Cuentan que un viajero
llegó un día a Caracas, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde
se comía ni se dormía, sino cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar...
José
Martí: La edad de oro
La frase en exergo la
conocemos todos los cubanos, pues desde pequeños practicamos un culto casi
religioso de la vida y obra de José Martí (1853-1895), el más grande de
nuestros escritores, el más profundo de nuestros pensadores y, probablemente,
el más alerta de nuestros exiliados.
Ciertamente
autobiográficas, esas primeras palabras del artículo “Tres héroes” abren La
Edad de Oro, la revista que el cubano universal redactó para los niños de
América en el verano de 1889. Reeditada en volumen único desde comienzos del
siglo XX, la compilación de artículos, cuentos y poemas se convirtió en el gran
clásico de la literatura infantil iberoamericana y pudo ser entonces conocida
por los cubanos, puesto que Martí era el enemigo número uno del poder colonial
instalado en la isla hasta 1898 y su obra era bloqueada por la censura; se
dirigiese a adultos o a niños. Hoy, en todo caso, La Edad de Oro es
la Biblia laica de la niñez de la Isla y el único libro que todo cubano ha
leído por lo menos una vez.
En realidad, la emigración es un tema menor dentro
de La edad de oro, pero resulta indisociable de sus
circunstancias de creación. De sus escasos 42 años, José Martí no llegó a vivir
la mitad en la isla por cuya independencia dio la vida. Exiliado político a los
18 años, Martí también fue un exiliado ético, puesto que fue por decir y
escribir lo que los tiranos no querían escuchar que debió abandonar
sucesivamente Guatemala y Venezuela. Con apenas cuatro años, ya Pepito emigraba
junto a sus padres, que intentaron mejorar de situación regresando brevemente a
España.
El caso es que Martí
siempre cambió de suelo en busca de más libertad, y con la libertad ganó
cultura y humanismo; cosas que hicieron más ricas, durables y universales sus
páginas.
ilustración de Francisco Meléndez Viajes de Gulliver |
Los dos exilios
La palabra ‘exilio’ tiene dos acepciones en nuestra
lengua: la que suele asociarse al verbo activo exilar es
sinónimo de destierro; de la expulsión de la patria que se sufre por motivos
ideológicos. La otra acepción, que se vincula con el verbo reflexivo exilarse es
muy cercana a emigrar y puede resultar de la decisión voluntaria ‑aunque no
siempre tomada con placer y en completa libertad- del individuo que busca bajo
otros cielos mejores condiciones de vida; sean estas económicas, políticas,
religiosas, profesionales...
Permítanme anclar mis aproximaciones de diletante en
la solidez del Dictionnaire des littératures Larrouse, que
recuerda:
Pesan sobre la literatura contemporánea los grandes
exilios de James Joyce, Ezra Pound, T.S. Eliot, Saint-John Perse o Hery James,
a los cuales se añaden los destierros políticos: Soltsenitsin, Milan Kundera y
otros disidentes o escritores africanos, asiáticos, latinoamericanos... en
ruptura con la obediencia política. Exilios bien diferentes del cosmopolitismo
dichoso y el juego transcultural ligados desde la antigüedad a eso que
aparecerá durante la Edad Media y luego en el siglo XVIII como una
internacional de las letras y las ideas. Exilios que nacen de la afirmación de
la vocación literaria contra toda limitación del derecho a la expresión.
Exilios que fundan la legitimidad de la palabra personal, haciéndola con ello
apta a la totalización de la realidad. Al lado de esos exilios imperiosos, hay
exilios menores, nacidos de traumatismos de la historia y a través de los
cuales la literatura deviene auténtica “transferencia nocturna” según la
expresión del exiliado armenio Armen Lubin: una simple entrada de hombres en el
desierto, donde las palabras parecen preceder a las cosas y duplicar la prueba
del desarraigo. A menos que el exilio no sea sino la única manera de
ser contemporáneo con el siglo XX como lo demostrarían Gertrude Stein, Beckett
y los heraldos del absurdo: Adamov, Ionesco o Grombowicz, cuyos exilios,
accidentales, se inscriben sin embargo en la lógica misma de su obra, consagrada
a tomar nota de un mundo fragmentado donde se desvanece toda historia posible.
Otros exilios hay aún, como el de Du Bellay en Roma, las embajadas del mexicano
Octavio Paz, del chileno Pablo Neruda o del cubano Alejo Carpentier... para no
remontarnos a exilios ejemplares como los de Ovidio, persuadido de que solo su
libro podría retornar a Roma, o el de Victor Hugo, que prefirió, a la amnistía
de un poder que juzgaba ilegítimo, retirarse a la orgullosa soledad de un
abrupto islote extranjero frente a las costas de su Francia.
El
exilio se distingue de la simple emigración o de la mera “estrategia del
exilio” practicada por los escritores norteamericanos de la llamada “generación
perdida”. En ese no-espacio que es la expatriación, quien ignora ‑como Gombrowicz
o Stein‑ la lengua del país donde vive, o por el contrario la conoce
perfectamente, hace de su creación un acto estrictamente autónomo, capaz de
reencontrar, a causa del desplazamiento geográfico precisamente, la plenitud de
su lengua materna o, por el contrario, de fundar un singular plurilingüismo
(como hicieron Joyce o Pound) que viene a constituir una verdadera
espacialización del texto (Dictionnaire, 1985: 544-545)
No hay en esta extensa cita la menor alusión a la
literatura infantil o a un autor que haya consagrado su talento a la infancia.
Sin embargo, el exilio y la emigración son experiencias padecidas por los
escritores ‑cronistas de la vasta aventura de la Humanidad- junto a millones de
seres humanos entre los cuales, por supuesto, también ha habido niños y
adolescentes.
Al principio fue el
exilio
El primer cuento infantil que registra la historia de
la literatura occidental tiene al exilio como uno de sus resortes argumentales
principales: en 1694 el académico francés Charles Perrault publica “Piel de
asno”, cuento en verso que habla de una muchacha que, ante los proyectos
incestuosos de su padre, huye a un país vecino, disimulando su identidad y
renunciando a su condición principesca, en busca de una vida mejor y conforme a
sus principios. ¿Podemos pedir mejor síntesis del exilio?
Apenas cinco años después se publica Las
aventuras de Telémaco, voluminosa novela didáctica que relata la búsqueda
de Ulises por su hijo. El viaje de Telémaco es voluntario, pero motivado por el
destierro del rey de Ítaca; a quien los dioses del Olimpo castigaron a errar
durante 10 años por el Mediterráneo. El atípico educador, prelado y escritor
francés Fenelón no deseaba la publicación de la obra, pues anticipaba las
consecuencias de su crítica al régimen de Luis XIV. Confinado en su
obispado de Cambrai, el suyo fue un exilio por exclusión.
En 1719 el inglés Daniel Defoe publica Robinson
Crusoe, cuyo náufrago de protagonista es un desterrado (por la mala suerte
o por “voluntad divina”, si nos atenemos a los valores religiosos que promueve
la obra). ¿Y qué decir de Viajes de Gulliver, que siete años
después publica el también británico Johnattan Swift. El héroe y
narrador emprende sus aventuras de manera voluntaria; pero las intrigas
políticas de Liliput lo fuerzan a escapar al minúsculo reino rival de Blefuscu.
Su segundo naufragio lo deja en Brobdingnag, donde se ve juguete en manos de
los gigantes, y ya en su cuarta aventura, en el país de los Houyhnhnms, es su
condición de ente civilizado lo que el héroe se cuestiona. Defoe no pudo ser
más clarividente, pues ¿qué emigrante no problematiza, en algún momento, su
propio modelo cultural?
A pesar del conocimiento superficial que del
contexto de sus tramas tienen muchos escritores de aventuras, el drama del
exilio alienta en héroes inolvidables como Sandokán, protagonista del
ciclo Los piratas de la Malasia, iniciado en 1896 por Emilio
Salgari, o en Edmundo Dantés, el atormentado héroe dumasiano de El
Conde de Montecristo (1844). Al capitán Nemo, que protagoniza 20 000
leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa (1874)
Julio Verne lo presenta nada menos que como un “exiliado de la Civilización”.
Del exilio simbólico
a la realidad de la emigración
La literatura
infantil abunda también en representaciones simbólicas, metafóricas o
fantasiosas de la expatriación. En los cuentos de Hans Christian Andersen,
quien se pasó la vida buscando en otros suelos el reconocimiento que le
regateaba su natal Dinamarca, encontramos desde una sirena que renuncia a la
voz y a la cola para radicarse entre los hombres y un Kai que pierde su
humanidad en el reino de las nieves, hasta un cisne extraviado entre patos, y
un ruiseñor del bosque forzado a cantar en jaula de oro y porcelana.
La temática del
huérfano expulsado de su medio por razones económicas y familiares fue abordada
a lo largo del siglo XIX con matices sentimentales que van desde Oliver
Twist (1838) de Charles Dickens hasta el, por momentos
efectista, Pequeño Lord Fauntleroy (1885)
de Frances Hogson Burnett. Entre ambas novelas se sitúa Heidi (1880)
cuya autora, la suiza Johanna Spyri, insinúa sus intenciones en el subtítulo: “años
de peregrinación y aprendizaje”. Se trata de una versión almibarada de la
emigración del campo (las montañas suizas) a la ciudad (Frankfurt), pero que
feminiza y “ecologiza” la cuestión.
Selma Lagerlöff
en El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia (1907)
no se lleva a su majadero protagonista fuera del país, sino que lo hace viajar
por él transformado en enano de 20 centímetros. Mientras los lectores conocen
detalladamente a Suecia, Nils –exilado del género humano– aprende a conocerse a
sí mismo y a respetar a los demás.
Jim Botón y Lucas el maquinista (1961), de Michael Ende, tiene por héroes a dos
emigrantes: un ferroviario sin trabajo y un niño negro que lo único que sabe de
su pasado es que fue robado a sus padres. Después de salvar a la hija de un
emperador, se les ofrece un futuro promisorio, pero:
... aunque al rey se le hubiera pasado el malhumor, no
podían volver porque volverían a presentarse los mismos problemas que cuando
decidieron abandonar el país. Lummerland entretanto no había crecido. ¿Tendrían
que dejar quizás a la vieja y gorda Emma en China y volver los dos solos a la
isla? (…) Pero quizás al Emperador le agradaría que se quedara y tendiera una
línea de ferrocarril que cruzara todo China. Sin embargo, era bastante triste
porque a pesar de todo China era un país extranjero; pero no tenían otro
recurso y en un sitio u otro tenían que quedarse a vivir si no querían andar
siempre rodando por el mundo. (Ende, 1962: 232-233)
El exilio también se
combina con ecología en novelas de Jack London como La llamada de la
selva (1907) o en La isla de los delfines azules (1960),
de Scott O’Dell, que evoca incluso la la desaparición de pueblos aborígenes. Si
en El libro de la selva (1894), Rudyard Kipling contaba la
vida de un niño que crece entre fieras, ignorante de su naturaleza humana,
numerosos son los libros para pequeños donde, por el contrario, hay animales
que vienen a vivir entre humanos, logrando diversos niveles de aceptación (y
autoaceptación): Ángel el equilibrista (1970) de Quentin
Blake, Un invierno en la vida de Gran Oso (1984) de
Jean-Claude Brisville y Danièle Bour o La rana y el extraño (1993)
de Max Velthuijs. Pero detengámonos en Historia de Babar, el
elefantito (1931), de Jean de Brunhoff. Este álbum ha sido
frecuentemente acusado de colonialista porque son los conocimientos y hábitos
(occidentales) adquiridos en la ciudad, lo que capacita al trajeado paquidermo
para ser rey una vez de regreso a su natal estepa (africana). Como
de Brunhoff creó su historia en los últimos años de esplendor sin complejos del
Colonialismo, no podemos adjudicarle las interpretaciones de un lector actual:
Siendo el asesino de mamá elefanta un “antipático cazador” (occidental), Babar
sería refugiado ecológico o víctima de guerra, a menos que se trate
de una amable caricatura de las élites africanas que se forman en Occidente y
luego rigen sus pueblos con un despotismo entreguista que garantiza los
intereses de las antiguas metrópolis... tanto como sus prebendas de clase
parásita; en una alianza contra res pública que genera
la miseria, la corrupción y las injusticias causantes de
tanta desesperada migración.
Emigraciones
fundadoras y fundamentales
La conquista y
colonización de América, África y Asia tiene una amplia bibliografía que
refleja, al menos de soslayo, la experiencia migratoria. En una literatura que
apuntaba a la aventura o a la glorificación de la
colonización, la cuestión de los movimientos migratorios es
presentada de manera superficial, estereotipada o abiertamente calumniosa para
con los pueblos sometidos durante la conquista de aquellas tierras “vírgenes”.
La más amplia bibliografía es, sin dudas, la de la colonización de América del
Norte, en la que destaca el ciclo a que pertenece El último mohicano (1826)
de James Fenimore Cooper. A este autor estadounidense su época le reprochó que
presentara más grandeza moral en sus “pieles rojas” que en los
personajes “cara pálida” como él mismo. En las antípodas de la calidad
literaria y humana encontramos al alemán Karl May (1842-1912), quien alcanzó
enorme popularidad con una vasta producción narrativa, repleta de racismo y
violencia, sobre el “Lejano Oeste” y el Medio Oriente.
Muy interesantes son varias novelas que recrean la
época de la Guerra de Secesión y la abolición de la esclavitud en Estados
Unidos: La cabaña del tío Tom (1852), de Harriett Beecher
Stowe, y Las aventuras de Huckleberry Finn (1883), de Mark
Twain, hablan de esclavos negros que emprenden peligrosos viajes en busca de la
libertad. El tráfico de esclavos africanos hacia las plantaciones americanas es
el peor caso de deportación masiva de la Historia; sin embargo ha sido
relativamente poco abordado en libros para chicos, y menos aún con la calidad
que consigue Paula Fox en La danza de los esclavos (1973).
La etapa de
migraciones que más ha explorado la literatura juvenil contemporánea es la de
la Segunda Guerra Mundial. El Diario de Ana Frank sirvió en
1947 de dramática obertura al llamado “realismo crítico infanto-juvenil” que
encontró en la destrucción, el racismo y el éxodo de los años 1939-1945 su
primera gran temática. Cuando Hitler robó el conejo rosa (1971),
de Judith Kerr y Muletas (1987), de Peter Härtling son algunas
piezas maestras en una abundante bibliografía que abarca, desde sus respectivas
perspectivas, numerosos países de Europa, Estados Unidos, Israel, Australia
Japón...Migraciones en tiempos de globalización
Las migraciones
contemporáneas han ingresado en la literatura infantil contemporánea a través
de la obra de autores que hicieron el viaje o rememoran el de sus padres, pero
también a través de obras de autores que se inclinan sobre ese fenómeno tan
actual. Lo que he leído de esta última tendencia -sobre todo en la edición
española- me deja más que escéptico: las buenas intenciones se mezclan y la
finalidad didáctica (la famosa literatura “de valores”), dando por resultado
obras carentes de vida, plagadas de estereotipos que no por ser positivos, son
menos superficiales y facilistas.
Más interesante, legítima y aportadora es la
producción de autores oriundos de Africa subsahariana, del Magreb, del Medio y
el Lejano Oriente que en Francia (país donde vivo y leo) tiene un importante
desarrollo.
Mención especial merece
la novela gráfica Emigrantes, de Shaun Tan ya que evoca todas las
grandes migraciones del siglo XX y sus diversos motivos: guerra, opresión,
miseria... La ausencia de palabras y el concepto plástico –realista y onírico a
la vez– dan a esta obra universalidad y trascendencia ejemplares.
Migraciones y literatura infantil
en América Latina
Cuando valoramos el
inmenso patrimonio migratorio que está en las bases de la identidad mestiza de
América Latina, hemos de concluir que no hay una presencia proporcional en
nuestra literatura infanto-juvenil y que ni siquiera tenemos una producción
comparable a la novelística española sobre la conquista y la colonización,
entre las que sobresale la trilogía iniciada con El oro de los sueños[2] por
José María Merino. La citada carencia solemos compensarla con fragmentos o
versiones de los clásicos (para adultos): desde los documentos legados por
Colón o el padre Las Casas, pasando por Alonso de Ercilla o el Inca Garcilaso
hasta llegar a escritores del XIX o principios del XX. A todo este patrimonio
relativamente común, cada país añade algún libro para adultos (en fragmentos o
adaptación) tomado de su panteón literario. Pero, insisto, es mucho más lo que
recrea nuestras identidades primeras que el aluvión europeo y africano, y el
consecuente proceso de mestizaje.
La excepción puede ser Argentina, donde autores
contemporáneos como Perla Suez (Dimitri en la tormenta), María
Teresa Andruetto (Stefano) o Sandra Comino (Así en la tierra como en
el cielo) han explotado sus propias raíces familiares, respectivamente
judía e italiana. Dos interesantes variantes, temáticas y formales las aportan
Patricia Suárez y Marcelo Eckhardt . La primera presenta a los
niños Namús, un cuento repleto de humor absurdo
y fantasía en torno a una familia de mosquitos que se cansa de vivir
en la humedad y se mudan a Bagdad (se instalan tras la oreja de un elefante).
Pero al cabo de un tiempo la nostalgia -elemento inevitable incluso en la emigración
más exitosa- les hace emprender el regreso (en el plumón de una cigüeña). Por
su parte, El desertor de Eckhardt es un joven de ascendencia
precolombina que escapa de la guerra de las Malvinas en compañía de un
británico de origen nepalés que se siente igualmente ajeno al conflicto
postcolonial de 1982. Se trata de una novela juvenil, breve y tortuosamente
punk.
Los exilios
provocados por las dictaduras de los años 1970 son, quizá, los más
representados en la literatura infanto-juvenil latinoamericana. La pérdida de
identidad en los niños, particularmente dolorosa para padres politizados, es
presentada en De exilio, maremotos y lechuzas, de la uruguaya
Carolina Trujillo Piriz. Mientras, el chileno Víctor Carvajal analiza en Como
un salto de campana los desencuentros identitarios de su protagonista,
quien es visto como extranjero tanto por sus compañeros de colegio en Alemania
(a donde emigró su familia) como en su Chile de origen. Por su parte, la
brasileña Ana María Machado relaciona audazmente en Ojos, penas y
plumas (1981) el exilio, el divorcio paterno y la doble familia en se
que ve inmerso el protagonista. Desde su doble filiación individual, el chico
emprende un onírico viaje de descubrimiento de la tiple identidad cultural
(aborigen, europea y africana) inherente a la América Latina.
Parca en torno al
aporte cultural del emigrante español, la literatura infantil cubana se ha
ocupado de la fuente africana en textos donde predomina la intención educativa
o las versiones de relatos tradicionales (patakíes de raíz yoruba). Distinto es
el caso de Ponolani (1966), donde la escritora “blanca” Dora
Alonso reúne los cuentos que una nodriza negra le contó siendo niña, con
anécdotas de la vida de Ponolani, la madre esclava de dicha nodriza. Esta misma
autora ha recreado en varios de sus libros el folclor hispano-cubano, pero sin
aludir explícitamente a la emigración que lo trajo a su Isla. Algo similar
ocurre en libros como Akeké y la jutía (1978), lograda
compilación de cuentos populares afrocubanos de Miguel Barnet o en Kele
kele, donde la escritora mulata Excilia Saldaña recrea con su conocido
talento lírico un puñado de patakíes. Son libros que exploran un acerbo que no
existiría sin la introducción en Cuba de centenares de miles de esclavos
africanos, pero que no evocan el hecho histórico.
Los cubanos emigraron en cantidad relativamente
importante durante los últimos años del siglo XIX, entre las dos guerras de
independencia, pero esta temática no ha sido abordada, que yo sepa, por nuestra
literatura infanto-juvenil, y lo mismo ocurre con las olas migratorias de
españoles que nos llegaron durante el siglo XX.
Sin embargo, es tras la llegada de Fidel Castro al
poder, en 1959, que se produce el mayor flujo migratorio de cubanos: un flujo
que ha sacado del país, en medio siglo, más del 10% de su población. Tampoco
este asunto ha sido suficientemente abordado en los libros publicados en Cuba,
y húbose de esperar para ello a fines de los años 90.
René Valdés Torres, presenta en Bajo el aire y
el sol de Buenavista a un niño que llega –nunca se dice que del
extranjero– a conocer una parte de su familia en un lugar muy idealizado, sobre
todo en términos de naturaleza. Enrique Pérez Díaz se compromete más en varias
historias muy parecidas, de niños soñadores y solitarios que sufren por la
ausencia de un afecto filial masculino (padre o tío): en Inventarse un
amigo escribe: “Hay que tener valor para huir de aquí en una cabina de
camión por esos mares enfurecidos y llenos de tiburones...”. En El niño
que conversaba con la mar el discurso es más ambiguo, pero mayor el
signo liberador que corresponde al mar, esa frontera líquida. Las
cartas de Alain cuenta la preocupación del protagonista
ante la ausencia de noticias de su mejor amigo, que se embarcara con sus padres
en una temeraria emigración ilegal. Negado a compartir la convicción general de
que han sido víctimas de un naufragio, el protagonista-narrador imagina las
cartas que Alain podría enviarle desde Estados Unidos. Tampoco esta novela
patentiza al personaje emigrante; pero al sugerir su fin trágico es más
dramática que las dos anteriores.
Una línea completamente diferente es la escogida por
Ariel Ribeaux Diago en El oro de la edad. Es la historia de
una cubana que viene de vacaciones de Italia, donde vive con un hombre a quien
únicamente la une el deseo de vivir confortablemente. Masicas es una patética
aculturada, una mujer que no sólo detesta a su marido sino también a su país de
origen y a su hija cubana. Su catadura moral se revela crudamente en sus
acciones, sus parlamentos y en la áspera relación que tiene con su hija, quien
co-protagoniza la historia junto a una niña negra, humilde, que se encuentra de
vacaciones en una casa alquilada por el sindicato en el mismo balneario donde
se haya el lujoso hotel de Masicas y su hija. Esta novela descuella en la
narrativa cubana reciente no solo por abordar la crisis moral de la Cuba
posterior a la caída del Muro de Berlín, sino por la calidad con que dibuja a
sus personajes y por su atrevida intertextualidad con el gran clásico de la
literatura cubana La edad de oro, de cuyos personajes, situaciones
y lengua hace un exitoso pastiche.
En la producción de emigrados cubanos que escriben
para chicos, la figura más importante es Hilda Perera. Esta veterana escritora
(su Cuentos de Apolo, publicado en 1948, es uno de los antecedentes
de la moderna literatura infantil cubana) ha prestado gran atención al tema de
la emigración: Mai es la historia de una pequeña vietnamita
que emigra a Estados Unidos tras la caída del régimen pro-norteamericano de
Vietnam del Sur, y Kike presenta el difícil recorrido de uno
de los niños cubanos enviados a Estados Unidos sin sus padres, cuando éstos
creyeron la patraña de que el gobierno de Fidel Castro iba a suprimir la Patria
Potestad. Su mejor libro, por sus valores literarios y por la profundidad de
sus temas, es La jaula del unicornio, novela coral sobre tres
emigradas: una escritora cubano-americana ya cincuentona –en quien podemos
reconocer a la propia Perera–, su empleada doméstica centroamericana –que
reside ilegalmente en Estados Unidos– y la pequeña hija de ésta, que tras
reunirse con su madre vive la siempre compleja experiencia de la adquisición de
una nueva identidad híbrida.
Confieso que he
emigrado
Mi personal
contribución al tema del exilio se concentra en tres libros muy distintos: Aventuras
de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes (fantástico) y Mi
tesoro te espera en Cuba (realista) y La leyenda de taita
Osongo (histórico-mágico).
De alguna manera, siempre fui un emigrante. Contaba 4
años cuando nos mudamos a la capital provincial. Desde entonces y hasta mi
ingreso en la Universidad, nunca completé tres años en un mismo colegio y viví
en varias ciudades. No llegué a tener verdaderos amigos de escuela, pero este
desgarramiento continuo me entrenó para el viaje sin fin que emprendí en 1989,
cuando, después de vivir en Santiago de Cuba, me instalé en La Habana y un
amigo vaticinó: “Tú hasta París no paras”. En efecto, cinco años después, me fui.
En Cuba irse (en forma reflexiva y
sin complemento circunstancial de lugar) equivale a emigrar. Y esto –aún cuando
no haya cambios en tu pensamiento o acción política– es un acto disidente que
no se perdona.
Suele decirse que los viajes forman el carácter. A mí
me forjaron la escritura. En 1986, los 21 días que pasé en Ecuador bastaron
para hacerme comprender que lo escrito está muerto si no contiene sangre del
autor. Los cuentos que comencé a hacer tras aquella primera salida aparecerían
primero en traducción brasileña, y solo cuatro años después en castellano. Sin
abordar la experiencia migratoria, ese libro refleja una reapropiación de la
lengua que atribuyo a la confrontación con otros idiomas y culturas.
Sin embargo, ni siquiera en Aventuras de Rosa
de los Vientos y Juan Perico de los Palotes doy testimonio consciente
de mi experiencia y reflexiones en torno a la migración. Es, sin embargo, la
historia de una pareja que debe abandonar su pequeño país en busca de espacio
para vivir plenamente. Entonces vivía yo en Dinamarca y creí estar hablando del
pequeño reino escandinavo, si bien fue a la vuelta de mi primer regreso a Cuba
que escribí lo esencial de ese libro. Cuba había cambiado mucho en aquellos
cuatro años de ausencia; pero también había cambiado yo, y ya no había allí
lugar para mí. Sólo diez años después, tras la observación de un lector
argentino de 10 años, me di cuenta de lo que significaba realmente
el último capítulo de mi novela, cuando Rosa y Juan Perico, tras recorrer
diversos países (imaginarios) a bordo de su cometa gigante, intentan un regreso
al terruño. A donde llegan es a “otra oportunidad” histórica de su natal
Pais-Reino-Pueblo en que no falta espacio para que sus dobles: Roso y Juana Perica
tengan una casita donde vivir. Sin embargo, estos Alter Ego de mis
protagonistas no titubean en partir en viaje de bodas a bordo de la cometa. El
libro tiene final abierto y, sinceramente, no sé aún si los recién casados
vuelven, si Rosa y Juan Perico se contentan con su país cambiado o si intentan
encontrar el original.
No en todo lo que he escrito desde que me hice
“ciudadano del mundo” están presentes Cuba y mi consciencia de emigrante. Pero
durante 10 años de esa trashumancia estuve re escribiendo la otra obra en que
abordo directamente el tema de la emigración. Mi tesoro te espera en
Cuba es mi única novela verdaderamente realista y habla de la Cuba
reciente en términos muy conscientes. La protagonista es una chica española que
busca en la Isla el rastro dejado por su tío bisabuelo, un emigrante que allí
hizo fortuna hasta que la Revolución lo obligó a irse, perdiendo no solo sus
riquezas, sino la felicidad. La niña descubre, con sus ojos de extranjera la
belleza y las frustraciones de la Cuba actual, y hace amistad con un grupo de
chicos cubanos, pese a los prejuicios ideológicos que los separan .
Lejos de ser un
ajuste de cuentas, esta novela comenzó por ser el regreso a Cuba que entonces
me negaban y terminó en intento de explicar la contradictoria y compleja
realidad cubana a unos lectores (niños franceses, argentinos, españoles...) que
solo disponían de informaciones parciales y superficiales (diabolizantes o, por
el contrario, edulcoradas). Pienso que esta novela se salvó de toda
tentación panfletaria porque me mantuve en los límites de un género en que me
inicié, la novela de aventuras, y porque la dirijo a mi público de siempre: los
chicos.
Estuve dándoles
vueltas a La leyenda de taita Osongo durante 18 años. Fue la novela de mi
descubrimiento de la verdadera significación del carácter mestizo de mi país,
durante mi residencia de tres años en Santiago de Cuba. Ví la cultura negra y
me dí cuenta de que mi familia era en gran parte negra, y compartía el destino
de aquellos descendientes de desterrados. Esta novela combina la realidad
histórica de la trata negrera, de la esclavitud y del racismo con una historia
de amor imposible, de alguna manera inspirada en la historia de mi abuela
paterna. Tampoco fui consciente de ello. Pero lo que justifica la referencia a
este libro en una reflexión sobre la emigración y el exilio es que el
protagonista, Taita Osongo, sufre dos exilios: primero le secuestran de su país
africano (que llamé Sóngoro Cosongo en homenaje a Nicolás Guillén) y luego le
expulsan de la plantación donde, pese a haber vivido siempre encadenado,
compartía el destino de sus compatriotas y de su descendencia. Solo regresa de
este segundo exilio, con la salud y sus poderes mágicos restaurados en contacto
con el monte cubano, para castigar al negrero y hacendado Severo Blanco. Al
final de la novela, Taita Osongo se transforma en una nube de humo que se
dispersa en el bosque que le ha acogido. Supongo que es un símbolo de la
cultura del emigrante, que incluso muchos años después y muy lejos, fecunda con
sus valores raigales la tierra que le acoge. A eso llaman mestizaje, fruto de
toda emigración.
Coda
Dicen que un escritor
escribe siempre el mismo libro. Yo opino que escribimos los mismos
libros, pues varios y a veces muy diferentes son los asuntos, estilemas,
personajes o escenarios que obsesionan a cada autor. En todo caso, no lo he
dicho todo sobre una cuestión que me parte el corazón; la prueba es que la
abordo no solo en relatos sino en reflexiones como ésta. La sangre que por la
herida brota, fecunda ya nuevas páginas.
ilustración de Francisco Meléndez Viajes de Gulliver |
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[1]Comunicación presentada bajo el
título de « La princesa y el asno. Notas sobre la emigración y el exilio
en la Literatura infantil » en el 32º Congreso de la IBBY (Organización
Internacional del Libro Infantil y Juvenil). Santiago de Compostela, septiembre
de 2010.
[2]En adelante, solo indicaré la fecha de publicación
cuando haya mucha diferencia entre la primera edición y la mencionada en la
bibliografía.
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