LITERATURA INFANTIL Y LA
ESCUELA: UNA PAREJA CONFLICTIVA
(Versión de la comunicación presentada en
el Congreso de Lectura.[1]
Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Abril 2003)
mi único, por el momento, libro de ensayos sobre literatura infantil |
Joel Franz Rosell*
La literatura infantil no es
una pastilla pedagógica envuelta en papel de letras
sino literatura, es decir,
mundo transformado en lenguaje.
Christine Nöstlinger [2]
La literatura infantil es anterior al libro y
de difusión mucho más democrática. Elementos de discurso literario infantil
había dentro de los relatos, mitos, leyendas y épicas que constituyen la
literatura –oral– de los pueblos primitivos y antiguos. En aquellos tiempos la
literatura y el arte, lo mismo que otras actividades intelectuales, productivas
o de servicio como la enseñanza, la medicina, la moda o la alimentación,
raramente diferenciaban a infantes de adultos. La literatura oral se ponía a
disposición de un destinatario heterogéneo pero indiferenciado, que se
amontonaba en torno a una fogata, al pie de un árbol, en la plaza pública o en
el salón de un castillo. Los niños, por su pequeña estatura, se encontraban en
primera fila y bien podemos imaginar que su emotiva recepción estimulara al
narrador o poeta a osar mayores vuelos imaginativos. Fue así que la existencia
del receptor infantil confirió a la literatura general algunos de los rasgos
que la caracterizarían durante siglos... hasta que la literatura infantil
adquirió entidad propia y la fantasía se mudó a ella, abandonando durante mucho
tiempo esa otra parte de la literatura que, acaso solo por ello, todavía calificamos de “seria”.
Pero desde su
aparición como tal, el libro infantil se vio estrechamente vinculado con la
educación de niños y adolescentes. De hecho, los primeros libros infantiles no
fueron libros literarios, sino textos destinados a la enseñanza de los vástagos
de la elite aristocrática. Esos primeros libros adicionaban a los principios
morales, religiosos, sociales, filosóficos o prácticos de lo que hoy
llamaríamos “el programa”, uno que otro recurso narrativo o imaginativo cuya
función única era facilitar la asimilación de los contenidos por la mente
infantil (el principio del prodesse delectare o enseñar
deleitando). Así, los primeros libros que merecen la denominación de literatura
infantil fueron compilaciones de fábulas (de Esopo, Fedro, La Fontaine) o vidas
ejemplares (de santos y de personajes históricos o mitológicos). Eso que al inicio
solo era un condimento, debió esperar, sin embargo, a la segunda mitad del
siglo XIX para comenzar a ser plenamente aceptado como elemento definitorio.
Los primeros libros infantiles
Cuando la invención de la imprenta de tipos móviles, hacia
1450, permite la paulatina masificación del libro, la literatura infantil ya
está formada –aunque todavía sin conciencia de su especificidad– dentro de la
literatura popular e incluso dentro de la literatura “culta”.
Entre los siglos XVI al XVIII, cuando eran víctimas de textos
de explícita intención pedagógica, los chicos de la elite también podían gozar
de la riqueza imaginativa de los cuentos populares y la poesía oral. Las ayas,
cocineras y otros empleados domésticos les narraban, a menudo a espaldas de sus
padres y contra la opinión de los pedagogos, la secular literatura oral que los
chicos de las clases bajas disfrutaban en ferias, mercados y pórticos de
iglesia.
El nacimiento del libro infantil es imprecisos porque tuvo
lugar en una época en que los libros podían desaparecer sin dejar ejemplar
alguno a la posteridad ni huellas en la obra de otros escritores. Los
historiadores coinciden en calificar como primer libro infantil al que
probablemente no es sino el primer libro documental ilustrado : Orbis Pictus, del pedagogo checo Jan
Amos Comenius, publicado en 1658 en Alemania. Sin embargo, la investigadora
española Ana Garralón en su Historia
portátil de la literatura infantil
destaca un título muy anterior, que si bien presenta un texto que no fue
expresamente concebido para chicos, sí les habría estado destinado como
producto editorial: una versión ilustrada de las fábulas de Esopo hecha en
Inglaterra en 1484, solo tres décadas después de la invención de la imprenta.
Como la mayoría de los títulos que inauguran la bibliografía
de la infancia, los dos citados son empeños donde lo educativo es lo primero y
los recursos imaginativos y estéticos son meros aditivos. Las fábulas son
educación moral modulada por una ficcionalización centrada en la idea de
otorgar habla y actitudes humanas a los animales, así como una estetización del
discurso aportada por la versificación refinada, los diálogos, la intensificación
dramática y el humor. En el caso de Orbis
Pictus, y de sus imitaciones y derivados, lo propiamente estético-lúdico es
el uso de ilustraciones que no se limitan a representar objetiva y
demostrativamente la realidad que el texto denota. En las ilustraciones de este
libro hay una presencia de la subjetividad y del placer que anticipa lo
inherente a los álbumes ilustrados de nuestros días.
Lo pedagógico y lo literario: relaciones conflictivas
Para encontrar un libro estrictamente literario, donde lo
pedagógico no es hegemónico y cuyo autor no es un educador, habrá que esperar a
1697. Es en Francia, cuatro décadas después de la publicación de Orbis Pictus, que Charles Perrault
publica sus Cuentos de Mamá Oca[3],
volumen que reúne “La bella durmiente”, “Caperucita roja”, “Barba Azul”, “El
gato con botas”, “Las hadas”, “Cenicienta”, “Riquete el del copete” y
“Pulgarcito”. Estos cuentos, hoy clásicos universales, eran solo algunos de los
que contaba la gente de pueblo y que el funcionario y poeta oficial de la corte
de Luis XIV que fue Perrault volcó en una prosa exquisita y en moldes
ético-filosóficos de tipo cortesano.
Aunque hoy su retórica nos parezca densa, aquellos cuentos se
destinaban a los chicos y Perrault intentó incluso hacer creer que los había
redactados su hijo Pierre d’Armancourt cuando tenía 10 años. El autor (o los
autores, porque alguna colaboración parece haber existido) se amolda a la
intención pedagógica y a la retórica que encadenaban al libro infantil de la
época, cerrando cada cuento con una moraleja. Este recurso, tomado de la
fábula, traiciona la fuente literaria original puesto que los cuentos
populares, orales y anónimos, no llevan moraleja. En ellos la enseñanza está
implícita y toca al receptor entenderla según su situación, valores y
necesidades.
Durante el siglo XVIII e incluso buena parte del siglo XIX la
literatura infantil permanece sometida a la misión formativa. Pese a la
paulatina extensión y modernización de la enseñanza que tiene lugar en Francia,
Inglaterra y otros países occidentales, solo es a fines del siglo XIX y sobre
todo en el siglo XX que el avance de las
ideas democráticas, de la psicología y de las ciencias humanas permiten el
descubrimiento del niño y del adolescente, la renovación pedagógica y el nacimiento teórico de la literatura
infantil.
Los últimos cincuenta años evidencian un enorme desarrollo
cuantitativo y cualitativo en el campo de los libros para niños y adolescentes,
pero la tensión entre lo pedagógico y lo literario sigue vigente en nuestros
días, aunque revista nuevas formas. Si bien desde el punto de vista autoral y
teórico la literatura infantil se ha independizado completamente de la escuela,
desde el punto de vista editorial y comercial sigue existiendo una relación de
dependencia, y esto influye indirectamente al menos en parte de los autores. La
escuela es, incluso en países con gran tradición de lectura independiente y por
placer, el mayor comprador de libros. Las mayores editoriales de libros
literarios y recreativos son también editoras de manuales escolares y tratan de
seducir a su poderoso cliente institucional no solo por vía de técnicas
comerciales, sino subordinando el contenido y estilo de las obras a las tareas
de la escuela. Los maestros y bibliotecarios (sean éstos últimos escolares o
públicos) ejercen una influencia determinante en los lectores, sobre todo en el
período de la infancia, y mucha de la actividad promocional de las editoriales
se dirige a los primeros, antes que a los padres y a los propios niños y
adolescentes.
Una paradoja de nuestro tiempo es la convivencia de obras
literarias de alto nivel de exigencia estética y autonomía autoral con obras
encargadas para llenar, sin ambigüedad alguna, una de las casillas de los
llamados “valores transversales”.
De la lectura como técnica a la
lectura como arte
No debemos olvidar que si bien la escuela tiene como primer
objetivo la instrucción, que desarrolla esencialmente dentro de sus muros,
también tiene la misión de colaborar con la familia, los medios masivos de
comunicación y otras instituciones sociales en la formación de valores y en la
construcción de sensibilidad y cultura estéticas.
Después del lenguaje, probablemente el mecanismo de
aprendizaje más importante que debe adquirir todo individuo es la lectura.
Desde el primer día, la escuela se da la tarea de alfabetizar y consolidar la
técnica de la lectura en cada individuo. Sin embargo de la misma manera que en
el jardín de infantes se le enseñan canciones a todos los niños sin aspirar a
una formación artística profesional, el
aprendizaje de la lectura instrumental no debe ser confundido con el dominio de
la lectura literaria. La diferencia con el ejemplo anterior es que, si bien no
es imprescindible que todos los niños sean cantantes, sí tendríamos que lograr
que todos los niños –y por ende los adultos- sean lectores (y un lector no es
un individuo que sabe deletrear, sino alguien que comprende plenamente y
disfruta lo que lee). La importancia de la lectura radica no solo la capacidad
de informarse y comunicarse por medio de lo escrito –impreso o en pantalla-,
sino el dominio del proceso de abstracción a base de palabras imprescindible
para el desarrollo intelectual, la riqueza de sentimientos, conocimientos y
experiencias (las estéticas incluidas, por supuesto) que caracterizan al ser
humano pleno. La complejidad del mundo no nos permite adquirir todas nuestras
competencias en la vida cotidiana (incluida la escuela); recordemos a Borges
cuando dijo que la lectura nos permite tener recuerdos que no hemos vivido.
Reciclando el viejo precepto popular de que “nadie escarmienta en cabeza
ajena”, obtendremos que, si se trata de un buen personaje literario, el
escarmiento ajeno sí nos será de provecho y nos hará crecer y madurar.
Si bien la lectura se adquiere en la escuela, sólo alcanzará
su plenitud si se ejerce fuera de ella, convirtiéndose en un hábito ubicuo, en
una necesidad permanente del individuo, que dispondrá así de puertos de acceso
a universos cada vez más anchos y tendrá la capacidad comprender y actuar en
situaciones nuevas y diferentes. La lectura es una de las llaves de la
libertad.
Por otra parte es
esencial no confundir libros y literatura; no todos los libros infantiles son
literatura infantil y, por supuesto, los textos escolares no son literatura,
aunque en algunos casos puedan contener fragmentos de ella. La literatura
infantil es un género artístico y su lectura procura una experiencia estética,
emocional y lúdica que puede complementar los contenidos escolares, pero que
constituye, sobre todo, una alternativa y una forma de “descansar” de dichos
contenidos. La literatura infantil no debe ser vista como instrumento, sino, y
esto solo en algunos casos, como un aliado del trabajo escolar.
En realidad, a los
docentes les conviene que no se asocie la literatura a la escuela, puesto que
los libros no escolares han de continuar fuera de los espacios y horarios
lectivos la gran misión formadora que corresponde a la institución. El solo
hecho de que, durante el fin de semana o las vacaciones, los niños continúen
ejercitando su cerebro, dándole alimento a su imaginación, enriqueciendo su
lenguaje y poniendo en práctica la, nada evidente, capacidad de convertir los
significados en significantes intelectuales y emocionales es suficiente
contribución del libro literario al potenciamiento del trabajo docente, con lo
que se le puede dispensar cualquier otra misión en el marco escolar.
tomado de El secreto del unicornio, de Hergè |
La
literatura infantil no es un dialecto de la literatura.
Según Alfredo Bryce Echenique: "Desde que se le
pone al lado un adjetivo a la palabra literatura, ésta deja de serlo". No
estoy de acuerdo, como no suelo estar de acuerdo con la formulación simple de
problemas complejos; pero creo entender lo que preocupa al destacado el
escritor peruano. Los adjetivos que se
le ponen a la literatura suelen ser limitaciones de su alcance o redundancias
que solo pretenden poner de relieve uno de sus ingredientes. Cuando se dice
literatura política, literatura de entretenimiento o literatura popular se
obvia que toda literatura comporta un cierto posicionamiento político, que toda
literatura supone placer y por tanto entretenimiento, y que los libros que
gozan en determinado momento de masiva aprobación suelen caer en el olvido unos
años después; de la misma manera que textos considerados elitistas se
convierten fácilmente en populares, o a la inversa, con el paso del tiempo.
El problema con los
adjetivos que denuncia a Bryce Echenique es que suelen encaramarse sobre el
sustantivo, ahogando lo esencial, y no sirviendo en muchos casos sino para
catalogar la obra literaria como producto de consumo en un mercado pletórico
siempre necesitado de etiquetas sencillas e impactantes.
Es cierto que cuando se
habla de literatura fantástica o de literatura policíaca se apunta a
especializaciones temáticas o estilísticas que dan pertinencia a géneros que
muchas veces descuidan la calidad de la expresión y la intensidad de la
reflexión, y en esos casos la desconfianza de Bryce parece plenamente
justificada. Pero ¿qué decir sobre la literatura infantil?
La literatura infantil
(o infanto-juvenil, que sería una
denominación más precisa) no es aquella que habla de los niños y adolescentes,
y mucho menos aquello que escriben los chicos. Parece una perogrullada decir
que literatura infantil es aquella que se destina a niños y adolescentes, pero
en realidad esta última definición es insuficiente porque la buena literatura
infantil no se restringe al único uso de los chicos e incluso la mejor
literatura infantil es la que menos debe reservarse al exclusivo consumo de los
menores de edad ya que aporta rasgos formales, perspectiva humana e historias
que la hacen indispensable a la buena formación de los adultos y a su mejor relación
con la parte más joven de la sociedad.
Díganme, sinceramente, qué sería de la civilización
occidental si escritores que solo se encuentran hoy en colecciones para niños
como Lewis Carroll, Hans Christian Andersen, Julio Verne, Robert Louis
Stevenson y un larguísimo etcétera, no hubieran inventado mitos tales como
Alicia, su conejo y su espejo, la Sirenita y el Emperador vestido de nada, el
misterioso Capitán Nemo; Jim Hawkins, el
cojo Silver y cierta Isla del Tesoro. Eso sin mencionar invenciones sin las
cuales los psicoanalistas andarían en taparrabos como La Bella Durmiente y su
beso, Blancanieves y sus enanos, Scherezada y su cuento interminable o
Cenicienta y su zapato de cristal.
No temo me
argumenten que Perrault, hermanos Grimm y compañía sacaron algunas de estas
maravillas simbólicas del acervo popular, porque me bastaría replicar que con
su «plagio» le salvaron estos escritores la vida al tal Acervo... [4],
dándole la forma literaria que lo ha hecho universal e impactante.
Por supuesto que todo
adulto fue niño y que en principio habría leído durante su infancia literatura
infantil. Pero, aún en el caso –en realidad poco frecuente– de que hubiésemos
tenido la oportunidad de acceder cuando niños a lo mejor de la literatura
infantil universal, cada día aparecen obras nuevas, de elevadísimo mérito.
Además, como dijo no sé
quien, ningún libro que no merezca ser leído dos veces merecía la pena de haber
sido leído la primera vez. Al margen del efecto momentáneo de la boutade es imprescindible subrayar que
los chicos tienen capacidades, necesidades y competencias muy diferentes de las
del adulto, de manera que hay muchas cosas que no captan al leer un libro a los
siete, diez o catorce años; no tanto porque carezcan de capacidad para
entenderlas, sino porque están “en otra cosa”, porque tienen que cumplir otras
tareas en su formación como individuos y en la aventura de vivir, y también
porque su apropiación de la invención estética les hace ver y entender cosas
diferentes –no necesariamente inferiores– de las que verá y entenderá cuando
tenga 20, 40 ó 70 años.
La mayoría de los niños
no se da cuenta o no le concede importancia a la crítica social, económica y
política presente en Los viajes de
Gulliver, ni a las bases lógicas, matemáticas y filosóficas de Alicia en el País de las Maravillas, ni
a la parábola de la decadencia del mundo moderno que encierra El señor de los anillos, ni percibirá
plenamente las diversas intertextualidades que establece Historias a Fernández. Todo eso queda en segundo plano, opacado por
el disfrute de la fascinante historia, el lenguaje liberador, los escenarios
deslumbrantes, los personajes seductores y los sentimientos desatados. Pero lo
que inadvertidamente se infiltró en el alma del chico, alimentando su
curiosidad y cultura, se queda ahí, esperando ese reencuentro durante la edad
adulta que, lamentablemente, pocas veces se da, para explicar algunas cosas que
la primera lectura no hizo conscientes, pero sobre todo para explicarle al
lector ya maduro algunas cosas sobre ese individuo que él fue (¡cuánto trabajo
le ahorraríamos a los psicoanalistas con solo contarles lo que leímos... o no
leímos... durante la infancia!).
Los niños no son adultos en miniatura ni esbozos de
adultos; son seres distintos, con otra perspectiva de las cosas, con un
carácter inevitablemente dialéctico debido a que están aprendiendo el lenguaje,
construyendo su personalidad y estructurando su noción del universo según las
leyes de la física, del devenir temporal y de la cultura de su grupo.
Los niños tienen una maleabilidad y un nivel de
absorción de conocimientos y habilidades que ningún adulto consigue conservar.
Piensen, sin ir muy lejos, lo que significa aprender a dominar los miles de
músculos del cuerpo, mantener el
equilibro, comprender las proporciones y la perspectiva, ajustar los ritmos
biológicos a los ritmos sociales o asimilar toda la arbitrariedad de las
relaciones entre las palabras y los conceptos que implica la conquista del
lenguaje. Todo eso lo hace un niño antes de los cuatro años y nada de eso puede
aprenderlo, simultáneamente, un adulto.
Porque puede y está aprendiendo todo eso, el niño es capaz –y está
necesitado– de una determinada forma de ficcionalización y representación por
medio de las palabras del mundo en que vive, de los seres que lo rodean y de
los procesos de su mente.
Por eso la literatura infantil no está «limitada» por
la capacidad del niño, sino abierta gracias al hecho de tenerlo precisamente a
él como destinatario.
Tampoco olvidemos que el público infantil está abierto
horizontalmente, pues no existen dos niños idénticos, y verticalmente, porque
los niños crecen y cuando los libros que les damos son realmente buenos van a
acompañarlos toda la vida, incorporados, de manera más o menos inconsciente, a
su experiencia estética, a su estructura de valores y a su reserva afectiva.
Muy pocas personas consiguen recordar dónde, cuándo y cómo aprendieron la
mayoría de sus convicciones más profundas e inamovibles. Algunos principios les
fueron inculcados por la familia –con las palabras y con los actos– o por la
escuela, pero muchas veces una y otra instituciones se apoyaron en un libro o
en imágenes literarias para realizar esa transmisión de códigos.
La literatura infantil es literatura
para todos
Lo
específico de la literatura infantil no es alimentar al niño con una versión
del mundo a su nivel. Lo que la caracteriza es haber convertido en rasgo
estilístico la forma singularmente creativa que tienen los chicos de mirar,
relacionarse con el mundo y expresarlo. Todo esto es interpretado, contado y
organizado por un adulto especializado en estéticos trajines con el lenguaje.
Un adulto que, si es un auténtico creador, no vacilará en singularizar su
discurso volcando en él toda su vida –de sus ilusiones a sus terrores–
para configurar una obra única y personal, para nada inferior a la de quienes
escriben para adultos, pero que, estilísticamente,
será reconocible como parte del universo estético infantil.[5]
Si la literatura infanto-juvenil no
es una zona de la literatura exclusivamente destinada a niños y adolescentes,
eso significa que también puede ser leída por los adultos. Los buenos libros
para chicos tienen elevada calidad estética, buenas historias, personajes
seductores y aportan elementos para comprender mejor a los niños y
adolescentes, por lo que pueden ser una excelente lectura para cualquier
miembro adulto del núcleo familiar. Y si son adultos que han perdido o nunca
tuvieron un contacto frecuente con la lectura literaria, les ayudará y
estimulará el hecho de que los libros para niños y adolescentes sean
generalmente breves y de lengua clara.
Las especialistas españolas Anna
Gasol y Mercè Arànega nos recuerdan que:
Diversos fenómenos iniciados
por la sociedad industrial –progresivo despoblamiento de las zonas rurales,
incorporación de la mujer a la vida laboral, ritmo de vida acelerado,
predominio de familias nucleares, etc.– han propiciado que los adultos pasen
muchas horas fuera del hogar y, por consiguiente, que niños y niñas estén
ocupados en múltiples actividades extra escolares disminuyendo así las
interrelaciones de este tipo en el ámbito familiar. [6]
Si bien en la Argentina –en sus diversas clases sociales y en la enorme diversidad de
su realidad federal– la
situación no es idéntica a la de España, también aquí hay ese problema de
disminución del tiempo que comparten adultos y chicos. En el caso de la
población desempleada o sub empleada, que probablemente dispone de más tiempo
que pasar junto con los menores, el acceso al libro –por razones económicas,
prácticas o de formación cultural– es una dificultad que, sin embargo, podemos desviar en nuestro interés.
Chicos y adultos comparten ya la televisión, la música, el fútbol... ¿Tan
difícil nos resultará hacerlos compartir también los libros?
Los adultos suelen privarse de lo necesario para ofrecer a
sus hijos los bienes y servicios indispensables, y aún para satisfacer
necesidades de segundo orden. Muchos adultos que no compran libros para sí
mismos, tratan de ofrecer libros a sus chicos. Más de una vez he observado que
algunos padres se resisten a pagar un libro que no tenga suficiente texto, como
si consideraran que la cantidad de palabras es lo que determina el valor de la
obra. Si esos adultos supieran que ellos también pueden leer los libros que
adquieren para sus hijos, estarían menos preocupados por la “rentabilidad de la
inversión”.
Entre las muchas
razones por las cuales vale la pena que los adultos lean libros para niños y
adolescentes, está el hecho de que
éstos dicen cosas que los adultos no saben o no entienden de los chicos a su
cargo y que sería muy bueno que descubrieran o
recordaran: ser de pequeña estatura y cansarse más rápidamente,
descubrir cosas nuevas todo el tiempo, verse obligado a obedecer a personas que
ni siquiera son capaces de responder satisfactoriamente a los más elementales
"porqués", no saber definir los lapsos de tiempo, confundir realidad
y fantasía, encontrarles otros significados a las palabras, desmoronarse ante
el menor contratiempo sentimental y recuperar la fe un instante después, dar
más importancia a la pandilla de amigos a la que uno ha elegido pertenecer que
a la tribu a la cual fatalmente uno pertenece por razones de sangre...
Además de lo beneficioso que es para el adulto que nada lee,
leer al menos los libros de sus chicos, esta lectura compartida incrementa la
cohesión y la comunicación dentro de la familia al aportarle referencias y
placeres comunes. Y, además, está el siempre evocado asunto del ejemplo. Está
probado que un niño que crece en una familia donde nadie lee, en una casa donde
no hay libros, no tiene las mejores posibilidades de crecer como un buen
lector, de ser un buen estudiante y incluso de formarse como un buen
profesional.
La escritora brasileña Ana María Machado, con esa capacidad
tan suya para hablar sencilla y gráficamente de problemas complejos ha dicho:
“imaginar que alguien que no lee pueda hacer leer a otros es tan absurdo como
pensar que alguien que no sabe nadar pueda convertirse en instructor de
natación. Sin embargo es eso lo que estamos haciendo”[7].
Aclaro que Ana María Machado no hablaba solamente del ejemplo
en casa, sino del problema de tanto maestro, e incluso bibliotecario, que no
ama la lectura, que no tiene el hábito, la necesidad, de leer. Nadie que no
esté convencido, que no esté enamorado de la lectura puede trasmitir esa pasión
a los chicos. Las bibliotecas escolares deberían poseer no solo libros para
niños y adolescentes de la mayor calidad y variedad, sino también buenos libros
para adultos; libros que los maestros y bibliotecarios puedan y deban leer,
además dar en calidad de préstamo para que los padres puedan leerlos en casa.
Moraleja
Aunque, como ya dije
antes, desconfío de toda formulación simplificada de problemas complejos y sé
que no hay decálogos, recetas ni fórmulas que puedan orientar la práctica de la
literatura en el ámbito escolar y para escolar, voy a aprovechar el poco tiempo
que me resta a exponer de manera sucinta algunos principios sobre cómo
conseguir que la lectura literaria sea patrimonio de la humanidad... en fin: de
ese pedacito de humanidad que tenemos a nuestro alcance.
·
Los libros
literarios no son para enseñar, para eso están los textos escolares y los
informativos. La literatura no enseña (lo que no significa que en ella no se
aprenda muchísimo).
El niño aprende
siempre, y no aprende menos y peor fuera de las instituciones creadas para
enseñarle cosas. El niño aprende permanentemente; de la misma manera que crece
día a día, con cada nutriente que ingresa en su cuerpo, aprende con cada
palabra bien hilvanada que accede a su mente. Por eso lo de literatura educativa es una aberración,
o por lo menos una redundancia. La literatura no debe preocuparse de enseñarle
nada, porque el niño, por sí solo, va a aprender algo en la literatura
(“conmover es moralizar”, escribió el pensador cubano José Martí). El niño
aprende jugando y la lectura es, perdónenme otra cita: un juego serio como un trabajo y un trabajo divertido como un juego,
según una definición tan brillante que he olvidado el nombre de su autor, un poeta
ruso. La buena literatura infantil es aquella que hace al niño jugar a la vida
(todo lo que ocurre y aquellos a quienes ocurre es ficción, simulación, rol,
máscara que el niño protagoniza al leer). La buena literatura hace jugar nada
menos que al lenguaje: los versos, las metáforas, las adivinanzas, el humor,
los calambures... todo eso enseña al niño a servirse del lenguaje y comprender
que el lenguaje no es algo muy serio, sino algo muy divertido y, por
consiguiente, esencial... porque nada es tan importante en la vida de un niño
que jugar.
·
La literatura no se interpreta, se
disfruta.
Nadie sabe lo
que intenta trasmitir el autor. No lo sabe el autor literario mismo (el autor
no literario, sí que lo sabe y lo hace explícitamente, olvidando que la literatura
es un discurso connotativo, es decir, una forma polisémica, “estereofónica”, de
escribir). El texto literario es, entre otras cosas, un mensaje; pero no para
el escritor, para quien su obra es un canto y está lleno de placer, de pulsión
incontrolable, de resonancias íntimas y compartidas, de trabajo creador. El
lector entrará en sintonía con los diversos elementos de la obra, su posición
no es la del destinatario que recibe un mensaje dirigido, sino más bien la del
receptor accidental que tropieza con un inesperado, no deseado e imprevisto
mensaje que, además, carece de código pre-determinado. La obra literaria es un
instrumento... musical, lleno de posibilidades que cada cual hará sonar según
sus competencias, capacidad, experiencia, sentimientos y necesidades.
·
El lector lee. El escritor escribe.
No todo el mundo
es escritor, no todos los textos son literarios, la calidad existe.
Una mala
interpretación de la democracia y una forma demagógica de la igualdad han hecho
que en la enseñanza contemporánea se exagere el papel activo del estudiante,
del lector. La democracia no consiste en que todo el mundo deba tomar la
palabra, sino en que todo el mundo sea escuchado. La literatura es un oficio
duro y riguroso, que exige experiencia y talento. No todo el mundo es escritor,
no todo texto es literario, no todo tiene la misma calidad. El mediador tiene
el deber de escoger lo mejor, el lector renunciaría a su mayor derecho que es
leer obras de calidad si aceptara cualquier cosa que se le ponga al alcance de la
mano.
·
Leer es una actividad. El lector pasivo
no existe cuando se lee buena literatura.
La buena literatura exige atención,
reactividad, cultura. Pero hipertrofiar el papel activo del lector es
contraproducente pues en ese caso, el texto desaparece y el autor se esfuma,
siendo suplantado por el lector. Todo individuo que lee busca la experiencia
del otro, del escritor, de los personajes, busca conocer otros mundos –reales o
imaginarios-, en una forma indirecta, pero profunda, de comprenderse mejor y comprender
mejor su propio mundo. Un espejo no es una lupa, para conocer la realidad hay
que aceptar el (los) discurso(s) del (los) otro(s).
La actividad primera del lector es convertir en imágenes las
palabras leídas. Este proceso de transformación moviliza su experiencia, su
cultura, sus gustos; pero las palabras no son suyas, no deben serlo.
Desconfiemos del exceso egocéntrico, egocinético
y en el fondo demagógico de la teoría del lector activo llevada a su extremo.
·
Las
lecturas deben ser variadas por su género, su estilo, su época, su procedencia
geográfico-cultural.
Muchos seleccionadores de lecturas infanto-juveniles
tienden a desconfiar de la diferencia y a marginar -cuando no rechazar de
plano- los libros infantiles de otras regiones del mundo, llegando a veces al
extremo etnocentrista de poner en duda su calidad. Si los libros que proponemos
a la lectura de los chicos tienen asuntos, escenarios y marcos históricos
similares a los de las materias escolares, no conseguiremos que éstos tengan el
atractivo que implica el cambio de actividad. Volver una y otra vez, aunque sea
en otra forma sobre el mismo universo implica saturación y conduce
inevitablemente al aburrimiento. El fulminante éxito de las novelas de Harry
Potter en el mundo anglosajón, y en otros países, no solo occidentales, viene
del hecho de que recrean un universo autónomo muy diferente del cotidiano (lo
que no excluye puntos de contacto con la realidad –sobre todo en lo que
concierne al mundo de la escuela– asegurando así la identificación entre
lectores y personajes).
Si en ciertas regiones de Argentina que han sido escasamente
reflejadas en la literatura, sería conveniente disponer de libros que
conviertan en ficción estetizada el marco geográfico y humano en que viven los
lectores, lo cierto es que los maestros y bibliotecarios argentinos harían bien
en recomendar a los chicos a su cargo la lectura de novelas no argentinas, no
urbanas, no realistas. Libros así pueden exigir una cierta preparación previa
por parte del animador de la lectura, que deberá preparar a los inexpertos
lectores a un tipo de relaciones sociales, de referencias culturales e
históricas, de componentes del paisaje o de léxico que les resultan extraños.
Pero este tipo de preparación a la lectura, si se hace de manera inteligente,
puede incluso redoblar el interés de los chicos y será un aporte cultural
indudable tanto para ellos como para los adultos que colaboren en la lectura.
Los resultados de una encuesta internacional sobre la calidad
de la lectura en los niños muestran que entre los 35 países de todos los
continentes que participaron en el estudio, la Argentina se vio relegada al
lugar número 31, con un puntaje muy inferior al promedio. La directora de
Información y Evaluación de la Calidad Educativa del Ministerio de Educación,
Liria Toranzos concluyó en la necesidad de “desarrollar en las aulas mejores
prácticas de comprensión lectora, como también emplear una mayor diversidad de
textos” [8].
Por su parte, la destacada psicóloga y especialista en
educación Emilia Ferreiro aconseja dejar de lado “la educación homogénea y
uniforme del siglo XIX para dar espacio a una educación plurilingüe y
pluricultural que aproveche las diferencias”, y añade: “Ya no basta con saber
firmar, leer o escribir textos simples. Es necesario saber utilizar Internet,
poder navegar y realizar procesos de búsqueda de información confiables y
satisfactorios. Es preciso poder circular por distintos tipos de texto con
facilidad”. [9]
La escuela y la biblioteca deben proponer textos diversos,
tanto por género (narrativa, poesía, teatro, divulgación, periodismo) como por
su estilo (realista o fantástico, barroco o romántico, irónico o humorístico,
coloquial o grandilocuente) como por su época y procedencia (contemporáneos,
del pasado reciente o remoto, de la cultura “federal” o de las minorías étnicas
y regionales, del extranjero próximo o de las culturas que no tienen relaciones
con la cultura nacional), del mundo de los niños y adolescentes y del mundo
adulto o de la tercera edad.
·
Leer literatura
es leer una lengua. Una lengua es una cultura. Toda cultura es universal.
La lengua castellana es una de las raras ventajas que tienen
los países hispanoamericanos en la era de la globalización: poseemos una lengua
internacional con más de 300 millones de hablantes y en permanente expansión.
Ese castellano tiene que ser diverso y esa diversidad hay que dominarla.
Algunos maestros y promotores de la lectura pretenden que los niños y
adolescentes argentinos rechazan los libros escritos o traducidos a variantes del
castellano de otros países de nuestro ámbito lingüístico (por cierto, que lo
mismo hacen muchos docentes españoles con libros argentinos, o mexicanos frente
a libros colombianos, etcétera, porque si algo no tiene frontera son los
prejuicios). Estoy convencido de que son los propios docentes quienes recelan
de textos que no confirman la norma lingüística que ellos deben enseñar. Y si
los usos lingüísticos diferentes generan cierto extrañamiento, lo que hay que
hacer es explicar la riqueza que los mismos aportan. Por otra parte, en el
cine, en la televisión en la música, los mismos chicos argentinos consumen
inmoderadamente productos mexicanos, españoles, colombianos. Mal puede
defenderse el respeto al otro, difícilmente puede argumentarse la necesidad de aprender
lenguas extranjeras (que no son solo el inglés, sino el francés, el hindi o el
guaraní) si uno no es capaz, para empezar, de admitir y disfrutar de la otredad
en el interior de su propia lengua materna.
·
La
lectura no es ni mejor ni peor que otras actividades intelectuales o
recreativas. Es otra cosa.
No tiene sentido alguno oponer la lectura a mirar televisión,
el libro a la computadora. Son actividades diferentes, complementarias y que
pueden coexistir pacíficamente. De la misma manera que la lectura no puede
sustituir a la práctica de deportes en sus benéficos efectos sobre el cuerpo y
a la relación con los amigos en su saludable contribución a la sociabilidad.
Leer bien ayuda, sin dudas a mirar críticamente la televisión, a comprender
mejor los mecanismos de funcionamiento y a seleccionar los contenidos que
aporta la computadora, como puede ayudar a conocer deportes nuevos, a mejorar
la salud y a enriquecer la relación con los amigos. No hay que leer todo el
tiempo ni en todas partes, pero nunca hay un tiempo impropio para la lectura y
en ningún lugar se encuentra un cartel que advierta “Prohibido leer”.
BIBLIOGRAFÍA
GARRALON, Ana: Historia
portátil de la literatura infantil. Madrid. Anaya, 2001.
GASOL TRULLOS, Anna y ARNÀNEGA, Mercè: Descubrir el placer de la lectura. Lectura y motivación lectora.
Barcelona. Edebé, 2000.
MACHADO, Ana Maria y MONTES, Graciela: Literatura infantil. Creación, censura y resistencia. Buenos Aires.
Sudamericana, 2003.
MANGUEL, Alberto: Una
historia de la lectura. Bogotá. Norma, 1999.
ROSELL, Joel Franz: Un
oficio de centauros y sirenas. Buenos Aires. Lugar Editorial, 2001.
Escritor cubano. Ha publicado, entre
otros libros: Vuela, Ertico, vuela y El Pájaro Libro (Ediciones SM), La tremenda bruja de La Habana Vieja (Edebé), La Nube
y Mi tesoro te espera en Cuba
(Sudamericana), Javi y los leones (Edelvives)
y La literatura infantil: un oficio de
centauros y sirenas (Lugar Editorial). Su obra ha sido traducida al francés
y el portugués. Tras vivir en La Habana, Río de Janeiro, Copenhague y París,
reside actualmente en la Argentina.
[2] Christine
Nöstlinger, In Luisa Mora:
"Una entrevista a Christine Nöstlinger". Urogallo,
sept-oct 1993, pp. 10-15
[3] Originalmente titulado Histoires
ou contes du temps passé y, en el reverso de la tapa Contes de ma mère l’Oye, lo que se puede traducir como: “Narraciones
y cuentos de hadas del pasado. Cuentos de mama Oca”. Parrault escribió en total
una treintena de cuentos en verso y en prosa, y fábulas, algunas todavía
inéditas en castellano.
[7] Ana María Machado y Graciela Montes: Literatura infantil. Creación, censura y resistencia., p. 17
[8] “Alumnos argentinos entre los últimos”. La Nación,
9 de abril de 2003
[9] “La escuela no forma buenos lectores” ( Emilia Ferreiro
entrevistada por Agustina Lanusse). La Nación, 14 de abril de 2003