29/6/11

mis raíces africanas (afrocubanas) en LA LEYENDA DE TAITA OSONGO

La Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas proclamó 2011 como Año Internacional de los Afrodescendientes. La resolución 64/169 de la ONU pretende así poner en marcha medidas en favor de los derechos económicos, culturales, sociales, civiles y políticos de las personas de ascendencia africana, y promover el desarrollo de acciones que coadyuven al mejor conocimiento, respeto de la herencia y cultura de los afrodescendientes, contribuyendo a la eliminación del racismo y la discriminación.
Precisamente en febrero de este año se ha publicado en Cuba la cuarta versión de esta novela juvenil. Antes aparecieron la traducción francesa (Ibis Rouge, 2004), la versión mexicana (Fondo de Cultura Económica, 2006) y la traducción brasileña (Ediçoes SM, 2007). Lo cierto es que el interés por el que quizás sea mi mejor libro, ha crecido este año. (Editorial Capiro. Santa Clara); primera que lleva mis propios dibujos.



La investigadora mexicana Mariana Reyes Payán me hizo recientemente, entre otras, las siguientes preguntas:


La leyenda de Taita Osongo es una novela corta, pero muy cargada de acción,¿usted considera que puede estar dirigida tanto a niños como a jóvenes, o tenía ya,al momento de escribirla en la mente un público más específico?

Quienes nos dedicamos por entero a la literatura infantil raramente nos preguntamos a qué público se destina una u otra obra. Como escritores profesionales, hemos construido nuestro estilo con una determinada forma de contar que “nos sale” automáticamente. La separación entre forma y contenido es solo una etapa de la interpretación literaria y no de su génesis. Determinada trama exige determinado desarrollo argumental, determinado lenguaje, determinada complejidad psicológica en los personajes y determinados conocimientos históricos, geográficos o filosóficos por parte de un lector... que el autor incorpora de la misma manera que un buen actor incorpora el personaje que representa. De alguna manera el autor es poseído por la obra y ésta le dicta el discurso apropiado. Cuando uno termina puede darse cuenta de que hay alguna palabra o situación que su lector supuesto no podrá captar-disfrutar, pero el procedimiento es similar al del poeta que corrige las palabras que no están en su sitio o a la altura necesaria dentro de un poema.
Generalmente escribo textos “estereofónicos”, que los adultos sintonizan en una frecuencia, los adolescentes en otra y los niños en la suya. A veces la “banda” adulta es más ancha, a veces es más ancha la infantil, y excepcionalmente no hay mucho espacio para uno o para otro de mis “radioescuchas”. Un librito como La Nube es definitivamente para niños de 4-5 años, mientras la novela Mi tesoro te espera en Cuba complacerá a lectores de 11-12, abrumando a los de 8 y aburriendo a los de 15 (con la flexibilidad que demanda el hecho de que edad cronológica y edad intelectual varían de un individuo a otro). Entre tanto, un cuento como Pájaros en la cabeza puede ser leído y difrutado entre 6 y 16 años, cada cual a su aire.
Por su parte, La leyenda de Taita Osongo no aprovechará a un niño que aún no tenga 10 años. Eso lo supe desde el principio, aunque el episodio de la persecución de Alma y Leonel por los cazadores de esclavos tiene la estructura y el atractivo de un cuento maravilloso que sí apreciaría niños de 7 años (al extremo que he escrito un cuento centrado en los personajes y tonalidad de ese episodio, que cuando se publique será un álbum para la edad en que el gusto por la fantasía se confunde con en interés por las parábolas y lo épico).
Desde la primera línea de La leyenda... yo sabía que iba a escribir una historia de amor desdichado, situada en tiempos de las plantaciones esclavistas en el Caribe (siglos XVIII-XIX), y con una intensidad dramática y una prosa que la hacían particularmente adaptada para lectores, digamos, de entre 11 y 15 años. Pero escribí la historia que quería escribir, respondiendo a la necesidad de liberar una tensión emocional específica y el deseo de llevar a sus últimas consecuencias el lenguaje poético explorado en mi libro precedente (hoy publicado con el título La lechuza me contó).

El peso del pasado es de gran importancia en su obra, ¿De qué manera esa visión
busca proyectar un futuro distinto para la sociedad?


La leyenda de Taita Osongo
es mi única obra situada en el pasado histórico. El resto de mis libros transcurren en nuestra época (en un país concreto, como Exploradores en el lago, o cualquiera, como El pájaro libro y Don Agapito el apenado) o en espacio-tiempos convencionales (en Pájaros en la cabeza y Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes puede haber reyes y castillos, pero incluso un chico de 8 años se da cuenta de que lo que cuento refleja problemas de nuestro tiempo). La leyenda... es también es uno de mis raros libros situados en un espacio geográfico bien determinado. La novela de aventura contemporánea Mi tesoro te espera en Cuba y la novela mágico-realista La tremenda bruja de La Habana Vieja declaran desde el título su ubicación, mientras que en la obra que nos ocupa la referencia a La Habana, al África y la propia circunstancia de la esclavitud remiten al lector a un espacio que abarca toda la zona tropical-subtropical de las Américas donde hubo plantaciones: de la Louisiana a Yucatán, de Cuba a Trinidad-Tobago, de Venezuela a Brasil, e incluso más al sur.
Sin embargo, como dice el protagonista en su parlamento final, el conflicto solo se resolverá en el futuro: el amor de Alma y Leonel será imposible mientras la explotación de unos humanos por otros pretenda ser justificada por las diferencias étnicas, religiosas o sociales; pero un día esa artificiales barreras serán abolidas. Muchos de mis lectores de principios del siglo XXI pueden considerar que ya ha llegado ese porvenir de plenitud, pero otros saben que todavía hay muchos barrotes encerrando vidas y sueños.
Sí, mi novela tiene un mensaje también para el futuro. Aunque inserta en un marco histórico y geográfico particular y en torno a las temáticas del racismo y la esclavitud, su lectura no está reservada a los jóvenes de países que tuvieron mano de obra esclava africana. Es un relato universal que puede rebotar en cualquier circunstancia de injusticia que impida convivir a jóvenes de diferente clase social, nacionalidad, cultura, religión, etc.

¿Cómo y cuándo llegó a usted el tema de La leyenda de Taita Osongo?


No puedo recordar las circunstancias exactas pues de eso hace mucho tiempo; mucho más del que sugiere el copyright del libro (primera edición, francesa en 2004 y primera edición en castellano en 2006). Fue en 1984: desde hacía tres años yo vivía en Santiago de Cuba, la pretendida capital del Caribe e indiscutible capital de los cubanos de origen africano. La vitalidad de la cultura afrocubana me estaba penetrando cuando recibí la convocatoria del Premio Heredia. Lo auspiciaba la Unión de Escritores en la provincia y si bien se dirigía a escritores de todo el país, los escasos autores que entonces nos dedicábamos a la literatura infanto-juvenil en la región oriental éramos particularmente esperados. Ninguno de los manuscritos que yo tenía entonces se adaptaba a la convocatoria, pero no siendo autor que salte sobre la ocasión, deduzco que ya entonces me rondaba la idea de lo que inicialmente titulé “La leyenda del algarrobo y la orquídea”. La imagen de un algarrobo con una orquídea en el tronco inmenso y negro, me rondaba desde hacía algún tiempo, pues frente a mi casa santiaguera crecía una veintena de esos árboles formidables y en mi lejano hogar paterno siempre hubo una blanquísima orquídea prendida a un madero oscuro. O sea que la trama se me presentó por la imagen final, pero mis primeras líneas hablaban del viaje de un barco negrero al África, la captura de su rey-brujo y la vida de éste, entre cadenas, primero, y como cimarrón después, para concluir con el amor imposible entre la hija del amo y el niego del antiguo esclavo.
El centro dramático tenía inevitablemente que ser ese impedido amor. Yo estaba viviendo una situación de ese tipo, aunque nada tenía que ver la diferencia de color, y la rapidez inhabitual con que escribí revela que el relato me sirvió de catársis.

¿Cómo entra la realidad histórica para conformar la visión mítica de la cultura del
libro?

El romanticismo de mis sentimientos se refleja en el estilo, pero no me nubló la razón: yo quería escribir sobre el racismo (demasiado visibles eran, en la ciudad donde vivía, las consecuencias positivas y negativas de la violenta unión entre blancos y negros, iniciada más de cuatro siglos atrás... y todavía inconclusa). El momento histórico idóneo era la época esclavista que abarcó prácticamente toda la existencia colonial de Cuba, entre principios del siglo XVI y 1886, año de la supresión definitiva de la esclavitud (doce años antes de que España perdiera la guerra de independencia). Me documenté en textos históricos y antropológicos para aquella primera versión que ganó el Premio Heredia y debió publicarse, pero que yo no llegué a entregar a la editorial Oriente, pues consideraba que mi texto tenía un grave defecto en su primera parte; concretamente en la composición del personaje del traficante de esclavos, demasiado plano y maniqueo como equipararlo a Taita Osongo. Demoré 18 años en encontrar la solución narrativa de ese problema, y no lo lamento, pues esa larga maduración me permitió ahondar en la historia de las colonias de plantación esclavistas españolas y francesas, y en el esclavismo brasileño, llegando así a recrear una realidad transnacional y transtemporal.

¿Por qué constituir esta novela a manera propiamente de “leyenda”?

Alma y Leonel no son Romeo y Julieta, como Severo Blanco y Taita Osongo no son variantes de las familias Montesco y Capuleto. En el gran drama shakespereano, ambas familias tienen la misma culpa, practican el mismo odio secular y estúpido. No es el caso de Severo Blanco y Taita Osongo. La culpa de Severo Blanco y de todos los negreros y esclavistas es imperdonable e incomparable con cualquier error que pudiera reprocharse a la mayoría de los pueblos africanos que fueron sus víctimas por el simple hecho de que los colonialistas occidentales eran el resultado de una larga historia de civilización y cultura que, incluso después del Siglo de las Luces y de revoluciones como la Inglesa y la Francesa, e incluso tras las independencias norteamericana y brasileña siguieron explotando con salvaje egoísmo la sangre y no solo el sudor de otros seres humanos. El crimen de Montescos y Capuletos es un crimen estúpido. El de Severo Blanco y todas las elites europeas y americanas que él representa es un crimen de lesa humanidad. Por eso el amor entre Alma y Leonel no tenía ninguna esperanza. Pero al mismo tiempo, al dirigirme a jóvenes de nuestra época, no quise apabullarlos con el peso de esta Culpa que no es la suya. De ahí que buscara una “puerta de salida”, y la única posible era una redención mágica. Utilicé el viejo recurso de la metamorfosis y quien dice metamorfosis dice leyenda.
Aprovecho para corregir la errónea suposición de que mi trama se apoya en algún mito o leyenda cubano. Sobre todo en Francia, donde estrené esta obra, pero también en España y otros países europeos hay cierta tendencia a creer que la literatura infantil latinoamericana se nutre básicamente de su rica tradición oral. Al margen de que Cuba es quizás el país de América Latina con menos literatura popular (hasta ahora nadie ha explicado la razón y no este lugar para hacerlo), lo cierto es que los escritores latinoamericanos contemporáneos explotamos nuestra imaginación tanto como lo hacen nuestros colegas europeos. La leyenda de Taita Osongo es una “leyenda” completamente inventada: no hay en mi novela la más mínima referencia a relato popular alguno.


¿Qué tanta importancia tienen las narraciones de piratas dentro de la obra?


Este es un aspecto que solo me lo reveló la Guía del profesor elaborada por un especialista brasileño para la edición en portugués (A lenda de Taita Osongo. Brasil, 2007), donde se insiste en la significación de la gran epopeya marina de los siglos XVI al XIX en el famoso comercio trinangular (esclavos de Africa, manufacturas de Europa y materias primas de América), que engendró piratería, mestizaje, guerras coloniales...
Adolescente, leí muchos libros de piratas (Salgari, Stevenson, Jack London, Sabatini, Verne...) y ese substrato de haber quedado en mi subconsciente hasta el momento de narrar el viaje de La Habana a Sóngoro Cosongo. El negrero como pirata especializado en el tráfico de seres humanos fue un concepto que se me impuso naturalmente. Por otra parte, la idea de que los elementos (el Océano y demás fuerzas de la naturaleza) se opongan al tráfico de esclavos fue inicialmente un mero recurso mágico, necesario en la primera parte para equilibrar la fuerte presencia mágica en la tercera parte y el desenlace; pero retrospectivamente lo considero como un importante mensaje ético en el sentido de que la expoliación brutal entre miembros de la misma especi humana es una perversión social contraria a las leyes de la naturaleza.


¿Cuál es su relación biográfica con sus libros, en especial con La leyenda de Taita
Osongo
?


Nunca he escrito un texto de ficción autobiográfico. Tal es mi bloqueo en ese sentido que ni siquiera la narración en primera persona me resulta fácil (y sé perfectamente que un narrador en primera persona es una creación literaria como otra cualquiera: se puede escribir en “yo” sin hablar de uno mismo). En mis cuentos y novelas, en unos más que otros, me puedo haber apoyado en experiencias personales, en el conocimiento directo de paisajes, personas, situaciones, y he podido incluso explotar alguna anécdota personal atribuyéndosela a un personaje enteramente ficticio en una situación enteramente ficticia. Por ejemplo, en mi cuento Javi y los leones hablo de un niño tímido que tiene como amigo imaginario a uno de los dos leones de piedra del parque que atraviesa para ir cada día al colegio. El tiene tratos con el león sonriente, pero le teme al león feroz. Mucho tiempo después de haber escrito ese cuento, llegué a la conclusión de que mi madre era el león sonriente y mi padre, con quien tuve siempre una comunicación difícil, era el león feroz (era un hombre de gentileza y generosidad a toda prueba, pero incapaz de mostrarse afectuoso por lo menos con sus hijos varones). Solo cuando Javi tiene que afrontar un enemigo poderoso (un chico que le hace chantaje en el colegio) se anima a pedir ayuda al león feroz... quien se la ofrece inmediatamente. Cuando yo tenía 9 ó 10 años me regalaron (¿mi madre o mi padre?) un cuento sobre un niño tímido que era entrenado por un leoncito de peluche rojo hasta adquirir la fuerza física que lo ayudaba a superar sus miedos. Perdí ese libro más de 20 años antes de imaginar Javi y los leones, que veo también como un homenaje a mis lecturas de infancia.
En cuanto a La leyenda de Taita Osongo, ya dije que yo estaba viviendo una frustración amorosa en el momento de escribir la versión original. Un poder externo (social e incluso estatal) nos separaba cruelmente, y eso está transformado en el drama de Alma y Leonel. Pero también su historia está inspirada de un drama de familia: mi abuela amó a un hombre que le dio dos hijos que nunca reconoció (por eso llevo el apellido de mi abuela y no el de mi abuelo paterno). Uno de esos muchachos murió prematuramente y el otro sufrió mucho, tanto quizás como su madre. Mi abuelo era blanco, de clase media, y mi abuela era mestiza de negro y aborigen, más pobre. Aunque yo no pensaba en ello cuando escribí “La leyenda del algarrobo y la orquídea” y quizás aún no lo tenía claro cuando acabé la versión “La leyenda de Taita Osongo”, hoy estoy completamente convencido de haber contado no solo la historia del pueblo cubano, sino la de mi familia paterna.
Por otra parte, personalmente nunca debí afrontar prejuicios racistas en relación con mi vida amorosa (y la mayoría de mis amores han tenido la piel blanca). Eso sí le ocurrió a mi hermano. Recuerdo la carta y el poema que me envió a Santiago de Cuba, a raíz de la ruptura con su novia. La familia de la muchacha, campesinos blancos, sin duda más conservadores que el cubano medio, le rechazó por el mero color de su piel (mi hermano ya era entonces un apreciado profesor universitario, así que no se trataba de prejuicio social). No me consta, pero es posible que esto haya tenido alguna influencia en la La leyenda de Taita Osongo.

Se ha mencionado que para realizar este libro usted se alimentó en fuentes literarias cubanas, de Europa Occidental y hasta de Rusia. ¿Es esto cierto? ¿Cuáles fueron estas fuentes?


Hubo en la Cuba del siglo XIX una importante literatura de denuncia de la trata y la esclavitud que estudié en la universidad, pero no releí ni creo haber pensado en esos libros cuando escribí La leyenda... Fuentes literarias cubanas explícitas son, en cambio, dos libros del siglo XX: el poemario de Nicolás Guillén Sóngoro cosongo (1931), uno o dos de los cuentos para niños incluidos por Onelio Jorge Cardoso en Caballito blanco (1974). Algún compatriota creyó ver la excesiva influencia de Pedro Blanco, el negrero (1933), de Lino Novás Calvo, pero debo confesar no haber leído hasta hoy esa obra, sin embargo, imprescindible. Las dos referencias que acabo de mencionar, no datan, empero, de la versión inicial, cuando el protagonista se llamaba Taita Yayo. Fue muchos años después, buscando un nombre más sonoro y significativo, que se me ocurrió llamar Sóngoro Consongo al país y Osongo a uno de sus reyes-brujos. De esa manera quise indicar que el África de mi libro es el África mítica, tal como se la inventaron los poetas afronegristas cubanos (y no solo ellos) y establecer una relación con el procedimiento de Guillén, que entre 1930 y 1931 exploró la expresión y vida de los negros habaneros como García Lorca había explorado la cultura gitana para su Romancero. La otra referencia, en forma de intertextualidad directa; en la página 56 de mi novela cito textualmente una frase y situación del cuento “La serpenta” que integra el clásico de la literatura infantil cubana Caballito blanco, una manera de anclar mi texto, de manera muy sutil, dentro de la tradición a la que pertenezco y en la línea ética de un autor que admiro y respeto y con el que tuve el honor de relacionarme.
Menos esperables son las fuentes europeas. La leyenda de Taita Osongo, como la mayoría de mis libros, pertenecen a una tradición occidental. Escribo cuentos y novelas que tipológicamente no se diferencian mucho de lo que cualquier autor español o francés podría destinar a niños y adolescentes. En particular, mi novela recupera algunos recursos cuyas raíces pueden encontrarse en las mitologias europeas y los cuentos estudiados y caracterizados por Vladimir Propp en su Morfología del cuento. Pero antes de leer al famoso folclorista ruso, bebí en la misma fuente que él; en una de las recopilaciones de Alexander Afanásiev leí un cuento que termina con la fuga de dos enamorados que persigue el terrible padre de la moza. Varias barreras mágicas son levantadas y derribadas sucesivamente por la una y el otro, y eso me dio la idea del capítulo 18, uno de los primeros episodios que escribí, y que generó la aparición de los cuatro servidores de Taita Osongo: el murciélago, la lechuza, la serpiente (todos protagonistas de sendos cuentos de Onelio Jorge Cardoso), y el güije (el más importante personaje del folclor cubano que, sin embargo, empieza apenas a disponer de una bibliografía de ficción).


Daimaralys Jovas Gallart, estudiantes secundaria de Cifuentes, en el centro de Cuba, ha sido premiada por este trabajo en un encuentro de Casas de Cultura.

El mundo de negros y blancos está concebido con destreza en esta historia que cuenta Joel Franz Rosell en “La leyenda de Taita Osongo” (Editorial Capiro 2010), regalo que hace a los hijos del África y el Caribe.

J. Franz Rosell se desempeña como escritor, investigador e ilustrador de sus propios libros para niños y jóvenes, es natural de Cienfuegos (1954) y ha vivido en diferentes países, lo que le ha permitido entrar en contacto con culturas que han enriquecido su obra. Tiene publicado una veintena de títulos dispersos por todo el mundo y ha obtenido premios importantes con su narrativa.

“La leyenda de Taita Osongo” fue una de las propuestas a los lectores de la reciente Feria del Libro que recorre cada rincón del país. Así fue como llegó a mis manos este libro el cual desde que comencé la lectura de sus primeras páginas me apresó con su magia porque descubrí un nuevo personaje nombrado Severo Blanco, contramaestre de un navío español anclado en un puerto de la Habana, descrito como “hombre de recio carácter quien hacía gala de su nombre porque nunca reía y tenía la piel blanca a pesar de haber pasado toda la vida bajo el sol y el viento del mar”. “De mirada dura y fría, gris como el acero de un cuchillo bien afilado y el pelo casi blanco aunque no era viejo, ni joven pues nunca lo había sido”.

A partir de esta descripción tan precisa que hace el narrador del protagonista, fuera de estereotipo comenzamos a descubrir una historia “nacida a golpe de viento” en la Bahía del castillo de la Punta en la ensenada de Guanabacoa donde aparecerán otros personajes que nos guiaran hacia otras historias con diálogos naturales y significativos revelando el carácter de cada uno de ellos, y despertando el interés del lector. Un ejemplo de esto es el diálogo sostenido entre Severo y el capitán de un barco negrero en el cual se observan intereses comunes cuando dice:

- La cuestión no está en llegar sino en volver –respondió el capitán.-Hace años que tengo todos los detalles en mi carta de navegación…Pero la riqueza de Cosongo cuesta más de lo que la mayoría está dispuesta a perder: la salud, la razón o la vida, p. 24.

A lo que responde Severo Blanco

- Tú sabes como llegar y yo soy el contramaestre en quien necesitas confiar para llevar tu barco hasta allá. (idem).

Detrás de este relato, también sentimos al investigador cuando muestra la época vivida por nuestros antepasados, la historia de la trata de negros africanos en el Puerto de la Habana a comienzos del siglo XIX, convertido en uno de lo más activos del nuevo mundo, de negros que fueron arrancados de su tierra como animales salvajes donde llevaban una vida apacible y dedicada en “África, tierra excepcional de hombres que sabían amar, gozar el trabajo y honrar a la naturaleza, buenos, fuertes y sabios” donde nos muestra a los tres reyes brujos: Songo, Oroco, Osongo conocedores del lenguaje de los animales que tenían tratos singulares con las plantas de tal manera que unos y otros obedecían de buen agrado sus deseos y que constituyen una forma excepcional de mostrarnos a Sóngoro Cosongo.

Por tanto realidad y fantasía se mezclan en difícil intento por delimitarlas producto del ingenio conque el narrador omnisciente recrea los capítulos y aprovecha la frases sentenciosas, impidiendo apartarnos del hilo conductor “años atrás en un puerto de Europa Severo se había dejado convencer por una gitana que le prometió revelarle su futuro” “-Llegarás tan lejos como quieras y serás tan rico como deseas. Nada podrá detenerte, ni siquiera tu propia desgracia ¡Ten miedo de tí mismo, marinero! P. 25.

Es así como cada personaje juega un papel fundamental que como una señal o pura coincidencia apunta al siglo que evoca.

Historia de amor entre niños de razas diferentes nos resulta inquietante y dolorosa por la continua persecución a que están sometidos despertando en nosotros los lectores sensaciones y emociones diferentes. Por ello, desde mi calidoscopio les regalo una hermosa vista, la que nos devuelve a nuestros ancestros a través de un algarrobo y una diáfana orquídea.













13/6/11

"mi identidad por un plato de raíces" en Peonza n° 96




¿MI IDENTIDAD A CAMBIO DE UN PLATO DE RAICES?


                                       ¿De qué le sirven sus raíces a un árbol que desconoce sus hojas, flores y frutos?   
                                        



Lo que debes trasmitirle es el acento cubano, la grandeza de la expresión de Martí. La Antología de la poesía cubana te puede ser muy útil en este sentido, pues he procurado subrayar la nota cubana de sus poemas, siempre dándoles a comprender (a los lectores) que esa cubanía no es cosa externa, los cocoteros, las bandurrias y el bailongo, sino tratar de sorprender ese inefable cubano, un airecillo, una ternura, un estar y no estar. En fin, lo que cada cubano sencillo, cuando llega a su madurez, percibe como notas distintas, únicas, significantes de su circunstancia.
José Lezama Lima


Hijo de Eurípides caza ratones... de biblioteca

Mi padre se llamaba Eurípides.
¿Cómo podría resistir la tentación literaria alguien que convivió desde el nacimiento con semejante patronímico? La responsable es mi abuela, que tropezó durante su embarazo con una obra del famoso trágico (nunca me aclaró si la había leído en versión integral o en prosaica adaptación). Brillante profesor de matemáticas, el único gran fracaso pedagógico de mi padre consistió en no lograr inculcarme la más elemental certeza euclidiana.

Por un azar (“concurrente”, añadiría socarrón el poeta cubano José Lezama Lima) también mi madre tuvo un nombre griego. Y si bien ninguna Águeda brilla en la historia de las Bellas Letras, la que me trajo al mundo era profesora de Castellano y Literatura... aunque perteneciente a esa extraña, pero no rara, especie de profesoras de literatura que leen poco.
O sea que no me corresponde realmente aquello de “hijo de gato caza ratones”... A menos que sea como excepción que confirma el refrán.

El caso es que yo no soy hijo de Changó (el dios afrocubano del fuego, la guerra justa y la virilidad) ni "hijo de Siboney" (cultura aborigen a la que rinde homenaje un viejo son), aunque mi fisonomía revele sangre africana, aborigen... y de los españoles que se mezclaron con los dos grupos anteriores para engendrar el pueblo cubano.

No es necesario explicar lo que España dejó en Cuba: la lengua, las instituciones, mucha gastronomía, música, literatura y tradiciones. Algo que nos une a la península y al resto de Hispanoamérica, y que no precisa desglose aquí, por obvio.

En cambio, las culturas aborígenes se extinguieron tan rápidamente que de su escaso desarrollo cultural poco nos quedó. Más complejo es el caso de la cultura afrocubana, que posee una rica literatura oral. Los patakines -singular combinación de fábula, mito y cuento picaresco de raíz yoruba- forman sin dudas un corpus narrativo lleno de sabiduría y fascinante fantasía; pero tanto los protagonizados por animales simbólicos como los que ponen en escena a los orichas (héros-dioses africanos perfectamente adaptados a la realidad y el imaginario cubano) han visto, incluso hoy, su difusión limitada por sus funciones y tabúes religiosos.

Lo cierto es que, antes que hijo de Cuba, soy hijo de Eurípides Rosell y Águeda Gómez y de las lecturas y otras formas culturales que ellos dejaron entrar en mi casa. Ambos eran mestizos de extracción popular, pero no me pusieron en el biberón esa salsa afrocubana que todo el mundo identifica con la “Perla del Caribe”. Los pocos cuentos de tradición oral que oí en mi entorno familiar procedían de la picaresca criolla o de remotas fuentes literarias, no de la mitología afrocubana. Mis padres no frecuentaban los bailables (prefiriendo, de última, el sosegado danzón al son telúrico), tampoco bebían ron ni fumaban puros ni paladeaban el quimbombó ni se apasionaban con el béisbol ni jugaban bien al dominó. Yo los calificaría de cubanos inefables, para usar el calificativo de Lezama.

El de mi familia es el caso típico de aquellos mestizos cubanos que invirtieron talento y sudor en alejarse del sótano social donde se confinaba, apenas una generación atrás, a los esclavos y libertos. Mi abuela paterna nació solo 15 años después de la abolición definitiva de la esclavitud y no puedo razonablemente contar con que ninguno de mis tatarabuelos arrastrara la cadena infame. La necesidad de borrar ese “oscuro pasado” llevó a buena parte de la clase media-baja mestiza cubana a rechazar toda conexión cultural o religiosa con lo africano.

Por supuesto, nunca ignoré el color de mi piel ni tuve problemas de identificación con mestizos como mi padre, mulatos como mi madre o negros, como varios mis tíos y primos cercanos. Pero ni siquiera estos últimos aportaron a la construcción de mi identidad los rasgos culturales y de “modo de ser” más característicos del afrocubano. Lo cierto es que en la Cuba actual no puede hablarse de grupos étnicos. Los diversos rasgos de la cubanidad se reparten sin relación directa con la aparencia física: hay blancos de “cultura negra” y viceversa, y todo cubano, de manera estructural o superficial, y más o menos conscientemente, contiene todos los rasgos de la cubanidad... Otra cosa es que esté en condiciones de recrearla y trasmitirla convincentemente dentro de su propia creación.

“Todo eso está muy bonito, pero… ¿y tú dónde estás?”

La cultura oficial cubana -literatura y música “cultas”, cine, radio y televisión, artes plásticas o escénicas- que promueve el Estado (propietario absoluto, en mi país, de la escuela y los medios de comunicación) fue nacionalista solo en los tres o cuatro primeros años de la Revolución, consagrándose de manera progresiva y hasta la caída del “Muro de Berlín” en 1989, a ahondar el vínculo con la Unión Soviética y demás países del “socialismo real” y a cultivar un tercermundismo más político que cultural. Solo a partir de 1990, cuando yo llevaba año y medio residiendo en el extranjero, comenzó el Castrismo su retorno a sus olvidadas raíces nacionales.

En mis años de formación, las editoriales cubanas apenas compartían su monopolio de la venta de libros con las ediciones en castellano de los “países hermanos”, la Unión Soviética en particular. Se publicaron en aquellos años infinitamente más textos marxistas-leninistas, discursos de Fidel y la literatura “políticamente correcta” de Europa Oriental que del mundo restante. Salvo por algún raro título que cayó en mis manos de manera providencial, mis únicas lecturas contemporáneas eran lo escrito por compatriotas adeptos al “proceso revolucionario” y obras de países que nada tenían que ver con nuestras raíces (pongamos Mongolia, Bulgaria o Vietnam). Incluso fueron raros los libros documentales o de ficción que me dieron a conocer con profundidad la América retóricamente llamada “Nuestra” o el África tildada –con bastante oportunismo y alguna hipocresía– de “hermana”.

Afortunadamente, a los 11 años descubrí la “cámara del tesoro”. La biblioteca municipal estaba repleta de libros que jamás pasaron por las librerías: ediciones españolas de autores contemporáneos; británicos, escandinavos, alemanes y de otros países de Europa Occidental, entre ellos varios premios Andersen.

Cuando terminé mi primera novela, inspirada por la película francesa La guerra de los botones (Yves Robert, 1962), acababa de cumplir 13 años. Mis modelos literarios eran Enid Blyton y Hergé; una inglesa y un belga. Catorce años después, cuando entregué a una editorial habanera el que se convertiría en mi primer libro, El secreto del colmillo colgante (La Habana, 1983) a mis preferencias se sumaban Mark Twain, Erich Kästner, Ake Holmberg, el soviético Arkadi Gaidar y la cubana Dora Alonso.

En 1974 me incorporé al entonces dinámico movimiento de talleres literarios. Estas agrupaciones cumplían una doble función: posibilitar el desarrollo estético de escritores aficionados y/o noveles, y controlar su “correcta” orientación ideológica. Ya adulto, leí a muchos autores cubanos, del “Campo Socialista” y del “Tercer Mundo”, sin que ello me acercase más a mis raíces. Los negros y mestizos no éramos precisamente mayoría en los talleres literarios y, por otra parte, la cultura vernácula -afrocubana o hispanocubana- no abundaba en el paisaje editorial, fuera de formas que me parecían caducas, marginales o estereotipadas.

La preceptiva cultural del momento promovía el acercamiento al obrero y el campesino, a la “vida del pueblo”. Pero el realismo socialista no conquistó más que a un reducido y poco convincente puñado de autores. Por formación, por gusto y tal vez por conflicto generacional, yo oponía al localismo, el mimetismo y el descuido formal de muchos de mis colegas de taller literario, un concepto de literatura de alcance universal y excelencia estilística.

Tras unos años de tanteos infértiles, en 1979 comencé algo diferente, consecuente con el “universalismo” que me seducía: una fábula ecológico-política con la que conseguí mi primer premio y publicación nacional: el cuento “La gran rosa blanca”, que junto a otros textos similares integró el que sería mi segundo libro (estrenado en Santiago de Cuba en 1987, y en su versión actualizada y corregida, publicado por la editorial mexicana Progreso con el título de La lechuza me contó).

Con aquellas primeras “fabuleyendas” yo daba un paso decisivo hacia la construcción de un estilo propio. Pero mi identidad de autor seguía demasiado subordinada a la satisfacción de las necesidades de mi destinatario para pasar definitivamente de una literatura para niños a una plena literatura infantil. Por lo demás, aquellos textos ecológicos recreaban un mundo “esencial” donde ni siquiera los animales y plantas protagónicos eran reconociblemente cubanos.

Fue el gran novelista José Soler Puig quien, tras leer el manuscrito de mis “fabulendas”, puso el dedo en la yaga al espetarme: “Mira, todo eso está muy bonito, bien escrito y demás… pero ¿y tú dónde estás?”

Acababa yo de instalarme en la muy caribeña Santiago de Cuba y poco después, sin que hubiera la menor relación con las palabras de Soler Puig, la visita a una asociación musical de barrio me reveló la potencia de una cultura afrocubana que, por primera vez, resonó en mis entrañas.

Un año después terminaba un relato que, sin proponérmelo y sin estar siquiera consciente de ello, resume metafóricamente el doloroso mestizaje que construyó al pueblo cubano... y a mi propia familia. Gané con esa obra el premio José María Heredia; así denominado en honor al poeta que propició a los cubanos su primer amor romántico a la patria. Una patria que todavía no asumía al negro, mayoritariamente esclavo en esa primera mitad del siglo XIX.

Pero renuncié a la posibilidad de publicar un manuscrito que presentaba de manera maniquea al antagonista, reduciendo por ende la dimensión de los héroes. La solución técnica del problema pude haberla encontrado mucho antes; pero para que ese libro alcanzara el equilibrio que exigía su mensaje, me resultaba indispensable el proceso de investigación sobre mí mismo y sobre la identidad cubana que cubrí en l9 años de trashumancia por Brasil, Dinamarca, Francia, Argentina y la Guayana Francesa. La publicación de La leyenda de taita Osongo -primero en francés, en castellano dos años después y posteriormente en portugués- ejemplifica el camino que debían recorrer esta obra y su autor. Es quizá mi más ambiciosa y ciertamente la que más me compromete.

Lo realmente significativo de esa novela es que utilizo la estructura de un cuento tradicional ruso junto a algún elemento muy libremente inspirado de las religiones afrocubanas para contar un amor imposible entre un negro esclavo y una muchacha blanca, hija de un traficante y propietario de esclavos. Mi motivación inmediata fue un conflicto amoroso (aunque el diferente color de piel no es lo que impedía aquella relación). Muchos años después comprendería que la inspiración profunda me llegaba de mucho más lejos y profundo: del amor frustrado de mi abuela, mestiza de negro y aborigen, por el hombre blanco que le negó su apellido a mi padre.

Raíces subterráneas, raíces aéreas...

En toda obra hay parte de la vida y de los sueños del autor. Su vida y sueños están anclados en una determinada evolución familiar y social, en sus estudios, en el marco socio-económico de su infancia y adolescencia, en las obligaciones que siente respecto a su cultura, a sus modelos y maestros. Por ejemplo, mi novela Exploradores en el lago refleja mi compromiso con la ecología, nacido en la pasión con que me empeñé en revivir un limonero reseco del patio de la casa a la que me mudé antes de cumplir seis años; pero también se nutre de la “escuela al campo” (período que todo escolar cubano pasaba, cada año, como obrero agrícola, descubriendo, en compensación por las asperezas de la experiencia, la naturaleza tropical en su más nítida expresión).

Otro tanto puedo decir de libros como Javi y los leones y El pájaro libro. ¿Dicen acaso menos mis raíces que la Leyenda de Taita Osongo ? No lo creo: el método y la entraña evocada son diferentes sin dudas, pero se trata por igual de esenciales componentes del individuo que soy: si en La leyenda... hablo de mi identidad familiar y nacional, en El pájaro libro ahondo en mi obsesión de escritor que quiere ser leído, entrar en contacto directo con su lector (y yo no vivo del cuento, vivo para el cuento). Por su parte, Javi y los leones es una historia que me rondó desde la más temprana infancia; sublimando problemas como la timidez, el miedo a la soledad, la detestación de la violencia y la búsqueda de la figura protectora que mi padre -incapacitado por su propia privación paterna- era incapaz de encarnar.

Son ésos rasgos definitorios, constituyentes esenciales de mi persona y que me construyen como sujeto particular dentro del colectivo al que pertenezco por herencia, contagio o acomodamiento. Es en el conflicto dialéctico entre las raíces plurales y la personalidad singular que se construye todo individuo. De la misma manera que un pueblo se parece más a la yuxtaposición de sus componentes individuales que a un supuesto mínimo denominador común.
El colectivo no es la masacre de los individuos.
No es de sangre que se nutren las raíces sino de agua: sudor y lágrimas… las de felicidad incluidas.

Joel Franz Rosell


Peonza N° 96 / Cantabria / Abril 2011

SUMARIO

EDITORIAL: Iberoamérica y la LIF: falamos español - hablamos portugués.
Fanuel Hanan Díaz: ¿Literatura infantil latinoamericana?
Ana María Machado: Raíces que nutren y sostienen.
Joel Franz Rosell: ¿Mi identidad a cambio de un plato de raíces?
Enrique Pérez Díaz : Mis raíces duermen bajo el mar
Javier Flor: Horizontes cercanos o cómo hablar de Literatura Infantil en Iberoamérica en el siglo XXI.
ENTREVISTAMOS A : Marina Colasanti.
MIL PALABRAS PARA UNA IMAGEN. José Luis Polanco: Ser sombra y vacío.
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NUESTRO ILUSTRADOR: Gabriel Pacheco.
GALERÍA

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