Conferencia pronunciada el 25 de febrero de 2015 en la sede provincial de la Unión de Escritores y Artistas, en Santa Clara
De la misma manera que el paisaje, los modos
de vida o la Historia; las expresiones estéticas no presentan el mismo aspecto
ni revelan iguales esencias vistas desde el interior que en la distancia, sea
esta espacial o temporal.
Observada desde España, Argentina, Colombia
o México, donde he publicado la mayoría de mis libros, o desde Francia, donde
vivo, leo y desarrollo lo esencial de mi actividad creadora, la literatura cubana
revela peculiaridades que le confieren sabor y esencia propios, al tiempo que
la distinguen de otras praxis, incluso próximas como las de Hispanoamérica. Lo
paradójico de la soberanía estética cubana radica en que lo que la define y
hace interesante reduce sus posibilidades de resultar comprensible o disfrutable
fuera de las fronteras de la nación (el archipiélago cubano más las “islas” de
emigrantes que hemos dispersado por el mundo).
Es un hecho que la literatura infantil
es menos traducible que la literatura para adultos. Antes de argumentar esta
idea, quiero aclarar que cuando digo “traducción”, las más de las veces estoy
hablando en términos culturales y no estrictamente lingüísticos. La literatura
cubana ha de traducirse al francés para ser leída en Francia o al portugués
para ser leída en Brasil; pero también ha de ser traducida en el vasto interior de la lengua castellana, para ser
plenamente asimilada por niños de España, Argentina, Colombia o México… que se enfrentarán
a la utilización de otras palabras
para trasmitir el mismo concepto, de otra
sintaxis para interconectar vocablos que sin embargo son los mismos y,
finalmente, de ciertos sobreentendidos (refranes, títulos o letras de
canciones, referencias culturales, geográficas, históricas, gastronómicas, etc)
que nos son exclusivos… sin que muchas veces nos demos por enterados.
Vuelvo pues al comienzo del párrafo anterior para precisar que esta
“traducción” en el interior de la lengua
común que nos separa (como bromeó un escritor latinoamericano en tiempos
del famoso boom) es prescindible
cuando el receptor es un adulto, puesto que a partir de cierta edad y de cierto
nivel de cultura no solo sabemos que
el castellano es una lengua internacional que cubre realidades diversas, sino
que estamos capacitados para saltar sobre un término desconocido o infrecuente;
deduciendo su significado por el contexto, por otras experiencias lingüísticas
y culturales o porque, de última, nos lo aclara el diccionario.
Pero los niños (y mientras más jóvenes e
inexpertos, peor) se desconciertan, pierden el paso e incluso abandonan la
lectura cuando los “sinsentidos” lingüísticos y culturales se acumulan… O por
lo menos eso temen (pese a que Harry
Potter, Narnia y otros best-sellers son leídos en edición española sin que
ningún exotismo lexical parezca frenar su arrollador éxito) los editores,
maestros y padres extranjeros, que son los primeros en tomar contacto con los
libros de autor cubano y se dicen: “mis chicos no van a entender que “guagua”
es “autobús” (o “camión”, si quien nos lee es mexicano), que “saya” es “falda”
(o “pollera”, si quien nos lee es argentino), que “jeba” es “polola” (si quien
nos lee es chileno), que “jaba” es “bolsa” (nos lea un español, un mexicano, un
argentino, un chileno o casi cualquier otro hispanohablante). Eso sin hablar de
las costumbres, ritos, historia, flora, fauna, etc.
En Cuba para todo sacamos a Martí; en
Argentina ese papel correspondería a San Martín y Sarmiento, en Venezuela a
Bolívar, en Uruguay supongo que a Artigas… Cuando un argentino escribe “había
un olor a mate”, esa simple frase está cargada de sentidos que lejos del Río de
la Plata nada significan. Cuando un cubano escribe, “el pitido de la olla
anunciaba que pronto sería hora de servir los frijoles” cualquiera de nuestros
compatriotas entiende tan bien que hasta se le hace la boca agua; pero un niño
español ni siquiera sabe que frijoles y alubias son la misma cosa y uno
mexicano no se enterará que se trata de chiles. Pero lo más importante es que
saberlo no le evocaría al lector extranjero ese “pan nuestro” de cada día
cubano, sino un plato más y “sin más”.
Otras
literaturas en lenguas internacionales como el inglés, el francés o el árabe
conocen los mismos problemas que el castellano. Es una de las razones por las
que, en materia de libros para niños, suelen ser más los títulos traducidos de
otras lenguas, que los importados de otro país de igual idioma. Y lo mismo da
que se trate de un libro de Québec en Francia, de uno de Portugal en Brasil o
de uno de Nueva Zelanda en Estados Unidos.
Las peculiaridades de organización
social y valores imperantes en Cuba levantan una barrera adicional entre el
autor cubano y los lectores del mundo, incluidos nuestros vecinos
hispanoamericanos.
A partir de 1959, nuestro país se apartó
de la vía que, pese a sus respectivas particularidades, siguieron compartiendo
nuestros hermanos de lengua a uno y otro lado del Atlántico. De todo Occidente,
Cuba fue el único país socialista, la única sociedad que institucionalizó el
igualitarismo, la única cultura que ha conocido la “libreta”, las guardias del
comité, el apagón, el “todavía no ha venido el agua”, la atención médica
gratuita, la inexistencia de desempleo y de huelgas, las “misiones
internacionalistas”, la doble moneda, el “paquete” o -para centrarnos en el día
a día de los infantes que tenemos algunos de los aquí reunidos por destinatarios- la pañoleta, el matutino, la
posibilidad de ir solo a la escuela o de jugar en la calle.
Un escritor se debe a su obra, como se
debe a su destinatario. Los escritores creamos las pequeñas historias que completan, individualizan y dan vida,
gracias a sus detalles nimios pero esenciales, a la Gran Historia. No tendría
ningún sentido que un escritor cubano, ante la perspectiva de una eventual
publicación en el extranjero, renuncie a las peculiaridades de su realidad (que
podría así quedarse sin cronista, empobreciendo el patrimonio inmaterial de la
humanidad). Por si no fuera poco, algún que otro título de autores cubanos para
niños ha conseguido ingresar en catálogos españoles, mexicanos, colombianos… ya
porque en aquellos lo “criollo” no determina la trama y los pequeños escollos
restantes son salvados por el trabajo editorial, o porque quienes los publican
asumen el riesgo de una lectura más difícil y la consecuente disminución en las
ventas.
¿Por qué entonces un escritor residente
en Cuba habría de renunciar a la substancia que lo hace no solo original sino
indispensable a sus compatriotas? Desde
que surgió la literatura profesional, allá en la Grecia Antigua, los escritores
hemos querido durar en el tiempo y llegar a ámbitos distantes. La mejor
prueba de calidad (en literaria como en cualquier otro campo, incluidos la
ciencia o el deporte) es la aprobación por el Otro (en el tiempo y en el
espacio), y la aspiración a la universalidad es Estrella Polar de todo creador.
Pero renunciar a lo local no es el precio inevitable a pagar por la
universalidad. El talento es el catalizador que permite la transformación del
carbón (precioso combustible y materia prima industrial) en diamante (la gema
indestructible, rara y valiosa). Todo escritor cubano quiere ser universal… o
por lo menos publicar en el extranjero. Por ambición estética o por necesidad
de holgura económica.
El mercado cubano es pequeño y, además,
ni siquiera parece un verdadero mercado. Un libro que vende 2 000
ejemplares no tiene más posibilidades de reedición que uno que ha vendido 20 000.
En otros países, las tiradas iniciales son controladas, relativamente modestas;
pero la reimpresión es automática si la primera edición se agota en un plazo
satisfactorio. Algunos de mis libros han alcanzado la quinta o la décimo sexta
reimpresión… aunque también he sufrido lo que ningún cubano: la retirada del
mercado de un libro en solo dos años porque no se vendía con suficiente
rapidez).
Por otra parte, los autores europeos o
latinoamericanos tenemos numerosas ocasiones, en ferias del libros o visitas colegios
(en el caso de la LIJ), de comprobar la aceptación o rechazo de nuestras obras
y, a partir de ese “retorno”, adecuarnos mejor, en próximos títulos, a las
expectativas y necesidades de nuestros lectores.
Un verdadero creador no debe ser esclavo
del mercado, pero una sana relación con el público es muy conveniente a todo
artista y escritor, y más en una literatura que tiene, entre sus más acertadas
definiciones, la de “estar definida por su destinatario”.
En Cuba, desgraciadamente, los limitados
recursos editoriales y financieros hacen que les obras raramente se reediten y las
primeras ediciones, exitosas o no, suelen agotarse en pocas semanas; por las
razones antes evocadas o por concepciones culturales, las visitas a colegios y
otras formas de encuentro con los lectores reales es cosa rara. En tales
condiciones, ¿cómo evaluar la adecuación entre las necesidades y expectativas
del lector y las necesidades y ambiciones del creador, y para qué preocuparse
demasiado por ello?
Lo cierto es que una parte importante de
la literatura infantil cubana ha vivido en la autocomplacencia, más preocupada
por la opinión de colegas y jurados que por las necesidades de los chicos. Y no
es un fenómeno reciente, acentuado por la escasa influencia de la crítica y los
aspectos negativos –que los tiene- la provincialización de la actividad
editorial. Ya en los 70 era frecuente que poetas y otros autores para adultos
incursionaran en la literatura infantil con el único propósito de ganar un
premio (y los pesos que este procuraba) enriqueciendo su bibliografía con obras
que todo el mundo elogiaba… excepto los niños y adolescentes a quienes estaban
supuestamente destinadas. Al margen de la supervivencia del problema que acabo
de evocar, hoy es frecuente notar que muchos autores utilizan el libro infantil
para denunciar las impurezas de la realidad actual o para cauterizar sus propias
frustraciones. Abunda una literatura amarga, desencantada, autorreferencial y a
veces pedante que presume de la osadía con que estaría abordando los “temas
tabúes”. El realismo crítico que ciertos autores metidos a pontífices han coronado
desde finales de los 90 como parangón y Non Plus Ultra de la literatura
infanto-juvenil no ser sino una entre las demás tendencias de la LIJ y, en
cualquier caso, debería ser practicada sin olvidar que si el autor es un adulto
que no puede enajenarse de sus problemas y sueños, trabaja para un niño o un
adolescente que tampoco puede ser privado de sus derechos.
Por haber pasado 25 años en seis países
de América y Europa, y haber publicado en editoriales esos y/o otros países
-que en buena medida difunden allende sus fronteras; he debido aprender a tomar
la necesaria distancia para distinguir lo local substantivo de lo local
adjetivo.
Es por eso que, cuando escribo sobre
Cuba –que no siempre es el caso– puedo aspirar a preservar lo primero y
prescindir de lo segundo, o tratar unos y otros rasgos de manera que resulten
comprensibles, e incluso útiles, al joven lector extranjero. No siempre lo
logro y a veces mis editores me proponen cambios, desisten de publicarme o
incluso terminan, al cabo de algún tiempo, por retirar la obra de sus catálogos.
A veces me ha ocurrido que se me escape
lo específico de un factor –instalado en la raíz misma de la trama o de la
psicología de mis personajes– en historias que ni siquiera tienen un ambiente
cubano y yo creía perfectamente universales.
La edición es un oficio que hoy se
realiza en condiciones financieras y económicas tensas, y los editores de
cualquier país, atentos a la rentabilidad, raramente disponen del tiempo
necesario para trabajar un manuscrito. Máxime cuando la producción nacional es
variada y abundante y cuando las traducciones que vienen de mercados
“probados”, avalados por altas ventas, críticas reconocidas o integrados en
series… e incluso convoyadas con los títulos
más codiciados. Hoy en Francia, España y muchos países latinoamericanos la
oferta en títulos publicables es muy superior a la demanda en un espacio
saturado y desestabilizado por la piratería y la competencia de otras formas de
ocio (electrónicas, en su abrumadora mayoría).
El país que mejor conozco, Francia, es
por razones históricas y filosóficas sumamente sensible a lo exótico, los
viajes, las culturas tan diferentes y variadas del planeta. Los libros
documentales, las compilaciones de cuentos populares, rondas leyendas y mitos, así
como las obras narrativas de autores franceses inspiradas en otras realidades y
culturas ocupan un lugar destacado en la edición francesa para niños y
adolescentes, que –por otra parte- registra un satisfactorio porcentaje de
traducciones. Sin embargo, la traducción de literatura escrita en América
Latina es muy inferior a la de regiones con menos tradición y producción de
literatura infantil como son África, el Medio Oriente o Asia, pero que tienen
lazos históricos con Francia y le aportan numerosos inmigrantes. Tanto porque
son un consumidor potencial de literatura que evoca sus orígenes como por el
deseo de explicar a los “franceses de raíz” la cultura de sus nuevos
compatriotas, la cultura francesa –literaria y no, para chicos y adultos- se
abre a esta fuente que, por otro lado, renueva la creación gala en sus
contenidos y formas.
Hay, sin embargo, otras explicaciones a
la pérdida de interés por América Latina en Francia. En primer lugar, la idea
que se hacen los editores galos de nuestra producción literaria y, en segundo,
nuestra propia manera de crear y promover nuestras obras.
Me consta que los franceses conocen mal
la literatura infantil iberoamericana. Pocos son los editores que en aquel país
leen español y portugués, y no más numerosos los especialistas y traductores de
literatura infantil que practican nuestras lenguas y se interesan en nuestro
acontecer.
Pero no siempre el escritor expatriado
se percata de lo específico de un objeto, suceso o costumbre, ni su trama y/o estructura
soportan la digresión esclarecedora. Muchas veces el problema no es que el
lector “no entienda” lo que le explicas sino que lo que le explicas le impedirá
identificarse con tu personaje, vivir como propia la historia que cuentas,
disfrutar de la referencia, de la alusión, del guiño cómplice.
Muchas veces lo que distingue una
historia de otra no son sus rasgos centrales, el argumento, el conflicto, el
plan general. Lo que da a la obra su sabor especial, su originalidad, su
relieve es el estilo. Pensemos en narradores como Gumersindo Pacheco, Ivette
Vian o Albertico Yáñez; en ellos no siempre nos encanta lo que nos cuentan sino
su modo de hacerlo, un lenguaje personal que evoca una zona de Cuba, grupo
socio-cultural o generación. Desde otra comarca del castellano y, más aún,
desde otra lengua, ese sabor que nos deslumbra o evoca situaciones concretas se
torna insípido y hasta desagradable, cuando no simplemente intraducible.
Con lo anterior no estoy diciendo que
esos y otros muchos autores cubanos sean intraducibles o imposibles de
“ajustar” a un lectorado extranjero. Si un buen traductor o un editor creativo
se lo proponen, siempre encontrarán opciones que permitan, sin traicionar la
esencia de la obra y el estilo del autor, llevarla hasta el destinatario más
remoto. El problema es que ¿quién está dispuesto a invertir tanto tiempo,
esfuerzo y… dinero, cuando por mucho menos se puede alimentar un exigente
catálogo editorial?
Por supuesto, traducir cuesta. Aunque no
estoy demasiado actualizado sobre la “tabela de precios”, hay que contar con 30
ó 50 dólares por página de traducción literaria. La novela infantil promedio
cubre de 100 a 200 cuartillas, y ello significa que un libro traducido le puede
salir al editor de 1300 a 3000 dólares más caro que un libro de autor nacional.
Es más de lo que suelen pagar en Francia como ese anticipo de derechos de autor
(equivale a las ventas de una primera edición promedio) que muchas veces se
convierte en lo único que reporta un libro a su autor, pues el 5 u 8% del
precio de tapa que reporta la venta de cada ejemplar no lo cobran muchos
autores. Téngase en cuenta que en Francia se publican más de 70 000
títulos nuevos cada año y que, con la “fraternal ayuda” de la crisis, si el número
de títulos no ha bajado mucho, si ha bajado la cantidad de ejemplares vendidos.
Un ejemplo concreto: la primera versión –francesa- de mi novela “Mi tesoro te
espera en Cuba” no me reportó mucho más que el anticipo, de unos 2000 dólares,
pese a tener una segunda edición, el premio de la Ville de Cherbourg y llegar a
finalista del reputado Prix de Jeunes Lecteurs.
En consecuencia, ¿Por qué van a
complicarse con traducciones los editores franceses si en el país disponen de
miles de escritores y que decenas de miles de manuscritos llegan cada año a las
editoriales? ¿Quién va a arriesgar tanto por un escritor cubano desconocido,
por mucho premio UNEAC, de la Crítica o hasta Nacional de Literatura que tenga?
Mi experiencia francesa me dice que nadie.
Mis últimas palabras no parten de meras
especulaciones, sino de experiencias vividas. Desde que me marché de Cuba en
junio de 1989, he propuesto a mis editores, sobre todo de Francia y España, no
solo manuscritos míos, sino obras ya publicadas por algunos autores bien
conocidos de nuestro país (solo les revelaré los consensuados nombres de Dora
Alonso y Onelio Jorge Cardoso; pero también “me moví” por varios de mis
coetáneos y por algún representante de generaciones más recientes). Hasta ahora
todas esas iniciativas han resultado estériles. Si bien lo más frecuente es que
los editores se limiten a la consabida fórmula “a pesar del interés del
proyecto, éste no se corresponde con nuestra actual línea de trabajo”... que a
veces incorpora un placebo consolador tan cortés como aplanador: “Le invitamos
a someternos en otra oportunidad alguna otra de sus obras”… alguna que otra vez
me han precisado la razón del rechazo: “demasiado diferente” me dijeron en
Dinamarca y en Francia, o “no veo qué hallas de extraordinario en ese libro”,
me dijo una editora española que mucho me estima.
Esta “excesiva diferencia” está presente
no solo en los contenidos y lenguaje de muchos libros cubanos, sino en formas
de organización narrativa y presentación editorial que nos son características.
Si en Francia y en España se publica muy poca poesía, el cuento –tan abundante
en nosotros- no se antóloga ni se reúne en volúmenes de cuatro a ocho piezas,
sino que se presentan solos, ricamente ilustrados, en la perfectamente
codificada forma del libro-álbum (género inexistente en Cuba todavía en la
pasada década), la viñeta y el relato histórico-ideológico son otras tipologías
inexistentes en Europa Occidental e incluso en América Latina. Esos libros no
tienen ninguna posibilidad allende nuestras fronteras y, lo que es peor aún,
perjudican a los títulos estrictamente literarios por la frecuencia con que los
premiamos y encomiamos. Si un editor francés o español decidiera confiar en los
premios La Rosa Blanca, Ismaelillo o de la Crítica para escoger qué traducir de
Cuba, se encontraría con muchos títulos que lo dejarían totalmente anonadado y
sin ganas de repetir nunca más la experiencia… aunque si navega con suerte sí
encontraría las perlas de la mora.
…..
Si en América Latina más que en España
y, sobre todo, que en Francia, las editoriales más poderosas viven sobre todo
de las ventas directas a las escuelas (que abastecen en manuales de matemática,
lengua, historia, geografía y demás), en casi todos los países occidentales,
las visitas a colegios o la presencia en las ferias del libro garantizan cuando
no disparan las ventas. Un escritor extranjero (un escritor ausente) vende
menos. Es una de las razones, aunque no la única, de la inflación de títulos
nuevos y del predominio de autores vivos en los catálogos de literatura
infantil (si bien los clásicos compensan con su prestigio y su condición de
“valor seguro”, su irremediable ausencia).
Yo he fallado en el intento de publicar
la mayoría de mis libros en Francia, pese al ya mencionado factor de mi probable
presencia en escuelas y ferias del libro… y al hecho de que pueden confiar en
que conozco las peculiaridades pedagógicas, la vida real y el consumo cultural
de los chicos a los cuales mis obras serán propuestas. De mis 25 títulos publicados
en castellano, solo 7 han sido editados en Francia; ya se trate de traducciones
realizadas por otros, ya de textos que yo mismo he traducido e incluso, en un
par de casos, de textos que escribí inicialmente en francés y que siguen inéditos en dicha
lengua pese a haber sido publicados ya en la versión castellana que acometí más
tarde.
No se trata necesariamente de
discrepancias en cuanto a la calidad ni de estricta falta de adecuación
cultural, puesto que muchos de mis títulos inéditos en francés han sido
publicados, elogiados y hasta abundantemente vendidos en un país como España,
que comparte no pocos valores y referencias con su vecino transpirenaico.
En todo caso, tengo la pesada
responsabilidad de ser el único escritor cubano para chicos traducido en
Francia. También se ha traducido recientemente, en pequeña edición artesanal,
“La Edad de Oro”. En algún momento se tradujo “Balada de los dos abuelos” de
Guillén y estuvieron fugazmente en catálogo dos obras menores (y para menores)
de Zoe Valdés. Es todo… y por supuesto extremadamente poco.
Si la literatura infantil brasileña,
argentina o mexicana, por no hablar de la española, están un poco mejor
representadas es porque han beneficiado de la excelente vitrina del Salón del
Libro de París, que tuvo a los respectivos países como invitado de honor en uno
u otro momento, pero incluso más aún porque esas naciones destinan fondos
especiales a la promoción de su literatura que, al financiar la traducción,
ponen al libro nacional en iguales condiciones económicas que un manuscrito
francés.
De mis 60 años recién cumplidos llevo 25
fuera de Cuba. O sea, la mitad de mi vida consciente y tres cuartas partes de
mi existencia productiva. ¿Se pasa un tiempo tan largo y definitorio en el
extranjero sin sufrir –aprovechar- las consecuencias? Aunque en broma, suelo
decir a quien me lo pregunta allá en Francia que yo en realidad soy ahora un
“francubano” (el orden de los factores responde a la comodidad fonética, por
supuesto).
La cuestión es: ¿soy cubano cuando
escribo de Cuba? ¿lo soy menos cuando el tema o ambiente de la obra no tiene
que ver con mi tierra de origen? ¿Puedo no serlo nunca en ciertos libros?
Mis ábumes ilustrados Gatito y el balón y Gatito y la nieve se destinan a pequeñuelos de 4 ó 5 años quienes solo
acceden a mi texto por el oído. Traducidos a siete lenguas, esos libros han
llegado a niños de diversos países. La voz de un pariente, un maestro o un
promotor de la lectura les han acercado esas historias simples, lineales y
ubicadas en el universo simplificado del hogar o, cuando más, el barrio. Si mi
texto está despojado de marcas culturales, las abundantes ilustraciones de la
alemana Constanze von Kitzing, que llenan cada página no pueden evitar
referirse a un mundo material que cualquier niño del norte industrializado confundirá
con el propio.
Mientras tanto, si los niños de 7 u 8
años que leyeron las traducciones portuguesa o coreana de Pájaros en la cabeza ya pueden comprender que hay países
extranjeros distintos del propio, no pueden llenar de contenido preciso la
frase “el autor es cubano” que tal vez haya pronunciado su maestra. Pero eso
carece de importancia puesto que nada en el texto –que habla de un rey, un
castillo, unas decenas de pájaros, tres ministros y un murciélago- indica que
la historia y ¿por ende? su autor pertenecen a un país determinado. Este cuento
tiene esa estilización propia de los cuentos de hadas y su autor pudiera venir
de cualquier sitio.
Bien diferente es el caso de los
escolares franceses que descubrieron, primero que nadie, mi novela Mi tesoro te espera en Cuba, y no solo
porque eran niños de por lo menos once años, sino porque desde el título, la
obra se sitúa en nuestro país. Un lector extremadamente acucioso se daría
cuenta, incluso sin detenerse en la mención “traducción de Mireille Meissel”,
de que esa novela fue escrita por un cubano; si nada en la forma lo indica,
estoy convencido de que en las ideas, la verosimilitud de los personajes y el enfoque,
resulta claro que esta novela no fue escrita por un francés que se documentó o pasó
una temporadita a la sombra de una yagruma. Incluso en francés, esta novela es
substancialmente cubana… En cuanto al “sabor cubano” que habría de hallarse en
el estilo, en el lenguaje, aparece aquí y allá, pese a que mis editores habrán
procurado evitarlo siempre que pueda dificultar la comprensión.
Más de un crítico español, francés o
argentino ha saludado mi cubanía incluso en libros que, para mí, nada tenían de
criollos como Vuela, Ertico, vuela o El pájaro libro. Siempre que he podido
editar alguno de mis textos en Cuba, he procurado, aunque no al precio de desfigurar
mi estilo –que siempre se caracterizó por una estilización universalizadora-
reflotar esas “impurezas” criollas que revelan el modo cubano de vivir y
expresar.
Volviendo pues a la idea inicial de
esta, digamos, digresión: un autor cubano no lo es siempre o por lo menos, no
en la misma medida en todos sus textos. Esto es algo que se percibe incluso en
autores que nunca han cruzado la frontera, en cuerpo o en página impresa. Martí
dijo: “Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su
lenguaje” y yo pienso lo mismo de cada libro, cuya forma y lenguaje se alimenta
y sostiene una determinada historia. Por otra parte, un cubano con maracas no
lo es necesariamente más que un cubano con audífonos japoneses.
Muchas gracias.
Joel Franz Rosell