12/10/14

literatura infantil y escuela: juntos, pero no revueltos

LITERATURA INFANTIL Y LA ESCUELA: UNA PAREJA CONFLICTIVA
(Versión de la comunicación presentada en el Congreso de Lectura.[1] Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Abril 2003)


mi único, por el momento, libro de ensayos sobre literatura infantil





Joel Franz Rosell*

La literatura infantil no es una pastilla pedagógica envuelta en papel de letras
 sino literatura, es decir, mundo transformado en lenguaje.

Christine Nöstlinger [2]


La literatura infantil es anterior al libro y de difusión mucho más democrática. Elementos de discurso literario infantil había dentro de los relatos, mitos, leyendas y épicas que constituyen la literatura –oral– de los pueblos primitivos y antiguos. En aquellos tiempos la literatura y el arte, lo mismo que otras actividades intelectuales, productivas o de servicio como la enseñanza, la medicina, la moda o la alimentación, raramente diferenciaban a infantes de adultos. La literatura oral se ponía a disposición de un destinatario heterogéneo pero indiferenciado, que se amontonaba en torno a una fogata, al pie de un árbol, en la plaza pública o en el salón de un castillo. Los niños, por su pequeña estatura, se encontraban en primera fila y bien podemos imaginar que su emotiva recepción estimulara al narrador o poeta a osar mayores vuelos imaginativos. Fue así que la existencia del receptor infantil confirió a la literatura general algunos de los rasgos que la caracterizarían durante siglos... hasta que la literatura infantil adquirió entidad propia y la fantasía se mudó a ella, abandonando durante mucho tiempo esa otra parte de la literatura que, acaso solo por ello, todavía  calificamos de “seria”.

Pero desde su aparición como tal, el libro infantil se vio estrechamente vinculado con la educación de niños y adolescentes. De hecho, los primeros libros infantiles no fueron libros literarios, sino textos destinados a la enseñanza de los vástagos de la elite aristocrática. Esos primeros libros adicionaban a los principios morales, religiosos, sociales, filosóficos o prácticos de lo que hoy llamaríamos “el programa”, uno que otro recurso narrativo o imaginativo cuya función única era facilitar la asimilación de los contenidos por la mente infantil (el principio del prodesse delectare o enseñar deleitando). Así, los primeros libros que merecen la denominación de literatura infantil fueron compilaciones de fábulas (de Esopo, Fedro, La Fontaine) o vidas ejemplares (de santos y de personajes históricos o mitológicos). Eso que al inicio solo era un condimento, debió esperar, sin embargo, a la segunda mitad del siglo XIX para comenzar a ser plenamente aceptado como elemento definitorio.

Los primeros libros infantiles

Cuando la invención de la imprenta de tipos móviles, hacia 1450, permite la paulatina masificación del libro, la literatura infantil ya está formada –aunque todavía sin conciencia de su especificidad– dentro de la literatura popular e incluso dentro de la literatura “culta”.
Entre los siglos XVI al XVIII, cuando eran víctimas de textos de explícita intención pedagógica, los chicos de la elite también podían gozar de la riqueza imaginativa de los cuentos populares y la poesía oral. Las ayas, cocineras y otros empleados domésticos les narraban, a menudo a espaldas de sus padres y contra la opinión de los pedagogos, la secular literatura oral que los chicos de las clases bajas disfrutaban en ferias, mercados y pórticos de iglesia.

El nacimiento del libro infantil es imprecisos porque tuvo lugar en una época en que los libros podían desaparecer sin dejar ejemplar alguno a la posteridad ni huellas en la obra de otros escritores. Los historiadores coinciden en calificar como primer libro infantil al que probablemente no es sino el primer libro documental ilustrado : Orbis Pictus, del pedagogo checo Jan Amos Comenius, publicado en 1658 en Alemania. Sin embargo, la investigadora española Ana Garralón en su Historia portátil de la literatura infantil  destaca un título muy anterior, que si bien presenta un texto que no fue expresamente concebido para chicos, sí les habría estado destinado como producto editorial: una versión ilustrada de las fábulas de Esopo hecha en Inglaterra en 1484, solo tres décadas después de la invención de la imprenta.

Como la mayoría de los títulos que inauguran la bibliografía de la infancia, los dos citados son empeños donde lo educativo es lo primero y los recursos imaginativos y estéticos son meros aditivos. Las fábulas son educación moral modulada por una ficcionalización centrada en la idea de otorgar habla y actitudes humanas a los animales, así como una estetización del discurso aportada por la versificación refinada, los diálogos, la intensificación dramática y el humor. En el caso de Orbis Pictus, y de sus imitaciones y derivados, lo propiamente estético-lúdico es el uso de ilustraciones que no se limitan a representar objetiva y demostrativamente la realidad que el texto denota. En las ilustraciones de este libro hay una presencia de la subjetividad y del placer que anticipa lo inherente a los álbumes ilustrados de nuestros días.

Lo pedagógico y lo literario: relaciones conflictivas

Para encontrar un libro estrictamente literario, donde lo pedagógico no es hegemónico y cuyo autor no es un educador, habrá que esperar a 1697. Es en Francia, cuatro décadas después de la publicación de Orbis Pictus, que Charles Perrault publica sus Cuentos de Mamá Oca[3], volumen que reúne “La bella durmiente”, “Caperucita roja”, “Barba Azul”, “El gato con botas”, “Las hadas”, “Cenicienta”, “Riquete el del copete” y “Pulgarcito”. Estos cuentos, hoy clásicos universales, eran solo algunos de los que contaba la gente de pueblo y que el funcionario y poeta oficial de la corte de Luis XIV que fue Perrault volcó en una prosa exquisita y en moldes ético-filosóficos de tipo cortesano.

Aunque hoy su retórica nos parezca densa, aquellos cuentos se destinaban a los chicos y Perrault intentó incluso hacer creer que los había redactados su hijo Pierre d’Armancourt cuando tenía 10 años. El autor (o los autores, porque alguna colaboración parece haber existido) se amolda a la intención pedagógica y a la retórica que encadenaban al libro infantil de la época, cerrando cada cuento con una moraleja. Este recurso, tomado de la fábula, traiciona la fuente literaria original puesto que los cuentos populares, orales y anónimos, no llevan moraleja. En ellos la enseñanza está implícita y toca al receptor entenderla según su situación, valores y necesidades.

Durante el siglo XVIII e incluso buena parte del siglo XIX la literatura infantil permanece sometida a la misión formativa. Pese a la paulatina extensión y modernización de la enseñanza que tiene lugar en Francia, Inglaterra y otros países occidentales, solo es a fines del siglo XIX y sobre todo en el siglo XX que el avance  de las ideas democráticas, de la psicología y de las ciencias humanas permiten el descubrimiento del niño y del adolescente, la renovación pedagógica y  el nacimiento teórico de la literatura infantil.

Los últimos cincuenta años evidencian un enorme desarrollo cuantitativo y cualitativo en el campo de los libros para niños y adolescentes, pero la tensión entre lo pedagógico y lo literario sigue vigente en nuestros días, aunque revista nuevas formas. Si bien desde el punto de vista autoral y teórico la literatura infantil se ha independizado completamente de la escuela, desde el punto de vista editorial y comercial sigue existiendo una relación de dependencia, y esto influye indirectamente al menos en parte de los autores. La escuela es, incluso en países con gran tradición de lectura independiente y por placer, el mayor comprador de libros. Las mayores editoriales de libros literarios y recreativos son también editoras de manuales escolares y tratan de seducir a su poderoso cliente institucional no solo por vía de técnicas comerciales, sino subordinando el contenido y estilo de las obras a las tareas de la escuela. Los maestros y bibliotecarios (sean éstos últimos escolares o públicos) ejercen una influencia determinante en los lectores, sobre todo en el período de la infancia, y mucha de la actividad promocional de las editoriales se dirige a los primeros, antes que a los padres y a los propios niños y adolescentes.
Una paradoja de nuestro tiempo es la convivencia de obras literarias de alto nivel de exigencia estética y autonomía autoral con obras encargadas para llenar, sin ambigüedad alguna, una de las casillas de los llamados “valores transversales”.

De la lectura como técnica a la lectura como arte

No debemos olvidar que si bien la escuela tiene como primer objetivo la instrucción, que desarrolla esencialmente dentro de sus muros, también tiene la misión de colaborar con la familia, los medios masivos de comunicación y otras instituciones sociales en la formación de valores y en la construcción de sensibilidad y cultura estéticas.

Después del lenguaje, probablemente el mecanismo de aprendizaje más importante que debe adquirir todo individuo es la lectura. Desde el primer día, la escuela se da la tarea de alfabetizar y consolidar la técnica de la lectura en cada individuo. Sin embargo de la misma manera que en el jardín de infantes se le enseñan canciones a todos los niños sin aspirar a una  formación artística profesional, el aprendizaje de la lectura instrumental no debe ser confundido con el dominio de la lectura literaria. La diferencia con el ejemplo anterior es que, si bien no es imprescindible que todos los niños sean cantantes, sí tendríamos que lograr que todos los niños –y por ende los adultos- sean lectores (y un lector no es un individuo que sabe deletrear, sino alguien que comprende plenamente y disfruta lo que lee). La importancia de la lectura radica no solo la capacidad de informarse y comunicarse por medio de lo escrito –impreso o en pantalla-, sino el dominio del proceso de abstracción a base de palabras imprescindible para el desarrollo intelectual, la riqueza de sentimientos, conocimientos y experiencias (las estéticas incluidas, por supuesto) que caracterizan al ser humano pleno. La complejidad del mundo no nos permite adquirir todas nuestras competencias en la vida cotidiana (incluida la escuela); recordemos a Borges cuando dijo que la lectura nos permite tener recuerdos que no hemos vivido. Reciclando el viejo precepto popular de que “nadie escarmienta en cabeza ajena”, obtendremos que, si se trata de un buen personaje literario, el escarmiento ajeno sí nos será de provecho y nos hará crecer y madurar.

Si bien la lectura se adquiere en la escuela, sólo alcanzará su plenitud si se ejerce fuera de ella, convirtiéndose en un hábito ubicuo, en una necesidad permanente del individuo, que dispondrá así de puertos de acceso a universos cada vez más anchos y tendrá la capacidad comprender y actuar en situaciones nuevas y diferentes. La lectura es una de las llaves de la libertad.

Por otra parte es esencial no confundir libros y literatura; no todos los libros infantiles son literatura infantil y, por supuesto, los textos escolares no son literatura, aunque en algunos casos puedan contener fragmentos de ella. La literatura infantil es un género artístico y su lectura procura una experiencia estética, emocional y lúdica que puede complementar los contenidos escolares, pero que constituye, sobre todo, una alternativa y una forma de “descansar” de dichos contenidos. La literatura infantil no debe ser vista como instrumento, sino, y esto solo en algunos casos, como un aliado del trabajo escolar.

En realidad, a los docentes les conviene que no se asocie la literatura a la escuela, puesto que los libros no escolares han de continuar fuera de los espacios y horarios lectivos la gran misión formadora que corresponde a la institución. El solo hecho de que, durante el fin de semana o las vacaciones, los niños continúen ejercitando su cerebro, dándole alimento a su imaginación, enriqueciendo su lenguaje y poniendo en práctica la, nada evidente, capacidad de convertir los significados en significantes intelectuales y emocionales es suficiente contribución del libro literario al potenciamiento del trabajo docente, con lo que se le puede dispensar cualquier otra misión en el marco escolar.

tomado de El secreto del unicornio, de Hergè
La literatura infantil no es un dialecto de la literatura.















Según Alfredo Bryce Echenique: "Desde que se le pone al lado un adjetivo a la palabra literatura, ésta deja de serlo". No estoy de acuerdo, como no suelo estar de acuerdo con la formulación simple de problemas complejos; pero creo entender lo que preocupa al destacado el escritor peruano.  Los adjetivos que se le ponen a la literatura suelen ser limitaciones de su alcance o redundancias que solo pretenden poner de relieve uno de sus ingredientes. Cuando se dice literatura política, literatura de entretenimiento o literatura popular se obvia que toda literatura comporta un cierto posicionamiento político, que toda literatura supone placer y por tanto entretenimiento, y que los libros que gozan en determinado momento de masiva aprobación suelen caer en el olvido unos años después; de la misma manera que textos considerados elitistas se convierten fácilmente en populares, o a la inversa, con el paso del tiempo.

El problema con los adjetivos que denuncia a Bryce Echenique es que suelen encaramarse sobre el sustantivo, ahogando lo esencial, y no sirviendo en muchos casos sino para catalogar la obra literaria como producto de consumo en un mercado pletórico siempre necesitado de etiquetas sencillas e impactantes.

Es cierto que cuando se habla de literatura fantástica o de literatura policíaca se apunta a especializaciones temáticas o estilísticas que dan pertinencia a géneros que muchas veces descuidan la calidad de la expresión y la intensidad de la reflexión, y en esos casos la desconfianza de Bryce parece plenamente justificada. Pero ¿qué decir sobre la literatura infantil?

La literatura infantil (o infanto-juvenil, que sería una denominación más precisa) no es aquella que habla de los niños y adolescentes, y mucho menos aquello que escriben los chicos. Parece una perogrullada decir que literatura infantil es aquella que se destina a niños y adolescentes, pero en realidad esta última definición es insuficiente porque la buena literatura infantil no se restringe al único uso de los chicos e incluso la mejor literatura infantil es la que menos debe reservarse al exclusivo consumo de los menores de edad ya que aporta rasgos formales, perspectiva humana e historias que la hacen indispensable a la buena formación de los adultos y a su mejor relación con la parte más joven de la sociedad.
Díganme, sinceramente, qué sería de la civilización occidental si escritores que solo se encuentran hoy en colecciones para niños como Lewis Carroll, Hans Christian Andersen, Julio Verne, Robert Louis Stevenson y un larguísimo etcétera, no hubieran inventado mitos tales como Alicia, su conejo y su espejo, la Sirenita y el Emperador vestido de nada, el misterioso Capitán Nemo;  Jim Hawkins, el cojo Silver y cierta Isla del Tesoro. Eso sin mencionar invenciones sin las cuales los psicoanalistas andarían en taparrabos como La Bella Durmiente y su beso, Blancanieves y sus enanos, Scherezada y su cuento interminable o Cenicienta y su zapato de cristal.
No temo me argumenten que Perrault, hermanos Grimm y compañía sacaron algunas de estas maravillas simbólicas del acervo popular, porque me bastaría replicar que con su «plagio» le salvaron estos escritores la vida al tal Acervo... [4], dándole la forma literaria que lo ha hecho universal e impactante.

Por supuesto que todo adulto fue niño y que en principio habría leído durante su infancia literatura infantil. Pero, aún en el caso –en realidad poco frecuente– de que hubiésemos tenido la oportunidad de acceder cuando niños a lo mejor de la literatura infantil universal, cada día aparecen obras nuevas, de elevadísimo mérito.

Además, como dijo no sé quien, ningún libro que no merezca ser leído dos veces merecía la pena de haber sido leído la primera vez. Al margen del efecto momentáneo de la boutade es imprescindible subrayar que los chicos tienen capacidades, necesidades y competencias muy diferentes de las del adulto, de manera que hay muchas cosas que no captan al leer un libro a los siete, diez o catorce años; no tanto porque carezcan de capacidad para entenderlas, sino porque están “en otra cosa”, porque tienen que cumplir otras tareas en su formación como individuos y en la aventura de vivir, y también porque su apropiación de la invención estética les hace ver y entender cosas diferentes –no necesariamente inferiores– de las que verá y entenderá cuando tenga 20, 40 ó 70 años.

La mayoría de los niños no se da cuenta o no le concede importancia a la crítica social, económica y política presente en Los viajes de Gulliver, ni a las bases lógicas, matemáticas y filosóficas de Alicia en el País de las Maravillas, ni a la parábola de la decadencia del mundo moderno que encierra El señor de los anillos, ni percibirá plenamente las diversas intertextualidades que establece Historias a Fernández. Todo eso queda en segundo plano, opacado por el disfrute de la fascinante historia, el lenguaje liberador, los escenarios deslumbrantes, los personajes seductores y los sentimientos desatados. Pero lo que inadvertidamente se infiltró en el alma del chico, alimentando su curiosidad y cultura, se queda ahí, esperando ese reencuentro durante la edad adulta que, lamentablemente, pocas veces se da, para explicar algunas cosas que la primera lectura no hizo conscientes, pero sobre todo para explicarle al lector ya maduro algunas cosas sobre ese individuo que él fue (¡cuánto trabajo le ahorraríamos a los psicoanalistas con solo contarles lo que leímos... o no leímos... durante la infancia!).

Los niños no son adultos en miniatura ni esbozos de adultos; son seres distintos, con otra perspectiva de las cosas, con un carácter inevitablemente dialéctico debido a que están aprendiendo el lenguaje, construyendo su personalidad y estructurando su noción del universo según las leyes de la física, del devenir temporal y de la cultura de su grupo.

Los niños tienen una maleabilidad y un nivel de absorción de conocimientos y habilidades que ningún adulto consigue conservar. Piensen, sin ir muy lejos, lo que significa aprender a dominar los miles de músculos del cuerpo,  mantener el equilibro, comprender las proporciones y la perspectiva, ajustar los ritmos biológicos a los ritmos sociales o asimilar toda la arbitrariedad de las relaciones entre las palabras y los conceptos que implica la conquista del lenguaje. Todo eso lo hace un niño antes de los cuatro años y nada de eso puede aprenderlo, simultáneamente, un adulto.  Porque puede y está aprendiendo todo eso, el niño es capaz –y está necesitado– de una determinada forma de ficcionalización y representación por medio de las palabras del mundo en que vive, de los seres que lo rodean y de los procesos de su mente.

Por eso la literatura infantil no está «limitada» por la capacidad del niño, sino abierta gracias al hecho de tenerlo precisamente a él como destinatario.

Tampoco olvidemos que el público infantil está abierto horizontalmente, pues no existen dos niños idénticos, y verticalmente, porque los niños crecen y cuando los libros que les damos son realmente buenos van a acompañarlos toda la vida, incorporados, de manera más o menos inconsciente, a su experiencia estética, a su estructura de valores y a su reserva afectiva. Muy pocas personas consiguen recordar dónde, cuándo y cómo aprendieron la mayoría de sus convicciones más profundas e inamovibles. Algunos principios les fueron inculcados por la familia –con las palabras y con los actos– o por la escuela, pero muchas veces una y otra instituciones se apoyaron en un libro o en imágenes literarias para realizar esa transmisión de códigos.

La literatura infantil es literatura para todos


Lo específico de la literatura infantil no es alimentar al niño con una versión del mundo a su nivel. Lo que la caracteriza es haber convertido en rasgo estilístico la forma singularmente creativa que tienen los chicos de mirar, relacionarse con el mundo y expresarlo. Todo esto es interpretado, contado y organizado por un adulto especializado en estéticos trajines con el lenguaje. Un adulto que, si es un auténtico creador, no vacilará en singularizar su discurso volcando en él toda su vida de sus ilusiones a sus terrores para configurar una obra única y personal, para nada inferior a la de quienes escriben para adultos, pero que, estilísticamente, será reconocible como parte del universo estético infantil.[5]

Si la literatura infanto-juvenil no es una zona de la literatura exclusivamente destinada a niños y adolescentes, eso significa que también puede ser leída por los adultos. Los buenos libros para chicos tienen elevada calidad estética, buenas historias, personajes seductores y aportan elementos para comprender mejor a los niños y adolescentes, por lo que pueden ser una excelente lectura para cualquier miembro adulto del núcleo familiar. Y si son adultos que han perdido o nunca tuvieron un contacto frecuente con la lectura literaria, les ayudará y estimulará el hecho de que los libros para niños y adolescentes sean generalmente breves y de lengua clara.

Las especialistas españolas Anna Gasol y Mercè Arànega nos recuerdan que:


Diversos fenómenos iniciados por la sociedad industrial –progresivo despoblamiento de las zonas rurales, incorporación de la mujer a la vida laboral, ritmo de vida acelerado, predominio de familias nucleares, etc.– han propiciado que los adultos pasen muchas horas fuera del hogar y, por consiguiente, que niños y niñas estén ocupados en múltiples actividades extra escolares disminuyendo así las interrelaciones de este tipo en el ámbito familiar. [6]

Si bien en la Argentina en sus diversas clases sociales y en la enorme diversidad de su realidad federal la situación no es idéntica a la de España, también aquí hay ese problema de disminución del tiempo que comparten adultos y chicos. En el caso de la población desempleada o sub empleada, que probablemente dispone de más tiempo que pasar junto con los menores, el acceso al libro –por razones económicas, prácticas o de formación culturales una dificultad que, sin embargo, podemos desviar en nuestro interés. Chicos y adultos comparten ya la televisión, la música, el fútbol... ¿Tan difícil nos resultará hacerlos compartir también los libros?

Los adultos suelen privarse de lo necesario para ofrecer a sus hijos los bienes y servicios indispensables, y aún para satisfacer necesidades de segundo orden. Muchos adultos que no compran libros para sí mismos, tratan de ofrecer libros a sus chicos. Más de una vez he observado que algunos padres se resisten a pagar un libro que no tenga suficiente texto, como si consideraran que la cantidad de palabras es lo que determina el valor de la obra. Si esos adultos supieran que ellos también pueden leer los libros que adquieren para sus hijos, estarían menos preocupados por la “rentabilidad de la inversión”.

Entre las muchas razones por las cuales vale la pena que los adultos lean libros para niños y adolescentes, está el hecho de que éstos dicen cosas que los adultos no saben o no entienden de los chicos a su cargo y que sería muy bueno que descubrieran o  recordaran: ser de pequeña estatura y cansarse más rápidamente, descubrir cosas nuevas todo el tiempo, verse obligado a obedecer a personas que ni siquiera son capaces de responder satisfactoriamente a los más elementales "porqués", no saber definir los lapsos de tiempo, confundir realidad y fantasía, encontrarles otros significados a las palabras, desmoronarse ante el menor contratiempo sentimental y recuperar la fe un instante después, dar más importancia a la pandilla de amigos a la que uno ha elegido pertenecer que a la tribu a la cual fatalmente uno pertenece por razones de sangre...

Además de lo beneficioso que es para el adulto que nada lee, leer al menos los libros de sus chicos, esta lectura compartida incrementa la cohesión y la comunicación dentro de la familia al aportarle referencias y placeres comunes. Y, además, está el siempre evocado asunto del ejemplo. Está probado que un niño que crece en una familia donde nadie lee, en una casa donde no hay libros, no tiene las mejores posibilidades de crecer como un buen lector, de ser un buen estudiante y incluso de formarse como un buen profesional.

La escritora brasileña Ana María Machado, con esa capacidad tan suya para hablar sencilla y gráficamente de problemas complejos ha dicho: “imaginar que alguien que no lee pueda hacer leer a otros es tan absurdo como pensar que alguien que no sabe nadar pueda convertirse en instructor de natación. Sin embargo es eso lo que estamos haciendo”[7].

Aclaro que Ana María Machado no hablaba solamente del ejemplo en casa, sino del problema de tanto maestro, e incluso bibliotecario, que no ama la lectura, que no tiene el hábito, la necesidad, de leer. Nadie que no esté convencido, que no esté enamorado de la lectura puede trasmitir esa pasión a los chicos. Las bibliotecas escolares deberían poseer no solo libros para niños y adolescentes de la mayor calidad y variedad, sino también buenos libros para adultos; libros que los maestros y bibliotecarios puedan y deban leer, además dar en calidad de préstamo para que los padres puedan leerlos en casa.

Moraleja
Aunque, como ya dije antes, desconfío de toda formulación simplificada de problemas complejos y sé que no hay decálogos, recetas ni fórmulas que puedan orientar la práctica de la literatura en el ámbito escolar y para escolar, voy a aprovechar el poco tiempo que me resta a exponer de manera sucinta algunos principios sobre cómo conseguir que la lectura literaria sea patrimonio de la humanidad... en fin: de ese pedacito de humanidad que tenemos a nuestro alcance.

·         Los libros literarios no son para enseñar, para eso están los textos escolares y los informativos. La literatura no enseña (lo que no significa que en ella no se aprenda muchísimo).

El niño aprende siempre, y no aprende menos y peor fuera de las instituciones creadas para enseñarle cosas. El niño aprende permanentemente; de la misma manera que crece día a día, con cada nutriente que ingresa en su cuerpo, aprende con cada palabra bien hilvanada que accede a su mente. Por eso lo de literatura educativa es una aberración, o por lo menos una redundancia. La literatura no debe preocuparse de enseñarle nada, porque el niño, por sí solo, va a aprender algo en la literatura (“conmover es moralizar”, escribió el pensador cubano José Martí). El niño aprende jugando y la lectura es, perdónenme otra cita: un juego serio como un trabajo y un trabajo divertido como un juego, según una definición tan brillante que he olvidado el nombre de su autor, un poeta ruso. La buena literatura infantil es aquella que hace al niño jugar a la vida (todo lo que ocurre y aquellos a quienes ocurre es ficción, simulación, rol, máscara que el niño protagoniza al leer). La buena literatura hace jugar nada menos que al lenguaje: los versos, las metáforas, las adivinanzas, el humor, los calambures... todo eso enseña al niño a servirse del lenguaje y comprender que el lenguaje no es algo muy serio, sino algo muy divertido y, por consiguiente, esencial... porque nada es tan importante en la vida de un niño que jugar.

·         La literatura no se interpreta, se disfruta.

Nadie sabe lo que intenta trasmitir el autor. No lo sabe el autor literario mismo (el autor no literario, sí que lo sabe y lo hace explícitamente, olvidando que la literatura es un discurso connotativo, es decir, una forma polisémica, “estereofónica”, de escribir). El texto literario es, entre otras cosas, un mensaje; pero no para el escritor, para quien su obra es un canto y está lleno de placer, de pulsión incontrolable, de resonancias íntimas y compartidas, de trabajo creador. El lector entrará en sintonía con los diversos elementos de la obra, su posición no es la del destinatario que recibe un mensaje dirigido, sino más bien la del receptor accidental que tropieza con un inesperado, no deseado e imprevisto mensaje que, además, carece de código pre-determinado. La obra literaria es un instrumento... musical, lleno de posibilidades que cada cual hará sonar según sus competencias, capacidad, experiencia, sentimientos y necesidades.

·         El lector lee. El escritor escribe.
No todo el mundo es escritor, no todos los textos son literarios, la calidad existe.
Una mala interpretación de la democracia y una forma demagógica de la igualdad han hecho que en la enseñanza contemporánea se exagere el papel activo del estudiante, del lector. La democracia no consiste en que todo el mundo deba tomar la palabra, sino en que todo el mundo sea escuchado. La literatura es un oficio duro y riguroso, que exige experiencia y talento. No todo el mundo es escritor, no todo texto es literario, no todo tiene la misma calidad. El mediador tiene el deber de escoger lo mejor, el lector renunciaría a su mayor derecho que es leer obras de calidad si aceptara cualquier cosa que se le ponga al alcance de la mano.

·         Leer es una actividad. El lector pasivo no existe cuando se lee buena literatura.
 La buena literatura exige atención, reactividad, cultura. Pero hipertrofiar el papel activo del lector es contraproducente pues en ese caso, el texto desaparece y el autor se esfuma, siendo suplantado por el lector. Todo individuo que lee busca la experiencia del otro, del escritor, de los personajes, busca conocer otros mundos –reales o imaginarios-, en una forma indirecta, pero profunda, de comprenderse mejor y comprender mejor su propio mundo. Un espejo no es una lupa, para conocer la realidad hay que aceptar el (los) discurso(s) del (los) otro(s).
La actividad primera del lector es convertir en imágenes las palabras leídas. Este proceso de transformación moviliza su experiencia, su cultura, sus gustos; pero las palabras no son suyas, no deben serlo. Desconfiemos del exceso egocéntrico, egocinético y en el fondo demagógico de la teoría del lector activo llevada a su extremo.

·         Las lecturas deben ser variadas por su género, su estilo, su época, su procedencia geográfico-cultural.

Muchos seleccionadores de lecturas infanto-juveniles tienden a desconfiar de la diferencia y a marginar -cuando no rechazar de plano- los libros infantiles de otras regiones del mundo, llegando a veces al extremo etnocentrista de poner en duda su calidad. Si los libros que proponemos a la lectura de los chicos tienen asuntos, escenarios y marcos históricos similares a los de las materias escolares, no conseguiremos que éstos tengan el atractivo que implica el cambio de actividad. Volver una y otra vez, aunque sea en otra forma sobre el mismo universo implica saturación y conduce inevitablemente al aburrimiento. El fulminante éxito de las novelas de Harry Potter en el mundo anglosajón, y en otros países, no solo occidentales, viene del hecho de que recrean un universo autónomo muy diferente del cotidiano (lo que no excluye puntos de contacto con la realidad –sobre todo en lo que concierne al mundo de la escuela– asegurando así la identificación entre lectores y personajes).
Si en ciertas regiones de Argentina que han sido escasamente reflejadas en la literatura, sería conveniente disponer de libros que conviertan en ficción estetizada el marco geográfico y humano en que viven los lectores, lo cierto es que los maestros y bibliotecarios argentinos harían bien en recomendar a los chicos a su cargo la lectura de novelas no argentinas, no urbanas, no realistas. Libros así pueden exigir una cierta preparación previa por parte del animador de la lectura, que deberá preparar a los inexpertos lectores a un tipo de relaciones sociales, de referencias culturales e históricas, de componentes del paisaje o de léxico que les resultan extraños. Pero este tipo de preparación a la lectura, si se hace de manera inteligente, puede incluso redoblar el interés de los chicos y será un aporte cultural indudable tanto para ellos como para los adultos que colaboren en la lectura.
Los resultados de una encuesta internacional sobre la calidad de la lectura en los niños muestran que entre los 35 países de todos los continentes que participaron en el estudio, la Argentina se vio relegada al lugar número 31, con un puntaje muy inferior al promedio. La directora de Información y Evaluación de la Calidad Educativa del Ministerio de Educación, Liria Toranzos concluyó en la necesidad de “desarrollar en las aulas mejores prácticas de comprensión lectora, como también emplear una mayor diversidad de textos” [8]
Por su parte, la destacada psicóloga y especialista en educación Emilia Ferreiro aconseja dejar de lado “la educación homogénea y uniforme del siglo XIX para dar espacio a una educación plurilingüe y pluricultural que aproveche las diferencias”, y añade: “Ya no basta con saber firmar, leer o escribir textos simples. Es necesario saber utilizar Internet, poder navegar y realizar procesos de búsqueda de información confiables y satisfactorios. Es preciso poder circular por distintos tipos de texto con facilidad”. [9]
La escuela y la biblioteca deben proponer textos diversos, tanto por género (narrativa, poesía, teatro, divulgación, periodismo) como por su estilo (realista o fantástico, barroco o romántico, irónico o humorístico, coloquial o grandilocuente) como por su época y procedencia (contemporáneos, del pasado reciente o remoto, de la cultura “federal” o de las minorías étnicas y regionales, del extranjero próximo o de las culturas que no tienen relaciones con la cultura nacional), del mundo de los niños y adolescentes y del mundo adulto o de la tercera edad.

·         Leer literatura es leer una lengua. Una lengua es una cultura. Toda cultura es universal.

La lengua castellana es una de las raras ventajas que tienen los países hispanoamericanos en la era de la globalización: poseemos una lengua internacional con más de 300 millones de hablantes y en permanente expansión. Ese castellano tiene que ser diverso y esa diversidad hay que dominarla. Algunos maestros y promotores de la lectura pretenden que los niños y adolescentes argentinos rechazan los libros escritos o traducidos a variantes del castellano de otros países de nuestro ámbito lingüístico (por cierto, que lo mismo hacen muchos docentes españoles con libros argentinos, o mexicanos frente a libros colombianos, etcétera, porque si algo no tiene frontera son los prejuicios). Estoy convencido de que son los propios docentes quienes recelan de textos que no confirman la norma lingüística que ellos deben enseñar. Y si los usos lingüísticos diferentes generan cierto extrañamiento, lo que hay que hacer es explicar la riqueza que los mismos aportan. Por otra parte, en el cine, en la televisión en la música, los mismos chicos argentinos consumen inmoderadamente productos mexicanos, españoles, colombianos. Mal puede defenderse el respeto al otro, difícilmente puede argumentarse la necesidad de aprender lenguas extranjeras (que no son solo el inglés, sino el francés, el hindi o el guaraní) si uno no es capaz, para empezar, de admitir y disfrutar de la otredad en el interior de su propia lengua materna.

·         La lectura no es ni mejor ni peor que otras actividades intelectuales o recreativas. Es otra cosa.
No tiene sentido alguno oponer la lectura a mirar televisión, el libro a la computadora. Son actividades diferentes, complementarias y que pueden coexistir pacíficamente. De la misma manera que la lectura no puede sustituir a la práctica de deportes en sus benéficos efectos sobre el cuerpo y a la relación con los amigos en su saludable contribución a la sociabilidad. Leer bien ayuda, sin dudas a mirar críticamente la televisión, a comprender mejor los mecanismos de funcionamiento y a seleccionar los contenidos que aporta la computadora, como puede ayudar a conocer deportes nuevos, a mejorar la salud y a enriquecer la relación con los amigos. No hay que leer todo el tiempo ni en todas partes, pero nunca hay un tiempo impropio para la lectura y en ningún lugar se encuentra un cartel que advierta “Prohibido leer”.

BIBLIOGRAFÍA

GARRALON, Ana: Historia portátil de la literatura infantil. Madrid. Anaya, 2001.
GASOL TRULLOS, Anna y ARNÀNEGA, Mercè: Descubrir el placer de la lectura. Lectura y motivación lectora. Barcelona. Edebé, 2000.
MACHADO, Ana Maria y MONTES, Graciela: Literatura infantil. Creación, censura y resistencia. Buenos Aires. Sudamericana, 2003.
MANGUEL, Alberto: Una historia de la lectura. Bogotá. Norma, 1999.
ROSELL, Joel Franz: Un oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.






[1] “Literatura para niños y escuela”. Argentina. Ediciones del Sur, 2004.

Escritor cubano. Ha publicado, entre otros libros: Vuela, Ertico, vuela y El Pájaro Libro (Ediciones SM), La tremenda bruja de La Habana Vieja (Edebé),  La Nube y Mi tesoro te espera en Cuba (Sudamericana), Javi y los leones (Edelvives) y La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas (Lugar Editorial). Su obra ha sido traducida al francés y el portugués. Tras vivir en La Habana, Río de Janeiro, Copenhague y París, reside actualmente en la Argentina.

[2] Christine Nöstlinger, In Luisa Mora: "Una entrevista a Christine Nöstlinger". Urogallo, sept-oct 1993, pp. 10-15
[3] Originalmente titulado Histoires ou contes du temps passé y, en el reverso de la tapa Contes de ma mère l’Oye, lo que se puede traducir como: “Narraciones y cuentos de hadas del pasado. Cuentos de mama Oca”. Parrault escribió en total una treintena de cuentos en verso y en prosa, y fábulas, algunas todavía inéditas en castellano.
[4] Joel Franz Rosell: Un oficio de centauros y sirenas, pp. 11-12
[5] Idem, p. 13
[6]Anna Gasol Trullos y Mercè Arnànega: Descubrir el placer de la lectura, p. 31.
[7] Ana María Machado y Graciela Montes: Literatura infantil. Creación, censura y resistencia., p. 17

[8] “Alumnos argentinos entre los últimos”. La Nación, 9 de abril de 2003

[9] “La escuela no forma buenos lectores” ( Emilia Ferreiro entrevistada por Agustina Lanusse). La Nación, 14 de abril de 2003

8/10/14

Mis maestros rusos (que fueron soviéticos)


No hablaré aquí de los inmensos Tolstoi, Turguéniev, Chejov y otros monumentos de la literatura rusa que leí a partir de mis 15 años. Ni siquiera mencionaré a Dostoievski, que tanto me ayudó a comprenderme en medio de mis crisis de adolescencia o de Maiakovsky que pudo dejar su impronta en mi efímera carrera de poeta político (menos de seis meses, entre el golpe de estado de Pinochet el 11 de septiembre de 1973). De quienes aquí se trata es de los autores rusos que marcaron durablemente mi formación como lector y mi obra literaria.

Anatoli Alexin, Arkadi Gaidar, Lazar Laguin, Yuri Olesha, Anatoli Ribakov y otros autores para chicos dejaron su huella en mí no solo porque sus obras correspondían a mi edad, sino porque lo que yo comencé a escribir a los 12 años, y sigo escribiendo y publicando hasta hoy, es literatura infantil y juvenil.

Ciertamente leí otros, de los que recuerdo solo el título del libro o que me consta haber leído sin que recuerde qué libro exactamente, como Serguéi Mijalkov, Nikolai Nosov, Agnia Bartó,  Kornéi Chukovski e incluso Alexandr Pushkin. Entre ellos sobresalen muchos libros en verso o destinados a niños pequeños que olvidé más o menos fácilmente, y que quizás todavía gozan de éxito en Rusia. En mi defensa puedo decir que si las traducciones de prosa eran malas las de poesía eran sencillamente abominables. Ninguna belleza formal sobrevivía a traductores que no tenían el menor talento poético, y a menudo, ni siquiera la compresibilidad del texto quedaba garantizada.
El popular Nadasabe, de N. Nosov, tuvo poco éxito en Cuba y ni siquiera recuerdo haberlo leído
Aquí en la emblemática personificación de Boris Kalaushin

Entonces decíamos “escritores soviéticos”, aunque la mayoría eran originarios de la Federación Rusa o por lo menos se expresaban en la lengua de Pushkin. Recuerdo menos escritores rusos de los que leí porque a los hispanos nos despista esa costumbre rusa de poner en las tapas de los libros, incluso para pequeños, solo el apellido –que de por sí nos sabe a caviar– precedido de una simple inicial: V. Kataiev, N. Chervinskaia o S. Prokofieva son infinitamente más difíciles de retener que Mark Twain, Erich Kaestner o Astrid Lindgren, incluso si estos nombres resultaban igualmente exóticos para el niño de la mayor isla del Caribe que fui.

Conseguí este número de Literatura Soviética (n°12, de 1968) por lo menos 15 años después de su aparición.
Pero descubrí la revista a fines de los 70 y adquirí varios números con textos de y sobre literatura infantil

Pienso que los libros soviéticos comenzaron a hacerse visibles en Cuba en los años 1962 ó 1963, cuando ya yo sabía leer. Después de superada la crisis de desconfianza generada en la Isla por la decisión de Krushov de retirar los misiles nucleares con que Fidel Castro contaba evitar un segundo intento de invasión norteamericana, la realpolitik facilitó un nuevo acercamiento con la Unión Soviética, y este crecería hasta alcanzar su clímax a mediados de los 80. En esos años, en parte para compensar las limitaciones de la industria poligráfica cubana, nuestra empresa especializada en libros para chicos, Gente Nueva, coeditó con diversas editoriales soviéticas y de otros países socialistas. Eran sobre todos libros impresos en color y con encuadernaciones más sólidas que las que podían permitirse las imprentas cubanas. Generalmente dedicados a niños pequeños, estos títulos no se adecuaban al mundo referencial ni respondían a las temáticas asequibles a esa edad. En mi condición de crítico literario y de miembro del comité asesor de la editorial, me opuse frecuentemente a tal elección, pero sin resultado alguno.

Otro problema que presentaban  los títulos importados del catálogo en lenguas extranjeras de Progreso, Ráduga o Mir es que sus traductores eran generalmente españoles emigrados en la URSS que abundaban en giros difíciles de comprender por los niños cubanos e incluso de dudosa pureza castellana, amén de poco adaptados a la edad de su destinatario.
 
Sin embargo, el principal defecto que suele mencionarse cuando se trata de la literatura soviética es la prédica leninista o estalinista que no solo se percibía detrás de la mayoría de las tramas y de los valores expresados por sus personajes, narrador o voz poética, sino que incluso solían constituir el objetivo principal, relegando la trama o la buena versificación a meros instrumentos. 

Ejemplar encontrado en una librería de segunda mano
en Pinar del Río (marzo 2015) tan deteriorado
que no animé a comparlo
Dentro de la oferta bibliográfica de cualquier país existen libros informativos sobre arte, ciencia, medio ambiente y, ¿por qué no? ideología. Siempre que no intenten dar gato por libre, no tengo nada que reprocharles. Hubo libros de ese tipo que incluso me interesaron bastante en los años 60, aunque lo cierto es que incluso habiéndolos tenido en casa, no recuerdo bien sus títulos. Es el caso de La perrita, el chico y el cohete, que narraba con un poco de ficción la historia de la perra Laika, y del voluminoso reportaje sobre el palacio de pioneros de Leningrado El palacio pertenece a los niños. Este último me sirvió de fuente de inspiración para algunos elementos de la ciudad ideal, Villa Nueva, que inventé como escenario de la serie de novelas de aventuras, Los Vengadores, que más me ocupó en mis tiempos de niño escritor.

Por entonces Fidel Castro solía repetir que Cuba aún se hallaba “construyendo el socialismo” ya plenamente instalado en la Unión Soviética y otros países de Europa Oriental. En mi impaciencia y sueño de perfección, imaginé la “región experimental de Villa Nueva” como un territorio socialista ideal. Llegué incluso a dibujar mapas de la ciudad y sus alrededores donde se podía apreciar todos los detalles: casas, escuelas, hospitales, industrias, farmacias, cines, bibliotecas… ¡y hasta el itinerario de las diferentes líneas de ómnibus!
Plano de uno de los barrios de Villa Nueva. Nótese el lugar privilegiado
que atribuí al palacio de pioneros (que en algún momento rebauticé “Palacio de Escolares”, 
seguramente por no dejar fuera a los estudiantes secundarios, entre los que yo me contaba por entonces)

No me cabe la menor duda sobre la función de evasión y compensación de mis frustraciones que tenían mis escritos adolescentes. ¿Era un niño gordo y tímido? Mis héroes eran atléticos y desenfadados, ¿los ríos de Santa Clara estaban contaminados? Los de Villa Clara eran cristalinos, ¿Los cubanos  no podíamos viajar al extranjero? La mayor parte de mis aventuras tenían protagonistas franceses o alemanes que viajaban por todo el planeta… e incluso al espacio.

Un ejemplo concreto. La Unión de Pioneros de Cuba, fundada en 1964, cuando yo tenía 9 años, solo se masificó en julio de 1966. Fui pionero solo un día, pues al terminar las vacaciones de verano ingresé en secundaria básica donde no se era pionero sino miembro de la desangelada Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media. Mi reacción fue extender, en mi ideal Villa Nueva, la condición de Pionero hasta noveno grado. Y dotar a dicha ciudad de un palacio de pioneros que no tenía nada que envidiar al que había leído en El palacio pertenece a los niños

La literatura infantil soviética preconizaba una atmósfera alegre, positiva y optimista donde los malvados eran “enemigos del pueblo”, gente sin entusiasmo y egoísta que se apartaba de los valores comunistas. En una época en que Alemania y Austria, pero también algunos países escandinavos y Gran Bretaña practicaban el llamado “realismo crítico”, los países socialistas imponían un concepto de literatura idealizadora y ejemplarizante complementada por la presentación sistemática en la prensa de un capitalismo decadente, sombrío y brutal… que en Cuba se identificaba también con el “pasado ominoso” del que nos había salvado la revolución castrista.

No puedo excluir que el “positivismo” de la literatura infantil socialista que tanto leí me haya marcado al rojo vivo. Sobre todo teniendo en cuenta que la literatura occidental que me llegaba a través de la biblioteca provincial de Santa Clara (anterior a 1968) también eludía mostrar la crueldad del mundo real. En mis libros raramente hay situaciones traumáticas… lo que no implica que mis historias sean idílicas, tranquilizantes o adictas al happy-end. Al contrario, yo diría que en mis cuentos y novelas predominan los cuestionamientos, la connotación y los finales abiertos.

El caso es que entre los libros que, de una u otra manera, orientaron mi gusto literario e incluso dejaron huella visible en mi creación, se encuentran algunos que no disimulan su aceptación e incluso promoción de la sociedad soviética y sus valores. Pero lo hacen con talento y sin subordinar el interés de la historia y la calidad literaria. Entre estos libros sobresalen Timur y su pandilla, de Arkadi Gaidar, Una historia terriblísima, de Anatoli Alexin, Aventuras de Kosh, de Anatoli Ribakov,  El viejo djin Jottábich, de Lazar Laguin y Los tres gordinflones, de Yuri Olesha, así como algunos cuentos tradicionales rusos.

Antes de detallar mi relación con esa media docena de obras, debo advertir que ni siquiera al comenzar este artículo, tenía yo la intención de probar de qué manera y eventualmente en cuáles de mis libros se nota su huella. Como ya he declarado en otra ocasión, un escritor raramente es consciente de sus influencias y a veces hasta cree seguir los pasos de un autor que en realidad no es el que más le ha marcado. Pero al comenzar a examinar las obras de las que a continuación me ocupo, recordé detalles, encontré información en mi archivo e incluso notas en los márgenes de los volúmenes mismos, y todo eso me orientó hacia qué me gustó en ellos y porqué.

Fue en un ejemplar de esta edición que descubrí Timur y su pandilla en la biblioteca provincial de Santa Clara
antes de cumplir 13 años. Años después compré un ejemplar de la edición cubana, que no conservo.
Timur y su pandilla fue probablemente la primera novela rusa que leí y la que más intensamente influyó los cuentos y novelas con que me inicié en la vida literaria pública cubana entre 1974 y 1980. Es la historia de una pandilla de niños que, durante el verano, se organizan para ayudar a las familias de los hombres de la aldea que han sido movilizados al frente de batalla (de una guerra que no se nombra, pero que debió ser la “Guerra de Finlandia”, en 1940, lo que explica la popularidad de la obra durante la “Gran Guerra Patria” que debió librar la Unión Soviética a partir de la invasión nazi en 1941).

Cuando comencé a frecuentar los talleres literarios y premios regionales que permitían el desarrollo de un escritor aficionado en la Cuba de mediados de los 70, yo tenía escritas 54 novelitas de aventuras, las unas peores que las otras. Las había escrito entre mis 13 y 18 años, período en el que era perfectamente permeable a la norma ideológica en vigor y a los libros (y películas) a mi alcance.

Por entonces yo creía realmente en la superioridad moral, política y económica del modelo soviético, y veía en Timur y su pandilla un arquetipo de novela infantil de aventuras en un marco contemporáneo y comparable al de mi país en aquel momento (en “guerra fría” contra el imperialismo yanqui). Esta obra de Gaidar tenía, además, el mérito de corregir el modelo –literariamente inferior e ideológicamente denostado– que presidía cuanto había yo escrito hasta entonces: las novelas de niños detectives de la inglesa Enid Blyton.

Por causa de su extensión, yo no podía discutir mis novelas en las sesiones de talleres literarios, pero además ninguna tenía la calidad necesaria para presentarla a un premio literario. Decidí entonces escribir cuentos con un estilo muy similar: formalmente realistas, de ambiente contemporáneo, protagonizadas por niños y con una intriga de misterio lo más verosímil posible. Timur y su pandilla me parecía tan buen modelo que recuerdo haberla leído numerosas veces (tantas como Aventuras de Guille, de la cubana Dora Alonso o Emilio y los detectives, del alemán Erich Kaestner) tratando de “impregnarme” de su técnica y tono. Por eso no es raro que el segundo texto que publiqué en mi entonces corta carrera, y el primero de carácter crítico, fuera una reseña (en realidad mediocre) de la novela de Arkadi Gaidar.
Mi primera reseña literaria
Boletín “Pluma y Fusil” del taller literario de la Universidad Central de Las Villas, inicios de 1976

Dejé de escribir mis cuentecitos más o menos realistas y bastante ejemplarizantes, en 1979, tras ganar el premio del Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios con “La gran rosa blanca”, un nuevo tipo de cuento, de estilo poético, relación parabólica con la realidad y mensaje ecológico y humanista. Con otros seis cuentos similares compuse De los primeros lejanos tiempos la lechuza me contó, libro tardíamente publicado en 1987. Fue mi segundo y no mi primer libro, puesto que en 1983 había llegado a las librerías El secreto del colmillo colgante, una novela detectivesca donde no sería imposible detectar la huella de Timur...

De Una historia terriblísima, de Anatoli Alexin, me encantaron el narrador en primera persona, perspicaz pero levemente ridículo, el estilo irónico, la trama detectivesca perfectamente verosímil y el ambiente –escolar– de un adolescente común y corriente. Sin embargo, su huella no está en mis novelas más o menos realistas El secreto del colmillo…, Exploradores en el Lago o Mi tesoro te espera en Cuba, sino en un libro de estilo fantástico como Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes, donde desarrollé plenamente la parodia de recursos y convenciones literarias que asoman en el discurso y la trama del escritor ruso.

En verdad, siempre quise poder escribir algo parecido a Una historia terriblísima, pero solo ahora estoy cerca de lograrlo (daré noticias dentro de un año). Con todo, en 1987 la emisora cubana Radio Progreso difundió los 104 capítulos de mi folletín radiofónico “El corazón es una flor”, donde el realismo, el ambiente escolar y la importancia de la literatura  son quizá un eco de la novela de Alexin.
 
Mi primer folletín radiofónico (que tuvo un éxito que me hizo pensar más de una vez en convertirlo en novela) revela también alguna influencia de Aventuras de Kosh, de Anatoli Ribakov. Esta novela realista “pura” narra la vida de un joven aprendiz, que descubre durante un verano el mundo del trabajo y la economía, debe aprender a valorar las complejidades psicológicas del mundo adulto y tomar posición frente a un robo en el taller donde labora. Es, sin alardes, una bildungsroman que me impresionó vivamente y que consideré superior a mis fuerzas creativas.

Mi maltratado ejemplar de El viejo djin Jottábich

El viejo djin Jottábich es con certeza la novela juvenil soviética más conocida y más popular en Cuba. Sin dudas influyó en ello la adaptación televisiva con el apreciado Agustín Campos en el rol del djin que se ve trasplantado al “socialismo real” desde su mitológico califato esclavista. El choque tecnológico genera situaciones tan cómicas como las del choque de valores, pero estos últimos han envejecido aún más. Sin embargo el talento de Laguin es tal que la obra mantiene todo su encanto… al menos para un lector que tenga las referencias necesarias. Ahora que pienso en ello, me digo que la pareja protagónica de mi novela La tremenda bruja de La Habana Vieja, una preciosa, ingenua y bondadosa niña cubana y su fea, malvada y tramposa bruja que tiene por tía tatarabuela, está tal vez inspirada por la pareja que forman el pionero Volka Kostilkov y el milenario Hassan Abdurrahmán aben Jottab.

No puedo descartar que una parte de mi fidelidad a este libro radique en que viví una situación similar a la de Volka y su profesora de geografía. A los 10 años mis padres nos habían inscrito a mis hermanos y a mí en el conservatorio municipal. Mi hermana ya llevaba algún tiempo tomando lecciones de piano y resistió hasta su ingreso en la enseñanza secundaria, pero mi hermano abandonó inmediatamente un programa absurdo que se reducía a clases teóricas, sin propiciarnos el menor acercamiento al instrumento que habíamos escogido (en mi caso el acordeón… por simple identificación con un personaje de la serie televisiva de moda). Yo era un niño obediente, que nada asustaba tanto como decepcionar a sus mayores; así que si bien no tardé en desertar también, lo hice a escondidas. El curso había terminado y ya no temía yo un encuentro entre mis padres y mi profesora de solfeo cuando, a la orilla del mar, a 70 km de nuestra ciudad, se produjo lo impensable. No recuerdo que me castigaran por haber mentido durante meses. Pienso que la vergüenza ardía de tal manera en mi rostro que mis padres habrán comprendido lo inútil de agravar mi pena.

Lo más triste es que tengo un excelente oído musical y que podría haber aprendido cualquier instrumento (formé parte de varios coros en el Instituto y la Universidad). La música pudo ser mi “violín de Ingres”, pero todos los intentos que hice, ya adulto, por matricular piano resultaron infructuosos frente a la arbitraria burocracia que administraba el acceso a aquel privilegio cultural. Mi única, tardía, compensación me llegó el año pasado cuando publiqué Concierto n°7 para violín y brujas, la fantástica historia de un violín embrujado que se extiende durante cuatro siglos y que considero una de mis mejores novelas.


Los tres gordinflones es la más trascendente de las novelas que comento en este artículo. Es un raro y logradísimo ejemplo de realismo mágico revolucionario, casi podría decir revolucionarismo mágico puesto que Yuri Olesha consiguió con esta novela lo mismo que quizá se propuso Lazar Laguin: una obra literaria original y fuerte que portara los valores de la Revolución de Octubre. Pero lo hace de tal manera que incluso desconociendo o rechazando esos valores, la novela funciona. Por algo lleva años en el catálogo de una editorial española como Siruela, que se caracteriza menos por supuestos ideales de izquierda que por una alta exigencia literaria. Si Los tres gordinflones posee esa universalidad es porque se sitúa en un país sin nombre que podría ser cualquiera de los que, a inicios del siglo xx oscilaban entre “feudalismo moderno” y proto-capitalismo, y termina siendo el crisol de una revolución liderada por el obrero Próspero y el artista Tibul, con la colaboración decisiva la pequeña bailarina Souk, el viejo profesor Arneri y el propio príncipe heredero del triunvirato que tiraniza el país. La parábola de la revolución leninista es transparente para quien conoce la historia de principios del siglo XX, pero si no, de todos modos es la historia de una exitosa revuelta contra una abominable dictadura… de las que sigue habiendo y ¡ay! habrá en cualquier rincón de nuestro planeta.

Un escritor es un explorador-inventor que anda por la vida y por la literatura buscando superar al más hermoso de sus modelos. Yo he escrito libros bastante diferentes: novelas detectivescas y fantásticas, cuentos realistas y mágicos, leyendas, fábulas y simples historias para pequeñines; mis historias tienen un escenario reconocible (mi país) o no, se desarrollan en nuestra época, en tiempos pasados o en remotas épocas sin calendario, son serias o humorísticas, trepidantes o poéticas… pero lo que todavía no he conseguido escribir es una fábula basada en un decisivo momento histórico que –por la magia de la ficción y el talento– puedan aproximarse a arquetipos universales como Peter Pan y Wendy, El Mago de Oz, Aventuras de Pinocho, El patito feo, Los Viajes de Gulliver o La Bella y la Bestia. Opino que Los tres gordinflones pertenece a ese selecto grupo y mientras no consiga yo crear algo de esa dimensión, tendré motivos para sentirme insatisfecho y seguir mi arduo y tortuoso camino.

En mis Aventuras de Rosa de los Vientos y Perico de los Palotes y Concierto n°7 para violín y brujas hay cosas que, por momentos, pueden hacer pensar en la maravillosa novela de Yuri Olesha. Pero tal semejanza probablemente solo se ve de lejos y con buena voluntad. En realidad hace unos 20 años que tengo en mente el libro que podré poner al lado de este que me obsesiona y deslumbra. Pero todavía no he madurado bastante para escribirlo. El título es tan simple, claro y eficaz como este Los tres gordinflones. Pero no digo más…


Los cuentos tradicionales rusos alimentaron mi apetito de universos maravillosos. Yo ya conocía los de Perrault, muchos de los de los hermanos Grimm, algunos de Las mil y una noches y otras fuentes asiáticas, amén de algunos mitos y leyendas latinoamericanos… cuando descubrí los fascinantes cuentos rusos en una de las famosas compilaciones de Afanásiev o en volúmenes independientes, ricamente ilustrados. Uno de esos relatos, incluido en el volumen Alionuska, que adquirí probablemente después de 1981, me sirvió de inspiración para uno de los momentos definitorios de mi novela La leyenda de Taita Osongo, escrita y premiada en 1983, pero publicada solo dos décadas más tarde; en traducción francesa, primero, y en su versión castellana dos años después.


En este caso se trata de una influencia formal y compositiva, puesto que mi novela aborda la cuestión de la esclavitud durante la Cuba colonial. Pese a un tema, argumento y ambientación que nada tienen que ver con los de los cuentos tradicionales rusos, “El rey de los mares y Elena la sabia” me sugirió una escena de transformación sucesiva de objetos mágicos en obstáculos entre los héroes fugitivos y su peligroso perseguidor. Convenientemente tropicalizados y adaptados a mi historia, esos elementos aportan a mi novela el episodio de acción y magia indispensable para su catártico desenlace.


Desde que me marché de Cuba, en junio de 1989, perdí el contacto privilegiado que hasta entonces tuve con la literatura rusa. Sé que esa literatura pasó un momento de crisis con la caída del comunismo y el fin de la Unión Soviética. Pero también he podido saber que la literatura infantil rusa ha sabido afrontar las nuevas condiciones sociales, culturales y editoriales. Un día de estos, debo darme un paseo por ese panorama… que no puede ser sino estimulante.

Bibliografía

Afanásiev, Alexander: La sortija mágica. Cuentos populares rusos. Editorial Ráduga. Moscú, 1985. Ilustraciones: A. Kurkín. Traducción: José Vento Molina; 160 p.

Anónimo: Alionushka. Cuentos populares rusos. Editorial Progreso. Moscú, 1980. Ilustraciones: I. Ershov y K. Ershova. Traducción: José Vento Molina; 80 p.

Alexin, A.: Una historia terriblísima. Editiorial Gente Nueva. La Habana, 1978; 152 p.

Broditskaia, I., Golovanov Y.: El palacio pertenece a los niños. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Moscú, s/f.; 243 p.

Gaidar, Arkadi: Timur y su pandilla. Editorial Progreso. Moscú, s/f. Ilustrado con fotos de la película. Traducción: E. Rodriguez-Daniliévskaya; 101 p.

Laguin, Lazar: El viejo djin Jottábich. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Moscú, s.f.. Ilustraciones: B. Markevich. Traducción: J. López Ganivet; 374 p.

Olesha, Yuri: Los tres gordinflones. Editorial Progreso. Moscú, 1974 (co-editado por Gente Nueva. La Habana). Presentación (¿ilustracines?): V. Goriáev. Traducción: A. Herriaz; 158 p.

Ribakov, Anatoli: Aventuras de Krosh. Editorial Progreso. Moscú, s/f. Traducción: A. Herriaz; 236 p.

Varios: Literatura soviética. Número especial dedicado a la literatura infantil. Union de Escritores de la URSS. Moscú, 1968, n° 12 (246); 192 p.

Mis obras citadas

Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes. El Arca. Barcelona, 1996. Il.: Daniel Sesé. Alfaguara. Buenos Aires, 2004. Il.: Xulian; 118 p.

Concierto n°7 para violín y brujas. Fondo de Cultura Económica. México, 2013. Ilustraciones de Julián Cicero; 72 p.

De los primeros lejanos tiempos la lechuza me contó. Editorial Oriente. Santiago de Cuba, 1987. Il.: Vicente Rodriguez Bonachea / Versión ampliada y corregida: La lechuza me contó. Editorial Progreso. México, 2004. Il.: Fabiola Graullera; 54 p.

Exploradores en el Lago. Alfaguara. Madrid, 2009. Il: Tesa González; 164 p.

El secreto del colmillo colgante. Gente Nueva. La Habana, 1983. Nueva versión: El secreto del colmillo dorado. Libros & Libros. Bogotá, 2013. Il.: Luis Enrique Suárez; 192 p.

La leyenda de Taita Osongo. Fondo de Cultura Económica. México, 2006. Il.: Ajubel (estrenada en versión francesa: La légende de Taïta Osongo. Ibis Rouge. Montoury, 2004. Traducción de Pierre Pinalie); 78 p.

Mi tesoro te espera en Cuba. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 2002 / Edelvives. Madrid, 2008 (estrenada en la versión francesa: Cuba, destination trésor, 2000. Traducción de Mireille Meissel); 174 p.




























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