre el mundo cotidiano. Lo novedoso en este libro es que los ojos de la protagonista se pasean no solo por los aspectos inmediatos de la vida familiar y escolar (donde otros muchos autores se han quedado), sino que aborda, con humor a veces devastador, cuestiones culturales y sociales más profundas… como ciertos defectos de la educación y de la ideologización esquemática tan usuales en nuestro país. Olivia es una Mafalda cubana, que denuncia con gracia la ilógica adulta y tiene su propia pandilla: personajes secundarios que manifiestan vida propia.
La chica más hermosa del mundo, de Raúl Flores Iriarte es una excelente muestra de realismo mágico cosmopolita (que así llamo para distinguirlo del que acuñó García Márquez hace casi medio siglo). Reconozco que entré con el pie izquierdo en este volumen de apariencia modesta (no me dejé impresionar por su Premio Milanés 2013, pues sobran los títulos con galardones que parecen poco merecidos). No fue hasta el tercero de los nueve cuentos que quedé atrapado por el discurso siempre ingenioso e inventivo, que aborda la realidad cubana al tiempo que construye un espacio estilizado y trascendente, resueltamente poético y sutilmente filosófico, con finales que sorprenden y te hacen, como un círculo concéntrico invertido, recorrer la historia hasta su inicio, viéndola con una nueva luz.
Una suerte de muy subjetiva crítica de arte es lo que se propuso y resolvió con donaire Eldys Baratute en Otras tonadas del violín de Ingres; un título muy distinto del desparpajo habitual en la bibliografía del guantanamero.
La novela para jóvenes adultos ha aportado frutos en campos tan variados y de escasa tradición entre nosotros como la fantasy, la ciencia-ficción o el terror. Totalmente inexistente antes de 1990, esta producción se ha convertido en todo un movimiento en torno a la colección Ámbar, de Gente Nueva. Conseguir una expresión cubana de fantasy, distopías y ciencia-ficción es uno de los retos de un género que tiene clásicos como Tolkien, Bradbury o Julio Verne, creadores de universos novedosos y universales que, sin embargo, supieron conservar profundas raíces en sus respectivos paisajes y culturas. Nadie duda de que el apego de los hobbits al confort doméstico y la naturaleza es típicamente inglés; de que los colonos cósmicos de Crónicas marcianas y la cultura anti literaria de Fahrenheit 451 son claras proyecciones de la sociedad norteamericana a mediados del siglo xx, y de que en Julio Verne, si los ambientes franceses son escasos y sus protagonistas son más frecuentemente británicos o norteamericanos, los valores, los puntos de vista y la sensibilidad son inconfundiblemente los de la Francia industrial de fines del siglo XIX… ¿Por qué entonces, se siente tal déficit de cubanía en los temas, escenarios, personajes, referencias culturales y estética general de gran parte de nuestros libros de fantasy y ciencia-ficción? Se nota que es un género importado e incluso impostado, con más obediencia a la mitología celta que a las mitologías cubanas (de raíz africana, hispana o arawaca) y con modelos sociales, psicológicos y narrativos demasiado Blade runner, Guerra de las galaxias o Juego de tronos.
Resta igualmente por resolver la cuestión de los límites entre literatura juvenil y literatura para adultos. Si es indiscutible que un joven de más de 15 años puede disfrutar cualquier obra de literatura general, no menos cierto es que necesitan cotejar sus específicas experiencia, personalidad y expectativas con lo que los libros ofrecen y que a esa edad, tan egocéntrica, uno desea verse reflejado en las páginas que lee.
Lo cubano suele advertirse más en ciertas distopías, o en el humor y los personajes (por ejemplo en varias novelas de Yoss) y está claramente expresado en Cerrar los puños, de Yonier Torres Rodríguez. Esta novela alterna e integra realidad cubana (pueblo de campo en la época actual) y fantasy (imaginario reino medieval con dragones y profecía). Un joven al que el Servicio Militar apartó de la muchacha que ama, mientras esta se deja seducir por las ventajas materiales del matrimonio con un “maceta” y un proyecto de emigración a Estados Unidos, cuenta (y cuenta con) su aventura en el reino donde una profecía lo convierte en héroe para recuperar el objeto de su amor. Al mismo tiempo que se alternan, ambos relatos parten un plan paralelo puesto que se trata de construir una estrategia, imaginar/anticipar soluciones.
Todos los aprendizajes y experiencias de su corta vida, los escolares y literarios, y sobre todo los del servicio militar, sirven a nuestro protagonista para organizar la victoria del reino de Azgor sobre sus temibles enemigos, los krugger. A cambio, aprende a construir su historia y termina por comprender que su amor no merece tantos sacrificios. Destacan en esta ágil novela el humor, la metaliteratura, la ironía (mucha autoburla), las alusiones a emblemas histórico-ideológicos cubanos (bien integrados a la trama, pero no al tono general de la narración) y la ambigüedad en la relación ficción/realidad.
Es menos una cuestión de temas tabúes que de narrativa del desencanto
Muy atrás han quedado, afortunadamente, los tiempos de la literatura “comprometida”, del arte demostrativo que presentaba tramas y personajes ejemplarizantes, que apenas disimulaba las consignas o era abiertamente tequero. Hay solo dos compromisos que la LIJ no podrá jamás romper: con la Literatura y con la Infancia. En ese doble compromiso radica la especificidad y la gran dificultad de hacer buenos libros para chicos.
Desgraciadamente, ese equilibrio es difícil de mantener: muchos desbordan del lado de la Literatura, y caen en el esteticismo (vean por qué escribo el término con inicial mayúscula), en una producción que no atiende a su destinatario; otros desbordan del lado del niño o adolescente y caen en la demagogia, en el lenguaje utilitario, en el mensaje transparente o el puro divertimento. Y por supuesto, están los que se caen de la cuerda floja y ofertan engendros por momentos estetizantes y por momentos demagógicos.
Hay un tercer factor: el mercado.
El mercado exige rentabilidad de la producción y adaptarse a lo que el consumidor espera. Sea el consumidor primero (la familia, por una parte y la escuela, por otro) o el consumidor final (los propios chicos que, en la mayoría de los casos, se dejan guiar por el famoso principio del placer y prefieren mayoritariamente una literatura excitante y fácil de leer, que responda a sus necesidades específicas… o a las de ese dictador temible, sobre todo en la pre-adolescencia y la adolescencia: el grupo).
Pero en Cuba no tenemos ese regulador cuantitativo pues no existe un auténtico mercado del libro, ni estudios de opinión, ni lobby de padres, ni compras institucionales (nuestras escuelas no compran libros, reciben del MINED sus manuales y obras literarias).
En una comprensible reacción contra la generación precedente, forzada a la literatura ejemplarizante (con el consiguiente embellecimiento de la realidad revolucionaria y condena de las “lacras del pasado”) los autores de los 90 se afiliaron al realismo, y revindican como modelos a escritores del norte y centro de Europa como María Gripe, Tormod Haugen o Peter Härtling, quienes practicaron desde los 70 el llamado realismo crítico juvenil y que ahora siguen los lineamientos de la, más oportunista, estrategia de “valores transversales”. Lo cierto es que, en vez de crítico, el realismo juvenil (y a veces infantil) que se viene practicando en Cuba se inserta en la llamada narrativa del desencanto que domina el panorama desde la debacle del socilismo real y el Período Especial.
Si insisto en tal distinción es porque el realismo crítico tiene una función de representación y análisis de los problemas sociales, económicos, morales y psicológicos que suele faltar en compatriotas que se ufanan de encarar los llamados temas tabú. En muchos de esos libros, a menudo premiados y elogiados, abundan familias desarticuladas, niños infelices y padres ausentes, insensibles, ineptos, violentos y/o alcohólicos; también las madres –en menor medida- fallan, y no faltan los huérfanos (curiosamente, ninguno está en un orfanato) a cargo de una abuela o de abuelos que solo excepcionalmente se revelan a la altura de las circunstancias. Tampoco brillan por su competencia y empatía la[o]s maestr[o]as (asistenta[e]s sociales casi no he leído), y lo mismo puede decirse de los hermanos (aunque el niño solitario es muy frecuente; y más por retórica que por realismo pues en Cuba, pese a la baja tasa de natalidad, no creo que los hijos únicos sean mayoría).
Los niños infelices y los adultos calamitosos están de moda en nuestra literatura. Y si es indudable que tenemos muchas familias monoparentales, problemas de alcoholismo, demasiados divorcios, madres adolescentes y violencia doméstica, lo que me preocupa es que tanto libro que refleja esas circunstancias se abstenga de explicarlas o contextualizarlas. Las raíces de esos problemas están en la falta de confianza en el futuro, la escasez de vivienda, las frustraciones profesionales, la precariedad económica, la doble moral y otros dramas socio-económicos de la Cuba actual.
Son problemas complejos que ciertos niveles de decisión consideran inoportuno sean abordados en literatura (y aún más en la infantojuvenil). Los autores hacen catarsis reflejando síntomas, pero no osan (o no se les permite) revelar las causas profundas del mal, que es sistémico.
Admito el derecho de los creadores a vaciar su cubo de frustraciones, pero a más de uno lo he oído alabar (o alabarse) de un acto que, me perdonarán, consiste en volcar esa basura… sobre los niños y adolescentes.
Jamás diré que la LIJ cubana debe volver a ser idealizadora y ejemplarizante, pero tampoco renunciaré a la certeza de que este género ha de acompañar a los más jóvenes en el difícil aprendizaje de la vida, explicándoles por qué muchos adultos de su entorno se revelan incapaces de cumplir su papel de asistentes, guías y protectores.
De la responsabilidad del autor adulto hablan las autoras, argentinas, de Entre libros y lectores I. El texto literario:
… la fuerza de la voz enunciadora redobla la asimetría propia de este tipo de literatura. El adulto que escribe está en mejor posición para inculcar, instaura un contrato comunicativo en el que lleva todas las de ganar, ya que el receptor niño, en términos generales, tiene –en comparación– una limitada experiencia de vida y de lectura y no ha llegado a construir una posición ideológica que le permita discutir o confrontar lo planteado […] Y por supuesto lo ideológico aparece en la selección del tema, en el recorte de la realidad a la que se alude, en su modo de recrearla y valorarla, en el lenguaje que se selecciona. [1]
Un ejemplo revelador de “violación del contrato” es Las barcas de cristal hacia el infinito de Lina Leiva. Ese libro es un áspero catálogo de cuantas amarguras, frustraciones y traiciones, puede sufrir un niño o adolescente. Pero las parejas que se deshacen, los padres que beben, golpean y abandonan, las madres duras o ausentes… ¿lo hacen porque sí? No es responsable dejar creer eso a los chicos. Se trata de adultos víctimas de la injusticia, el desempleo, la pobreza, el racismo, la censura, represión o incomprensión de sus superiores y, en algunos casos, seres maltratados en su propia infancia, en cuerpo y alma.
Algunas de las viñetas de este elogiado libro no ocultan que un personaje infantil sufre por un padre o madre atrapados en circunstancias castradoras; pero la autora se refugia en una prosa parca, a menudo metafórica, elíptica; decantándose por una fuga estética que deja a su adolescente lector sin coordenadas ni razones. El libro evoca suicidio, locura, muerte y diversas discapacidades en una acumulación de desgracias que termina por ser apabullante. Solo dos textos dan un respiro (a través de la magia o la fantasía), mientras algunos quedan como preguntas abiertas… cuya respuesta no puede, razonablemente, ser otra cosa que un nuevo puñetazo.
El abordaje de problemas psicológicos, familiares y sociales no es, en modo alguno, una exclusividad de la narrativa cubana actual. Pero lo cierto es que el tratamiento de los llamados “temas tabúes” nos llegó con retraso y sin la compensación que, en otras partes, aportan otras tendencias.
Ya en 1985 la especialista brasileña Gloria Pondé señalaba:
Al organizar su universo literario –escogiendo hacer su obra de esta o aquella manera- el escritor se vale del lenguaje para volver concreto dicho universo. De cierta manera, al escoger los personajes y darles voz, el autor muestra un mundo, recrea una realidad y, a medida que selecciona datos de la realidad, ejerce un arbitraje.
… la literatura infantil actual ha forjado un proyecto estético e ideológico, centrado en el compromiso de no castrar al chico, en mostrarle la realidad sin mentiras, y tratar de presentarle la realidad en toda su complejidad. Esto no excluye el juego ni la fantasía, todo lo contrario, pues una y otro están entre las formas preferidas de crítica de la realidad. [2]
Hay quien justifican su alejamiento de las necesidades y particularidades de los infantes con el argumento del respeto a su inteligencia. Esa postura refleja, al contrario, desinterés y hasta desdén por el niño real, puesto que tales autores (no siempre escritores para adultos con incursiones ocasionales –¿debo decir oportunistas?– en la LIJ) se ahorran todo esfuerzo por ponerse a la altura (a la par me parece más justo y claro como expresión) de su destinatario; única manera de comprender sus verdaderas posibilidades, necesidades y gustos. No creo yo que una obra artística o literaria sea menos sólida y rica por el hecho de adecuarse a las capacidades reales –y no por ello limitadas– del infante.
Por otra parte, pero no sin relación con lo anterior, la narrativa cubana (dentro y fuera del país, por cierto) ha sufrido siempre de un déficit de fabulación. Los autores piensan antes (cuando no únicamente) en cómo voy a escribir, y solo después (si acaso) en qué voy a contar, y no dudan en manipular acción, situaciones, diálogos y personajes a fin de acercar la brasa a la sardina, en vez de lo contrario. Este formalismo es un inesperado avatar del viejo didactismo, moralismo o función formativa que pasaba del oculto esqueleto que le corresponde ser a carne, sangre y piel de la obra.
Vivimos en la urgencia, en Cuba y en otros sitios; pero la literatura de la urgencia nunca ha sido la mejor. Los libros deben ofrecer a nuestros niños y jóvenes el retiro, la distancia, el reposo suficientes para “refrescar” de la presión cotidiana, y los instrumentos e imágenes indispensables para analizar la realidad con serenidad y lucidez.
Los libros son árboles: tanto para subirse a ellos y otear el horizonte, como para tenderse a su sombra y reponer fuerzas.
Referencias:
[1] Ofelia Seppia, Fabiola Etchemaite, Maria D.
Duarte y Maria E.L. de Almada: Entre
libros y lectores I. El texto literario. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001; pp. 32-33
[2] Glória Pondé: A
arte de fazer artes. Como escrever para cranças e adolescentes. Rio de
Janeiro. Editorial Nórdica, 1985; pp. 80-81