El 19 de enero aterricé en Cuba por octava vez desde mi salida definitiva en junio de 1989. Viajé, como de costumbre a principios de año, a fin de escapar a lo peor del invierno europeo y, al mismo tiempo, para aprovechar la Feria Internacional del Libro de La Habana donde, por primera vez en mi ya larga carrera literaria, presenté dos libros publicados simultáneamente en mi país de origen.
Puede parecer banal, pero lo cierto es que los escritores emigrados no solemos ser invitados a presentar nuestras obras en la feria, y que tampoco abundamos en las editoriales de la Isla. Mi invitación oficial a un evento literario de tanta importancia como la FILH se inscribe en los cambios que vienen ocurriendo en Cuba, y que concitan la atención internacional desde que, el 17 de diciembre pasado, los presidentes de Cuba y Estados Unidos anunciaron el restablecimiento de relaciones diplomáticas tras más de medio siglo de guerra fría.
Presentación de La leyenda de Taita Osongo en la Feria Internacional del Libro de La Habana y tótem que anuncia, entre otras novedades editoriales, Concierto n°7 para violín y brujas |
Cuando me marché
de Cuba hace 26 años, no lo hice por razones políticas y ni siquiera
económicas. En enero de 1989 me había casado con una francesa y solicité el
Permiso de Residencia en el Extranjero que me permitiría, seis meses después,
establecerme en Brasil, el país donde residía mi esposa. Fui lo que me gustaba
calificar de “emigrado sentimental” y dejé atrás un país que, varios meses
antes de la caída del muro, estaba lejos de imaginar la catástrofe económica
que se avecinaba y que, al contrario, esperaba con interés los efectos de la
perestroika con que Mijaíl Gorbachov intentaba reformar el socialismo real.
En realidad había
señales de que aquello iba a terminar en terremoto. Por primera vez en Cuba
estaba teniendo lugar un auténtico “proceso de Moscú”, el Caso Ochoa, que
condujo al pelotón de fusilamiento o a largas penas de prisión al general
Arnaldo Ochoa y a otras primeras figuras de las Fuerzas Armadas y el Ministerio
del Interior. Pero el 20 de junio de 1989, mientras el entonces ministro de las
FAR y actual presidente Raúl Castro desgranaba por televisión los cargos contra
aquellas ovejas descarriadas, yo me hallaba en casa de mi tía Noelia, ajustando
con mi esposa, en una esperada llamada de distancia, los detalles de mi viaje
al día siguiente, en un IL-62 de Cubana de Aviación, hasta Lima, y de allí a
Río de Janeiro.
“Voy a perderme la democratización del
socialismo en Cuba”, pensaba yo, quizás más preocupado por la incertidumbre en
torno a mi carrera literaria. Intuía que tendría que recomenzar casi desde cero, cuando en mi país
contaba ya con una elogiada labor como crítico y estaba a punto de ver
consolidado mi prestigio de autor para chicos con un tercer libro.
Como disponía de
un pasaje de avión válido para regresar en el plazo de un año, yo esperaba
amortiguar de alguna manera las consecuencias de mi alejamiento.
Sin embargo, “Nadie
es profeta en su tierra” y mucho menos puede uno profetizar su propia vida…
Lejos de perestroikarse, el sistema cubano
entraba un año después en el devastador Período
Especial y yo solo podía felicitarme de no tener que sufrirlo en carne
propia. Por otra parte, mi tercer libro no fue la novela detectivesca “El
enigma de Costa Rara”, que la Editorial Oriente no llegó a publicar pese a
haberme adelantado el 60% de los derechos de autor, sino el volumen de cuentos Era uma vez um jovem mago, primero de
mis libros en salir en traducción (São Paulo, 1991) antes que en su versión original en castellano. En resumen:
fue desde Brasil que vi precipitarse la economía cubana en el abismo de la
depresión (el PIB descendió en cerca de un 40%), desde Dinamarca que emprendí mi
primer regreso a Cuba en el annus
terribilis de 1993, y desde Francia que vi aparecer mi verdadero tercer
libro, Los cuentos del mago y el mago del
cuento (Ediciones de la Torre, Madrid, 1995); versión ampliada, corregida y
definitiva del volumen brasileño ya mencionado.
Si demoré cuatro
años en volver a Cuba, fue porque el famoso Permiso de Residencia en el Extranjero
no había sido estampado en mi pasaporte; extraño error burocrático que tantas angustias
nos generó a mí y a mi familia. Aprovecho para aclarar que la validez del
pasaporte cubano es de solo dos años, a renovar dos veces, por un costo total seis
veces superior al del pasaporte francés (válido 10 años) y que es el único que
me autoriza, como a todo cubano emigrante, posea o no doble nacionalidad, a
entrar en mi país de origen. Junto con la normalización
de mi situación migratoria (aunque sin relación directa) comenzó a clarificarse
mi situación de escritor expatriado, pues tres años después publiqué mi tercer
libro cubano, y a ese seguirían otros. No obstante, solo seis de mis
veintinueve libros han sido publicados por editoriales cubanas. De todos ellos,
solo el primero (1983) apareció en una editorial nacional, beneficiando de la
mejor distribución y promoción. En 2016 debo volver a figurar en un catálogo
nacional (la misma editorial Gente Nueva donde me estrené hace más de tres
décadas), pero ya este año mi normalización
quedó marcada por el hecho de presentar en la Feria Internacional del Libro dos
libros publicados simultáneamente en Cuba: La
leyenda de Taita Osongo (Ediciones Matanzas) y Concierto n°7 para violín y brujas (Editorial Cauce), lo que es
cosa rara en el panorama editorial criollo.
Los seis libros que he publicado en Cuba (en 1983, 1996, 1999, 2010 y 2015, respectivamente) |
Fue tras llegar a
La Habana el 19 de enero pasado, que descubrí que para intervenir en los eventos
culturales nacionales, los cubanos expatriado debemos disponer de una
autorización comparable a la “visa cultural” que se exige a los
extranjeros. No es que yo no haya realizado actividades literarias en Cuba
durante los últimos 26 años; pero éstas habían tenido lugar en provincias, en
eventos organizados por personas que me conocen bien y que habían pasado por
alto el trámite. Finalmente, cuando a sugerencia de uno de mis editores me
presenté en la Cámara del Libro, uno de sus encargados de Relaciones
Internacionales me dijo, simplemente, sin mediar discusión ni firmar papel
alguno: “Ya está”. No obstante, salí de allí preguntándome si la manera oblicua
en que algunos responsables culturales evitaron concederme protagonismo alguno
en eventos capitalinos anteriores pudiera tener menos razones personales que
burocráticas. Probablemente me quedaré sin saberlo. Por algo una de las
tácticas más eficaces en béisbol, el deporte
nacional, consiste en “esconder la bola”, es decir, en la habilidad del
pitcher (el jugador que encabeza uno de los equipos) en despistar al bateador
(el jugador sobre el que, en una especie de duelo, reposa la ofensiva del team contrario).
Pero hablar de pelota es otro recurso
típicamente cubano para evitar asuntos serios. Vamos, pues, al grano.
Empecemos por el principio
El 19 de enero, pasadas las 19 horas, aterrizaba en La Habana el Airbus 320 de Air Europa que me traía de Madrid… donde la habitual escala de apenas dos horas se vio aún más reducida por el retraso de 40 minutos que tuvo el despegue en París. No pude ni siquiera detenerme en el puesto de periódicos y revistas del área de tránsito para comprar algo para mi hermano, siempre hambriento de lecturas, y ni siquiera alcancé uno de los pocos ejemplares de prensa española puestos a disposición de los viajeros, pues fui de los últimos en subir al aparato.
En el Aeropuerto
Internacional “José Martí”, la cola de control de pasaportes no fue esa vez tan
larga y lenta como de costumbre, y como yo no viajaba más que con maleta y
media, no fui sometido a control de equipajes ni tuve que pagar multa de
sobrepeso. Aclaro que quien viaja a Cuba puede no solo verse obligado a pagar
multa de sobrepeso a su compañía de aviación, como al inicio de cualquier
vuelo, sino también al llegar; a la Aduana de la República de Cuba, que fija el
tipo y cantidad de bienes que se pueden introducir en el país. A razón de 10
dólares por kilogramo, o de 100% del costo de los objetos no autorizados (por
lo general equipos electrodomésticos), en 2013 sufrí una “sangría” de 130 US$
que había decidido evitar esta vez. Tan contento quedé de no pagar multa alguna
que cedí al sablazo que me dio la
enfermera sin vergüenza que supuestamente estaba allí para prevenir la entrada
al país de enfermedades contagiosas. Pero fue el único incidente. En el siempre
atestado hall de la terminal 2 me esperaba la amiga europea en cuya casa iba a
alojarme durante mi estancia habanera, y el chófer que ella había contratado cubrió
sin percance el largo trayecto hasta el reparto Miramar.
Como siempre, me
sorprendió la oscuridad que domina gran parte de la extensa capital cubana. Ya
eran cerca de las 10, pero pudimos cenar en uno de los flamantes y a veces
lujosos restaurantes privados que han venido surgiendo en todo el territorio y
que empiezan a relegar el apelativo de paladares
a aquellos cuyo menú es poco refinado, el servicio dudoso y los precios razonables.
La mejoría en la actividad
gastronómica (para todos: cubanos y extranjeros; solo es cuestión de presupuesto)
es lo primero que salta a la vista de quien regresa a Cuba. Y no hablo solo de
la multiplicación de bares, timbiriches,
paladares y restaurantes estatales y
privados (vi uno de construcción enteramente nueva y ostentosa en la calle 17
del Vedado), sino de calidad y variedad. Incluso en zonas populares hay establecimientos,
a veces muy modestos, que ofrecen una excelente comida casera, a precios relativamente
moderados, a una clientela indudablemente compuesta por gente “normal” que
trabaja cerca.
Sorprende
igualmente la cantidad de cubanos que llenan bares y restaurantes finos y caros
(incluso para un europeo), que lucen ropa de marca, celulares de última
generación o tablets, y que gastan con una liberalidad que apesta a dinero fácil;
obtenido no con el sudor de la frente o la chispa del ingenio, sino de los
centenares de millones de dólares que mandan los emigrados a sus familias o producto
de la prosperidad repentina (¿durable?) de esos mismos bares, restaurantes,
convertibles norteamericanos de los 50 que pasean gordos turistas y de la febril
actividad de toda clase de intermediarios entre pescadores, agricultores e importadores
no declarados… Para no evocar actividades menos confesables como el contrabando
(de todo lo que escasea, lo mismo artículos de lujo que los de primera
necesidad que acaparan hábiles especuladores), el desvío de recursos estatales
o incluso la prostitución y el tráfico de drogas.
El embargo
comercial norteamericano (impasible pese a la apertura próxima de la embajada
de Washington en La Habana y viceversa), la balanza de pagos desfavorable, la
falta de inversiones, el alza de precios internacionales y el dinero fácil se
combinan para poner por las nubes los precios de los productos de primera
necesidad (jabón, detergente, dentífrico, aceite…) que solo se pueden comprar
en las tiendas estatales que operan en CUC; ese peso convertible que le cuesta
a un empleado también estatal, 25 de los pesos m.n. (moneda nacional) con que
se paga la mayoría de los salarios. Pero ciertos cubanos no parecen
impresionados por precios a menudo superiores a los de los supermercados de mi
barrio parisino.
En el « lujoso » centro comercial La Puntilla (Miramar), las más rústicas mercancías se apoyan contra una pared decorada con reproducciones de los mejores pintores contemporáneos cubanos. |
Pasé la mitad de
mi estancia cubana en provincias (Santa Clara, Topes de Collantes, Pinar del
Río y Sancti Spiritus) donde la situación económica actual, ritmada por la
famosa « actualización del modelo (socialista) », está lejos de la relativa
prosperidad de ciertos barrios capitalinos. En el interior hay menos turistas, menos coches modernos (o antiguos
remozados), menos dinero rápido. Todo es más modesto y los cuentapropistas proponen
servicios menos refinados, y productos agrícolas, alimentos, herramientas y objetos
artesanales más utilitarios que decorativos, visiblemente toscos y hasta de mal
gusto.
Mi familia y
amigos en el interior son todos funcionarios o jubilados del sector estatal, y
aunque hay diversos niveles económicos entre ellos, ninguno pertenece al mundillo
de los nuevos ricos o de los privilegiados tradicionales. En La Habana fui alojado
por una amiga extranjera que vive en Miramar, barrio donde se halla la mayoría
de las embajadas, residencias de extranjeros -diplomáticos o no-, de altos
funcionarios estatales y privados; aunque también hay cubanos de a pie, pobres
incluidos. Creado en las primeras décadas del siglo xx para sustituir al otrora bucólico Cerro, la mayoría de sus
mansiones datan de los 40 y 50. Junto a las construcciones que evidencian
recursos para conservarlas en (aparente) perfecto estado se ven algunas caries.
La falta de mantenimiento, agravada desde los años 90, es excepcional en
Miramar pero frecuente en algunas partes de La Habana Vieja y en todo Centro
Habana, Cerro y otros barrios alejados de la costa
Vivir en casa de
una funcionaria europea me dio la ocasión de comprobar cuán falsas pueden ser
las ideas que se hacen la mayoría de los cubanos acerca de los extranjeros
residentes en la Isla. En realidad, éstos no consiguen escapar a la mala
calidad de los productos (a menos que los traigan de sus países de origen o que
puedan aprovisionarse en Panamá, México o Miami) pues ya no existe el
Diplomercado que les aseguraba, aún a principios de los 90, mercancías
importadas de gran calidad y variedad. Aunque disponga de un presupuesto muy
superior al del cubano medio, un extranjero solo puede conseguir pescado fresco
o queso si domina los arcanos del mercado negro, y para escapar a las frutas y
vegetales maltratados por el abuso de aceleradores de maduración, ha de disponer
de tiempo, un auto y/o buenos contactos. Mi amiga espera hace meses que le
instalen el teléfono o que le llegue una pieza de repuesto para su automóvil, y
las reparaciones que debe –por contrato- realizar en su casa la empresa estatal
acreditada- tardan igualmente en ser realizadas.
Tras medio siglo
de carencias de toda clase, el cubano ha aprendido a prescindir, sustituir o
seguirle la pista a los productos faltantes. Pero los extranjeros no suelen
disponer del tiempo ni de la red de amigos, parientes y revendedores que les
permitan resolver (verbo de infinitas
connotaciones en Cuba). Un ejemplo simple son los huevos, que asegura en
pequeña cantidad y a bajo precio la “libreta” (carné de racionamiento reservado
a los cubanos, sea cual sea su nivel económico… lo que actualmente genera polémica).
Como son la única fuente barata de proteína, la presencia de huevos en el
mercado “liberado” es siempre de escasa duración y no es raro ver gente con una
especie de bandeja de cartón llena de huevos circulando a pie, en bicicleta, en
transportes públicos. Mi amiga extranjera, que tiene horarios de trabajo
rígidos, a veces pasa semanas privada de tan elemental como útil producto.
Esta inmensa heladera, en principio destinada a yogures, helados y otros productos lácteos se ve regularmente invadida por simples botellas de agua o gaseosa (solo dos sabores) |
Acontecimiento papal
A mi llegada a
Cuba, hacía meses que la papa había desaparecido. La gente hablaba del sencillo
alimento con la boca hecha agua y los humoristas lo evocaban en la prensa y en
la televisión. A fines de febrero, el ansiado tubérculo reapareció; primero en
forma de rumor y después en las manos de especuladores que mostraban algunos
ejemplares, al borde la autopista nacional, con ademanes de narcotraficante.
Finalmente, los camiones de papa estacionaron frente a los agromercados y se
formaron las colas. Cada persona tenía derecho a comprar 25 libras, pero no
faltó quien repitiera la cola o llegara acompañado de varios familiares. Salía
yo una tarde de la Unión de Escritores cuando vi que todo el mundo se
apresuraba hacia el mercado de 17 y K. Hice cola durante cerca de una hora a
fin de aprovisionar a la amiga que tan generosamente me hospedaba. Ella no podía
decirle a su embajador: “Excelencia, déjeme ir a hacer la cola de papa, y de
paso le compro a usted también un par de kilitos”.
Selfie en la cola de la papa |
Tan absurdo me
parecía perder mi tiempo en una cola para comprar papas que decidí tomar
testimonio fotográfico. Una mujer que
estaba detrás de mí en la cola me advirtió, con aire belicoso: « Yo trabajo
en la dirección provincial del Partido y quiero saber para qué usted hace esas
fotos ». Mi primera impresión fue que no estaba bien de la cabeza, pero
una mirada más atenta me permitió identificar la falda oscura y la blusa de
encajes que suelen vestir las recepcionistas de oficinas gubernamentales. Igual
le respondí, bastante molesto: “Soy un ciudadano libre y uso mi cámara como me
da la gana”. Creo que lo que más la sorprendió fue comprender que yo era
cubano, pues después de tildarme de grosero se puso a lanzar pullas: “Miren la
pinta de extranjero que se da… Este no está claramente definido…” y
luego, como me puse a leer para pasar el rato, bufó: “¡Lo que faltaba, un
intelectual!”
Aparentemente mi
expediente estaba completo pues al ver pasar un grupo de militares (que tienen
oficinas en la zona), llamó aparte al de más alta graduación, un coronel, creo,
y le cuchicheó algo. Yo sentí un ramalazo de inquietud y aclaré: « Esta
señora se está haciendo no sé qué ideas sobre mí… », Pero el uniformado me
interrumpió con un gesto tranquilizador y siguió su camino rumbo al sitio
donde, aparentemente, a los militares les despachaban sin necesidad de hacer
cola.
Todavía tardé un
buen rato antes de poder comprar mis laboriosas papas. Durante todo ese tiempo
la pasionaria de pacotilla se aseguró de que yo supiera que no me perdía de
vista. Los demás coleros no
intervinieron en el duelo, pero tomaron posición discretamente: unos me
susurraron “No hagas caso” y otros hicieron mudos gestos de aprobación a la
actitud combativa de la camarada. Era el muy cubano “saber bañarse y guardar la
ropa”. Al marcharme (con mucho menos de los 10 kilos permitidos) dije con mi
mejor sonrisa socarrona: “Usted ve, compañera,
las papas no corren ningún peligro. ¡Buen provecho!”.
En realidad, en
otro contexto la situación hubiera podido avinagrarse. El gobierno cubano sabe
que su decisión de restablecer relaciones diplomáticas con los Estados Unidos
puede ser interpretada por los descontentos y por la oposición declarada como
una muestra de debilidad. Por eso la defensa de « la Revolución » (en
Cuba siempre se escribe con mayúscula) y las críticas al enemigo, trátese del
“imperialismo”, de los “terroristas de Miami” o de la oposición interna (siempre
aludida en términos poco lisonjeros) me pareció más intensa que en mi anterior
viaje, hace apenas dos años, cuando las negociaciones con Estados Unidos eran
todavía secretas.
Mi impresión es que
la gente no presta mucha atención a la campaña ideológica, demasiado ocupada en
defenderse del aumento del costo de la vida, de las carencias y demás problemas
cotidianos; pero es difícil escapar a las continuas referencias al « Líder
histórico de la Revolución », ese mismo Fidel Castro que no aparece ya en la
televisión y ni siquiera publica tan seguido sus pequeños editoriales en Granma,
el órgano oficial del Partido Comunista (el único permitido). A menos que se
renuncie a la radio, la televisión y los periódicos, es totalmente imposible no
estar al corriente de las actividades de los « cinco héroes anti-terroristas »,
los agentes del contraespionaje cubano capturados y condenados en Estados
Unidos a largas penas de prisión cuya liberación, al mismo tiempo que el anuncio
del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países casi opaca
la trascendencia de este último acontecimiento. No hay día en que no se hable
de « Los Cinco », no hay ciudad que no se adorne con sus fotos, ni
semana en que una nueva condecoración u homenaje no les sea rendido por
sindicatos, organizaciones de masas y profesionales… incluida la Orquesta
Sinfónica Nacional ¡y hasta el premio “a la Humildad” de literatura infantil!
El 24 de febrero,
aniversario 120 del inicio de la segunda guerra de independencia, el quinteto
recibió, en ceremonia solemne, la más elevada distinción del país, la orden Héroe
de la República de Cuba.
Primera estancia habanera
En mi primera
jornada cubana no fui más allá de algunas cuadras en torno a la casa de mi
amiga en Miramar. Bastó, no obstante, para notar la proliferación de
restaurantes y bares (algunos en construcción) y de hostales, que en este
barrio aprovechan la elegancia de los “chalets” de los años cincuenta para
atraer turistas de mayor presupuesto, entre otros emprendimientos privados (peluquerías,
fotógrafos-impresores, vendedores ambulantes de frutas, vegetales y golosinas)
o estatales (confortables residencias para estudiantes extranjeros, comercios
de diverso tamaño en moneda convertible, oficinas de “corporaciones”), todo ello
reflejo de la nueva coyuntura económica y de sectores de población que consumen
sin complejos. Al mismo tiempo, me sorprendió ver los atildados negocios bastante
vacíos. No tardé en comprender que es algo inherente a Miramar, uno de los
barrios menos densamente poblados de la capital cubana. Más incluso que los
negocios, están desiertas las calles del barrio.
Solo el miércoles
emprendí mi primer “viaje” a La Habana (Miramar está en pero no es La
Habana). En la estratégica esquina de 3ra y 10 me monté en uno de los taxis
colectivos (nadie sabe por qué se les llama almendrones)
que suben hasta la avenida 31, situada en realidad a solo tres cuadras, dada la
configuración triangular que la desembocadura del río Almendares impone a esta
parte de la urbe capitalina. Tras cruzar el estuario por uno de los túneles
gemelos (el otro, el de 5ª avenida, está reservado a los autos particulares...
muchos de ellos diplomáticos u oficiales) se entra al Vedado. Resistí la
tentación de bajarme en el que fuera mi barrio y seguí hasta el final del
recorrido: el siempre bello Paseo del Prado y el inmenso Capitolio, que marcan el
límite entre La Habana Vieja (la antigua ciudad intramuros) y Centro Habana (el
sector más populoso de la capital y, por tanto, de toda Cuba).
El trayecto
cuesta 10 pesos de Mirarmar a los límites del Vedado con Centro Habana, y 20
hasta las puertas de La Habana Vieja. Para un extranjero es una bicoca (menos
de un dólar), pero muchos son los cubanos que no pueden permitírselos, pues el
salario medio apenas rebasa los 400 pesos. Por apenas 40 centavos se puede
hacer el mismo trayecto en ómnibus urbano; pero hay que esperar un lapso impredecible
antes ver llegar un vehículo ruidoso, vetusto y probablemente repleto. Las
monedas de 20 centavos escasean y las de 40 son prácticamente piezas de museo (como
la imagen que portan: la de Camilo, el bello comandante que la revolución perdió
antes de cumplir un año); por eso casi todo el mundo entrega sin discutir una
moneda de a peso (un “peso amarillo”) a cobradores que no son empleados de la
empresa de ómnibus (estatal) sino una especie de mafia que se reparte con los
choferes los 60 centavos de más. Este es uno de los tantos negocitos que las
autoridades toleran a fin de compensar el despido de cientos de miles de
trabajadores que fue la primera medida, de choque, de la reforma económica
conocida como “actualización del modelo”.
Mi intención
inicial era permanecer solo tres días en La Habana y luego seguir hacia Santa
Clara donde mi hermano, su esposa e hijos habitan la que fuera casa familiar
(yo fui el primero en romper el “núcleo” al casarme por primera vez en 1981 e
instalarme en Santiago de Cuba, a 687 km de distancia). Pero la intensa
actividad literaria me retuvo en la capital durante 10 días. Aún la Feria
Internacional del Libro no había comenzado, pero el premio Casa de las Américas
anunciaba mesas redondas de sus jurados y un acto de premiación que tendría
lugar entre la tertulia consagrada a mi amigo Luis Cabrera Delgado en la más
bella librería de La Habana (la “Fayad Jamís” en la muy turística calle Obispo)
y un encuentro con Leonardo Padura en la Unión de Escritores.
Hace 26 años, la
última vez en que mi presencia en Cuba coincidió con el premio Casa, éste era
el evento literario más importante de Cuba y de buena parte de América. Las
cosas han cambiado, pero en el jurado de literatura infantil figuraba mi
admirada Ema Wolf, a quien no veía desde que dejé la Argentina en 2004, junto
al ecuatoriano Edgar García y al dramaturgo y director teatral cubano Rubén Darío
Salazar. Este último se declaró feliz de ver en la sala «a uno de nuestros
grandes autores » y grande fue mi sorpresa al saber que se refería a mí. No
sabía yo que me había leído en su infancia y mucho menos que me tuviera en tan
gran estima. En realidad, siempre me asombra recibir tales muestras de reconocimiento
en un país donde la mayoría de mis libros no se consigue.
Al día siguiente
me enteraría de que el Premio Casa de literatura infantil había sido concedido
a una novela de mi paisana Mildre Hernández. Pese a haber otro cubano premiado,
ella resultó la única autora presente en el muy deslucido acto de premiación. Si
Mildre se alegró de ver en la sala a un amigo venido de tan lejos, más me
alegré yo de ver su joven carrera reconocida a ese nivel. Es la segunda autora villaclareña
en ganar el codiciado premio, y la primera en lograrlo en la categoría de
libros para niños y jóvenes, que es una de las más difíciles porque pueden
competir cuatro géneros bien diferentes:
poesía, novela, cuento y teatro. Situación similar solo se presenta en las
categorías de Literatura Brasileña y Literaturas del Caribe.
Mildre Hernández recibe los aplausos del jurado y del presidente de la Casa de las Américas, el poeta Roberto Fernández Retamar |
Quien me adelantó
la identidad de la ganadora del premio Casa fue Luis Cabrera Delgado, durante
la tertulia « Libros a la carta » que su creador, el avezado promotor
Fernando Rodríguez Sosa, le dedicó con motivo de sus 70 años. Cabrera es uno de
los más prolíficos y reconocidos autores cubanos de literatura infantil, aunque
su obra incluye también novelas para adultos, teatro y otros géneros. La tertulia
está concebida como un recorrido al conjunto de una obra, pero arrojó
particular luz sobre el volumen-homenaje Seis caras de una infancia que reúne
seis de las mejores novelas del autor, quien dedicó los minutos finales a presentar
el lujoso volumen Te regalo el mar donde él mismo acaba de compilar cuentos de
tema marino, de autores de todo el continente, para los niños de Bolivia; único
país del hemisferio occidental que, como Paraguay, carece de acceso al mar. El
volumen incluye uno de mis raros textos marítimos (Cuba es una isla, pero yo
soy de “tierra adentro”), pero mi ejemplar solo llegaría a Cuba meses más tarde
y aún no lo tengo en mi archivo. Bellamente ilustrado y sólidamente
encuadernado, el libro será distribuido gratuitamente a los escolares de toda Bolivia.
Cada actividad
literaria en la que participé, fue la ocasión de reencontrarme con viejos
amigos y colegas. En la librería Fayad Jamís, con Fernando Rodríguez Sosa, el
bibliotecario Adrián Guerra Pensado, el poeta Alberto Peraza y la narradora
Magaly Sánchez, por un lado, y con los jóvenes Eudris Planche (narrador) y
Denise Ocampo (investigadora literaria). Días más
tarde, en el Pabellón Cuba con el novelista cubano residente en Londres, Pedro
Pérez Sarduy, y en las inmediaciones de la UNEAC con el narrador y músico Felipe
Oliva y el escritor de Curazao Leo Regal.
El encuentro con Leonardo
Padura forma parte de un programa de promoción que lleva a cabo la sección de
la literatura policial de la Asociación de Escritores. En este caso, un grupo
de investigadores resumieron sus respectivas contribuciones a un futuro libro sobre
el más internacional de los actuales escritores cubanos. Abriéndome paso entre
los muchos admiradores de Padura, conseguí me dedicara el ejemplar de su última
novela, Herejes, que había comprado en la sección de libros en español
de la FNAC en París. La edición cubana aparecería, tras los habituales rumores
e incertidumbres en torno a sus libros, durante la feria del libro. Mucho menos
segura era la presentación pública del filme franco-hispano-cubano “Regreso a Ítaca”,
basado en la parte más actual de otro de sus excelentes libros, La
novela de mi vida.
Durante esa
primera estancia en la capital, y en las dos que la siguieron, tras sendos
regresos al centro del país y mi breve estancia en Pinar del Río, siempre
encontré la ocasión de, parafraseando el programa de televisión de Eusebio
Leal, el Historiador de la Ciudad, “andar La Habana”. Allá viví entre 1971 y
1974, cuando cursaba el pre-universitarios en el internado “Carlos Marx”, y entre
1985 y 1989, época en que me desempeñé como especialista literario del Cerro y
guionista en Radio Progreso. Pero además visité la capital incontables veces,
siendo niño y ya adulto. Hoy probablemente conozco mejor París que La Habana
(una ciudad más grande y diversa que la capital de Francia); entre otras cosas
porque las guaguas han cambiado de
denominación y recorridos. Camino mucho, demasiado, por sus aceras destrozadas
(por las filtraciones y reparaciones ineficientes en La Habana Vieja y Centro
Habana, y por las raíces de los añosos árboles del Vedado, Miramar y Marianao),
cuando no se trata de las calles, a menudo despobladas de vehículos o
declaradamente peatonales.
No solo deambulé
por el mero placer de recorrer de nuevo las calles que tan bien conozco (o
descubriendo lo que ha cambiado, lo que he podido olvidar o lo que nunca vi;
que lo hay), también corrí de un lado a otro en busca de libros (mi principal
ocupación) en las diversas librerías cercanas a la Plaza de la Catedral, tras
una oferta cultural (el Teatro Martí, reabierto hace un año tras 40 años de
olvido), a una cita con amigos (en la escalinata de la Colina Universitaria) etc.
Pero siempre con los ojos bien abiertos y casi siempre con la cámara presta. Ya
me quedaban pocos días en Cuba cuando acudí, por ejemplo, a los estudios de
Radio Habana, en el magníficamente restaurado edificio que fuera la Lonja del
Comercio, a fin de ser entrevistado por Fernando Rodríguez Sosa en su hermoso
programa Invitación a la Lectura.
¿Cuba es La Habana y lo demás, áreas verdes?
Esta es una vieja
boutade cubana, reflejo de la
altanería habanera y de la real distancia que existe entre la capital y el
interior (que los capitalinos suelen llamar despectivamente “el campo”, incluso
cuando hablan de una ciudad como Santiago de Cuba, con medio millón de
habitantes, o Camagüey y Holguín, que superan los 300 000). Para viajar a
Santa Clara me trasladé con mi enorme maleta, en un taxi llamado por teléfono,
hasta un costado de la Terminal de Ómnibus Nacionales, junto a la Plaza de la
Revolución, donde estacionan los taxis colectivos que comunican La Habana con
las grandes ciudades más próximas: Pinar del Río, Matanzas, Cienfuegos… El
precio es superior a los autocares para cubanos, pero las salidas son más
frecuentes, no requieren reservación anticipada y el pasajeros puede descender
en la puerta de su domicilio. En mi caso, el recurso es casi obligatorio puesto
que los expatriados y extranjeros no podemos utilizar los vehículos de la
empresa Astor (en moneda nacional) sino que hemos de utilizar los de la
compañía Vía Azul, que estacionan en Nuevo Vedado. Ciertamente se viaja más
cómodo, pero las salidas son menos abundantes y en fin de cuentas sale más caro.
Tras solo dos
años de ausencia encontré a mi ciudad casi natal bastante demacrada. Sin los
recursos que aporta el turismo a ciudades como La Habana o Trinidad, sin esa
mezcla de amor local y dinamismo propio de Sancti Spiritus y sin la actividad
industrial de Cienfuegos, la villa más poblada del centro de la Isla no ha
podido consolidar muros o poner una capa de pintura en los últimos 24 meses.
Sí Santa Clara no
está en las mejores condiciones, tampoco se rinde. También allí se ven nuevos
bares y restaurantes, algunos muy agradables; conozco dos librerías
independientes (de amigos escritores) y se pueden tener sorpresas como hallar
en lo que resta del clausurado cine Villaclara un grupo de jóvenes que ensayan,
entre el polvo, las ruinas y el calor, una endiablada coreografía a ritmo de
mambo, o visitar el atípico centro cultural El Mejunje que, entre otras muchas
cosas, fue el primero en presentar espectáculos de trasvestis y aceptar a la
comunidad LGBT.
Es que el dinamismo de Santa Clara no es
material sino intelectual. Además de poseer la tercera universidad del país, la
vida literaria local cuenta con una nómina de escritores y una agenda de
actividades literarias con pocos equivalentes en el resto del país. La tarde
misma de mi llegada, tenía lugar una presentación de un ensayo, con músicos y
poetas invitados, en el Parque de las Arcadas (muy vinculado a las actividades
literarias desde 1979, época en que yo mismo, siendo especialista literario
municipal, inauguré allí los sábados del libro). Dos semanas más tarde un
torrencial aguacero obligó a trasladar el homenaje a Mildre Hernández que acaba
de comenzar, a la galería de arte contigua a la librería de la peatonal calle
Independencia (otras tantas razones que hacen tan cultural el mentado parquecito).
Mildre y sus amigas Leidi Hernández y Maylén Domínguez, también jóvenes
autoras, leyeron sus textos. Fue un encuentro concurrido y cariñoso que compensó largamente la frialdad
de la entrega del diploma de la Casa de las Américas. Como para que nada
faltara, asistió el único miembro del jurado que no se hallaba aquella noche en
la institución habanera. El matancero Rubén Darío Salazar se hallaba en Santa
Clara con su grupo de Las Estaciones, que llenó el viejo teatro La Caridad con
toda la modernidad, la imaginación desbordante y la música de su espectáculo
“Cuento de amor en un barrio barroco”.
Durante los
escasos 21 días que sumaron mis dos estancias en Santa Clara asistí a un
intenso debate entre miembros de la Asociación “Hermanos Saíz” de Escritores
Artistas Jóvenes y el investigador Jorge Fornet a propósito de su libro sobre
el llamado Quinquenio Gris (la época maoísta de la cultura cubana, que duró más
de la mitad de los años 70); los términos “censura” y “libertad de expresión”
fueron pronunciados allí con absoluta claridad. También estuve en la
presentación de Dos cuentos de Hans Christian Andersen, volumen bilingüe
editado por Álvaro Castillo Granada, propietario de la editorial independiente
San Librario y mejor amigo colombiano de Santa Clara. La librería “alternativa”
que el escritor policíaco Lorenzo Lunar tiene abierta hace varios años con el
bien escogido nombre de “La Piedra Lunar” estaba tan llena que, por primera vez
en mi vida, asistí a un encuentro literario a través de una ventana. Es cierto
que la librería es muy pequeña, pero eso no le impide tener una gran
convocatoria y reservar un rincón para exponer algo del trabajo del ilustrador Ricardo Reyes.
En todo caso,
había más gente en La Piedra Lunar que en la sede provincial de la UNEAC el día
en que impartí mi conferencia “¿Es posible traducir la literatura cubana?”. En
parte por un título que pudo hacer creer que el tema solo podía interesar a
traductores y en parte por una tardía y deficiente difusión, nos reunimos en
“petit comité” varios escritores e investigadores, buenos y fieles amigos. Uno
de los que, no obstante, conocí esa tarde, me dijo: “¡Como van a lamentar todos
los que no vinieron!” Es que mi intervención trataba esencialmente sobre de las
posibilidades y dificultades de publicación de literatura cubana en el
extranjero, algo que le quita el sueño a cuanto escritor conozco en la
Isla.
La Biblioteca
Provincial “Martí” celebró sus 90 años con una bonita ceremonia. Como ya es tradición,
unos días después sostuve un encuentro con los niños del taller literario de la
biblioteca… del cual fui coordinador entre 1976 y 1981 y que he seguido
visitando regularmente, tanto cuando vivía en otras ciudades cubanas como
cuando regreso desde el extranjero. Esta vez dialogué con un grupo de alumnos
de sexto grado que habían leído mi novela La
leyenda de Taita Osongo (en la edición de 2010, pues la nueva edición aún
no había aparecido) y tuvieron las primicias de Concierto n°7 para violín y brujas, y de Había una vez un espantapájaros, un libro publicado a fines del año
pasado en Bogotá, pero cuyos tres primeros ejemplares me los acababa de traer
una amiga desde Colombia. La Biblioteca “Martí” no posee quizás tantos libros
míos como la colección de autores cubanos que atesora Adrián Guerra Pensado en
la biblioteca “Rubén Martínez Villena” de La Habana, pero en cambio posee una
colección exclusiva de manuscritos, folletos y recortes de prensa de y sobre mi
trabajo.
Esta vez extendí
mis “larguezas” a la biblioteca del arzobispado, que posee en la actualidad no
solo el local más apropiado a las funciones de una biblioteca, sino la
colección más actualizada y rica de Santa Clara. Gracias a las donaciones
internacionales sus medios son infinitamente superiores a los de las
bibliotecas públicas cubanas que, pese a una magnífica trayectoria, tienen sus
fondos en peligro no solo por la falta de recursos para protegerlos de las
agresiones del clima tropical, y para actualizarlos y numerizarlos, sino por el
comportamiento egoísta e irrespetuoso de sus usuarios, que no dudan en robar o
mutilar ediciones que a menudo son insustituibles. En la biblioteca diocesana
me atendió mi estimada Charín, ex bibliotecaria de la Biblioteca “Martí” que
dirigiera su madre, la también tardía autora de libros infantiles, Rogelia
Cárdenas.
Pese a sus casi
250 000 habitantes, Santa Clara no es una ciudad muy extensa. Si no fuera
por la existencia de algunos barrios alejados (sin motivo alguno, pues abundan
las áreas urbanas baldías) sería fácil recorrerla a pie. En cada uno de mis
viajes veo pocos ómnibus de las 14 rutas que (¿existirán todavía aunque sea
nominalmente?) poseía a fines de los 80. Los principales medios de transporte
son las bicicletas, los carretones de caballos y los ciclomotores. Pero, como
en toda ciudad cubana, de vez en cuando se ve pasar un vehículo exótico. En
estas fotos se puede identificar varios automóviles sudcoreanos (flamantes) y
soviéticos (curtidos), una tosca guagua
Girón V (carrocería criolla sobre chasis de camión soviético), un autocar
General Motors de los 50 que comparte calle con un carretón de caballos, y
hasta un veterano y aristocrático Jaguar… entre vehículos de dos, tres y cuatro
ruedas a tracción humana… y caprina.
En todo caso, yo
me muevo casi exclusivamente en bicicleta. Hace dos años le compré a mi sobrino
una montañesa… que tengo el derecho
de usar como propia cuando estoy en Santa Clara.
Circunvoluciones centrales
En realidad, esa
vez solo permanecí tres días en Santa Clara. Mi hermana bajó el sábado de Topes
de Collantes, pueblito de montaña donde vive hace unos 20 años, y la acompañé
en su viaje de regreso, a fin de conocer a mi sobrino-nieto, de apenas año y
medio, y visitar a la madre y el padre del benjamín. No voy a extenderme sobre
los encantos de mi bello e inteligente sobrino-nieto (aunque soy tan poco dado
a este tipo de explaye que el amable
lector puede creerme). Tras unos escasos minutos de timidez, Samuelito decidió
apropiarse de mi persona y mis bienes. Al día siguiente ya le había agotado la
batería al autito que le llevé, pero seguía considerándolo más interesante que
Míster Reno, el peluche que me había costado el doble (los niños cubanos no
saben lo que es un objeto transicional).
Topes (oí decir
que le han quitado “el apellido”) está a 800 metros de altura, en la zona del
macizo del Escambray cercana a la turística ciudad de Trinidad. El presidente
golpista Fulgencio Batista fundó allí, en el año de mi nacimiento, un inmenso sanatorio
(al que le puso su nombre) para enfermos de tuberculosis, y a sus pies se
construyó una veintena de coquetos chalets y dos edificios de apartamentos para
un turismo de montaña que a los cubanos nunca ha interesado. Siempre me pareció
raro escoger uno de los lugares más fríos de Cuba para personas con problemas
respiratorios. Fidel Castro habrá pensado lo mismo pues decidió instalar allí,
en 1962, la segunda de sus inmensas escuelas de formación de maestros. Mis
padres formaron parte del primer claustro de formadores y se trasladaron allí
con bienes y familia. Supongo que el peligro constante de los ataques de la
guerrilla anticastrista, que infectaba el Escambray, convenció a mis padres de
que era mejor volver al llano, y en septiembre los niños comenzamos el nuevo curso
escolar en Santa Clara. Lo que nadie imaginó fue que mi hermana se volvería topense
casi treinta años después, cuando la recién creada Unidad Universitaria de Montaña
le ofreció el techo que ella y su flamante esposo anhelaban. Allí nació mi
sobrina y, aunque divorciada, permaneció mi hermana hasta ahora, cuando su
facultad está a punto desaparecer por falta de alumnos.
Si el antiguo
edificio del sanatorio ha encontrado un destino que une pasado y presente (es
un “curhotel” destinado al turismo médico) y los chalets se conservan en buen
estado (aunque nunca he visto turista alguno, ni sano ni enfermo, en casas como
la que habitó mi familia en 1962), los edificios de apartamentos que albergaran
a los estudiantes de magisterio en la misma época están en ruinas hace años. El
futuro de Topes parece indisociable del turismo ecológico. Las cascadas y los
senderos de montaña son sus principales atractivos; aunque el microclima ya no
es tan templado ni el bosque tan tupido como antes. De momento, no parece haber
una alta tasa de ocupación en los dos hoteles y la mayoría de los turistas se
hospedan en Trinidad, subiendo en camiones militares reconvertidos al treking,
para excursiones de unas pocas horas.
En cada una de
mis visitas, me he interesado en cuanto hay de visitable: la colección de
pintores contemporáneos que casi nadie visita, la librería que jamás he
encontrado abierta, el antiguo anfiteatro construido en el declive natural de una
ladera que la vegetación reconquista, la semi-abandonada represa (en otros
tiempos custodiadas por nogales y avellanos), las casas del café y de las
infusiones (en Topes se da el cacao pero, inexplicablemente, no se explota) y,
sobre todo, las cascadas. La última que me faltaba conocer, la Batata, la
visité este año en compañía del joven esposo de mi adolescente sobrina. Pero el
placer del recorrido fue amargado por la penosa situación de mi mediatizada cubanidad.
En Topes está
establecido que sus habitantes tienen derecho a visitar libremente las
cascadas. Los turistas nacionales deben pagar cinco pesos m.n. y los
extranjeros dos CUC. Mi concuñado andaba, como es su costumbre, sin documento
alguno de identidad, pero su aspecto, acento y ropas identifican como topense.
Yo esgrimí mi carné de la UNEAC y, como no bastaba para equiparar la ausencia
del sagrado Carné de Identidad, saqué el que me acreditaba hace 26 años como
empleado de Radio Progreso. Pero nada, el custodio de la cascada insistía:
“usted no es de aquí” y que tenía que pagar en moneda convertible. La discusión
fue subiendo de tono, pues mi concuñado es joven y fogoso, y yo, por principio,
estaba tan poco dispuesto a ceder como el custodio. Al fin, exclamé:
“¡Compadre, ¿usted me va a decir a mí, con su experiencia, no sabe distinguir a
un tipo de aquí de uno de afuera?!” Mi tono campechano y la “guataquería” (adulonería
en cubano) fueron más convincentes que mis precedentes argumentos. El custodio
no solo nos dejó pasar sino que a la vuelta ya nos trataba como si fuésemos sus
compadres.
La visita valía el
esfuerzo físico, pero no la discusión. La sequía tenía muy disminuido el caudal
de la cascada, pero incluso así llegar hasta la poceta que se disimula tras la
gruta se reveló peligroso, pues no teníamos un calzado capaz de no resbalar en
el estrechísimo y húmedo friso, y el calor ambiente no conseguía compensar lo
frío de una zambullida para alcanzar a nado el agujero del fondo.
Para subir a
Topes mi hermana y yo habíamos utilizamos la vía más cómoda: una guarandinga (camión adaptado al
transporte de personas) apodada La Comandancia que las fuerzas armadas,
administradoras de esa zona estratégica que parece ser (nadie sabe por qué)
Topes de Collantes, ponen gratuitamente a disposición de sus empleados, de los
residentes y de los turistas del curhotel. Tanto que me fastidian en todas
partes para que pague como extranjero, y cuando recorro medio centenar de
kilómetros loma arriba ni siquiera me cobran un centavo. Bajar no es tan fácil
y nunca sé cómo lo haré. Esta vez me acompañó mi hermana, que debía
hacer unas gestiones en Trinidad. Después de desesperar un poco en la única
carretera que atraviesa el pueblito, un camión de pasajeros nos condujo hasta
el centro de la perla colonial de Cuba.
Trinidad es un milagro. A principios del siglo XIX era la
villa más rica del país, gracias a sus fértiles tierras, masivamente dedicadas
al cultivo de la caña de azúcar. Los centenes de oro entraban a raudales y la
“sacarocracia” local se construyó palacios y casonas de estilo pseudo mudéjar o
neoclásico que se conservaron casi sin reformas cuando la crisis de los años
1850 y las guerras de independencia (1868-1898, con una tregua 17 años) les
redujeron drásticamente el nivel de vida. Cuando empezó el boom turístico de
los 90, Trinidad ya era un polo turístico. Hoy entristece ver que los artesanos
se copian unos a otros y que falta autenticidad en su manera de trabajar e
incluso dirigirse a los turistas. En ciertos sectores del arte y en casi la
totalidad de la artesanía cubana, el patrón de medida es un turista cuyo
paternalismo y falta de exigencia y cultura, rebajan el nivel de una producción
que los cubanos desprecian, pero que les da de comer. Malsana ambigüedad de la
que unos pocos se dan cuenta. Como aquel joven pintor que en 2011 advirtió mi
desinterés por lo que exponía en el umbral de su casa-taller y me invitó a ver
en el interior su verdadero trabajo… mil veces más sustancioso.
Contrariamente a lo que esperaba, dejar Trinidad fue más
fácil que partir de Sancti Spiritus. En el primer caso casi me salió al paso el
moderno automóvil que me trasladó por apenas 2 dólares. En el segundo tuve que
pagar 6 por el derecho a perder tres horas en la terminal de ómnibus. Yo no
había tenido en cuenta que Sancti Spiritus es la capital de la provincia donde
se halla Trinidad y que si la distancia hasta Santa Clara, solo excede en 20
kilómetros a la que separa las localidades antes mencionadas, las relaciones
comerciales, administrativas y otras no justifican el vals de almendrones interprovinciales que yo
había previsto. De hecho, no había ningún auto. “Si acaso, en el hospital”, me
dijeron, y enseguida me me propusieron uno para mi uso exclusivo por 25 o 30
CUC, cosa que decliné inmediatamente, y no solo porque no tenía encima
semejante suma. Era poco menos de una de la tarde, y media hora después partía
un ómnibus de Astro, pero aunque se fue con asientos vacíos y propuse pagar una
plaza al precio, siete veces más elevado, de la compañía reservada a
extranjeros, me dijeron que no, que tenía que esperar al carro de Vía Azul que
pasaría tres horas más tarde.
Cuando al fin, con media hora de retraso, el flamante
autobús Yutong (la misma marca china que usa Astro, pero en modelo más moderno
y provisto de climatización) me abrió las puertas, descubrí que éramos solo
cinco o seis viajeros. Por supuesto, a nadie le pasó por la cabeza preguntar si
había algún cubano ordinario condenado a esperar X horas por una salida de
Astro hacia Santa Clara. Lo verdaderamente kafkiano es que si una persona sin
pasaporte alguno está dispuesta a pagar en CUC, puede subirse a un Vía Azul.
Somos los que carecemos de Carné de Identidad quienes nos vemos impedidos de
trepar a un Astro.
En el turbión editorial
Hasta 1989, la
edición cubana estuvo estrictamente centralizada. Fuera de la capital solo
existía la editorial Oriente, que consiguieron los pujantes intelectuales de
Santiago de Cuba en 1971 gracias a la intervención de Juan Almeida Bosque, el
más santiaguero de los comandantes de la
Revolución (título reservado a los líderes históricos, que alcanzaron el
prestigioso grado militar durante la lucha armada contra la tiranía de
Batista). Uno de los pocos aspectos positivos del llamado Período Especial fue
la creación de editoriales en todas las provincias, lo que ha incrementado la
diversidad literaria en el país. Por esas cosas raras que ocurren en Cuba, a
veces un libro de provincias cuenta con mejor papel, mejores tintas y mejor
impresión que un libro “nacional”, pero no de buena distribución.
En Cuba la única
temporada literaria digna de ese nombre comienza con la FILH, en febrero, y
sigue con las ferias provinciales y municipales, que se extendieron esta última
edición hasta mayo. La mayoría, o por lo menos los más importantes, de los
libros cubanos se imprime entre fines de cada año y principios del siguiente.
Esto provoca atoros en las imprentas y no pocos problemas de distribución. Me
contó un autor que fue invitado a presentar su libro en cuatro ferias sucesivas
y solo en la última, dos meses después, consiguió ver los ejemplares de su obra
en manos de los lectores. También me contaron de alguna obra cuyo segundo tomo se
puso a la venta antes que el primero.
Pese a la
creciente exigencia de realismo económico y de búsqueda de la rentabilidad, en
Cuba todavía no existe un verdadero mercado del libro. No se publican más
ejemplares de los libros de alta demanda, y se abusa en la edición de obras “de
interés político-social” que luego se mueren de tristeza en las estanterías. Las
fábricas e importadoras de papel, las imprentas, las editoriales, las librerías
y las bibliotecas han pertenecido tradicionalmente al estado, que es quien
también ha pagado actividades de promoción, derechos de autor (a través de sus
editoriales) y hasta salarios (muchos escritores son funcionarios culturales). Solo
recientemente, la descentralización entreabre ligeramente ese círculo cerrado
donde la realidad económica no tenía sentido. Los derechos de autor se pagaron,
hasta principios de los 90, sobre la base de la extensión del original. Así, mi
cuarto libro cubano me reportó apenas 400 pesos (15 dólares en 1999) puesto que
el manuscrito contaba solo 15 folios. Que la tirada fuera de ochenta mil
ejemplares (recaudando 250 000 pesos) no tuvo ninguna influencia en mis
ingresos. Unos años después se instauró un nuevo sistema de remuneración cuya
lógica me escapa, pero parece tener en cuenta la notoriedad del autor, pero sin
relación alguna con la tirada puesto que no se trata de ceder al autor un
determinado porcentaje sobre las ventas. La primera edición de “La leyenda de
Taita Osongo” (Ediciones Capiro, 2010) que solo contó 800 ejemplares, me
reportó lo mismo que la segunda (Ediciones Matanzas, 2014) que, sin embargo, es
de 4 000 ejemplares. Es que una editorial cubana no decide la tirada en
función de la demanda estimada, sino en función del papel disponible. El muy
loable Fondo para la Cultura, que permite financiar ediciones poco rentables
como las de poesía o ensayo, y compensar las pérdidas que genera la subvención
de los libros infantiles, conduce a veces a paradojas como la que acabo de
referir. Sobre todo porque el Fondo es en pesos m.n. y que papel, tintas, etc.,
son importados o producidos con moneda convertible.
Descubrí la segunda versión cubana de La leyenda de Taita Osongo en el Pabellón Cuba, la librería efímera más grande del Caribe |
Fuera de alguna
rara librería en CUC y de las mesas de saldos de la Feria Internacional del
Libro, el lector cubano solo tiene acceso a las ediciones cubanas. La razón
principal es menos la barrera de
protección ideológica que la limitación financiera. Las editoriales cubanas
no disponen de fondos en moneda convertible y solo pueden pagar derechos en
pesos m.n. (ni siquiera en CUC, el peso parcialmente convertible) al autor o su
representante, que deberá presentar personalmente el cheque en un banco de la Isla.
Los raros autores extranjeros y cubanos residentes en el exterior que llegan a
publicar en Cuba son amablemente invitados a ceder sus derechos y aceptar por
toda retribución 50 ejemplares de la obra (que mal veo le manden por correo
internacional). Quizás por un descuido en la redacción de su reglamento, los
bancos exigen la presentación del “carné de identidad” y no de un “documento de
identidad”. Puesto que los residentes solo tenemos pasaporte cubano, mucha
gente cree que es simplemente imposible pagarnos los derechos de autor.
Lo cierto es que mis
compatriotas (incluso muchos de los que han viajado al extranjero) están
convencidos de que fuera de Cuba es fácil ganarse la vida… lo que alimenta
tanto malentendido entre los locales y los visitantes de quienes todo se espera
casi a cambio de nada. Por eso no me sorprendió que uno de mis editores me dijera
en un e-mail: “… no podemos pagarte los derechos, pero creo que no te
importa…”. Debí aclararle que sí me importaba, y no solo por una cuestión de
principios, sino porque los 200 o 400 dólares en juego eran tan “dinero” para
mí como para él mismo. Sin entrar en detalles sobre mi economía personal, le
recordé que en Cuba me esperaban mis dos hermanos y sus respectivas familias, víctimas
de las mismas necesidades que cuanto cubano vive de su salario estatal; pero
que además, muchos de los precios que se practican en la Isla son más elevados que
en Francia (en particular los artículos de primera necesidad de las tiendas en
CUC) y que, lejos de “perdonarnos” una que otra cosa, los expatriados nos vemos
obligados a pagarlo todo (entradas a museos y espectáculos, transportes
interprovinciales, hospedaje…) como cualquiera de esos turistas que regresan
escandalizados porque Cuba les sale globalmente más cara que cualquiera de las
islas vecinas. El caso es que gasté bastante tiempo en Cuba (innúmeras llamadas
y correos) en convencer, con el apoyo del mismísimo Instituto Cubano del Libro
y el antecedente de todos mis libros cubanos recientes, que mis dos nuevos
editores podían lograr lo mismo que la editorial Capiro, de mi casi natal Santa
Clara, no tuvo dificultad alguna en hacer en 1996, 1999 y 2011.
Mis actividades
profesionales comenzaron oficialmente con las Jornadas Internacionales de Literatura
Infantil y Juvenil que tuvieron lugar en el hotel Habana Libre. Medio centenar
de personas asistieron cada día a un evento que, en plena Feria Internacional
del Libro, competía con otras citas en
torno el libro, la literatura y la lectura.
Algunos ponentes del segundo día de las Jornadas de LIJ: Amparo Andrade, Julio Llanes, Diego Lebro, Luis Cabrera Delgado, Joel Franz Rosell y Esteban Llorach |
Entre los participantes
estaban varios especialistas extranjeros: el chileno Manuel Peña Muñoz, los
colombianos Amparo Andrade y Diego Lebro, los argentinos Rosana Cesaroni, Silvia
Pallone y Claudio Ledesma, y varias personalidades de literatura infantil y
juvenil cubana: Ivette Vian, Nersys Felipe, Luis Cabrera Delgado, Julia
Calzadilla, Esteban Llorach, Enrique Pérez Díaz, Teresa Cárdenas, Julio Llanes,
Sergio Andricaín…
Alguien me informó que mi novela La leyenda de Taita Osongo estaba a la
venta en el Pabellón Cuba, la segunda sede en importancia de la Feria
Internacional del Libro y que tiene la ventaja de hallarse a cien metros del
hotel Habana Libre. Aproveché la exposición de un ponente aburrido para ir a
comprar una docena de ejemplares que repartí entre colegas cubanos y
extranjeros. Es una de las indudables ventajas que tenemos los expatriados y
extranjeros en Cuba: los libros infantiles cuestan centavos de euro y la
mayoría de los libros para adultos, un euro o dos. Mis colegas en la Isla
raramente pueden corresponder de la misma manera, por lo que en cada viaje me
gasto cientos de pesos m.n. (el equivalente a tres libros franceses) en los libros
con los que intento mantenerme actualizado. Mi maleta prácticamente no contiene
otra cosa al regreso... fuera de las tres botellas de ron reglamentarias y unas
pocas artesanías para mis amigos franceses.
En las Jornadas
hubo de todo, incluido un breve apagón, que no logró interrumpir a Luis Cabrera
Delgado. A la luz de un par de celulares prosiguió con su comunicación, sin
dudas la más brillante del programa
académico. Sin incidentes técnicos, pero con muchas risas y aplausos, fue
el diálogo entre Sergio Andricaín e Ivette Vian, una de las pioneras de la
literatura infantil cubana, quien cuenta con una actualidad siempre inventiva y
exitosa.
Las
Jornadas Internacionales de Literatura Infantil, que el cuentacuentos argentino
Claudio Ledesma organiza y financia en varios países (esta es solo la primera
edición cubana) incorporan otros campos de la literatura infantil, muy
particularmente la narración oral. La oralitura
estuvo presente a través figuras
como Elvia Pérez y la veterana Enriqueta Almanza. Pero el “broche de oro” fue el
muy literario espectáculo que nos ofreció un grupo de niños.
Los eventos literarios sirven, entre otras cosas, para encontrarse con viejos colegas, para tejer nuevas relaciones o consolidar lazos que, en el caso de los escritores, suelen tejerse a través de la lectura de libros venidos de lejos. Al Encuentro de Literatura Infantil que se sigue llamando “Una merienda de locos” (en referencia al famoso capítulo de Alicia en el País de las Maravillas) pese a haberse vuelto una racional presentación de las novedades de Gente Nueva, la principal editorial de libros para chicos y más antigua casa editora del país. En el patio de la Sociedad Cultural José Martí que cada año acoge el encuentro, conocí personalmente al ilustrador y al editor de la versión cubana de Concierto n°7 para violín y brujas, los pinareños Valerio (Yunier Serrano) y Carlos Fuentes. A falta del primer ejemplar de mi tan esperado libro, me confirmaron su invitación a protagonizar el próximo número de La Chinchila, la única revista literaria cubana esencialmente dirigida al público infantil y no exclusivamente a adultos interesados en la LIJ (caso de En julio como en enero, que publica Gente Nueva desde 1984… sin que hasta ahora me haya privado del privilegio de ser el más antiguo especialista cubano del género sin asomarse a sus páginas).
También conocí a
Gretel Ávila, la responsable de la colección Tesoro-Ballet, que publica cuentos
inspirados en los libretos del repertorio del Ballet Nacional de Cuba (donde
debutaré narrando el ballet “El corsario”) y me encontré de nuevo o por primera
vez con colegas que he tenido el placer de leer como Eldys Baratute, Reinaldo Álvarez
Lemus, Yoss o José Raúl Fraguela, quienes compartieron mesa, entre otros, con
Enrique Pérez Díaz, quien recientemente cambió su puesto de director de Gente
Nueva por el de asesor del Instituto Cubano del Libro.
Otra de las
actividades que se inscriben en la órbita de la feria del libro es la entrega
de los premios La Rosa Blanca que la Sección de Literatura Infantil de la UNEAC
concede a los mejores libros para niños y adolescentes publicados en los
últimos 12 meses. La cosecha 2015 unió creadores tan jóvenes como Manuel José Rodríguez, Yancarlos
Perugorría y Norelys Correa con las dos veteranas que recibieron los premios
especiales: Mirta Yáñez (cuyo primer libro infantil saludé en una reseña
publicada en 1978) y la nonagenaria promotora Haydée Arteaga.
A propósito de la Feria Internacional del Libro de
La Habana
La Feria
tuvo su primera edición en 1982, con un ciclo bianual primero y, a partir del año 2000, anual. Tuvo
varias sedes hasta asentarse en el inmenso espacio que ofrece la antigua
fortaleza militar de La Cabaña. El obstáculo de la bahía lo salva rápidamente la
línea especial de ómnibus que, por un peso y sin paradas intermedias, permite llegar
en cinco minutos del céntrico punto de confluencia entre La Habana Vieja y
Centro Habana a la explanada contigua a la fortaleza. Lo primero que uno ve al
llegar son las numerosas casetas que ofrecen alimentos y el parque de juegos,
pero el flujo de personas indica claramente la dirección de las casamatas sillería
que hospedan los expositores institucionales y comerciales, nacionales y extranjeros,
y las salas de actos. La vigésimo-cuarta edición de la FILH estuvo dedicada a Leonardo Acosta, Premio Nacional de
Literatura, a Olga Portuondo, Premio Nacional de Ciencias Sociales, y a la
India, como País Invitado de Honor.
La Cámara del Libro informa que 195 expositores acompañaron 850 novedades y
un total de más de dos millones de ejemplares. Entre las mayores demandas estuvieron,
como de costumbre, los libros infantiles y juveniles, y el volumen Los Orishas en Cuba, de Natalia Bolívar.
No se contabilizan las ventas de publicaciones baratas que traen cada año unos
traficantes, en su mayoría mexicanos, de invendidos
(diccionarios escolares, libritos infantiles, cuadernos para colorear, revistas
faranduleras, best sellers o novelas que pretendieron serlo, manuales
utilitarios sobre cocina, modas, autoayuda, curiosidades, deportes)… aunque es
quizás lo que más gente lleva a La Cabaña.
Muchedumbre entusiasmada con la pacotilla propuesta por los mercaderes de invendidos |
Los auténticos
lectores no faltan, por supuesto, y conozco algunos que ahorran todo el año
para poder comprar los libros que les interesan. Cada año hay varias obras que
todo el mundo persigue: novelas y ensayos, sobre todo. La feria es sin dudas el
mayor evento cultural del país, y la televisión, la radio y la prensa escrita
le dedican un amplio espacio… aunque es también por el enfoque ideológico que
la reviste. En Cuba se publican demasiados libros sobre la historia reciente y
Fidel Castro es sin dudas el nombre que más páginas acumula; sean escritas por
él mismo (a sus numerosísimos discursos se unen, desde hace pocos años, unas
copiosas memorias) o a propósito de su vida, obra y opiniones sobre casi todos
los temas. Incluso cuando se entrevista a un autor de literatura, de las declaraciones
que éste pueda hacer se preferirá destacar sus elogios a la revolución y
condena del imperialismo. Es algo que constaté este año, y que a menudo me
ponía de mal humor. Esto no quiere decir que se haga la menor presión sobre los
escritores para que hablen de esto o lo otro. En las actividades en que
participé, oí hablar a cada autor de las cosas que le interesaban y se
relacionaban con su obra. De la misma absoluta libertad de expresión gocé yo en
mis diversas intervenciones.
Uno de los encargados de suministrar ejemplares a los puntos de venta aprovecha sus minutos de descanso para, él también, leer lo que le gusta |
Si la edición
cubana carece de mayor diversidad, de más belleza gráfica, de más originalidad
de enfoques y formas, la causa no es siempre la falta de recursos ni la política
editorial. Muchas veces se trata de problemas de organización, de falta de imaginación
y audacia, de pereza a la hora de documentarse y corregir, de ineficacia de las
redes (el amiguismo es una plaga traída por Cristóbal Colón, si no la
practicaban ya los taínos). Un buen ejemplo es la oferta de libros del país
invitado este año: casi nada fuera de los clásicos Ramayana, Maharabata,
Rabindranath Tagore y compañía. Cada año se reedita en Cuba un puñado de
clásicos, mientras que otros libros del mismo autor o de sus contemporáneos
permanecen obstinadamente inéditos. Si la carencia de moneda convertible impide
importar ediciones extranjeras y negociar derechos de autores recientes, el
obstáculo no es invencible. Así lo ha demostrado con su tozudez Enrique Pérez Díaz,
al introducir en el catálogo de Gente Nueva, la editorial que dirigió durante
ocho años, decenas de autores actuales, de Europa y América Latina. No me
parece que, fuera de la literatura infantil, se pueda apreciar el mismo
dinamismo.
Las brujas no existen, pero…
El 18 de febrero
iba a ser mi día en la Feria Internacional del Libro de La Habana. A las tres
de la tarde, en la sala auspiciosamente bautizada con el nombre de Alejo
Carpentier, estaba previsto el lanzamiento de La leyenda de Taita Osongo
junto a otros cuatro libros de Ediciones Matanzas, y una hora después, en el
espacio infantil “Tesoro de Papel”, la presentación de Concierto n°7 para violín y
brujas”. El primer acto se desarrolló impecablemente. Cada uno de mis
compañeros de mesa había venido acompañado de un colega que introdujo su obra. Como
nadie me había avisado el procedimiento, fui invitado a asumir mi propia presentación.
Cosa fácil teniendo en cuenta que esa novela había sido estrenada once años
antes (en traducción francesa) y que a su ya amplia trayectoria editorial
(ediciones en castellano en México, Argentina y la propia Cuba, y traducción al
portugués en Brasil) suma una gestación en sí misma accidentada, puesto que la
primera versión fue premio Heredia en Santiago de Cuba en 1983, pero tardé 19
años en considerar publicable la más comprometida de mis novelas.
Las primeras
nubes aparecieron cuando, una hora después, ya ante los chicos venidos a la
anunciada presentación de mi segunda novela cubana del año, supe que debería hablarles
de un libro invisible. La empleada de la editorial encargada de acompañarme esa
tarde, había esperado en el Instituto del Libro hasta que le confesaron que en
ninguno de los camiones recién llegados, se hallaba mi Concierto…
En realidad, acababa
de empezar una serie negra que me tendría en vilo hasta el día mismo de mi
regreso a París.
Durante las dos siguientes
semanas estuvieron diciéndome que “la semana que viene”, “pasado mañana”,
“pronto” recibirían mi libro. Cuando me subí al transporte del primer grupo invitados
a la feria provincial del libro de Pinar del Río, todavía creía yo encontrarlo
al llegar. Fue un viaje agradable pese a la lentitud con que el viejo autobús italiano
emprendió los calurosos 166 kilómetros hasta la cabecera de provincia más
occidental de Cuba. Hicimos una escala turística en la que fue vasta finca de
un extravagante abogado que quiso la cohabitación entre hermosas plantas del
país y exóticas construcciones, estatuas y decorados neogóticos, neoclásicos y
pseudo orientales.
En compañía de Alberto Marrero,
Luis Cabrera, José Raúl Fraguela, Elaine Villar, Roberto Manzano y Yalima
Marzán visité la finca Cortina, a mitad de camino entre La Habana y Pinar del
Río. Antes nos detuvimos en una guarapera, a tomar el dulcísimo zumo de caña.
“Pinar del Río es
una ciudad sin centro” me explicaron cuando intentaba dar con una tienda en CUC
donde comprar una botella de agua (en Cuba el agua ya no es potable). Es
indiscutible que su urbanismo carece de orden alguno, pero por lo mismo es
quizás la capital provincial que mejor conserva la estructura urbana y la
atmósfera pueblerina de la Cuba pre-revolucionaria. Situada en el último tercio
de la única provincia que se sitúa al oeste de La Habana, su aislamiento y su
marginación (real o exagerada) le ha merecido el poco glorioso epíteto de “la
Cenicienta de Cuba”. Hasta ahora yo solo había estado un par de veces,
brevemente, en la –geológicamente hablando- región más antigua del país, y la
conocía mal. Resulté, sin embargo, impresionado por su rica escena musical y
por su indiscutible personalidad. Su patrimonio arquitectónico es relativamente
modesto, pero con sectores muy coherentes y evocadores que resalta el delirio
gótico-mudéjar del “palacio” Guash.
Esa primera noche
fuimos formalmente recibidos en la casa Hermanos Loynaz, un museo algo
polvoriento a base de recuerdos de un trío de intelectuales habaneros que
fueron adoptados por Pinar del Río, pero que realiza una actividad de promoción
cultural decididamente moderna. Fue al día siguiente que me encontré con el
personal de la editorial y que supe que mi libro estaba encerrado en el
contenedor que debía traer diversas publicaciones de las editoriales
provinciales Cauce y Hermanos Loynaz desde el otro extremo del país. Es que,
como otros libros con ilustraciones en color, habían sido impresos en la mayor
imprenta de Cuba, creada a mediados de los 80 en Guantánamo, a mil kilómetros
de La Habana, donde se hallaban entonces todas -menos una- las editoriales del
país, y a casi 1200 km de la más occidental capital provincial cubana, donde yo
desesperaba ahora con la idea de regresar a Francia, una semana después, sin
haber visto mi séptima edición cubana.
Por la tarde fue
la inauguración de la feria. Toda la ciudad parecía querer entrar en el pequeño
y coqueto Teatro Milanés (fundado en 1837). El espectáculo inaugural fue un
curioso cóctel que comenzó con el (aparentemente ritual) homenaje a una gran
figura local que resultó ser mi vieja amiga Aurora Martínez (maestra,
escritora, actriz), y siguió con una danza absolutamente kistch que pretendía
rendir homenaje a la India, momentos musicales y danzarios más insertos en el
patrimonio nacional… y terminó con una interminable conversación con el hijo
mimado de Pinar del Río, la estrella del béisbol Alfonso Urquiola, cuya vida
narraba un libro predestinado a ser el best seller de la feria.
No conozco muchas
ferias provinciales del libro, pero dudo que alguna sea tan animada como la de
Pinar del Río. No porque el interés por los libros sea allí mayor que en los
otros territorios, sino porque las actividades gastronómicas, comerciales y
recreativas que la completan son de una dimensión particular… A menos que las
iniciativas privadas, que tratan de comercializar la diversión y vender la peor
subliteratura infantil, aprovechando que la oferta editorial no cubre nunca la
demanda, sean un signo de la época.
amplio programa
de lecturas, debates, recitales y actividades artísticas quizás acudan siempre
los mismos, pero no me parecieron ni escasos ni poco motivados. Los músicos,
secundados por varias poetisas carismáticas, ocupan un lugar importante en las
noches de la feria.
Los pinareños tienen un peculiar sentido del humor |
Mi agenda
pinareña se componía de la conferencia “El largo camino del emigrante en el
libro infantil y juvenil” y dos presentaciones de mi novela invisible: el
miércoles en la sede local de la Unión de Escritores y Artistas, y el viernes en
la Asociación “Hermanos Saíz” de Escritores y Artistas Jóvenes. Por segunda vez
protagonicé la surrealista performance de presentar un libro que nadie había
visto ni vería hasta una fecha imposible de determinar. Huyendo de la
humillación de una tercera presentación fantasmal, emprendí regreso el viernes
por la mañana. Influyó el ¿azar? de que durante ese fin de semana la persona
que me hospedaba en La Habana se iba al extranjero, lo que me obligaba a tomar
ciertas medidas, pero también la zozobra que me habían inculcado de tanto
insistir en que jamás expatriado alguno había cobrado un cheque en Pinar del
Río. El cheque me lo habían dado el jueves, pero como yo había olvidado el
pasaporte en La Habana, resolví que lo mejor era personarme a primera hora en
el mismo banco del Vedado donde, dos semanas antes, me habían pagado sin percance
La
leyenda de Taita Osongo. Fue en el ómnibus de regreso que me percaté de
que mi editor pinareño había extendido el cheque a mi nombre de autor y no al
nombre que figura en mis documentos de identidad.
Poco más de dos
horas después llegábamos al Centro Cultural Hermanos Loynaz, que viene a ser la
embajada de Pinar del Río en la capital, y desde allí llamé a la editorial. Me
dijeron que para extenderme un segundo debía devolverles el primero. Nada más
fácil, puesto que el viejo autobús italiano regresaba a Pinar con el segundo
grupo de invitados a la feria. La persona a quien encargué llevar el cheque era
un representante del Instituto Cubano del Libro… ¡que tenía el ejemplar de
muestra de Concierto n°7 para violín y brujas en su portafolios! O sea que
durante una hora mi libro fantasma y yo estuvimos bajo el mismo techo sin ser
presentados.
Teléfonos sin cable o sin tonalidad: un clásico habanero |
El lema de la
compañía cubana (la única, por supuesto estatal) es “en línea con el mundo”,
pero solo se puede hablar con el extranjero desde oficinas especialmente
habilitadas (las mismas que permiten conectarse a Internet por un precio,
entonces, de $4,50 la hora). Muchos son los teléfonos averiados y los
saboteados, y además el mal estado de las teclas incita a equivocarse al marcar
las 16 cifras de las tarjetas prepagas (baratísimas) + código de ciudad +
número deseado. Depender de los teléfonos públicos cubanos es una locura. Pero
mi amiga europea aún no tenía línea instalada, yo había olvidado el cargador
del móvil que había llevado para usar en Cuba y ponerle tarjeta cubana mi móvil
habitual no me convenía. Por otra parte, los cubanos hacen un uso defectivo del móvil (celular, como allá
dicen): nadie te llama y a veces ni te responden. Si acaso un SMS, pero
generalmente se limitan a identificar el número de quien llama y se ponen en
contacto por vía de teléfonos fijos. Cuento todo esto para dar una idea del
infierno que fueron la mayoría de las gestiones telefónicas que tuve que hacer
en La Habana, en particular a Pinar del Río, antes y después de la feria.
No he llegado a
saber cuándo llegaron a Pinar los ejemplares de Concierto n°7 para violín y
brujas, ni si se presentó y puso a la venta. En todo caso, no lo vi en
librería alguna puesto que, otra peculiaridad del mercado cubano del libro, es
que apenas termina una feria, se procede a un inventario que dura semanas. El
caso es que el lunes supe que solo el miércoles estaría mi nuevo cheque listo
para cobrar. Estresado por la idea de coger carretera la víspera de mi vuelo de
regreso a Europa, y por la escasez esa mañana de taxis colectivos, llegué a
Pinar del Río, por segunda vez, el 11 de marzo a las 11 a.m.
Por las dudas, el
director de la editorial me acompañó al banco donde solo la inexperta cajera
que me tocó puso algunos peros. De regreso a la sede pinareña de la Unión de
Escritores (con el bolsillo abultado por una enorme cantidad de billetes, pues
en provincias no se animan a manipular las nuevas denominaciones 1000 pesos),
me fueron entregados mis 10 ejemplares gratuitos y compré otros 50 (por solo
300 pesos cubanos, es decir, unos 12 dólares). Siempre estresado, corrí a la
terminal. Fue entonces que las brujas “a mi servicio” volvieron a sacar las uñas.
En lugar de viajar en el auto con patente en que ya me había montado, me
trasladaron a otro (sin licencia) que iba a salir antes. Tuve que poner el
maletín con más de 50 ejemplares de mi libro en el maletero… Y al bajarme
frente a la Terminal de Ómnibus de La Habana, dos horas después, lo había olvidado
por completo.
Solo cuando ya el
auto se había perdido por la avenida, me di cuenta de que solo tenía mi mochila
en las manos.
Como dije, el
chofer no era uno de los autorizados a ejercer el transporte de pasajeros entre
La Habana y Pinar del Río. Por lo tanto, todas mis tentativas por hacerlo
identificar en el paradero de almendrones
o mis esperanzas de verlo reaparecer en busca de nuevos clientes fueron
infructuosas. Fue esa triste tarde cuando ¿en un intento por disculpar mis
muchos errores? reparé en las marcas exteriores de mi serie negra: Concierto n°7
para violín y brujas era mi séptimo libro cubano, con tres 7 (uno de ellos implícito) en el ISBN de la edición cubana
fechada en 2015 (“Año 57 de la
Revolución”, como precisa el colofón) y copyright 2014 –obvio múltiplo de 7. Si bien la original edición mexicana no
generó el menor disturbio, es el número 71
de la colección “A la orilla del viento” del Fondo de Cultura Económica. La
fatídica sietería continúa en el
pasaporte que tan inoportunamente olvidé (número B871317), pues de haberlo llevado en mi primer viaje,
yo probablemente hubiera permanecido en Pinar hasta la llegada de mi libro y
regresado en autobús, por lo que no hubiera perdido mis cincuenta y tantos ejemplares.
Por si no bastara, fueron siete los
ejemplares que quedaron en mi poder luego de olvidar el bolso en el maletero de
un auto que ¿cómo dudarlo? seguramente tenía por lo menos un siete en la
matrícula… que bien me cuidé de mirar.
Es así que yo,
que nunca fui supersticioso, dejé un ejemplar de Concierto n°7… en Miramar
y volé a París con solo seis ejemplares del libro maldito.
este papelito nos lo hacían llegar a los ponentes de las Jornadas cuando nos pasábamos del tiempo reglamentario. Creo que es hora de que me lo pase a mí mismo |