9/10/12

¿MAS ESCRITORES QUE LECTORES? MIS IMPRESIONES DE LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE PANAMA


Joel Franz Rosell e Irene Delgado, presidenta de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil

Volé a rumbo a Panamá menos de 24 horas después de regresar del Salón del Libro de Ouessant, pequeña isla frente al extremo occidental de Francia. Habían sido cuatro días largos con noches muy cortas y yo tenía necesidad de sueño. El vuelo,  que despegaba de París a las 23h30, ofrecía tiempo bastante para dormir. Pero al viejo Boeing de Mexicana-Air France no le funcionaba el aire acondicionado.

El calor era tal que viajé en short. Me revolví toda la noche en mi incómodo asiento, tratando, sin conseguirlo, de entenderme con el control de la pantallita que desde el dorso del asiento delantero proponía una variada oferta de filmes, documentales, juegos, informaciones...  

Llegamos al aeropuerto Benito Juárez pasadas las cinco de la mañana (hora de México). Disponía de dos horas para los trámites de re embarque, pero resultaron demasiado cortas para mi maleta que, contrariamente a lo que me habían dicho en el aeropuerto parisino Charles de Gaulle, debí recoger y depositar en el local de los equipajes en tránsito. Mejor me hubieran dejado despacharla personalmente en el mostrador de la aerolínea panameña Copa, pues aunque este avión despegó con casi una hora de retraso, cuando llegué a Ciudad de Panamá, vi vaciarse la cinta de entrega de equipajes sin que apareciese el mío.

 “Dos horas para cambiar de avión es poco”, me dijo el funcionario de Copa (seguramente habituado a tales percances). Y afable, convencido, añadió: “Llegará en el próximo vuelo”. Me entregó una boleta en la cual yo debía indicar mi dirección en Panamá. Solo pude escribir “Embajada de Francia”, pues desconocía al nombre de mi hotel. Solo al salir al hall del aeropuerto, los funcionarios de la Alianza Francesa que me esperaban en compañía de Irene Delgado, de la Academia Panameña de Literatura Infantil, me informaron que se trataba del Hotel De Ville.

Sonaba como apellido de propietario, pero en francés hôtel de ville es sinónimo de ayuntamiento y el hotel, pequeño y elegante, se da ínfulas francesas (creo haber oído decir que el dueño es, efectivamente, francés). Mi habitación estaba en el tercer y último piso y las vigas de madera, visibles, hacían pensar en las mansiones medievales de París.

 

Ignoro cuánto pagó la Embajada de Francia, pero a quien no tenga la billetera deprimida, no dudo en recomendar el hotel De Ville. Está en el céntrico y populoso reparto Obrario, entre la concurrida calle 50 y uno de los rascacielos más altos de Ciudad de Panamá, el Tower Bank… gracias a cuya mole de hormigón y cristal siempre pude orientarme fácilmente.

Los eficientes y atentos empleados del hotel me prometieron llamar al aeropuerto para confirmar la entrega de mi maleta, pero a las tres de la tarde supe que no había llegado en el vuelo esperado. La siguiente llamada dio un resultado nulo porque un problema de informática impedía saber dónde andaba mi pobre maleta.

En el hotel De Ville solo se hospedaba otra autora invitada (la mayoría de los franceses estaban en el Sheraton, inmenso hotel ejecutivo contiguo a Atlapa). La ilustradora Béatrice Rodriguez (pese a su apellido no hablaba una palabra de castellano) era la otra autora para niños que representaba a Francia (inicialmente éramos tres, pero una autora-ilustradora desistió a última hora). Supongo que Béatrice fue escogida por sus libros sin texto, lo que evacuaba el problema de disponer de bibliografía tanto en francés como en castellano. Por otra parte, su desconocimiento del castellano no le impidió cumplir su programa de talleres de ilustración (¿no dicen que una imagen vale mil palabras?).


Mi maleta seguía perdida cuando partimos a la inauguración de la Feria. “Sin falta en el siguiente vuelo, el de las 7” fue la nueva promesa de Copa, pero a las ocho menos cuarto aún nada. “Seguramente el embotellamiento que hay siempre a estas horas la calle 50 ha retrasado al repartidor de la Aerolínea”, me dijeron por teléfono, siempre confiados, los del hotel…

Yo ya empezaba a preocuparme: mi mochila solo contenía mi computadora portátil, algunos libros y una chaqueta de algodón. Si con la indemnización por equipaje extraviado podría llegar a comprarme la ropa necesaria, los libros que constituían el grueso de mi bagaje, resultarían irremplazables. ¡Los llevé precisamente porque en Panamá no existen!

En fin de cuentas, al regresar de la inauguración, la maleta me esperaba, sana y salva, en mi habitación. No obstante, el saco y la corbata ya no llegaría a ponérmelos, pues ya no habría ocasión para tanto acicalamiento: la inauguración acababa de concluir y la recepción ofrecida por el embajador al ser Francia el país invitado de honor, había tenido lugar el lunes por la noche, cuando yo apenas estaba llegando a París desde la isla de Ouessant. Para el resto de mis actividades, me vestí de la misma manera informal que la mayoría de los escritores y visitantes del centro de exposiciones Atlapa.


El acto inaugural tuvo lugar en el teatro del centro de exposiciones. Intervinieron la ministra de Educación (que destacó el concurso de cuentos en que participaron medio millón de escolares), la presidenta de la Cámara Panameña del Libro y el embajador de Francia (que improvisó en correcto español). Yo me senté junto con mi colega francesa, a la que le traduje algunos momentos importantes de la ceremonia. Estábamos demasiado lejos de la tribuna paa ser presentados a las autoridades panameñas, pero sí pude intercambiar unas palabras con el embajador durante su recorrido por los stands institucionales. El espacio de Francia estaba en el centro del área que albergaba editoriales y librerías. Era fácil localizarlo gracias a una pequeña y fea torre Eiffel de aluminio que a un lado tenía el stand de la Alianza Francesa y al otro el de la Librería Francesa y el único sitio con cómodos asientos en toda la Feria (mucha gente se sentaba allí a merendar, sin enterarse quizás de que estaban en “territorio francés”).

En el stand de la Alianza Francesa, que es donde se vendían nuestros libros, me fueron presentados varios funcionarios de los servicios culturales de Francia en Panamá y los otros intelectuales franceses: el filósofo Emmannuel Jaffelin, el escritor Joseph Jos, el caricaturista Michel Bridenne, los escritores y periodistas Marc de Banville y Jean-François Boyer, y el periodista Bertrand Rosenthal (el único a quien conocía previamente; autor junto a Jean-François Fogel de “Fin de siglo en La Habana”, un excelente panorama de la Cuba los años 87-92 durante los cuales el primero fue corresponsal en la capital cubana).
  
LIBRO BUSCA LECTORES QUE BUSCAN LIBROS QUE BUSCAN ESCRITORES QUE…


Los panameños son alegres, bullangueros y muy musicales, así que la parte recreativa de la Feria tuvo mucho éxito. Demasiado; mis talleres debí hacerlos micrófono en mano pese a que los participantes compartían conmigo la amplia mesa.
  
Los stands de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil, de la Alcaldía de Panamá y de la Biblioteca Nacional estaban en el área del centro de exposiciones donde también tenían lugar los numerosos conciertos y recitales (artistas infantiles, cantautores, conjuntos aborígenes, afropanameños y campesinos, narradores orales y hasta un coro evangelista).

 
Lo cierto es que los panameños aventajan a pueblos ruidosos que conozco tan bien  como Cuba y Brasil. Su tolerancia auditiva debe superar ampliamente la del terrícola medio. Ya en el acto inaugural, la intervención del coro de estudiantes de música (“culta”) puso en evidencia que para sus tenores y sopranos solistas importaba más la potencia de sus cuerdas vocales que su fidelidad a la partitura y su acople con el resto del coro. No obstante, la experimentada violinista Graciela Núñez, que cerró la ceremonia, restañó el prestigio del músico istmeño al ejecutar con absoluta perfección y sobriedad un exquisito repertorio. 

Panamá posee 3 millones y medio de habitantes en sus 75 mil kilómetros cuadrados y todavía está lejos de ser un país de lectores. La oferta editorial no era ni abundante ni variada,  no solo porque el país carece de un auténtico sector editorial (y ninguna casa se especializa en libros para chicos), sino por la ausencia de las editoriales transnacionales (españolas o hispanoamericanas) que yo esperaba ver allí. Norma, Fondo de Cultura Económica, SM o Alfaguara estaban escasamente representadas por librerías o por empresas especializadas en saldos y una apretada selección de best sellers y clásicos.

El variado programa de la Feria cubría las 24 páginas de un tabloide multicolor. En él se presentaba –con foto y ficha biográfica– a nueve escritores panameños y once “internacionales” entre los que sobresalían el colombiano William Ospina y la uruguayo-española Carmen Posadas; sin contar a los franceses. Ni Béatrice Rodríguez ni yo tuvimos derecho a foto y presentación… por la tradicional y arraigada costumbre de menospreciar a los autores de libros infantiles, obviamente.

Entre los 76 expositores, unos 60 estaban vinculados más o menos directamente con el libro, y algunos stands estuvieron permanentemente abarrotados de público. Me quedé con las ganas de actualizarme en literatura infantil latinoamericana, pero tuve la agradable sorpresa de encontrar un stand de Cuba (participante en siete de las ocho ediciones de la Feria) donde, si bien como de costumbre había mucha menos literatura que textos ideológicos y de historia reciente, conseguí una interesante novela de Alfonso Hernández Catá, el jugoso Diccionario Enciclopédico de la Música Cubana (cuatro tomos) y varios títulos  sobre las culturas afrocubanas.

Pese a su carácter internacional y a verse muy concurrida, la Feria Internacional del Libro de Panamá no es un evento del orden de otras en las que he participado –no digo ya en París, Buenos Aires o Madrid– sino en Salónica, Santiago de Chile o La Habana. No es de extrañar puesto que el menos populoso de los países evocados triplica por lo menos la población de Panamá. Tampoco olvidemos que la república istmeña, fundada en 1903, es la más joven de América Latina, y que su soberanía y desarrollo económicos se vieron prolongadamente oprimidos por la presencia estadounidense. El vigor actual de la economía panameña y su anhelo de progreso social y cultural auguran un buen futuro a la cultura en general, y a la lectura y la literatura infantil en particular.
monumento homenaje al maestro panameño en la plaza Medio Baluarte (Casco Antiguo)

Bueno sería que Panamá disponga de un Ministerio de Cultura y que existan políticas estatales y/o de apoyo a la iniciativa privada en el campo de la editorial para chicos. La Feria Internacional del Libro y los diversos eventos educativo-culturales que se desarrollan en el país deberían incluir talleres profesionales de formación en creación literaria, edición e ilustración. Los dos últimos campos están aún menos desarrollados que la literatura, puesto que en ellos la inversión monetaria y el trabajo en equipo pesan más.

Si conocer la literatura panameña para adultos no estaba en mis planes, tampoco conseguí llevarme una impresión de conjunto de la literatura infantil panameña. Al no existir editoriales especializadas ni un lugar donde estuviera concentrada la muy dispersa e irregular producción para chicos (muchos autores deben recurrir a la autoedición o confiar sus manuscritos a meras imprentas), solo pude valorar el conjunto presentado por la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil. Su presidenta, Irene Delgado, me ofreció los doce títulos coeditados con la Asamblea Nacional. Aunque no faltan variedad estilística y temática, excelentes intenciones y algunos resultados encomiables, queda mucho camino hasta alcanzar la necesaria calidad de textos, edición e ilustración.


No fueron pocos los panameños que testimoniaron su deseo y disposición a trabajar para que este progreso sea posible, pero esto requiere voluntad política, formación profesional y no pocos recursos materiales y logísticos.
 con representantes de la Academia de Literaura Infantil: de izquierda a derecha :
Vielka Vargas, Leda Moreno e Isabel Delgado

LA INFALIBLE RECETA DEL CUENTO PERFECTO


Mi agenda personal comenzó el  jueves 23, con la conferencia “La infalible receta del cuento infantil perfecto” en la misma sesión de las Jornadas Profesionales en que tuvo lugar la presentación de la colección de narrativa de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil. El público, en consecuencia, era idóneo para mis disquisiciones acerca de lo que constituye la carne y sangre de la obra literaria para chicos. Esta “clase de anatomía y fisiología” narrativas la ilustré, vía power point, con dibujos que presentan humorísticamente, los diferentes “órganos y funciones vitales” del cuento.
  



                                          tres de los 21 diagramas de mi “Manual de anatomía y fisiología del cuento”

Comencé, obviamente, confesando que ni yo ni nadie posee una receta infalible para crear cuentos perfectos, y que en caso de que tal cosa existiese no pasaría de una fórmula irrepetible e intransferible (como las simientes genéticamente modificadas de la conocida transnacional, que no dan más que una cosecha). El debate que siguió mi exposición, y las conversaciones subsiguientes en pasillos, en el stand de la Alianza Francesa o en ocasión de mis talleres, me demostraron la avidez y simpatía con que fui escuchado.
No faltó quien comentara la consternación causada por un distinguido colega a principios de año, cuando en un muy esperado taller, desarrolló la tesis de la no existencia de la literatura infanto-juvenil. En un país que está enfrascado en desarrollar la creación literaria para chicos, la deconstrucción no es la forma más oportuna de invitar a reflexionar sobre nuestra especialidad, y mi colega no lo tuvo en cuenta.
Pero un peligro mayor amenaza el pleno desarrollo de la literatura infanto-juvenil en Panamá: al invertir colosales esfuerzos y recursos en la organización de un concurso de cuentos infantiles en el cual participaron medio millón escolares (la mitad de todos los que estudian en el istmo) y al proyectar imprimir y proponer como lectura escolar las historias resultantes, el Ministerio de Educación ha podido alimentar la confusión entre la expresión creadora escrita de niños y adolescentes, y la literatura infantil y juvenil. Lo primero es solo la expresión de la capacidad imaginativa y expresiva de los chicos, mientras lo segundo no puede salir más que del trabajo crítico y autocrítico de un individuo rico en experiencias vitales y culturales, y con un propósito de innovación formal y solidez argumental.
Solo excepcionalmente, se dan en un menor de edad las competencias de rigor, madurez y cultura literaria sin las cuales es imposible producir una obra con valores universales e imperecederos. La expresión creadora escrita, preferiblemente desarrollada en un taller de escritura de cierta duración y guiada por un profesional competente, es una excelente estrategia en la adquisición y consolidación del lenguaje y de la lectura. No ha de confundirse el medio (la escritura no es otra cosa en este caso) con el fin (la lectura). El objetivo de toda institución educativa no es intentar generalizar algo que solo se produce en dosis infinitesimales: el talento literario: Lo que un país necesita son millones de lectores… que serán el público, creativo y apasionado qué duda cabe, de un inevitablemente reducido número de escritores de talento.
  

algunos de mis libros presentes en la Feria Internacional del Libro de Panamá

La Alianza Francesa solo había recibido uno de mis libros franceses: L’Oiseau-lire, editado por Belin, y ninguno de mis libros en español. Mis restantes editores hicieron poco caso al anuncio de mi participación en la Feria Internacional del Libro de Panamá. Lo atribuyo a que carecen de distribución en el país y a que habrán estimado poco significativa la cantidad de ejemplares que la Alianza habrá podido encargarles. Afortunadamente, yo había previsto que mis editores no iban a movilizarse para una feria cuya existencia ni siquiera parecían conocer, así que los 23 kg que pesaba mi maleta, temporalmente extraviada en las autopistas celestes, estaban esencialmente constituidos por ejemplares de algunos de mis títulos en castellano y francés.
Fuera del stand de la Alianza Francesa, solo vi “La Nube”, aunque supe que también estuvieron en venta dos ejemplares de “La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas”, libro de ensayos que está prácticamente agotado. Esto ocurrió en el stand que se hallaba precisamente frente al espacio francés: el de la librería y editorial Exedra, que pasa por ser la mejor empresa de su tipo en Panamá.
No sé si se debió a la relativa escasez de autores o a la falta de hábito, pero solo recuerdo haber visto cuatro o cinco autores dedicando ejemplares de sus obras. Béatrice Rodríguez y yo nos sentamos una vez ante la mesa de dedicatorias del espacio Francia.
Las muy divertidas historias sin palabras de mi colega tuvieron más éxito que mis libros, pero al cierre de la Feria casi todos mis títulos se habían vendido. Los restantes quedaron en la Maison de Francia, sede de los servicios culturales franceses en la capital istmeña. Los primeros en precipitarse, agotando aquellos títulos de los que llevé pocos ejemplares, habían sido los funcionarios de la Biblioteca Nacional, seguidos por los asistentes a mi conferencia y al conversatorio sobre Julio Verne que tuvieron lugar el jueves, mi primer día completo en la Feria.
 El escritor afropanameño Carlos WynterWynter, con quien compartí el conversatorio, disponía de una exposición formal, así que acordamos que él abriera la sesión para yo improvisar a continuación una intervención que no por ello carecía de preparación. En los últimos meses estuve leyendo mucho sobre Verne (una biografía, artículos) y de Verne (releí “Los 500 millones de la Begún y la mitad de “La isla misteriosa”, que terminé a mi regreso). Mi colega panameño tiene una visión idealista y romántica del gran escritor francés, llegando incluso atribuir sus famosas anticipaciones a dotes parapsicológicas (reconozco que ignoraba que Verne, como otros prestigiosos intelectuales de su época: Víctor Hugo o Conan Doyle, practicaran lo que entonces se llamaba Espiritismo).
“Ustedes saben que soy cubano de origen y francés de nacionalidad; pero si me he afrancesado tan fácilmente es porque siempre he sido racionalista y cartesiano...”, empecé diciendo, y proseguí desmontando varias de las leyendas y sublimaciones que envuelven la figura de un escritor que ciertamente no careció de imaginación, pero fue sobre todo un difusor de las conquistas científicas y tecnológicas más avanzadas de su época, a la vez que un convencido conservador en materia social.
Wynter se defendió “como gato boca arriba”, pero yo argumenté sin contemplaciones. Una señora del público expresó, casi acongojada, que yo les quitaba todas sus ilusiones en torno a Verne. “Al contrario”, respondí, “nunca un escritor es más grande que cuando se le juzga objetivamente, reconociéndole a su talento lo que solo con talento (y trabajo) consiguió”.
                             comienzo el taller con un esquema de los « ingredientes » imprescindibles a todo cuento

Mi primer taller debí interrumpirlo a causa del ruido; en el local aledaño (el “Teatrito” que acogía un concierto tras otro) comenzó un espectáculo de danza tradicional (esa que todo el mundo conoce, con las muchachas que levantan con la punta de los dedos sus amplias faldas bordadas, y los muchachos que zapatean con las manos cruzadas en la espalda). El segundo taller fue el más concurrido y se desarrolló normalmente, en la relativa calma del stand de la Biblioteca Nacional. Pero el tercero, en el vecino stand de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil, fue el mejor, pese a al fondo incongruente y atronador de un coro evangelista.
ante uno de los murales que ilustran la obra de Verne…
 y con una camiseta de Tintín leyendo.
Aunque de lengua francesa, Tintín y su autor son belgas.

Los temas y figuras escogidos por Francia en su calidad de país invitado de la feria eran la Revolución de 1789, Jean Jacques Rousseau y Julio Verne. Por eso di a mis talleres el título, un tanto retorcido, de “Viajes Extraordinarios con Julio Verne y tu imaginación”. Sin embargo, pronto me di cuenta de que los chicos que venían a escribir conmigo desconocían por completo el mundo del escritor cuya obra triunfara justamente bajo el rótulo de Voyages Extraordinaires (Viajes Extraordinarios). Lo que mis talleristas se sacaban del meollo cuando yo les pedía imaginar personajes, ambientes y acciones para un cuento, salía esencialmente de dibujos animados o del trillado esquema de la bruja, la princesa, el castillo y el dragón.
Así que el último taller lo empecé comentando varios de los libros de Verne que exponía la Biblioteca Nacional en el stand vecino, y me empeñé en orientar el cuento hacia escenarios y acontecimientos característicos de la ciencia-ficción. Tanto los adultos como los niños participantes se integraron muy bien en la creación colectiva, y cada cual se marchó con un texto en devenir que invité a retrabajar y prolongar según la inspiración, esta vez, totalmente individual.
       una niña que no parecía muy cómoda con la expresión escrita,
resumió con dibujos la  historia que armamos con palabras

DEL CASCO ANTIGUO AL PARQUE NATURAL METROPOLITANO
los panameños aman mucho su país: vi muchísimas banderas nacionales y hasta la más popular de las cervezas se llama Panamá.


Como mis actividades eran por la tarde, aproveché dos mañanas durante la feria, y la del lunes, antes de emprender el regreso a Francia, para visitar Ciudad de Panamá. Comencé por el Casco Antiguo (que no hay que confundir con Panamá Viejo: ruinas del primer asentamiento de la ciudad). Situado en una península que se eleva sobre el Océano Pacífico, el Casco Antiguo se organiza en torno a la Plaza de la Independencia, dominada por la catedral, y la Plaza Bolívar, encuadrada por el Teatro Nacional y, un poco más allá, el Palacio Presidencial.

El Casco Antiguo recuerda algunos barrios de La Habana Vieja, pero enseguida salta a la vista que se trata de una arquitectura menos refinada. Panamá no contó durante los siglos XVIII y XIX con las enormes riquezas amasadas por la capital de la entonces colonia española de Cuba. Por otra parte, el clima rudamente tropical dificulta una conservación que no ha beneficiado de los millones que, sin ir muy lejos, han dado lugar a la pasmosa modernidad de los rascacielos de Punta Paitilla.
                          


Otra cosa que destaca en la parte más antigua de Panamá es que el mar siempre se ve al final de alguna de sus estrechas calles, cosa que raramente ocurre en la capital cubana. Se trata de un océano que, haciendo honor a su nombre, luce más apacible que el turbulento Atlántico que suele golpear con saña los arrecifes sobre los que se alza el malecón habanero. Pero no hay que dejarse sorprender por las mareas, que en pocas horas transforman el litoral de llanura fangosa en caudalosa playa. 


            
Marea alta y marea baja en márgenes opuestas de la península donde se levanta el Casco Antiguo










Actualmente se restaura precipitadamente el Casco Antiguo. Supuse que la celebración del Centenario del Canal en 2014 explicaba aquella caótica actividad, pero los comerciantes locales, que se ven seriamente afectados por el bloqueo simultáneo de varias calles, acusan al gobierno de multiplicar las inversiones con fines puramente electoralistas.
  
La catedral posee una fachada de plano grandioso que ameniza la mezcla de piedras de distintas tonalidades (rasgo común a otros edificios religiosos de la misma época, como las ruinas del convento de Santo Domingo). Pero el interior de la iglesia magna revela muros descascarados, falta de ornamentación y hasta de limpieza (antes de sentarse en los bancos más
cercanos a las puertas, asegúrese de que la caca de palomas esté seca).

En contraste con el abandono y pobreza de la catedral, la coqueta iglesia de San José deslumbra con su altar de oro.

En la misma calle (casi todas llevan los desangelados nombre de Calle A, B, Central o simples ordinales) visité varias tiendas de artesanía, unas caras y surtidas y otras extremadamente humildes. Pero no hay que dejarse engañar por las apariencias; aparte de que el mismo artículo puede hallarse a precio mucho más bajo en alguna de las plazas, una joyita puede ocultarse en el polvoriento fondo de un tenderete.

El promontorio donde se levanta el Casco Antiguo tiene la forma de una bota, cuya afilada punta se adentra en la bahía de Panamá. Esta zona está bordeada por un elegante paseo que debe su apelación (“Las Bóvedas”) a los restos de bastiones coloniales. Allí se encuentra la Plaza Francia, con la embajada del país homónimo y el monumento a los primeros protagonistas del Canal.

En torno a un obelisco coronado por el emblemático gallo francés se alinean los bustos de Ferdinand de Lesseps, el primero en intentar, en 1880, la construcción de la espectacular vía transoceánica y algunos de los altos personajes que lo acompañaron en la trágica aventura (tras dejar miles de muertos, millones gastados y reputaciones arruinadas, los franceses abandonaron la obra) que en 1903, con nuevas tecnologías, mejor organización y más dinero, concluyeron los estadounidenses nueve años después.
Los cubanos estamos vinculados al Canal de Panamá a través de Carlos J. Finlay, el médico que descubrió en 1881 que era el mosquito aedes aegyptis el trasmisor de la fiebre amarilla que diezmaba a los obreros, en su mayoría caribeños y frecuentemente de raza negra. No tengo compatriota que no haya escuchado en la infancia la historia del científico estadounidense a quien se intentó atribuir la gloria del descubrimiento. Finlay es reconocido en una placa de mármol situada en un ángulo de la plaza Francia y en el Museo del Canal que visité, dos días después, en la esclusa Miraflores.

La plaza de la Catedral, la Plaza Francia y el paseo Esteban Huertas (con su vista espectacular del Panamá moderno, impactante combinación de Manhattan y Dubái) son los puntos turísticos más importantes del Casco Viejo. Allí abundan los vendedores ambulantes de artesanía; en primer lugar, los famosos sombreros de jipijapa (mal llamados “de Panamá” pues en realidad son oriundos de la vecina República de Ecuador; me consta porque en 1986 estuve en el lugar donde se da la fibra con que se fabrican y donde viven sus más dotados artesanos), así como variados objetos creados por los diferentes pueblos aborígenes y afrocaribeños del istmo, entre los que sobresalen las famosas molas: bordados de intensos colores, elegantes líneas geométricas  y técnica sumamente peculiar.

Cambié mi inepta gorra de béisbol por un sombrero que protegiera del sol calcinante todo el perímetro de mi cabeza y compré dos magníficas máscaras de paja, una para mí y otra para mi amigo Leonel, que las colecciona, y joyas de una curiosa semilla tropical: la tagua o marfil vegetal, para mis amigas. Cuando volví el domingo, en compañía de Béatrice Rodriguez, hice algunas otras adquisiciones, entre ellas un auténtico sombrero “de Panamá”, de mucho más empaque y protección más eficaz que el sombrerito que adquiriera dos días antes. Esta vez solo compramos en las plazas, lo que me dio la ocasión de conversar con los vendedores, todos aborígenes o afropanameños, y sumamente sencillos y amables.


El viernes terminé mi recorrido del Casco en la plaza Bolívar. Tras bordear las calles, bloqueadas por la policía militar, que rodean el Palacio Presidencial, pasé delante del bar-restaurante Vieja Habana, que parecía realmente salido de una calle de la ciudad hermana (probablemente el paciente lector ignora que existe un delirante proyecto de canal a través de la parte más estrecha de Cuba, que permitiría navegar en línea casi recta entre la península de la Florida y el istmo de Panamá). Allí almorcé un plato casi cubano rociado de música 100% cubana. También proponían rones cubanos y mojitos, pero yo debía hallarme dos horas más tarde trabajando en la feria del libro, así que me puse sobriamente en camino. Mi idea era bordear el malfamado barrio Santa Ana.
  
No me sentí en peligro, pero sí advertí la pobreza de aquellas callejuelas sucias, oscuras, invadidas de modestísimos comercios donde–no sé por qué– abundaban las botas (todas igual de feas y toscas). Quería echarle un vistazo al Mercado de Mariscos, ya no para almorzar, pero al menos para conocer un lugar que me habían encomiado.
Lo cierto es que mi tiempo estaba contado y, siendo hora de almuerzo y siesta, los taxis se pusieron difíciles. Sobre todo cuando caminaba entre la Cinta Costera y la vía rápida que une el Casco Viejo y el centro, y el cielo comenzó a tomar aires de tormenta. Andando cada vez más de prisa, acabé por llegar a mi hotel, donde me miraron como si la tormenta  no se hubiera desecho en unas pocas gotas –como suele ocurrir en esas latitudes–, sino me hubiera caído entera encima. Una rápida ducha eliminó las huellas más visibles de la caminata en pleno mediodía istmeño (pero al llegar a París y ver cuanto había bronceado, me di cuenta de las últimas consecuencia de mi paseo al sol).
    En primer plano el monumento a Balboa, el descubridor del Pacífico.
Al fondo, perfectamente invisible, se halla el hotel De Ville.
El domingo, mi colega francesa y yo habíamos previsto visitar Panamá Viejo, pero nos advirtieron que las ruinas del primer asentamiento de la capital –abandonado tras ser arrasado por el pirata Henry Morgan en 1670- estaban cerradas por reformas. Así que nos fuimos al Parque Natural Metropolitano, un verdadero pedazo de selva tropical en plena urbe. Algunos árboles eran realmente impresionantes, como una ceiba comparable a la mayor que vi en Cuba, donde a ese árbol se le rinde pleitesía. Pero animales solo vimos una escurridiza jutía e diversos insectos, entre ellos algunas bellas mariposas.
 



















En medio del Parque Natural Metropolitano hay una elevación que permite apreciar el sorprendente amontonamiento de rascacielos de la moderna Panamá City

EL CANAL TRANSOCEANICO


Ciudad de Panamá cuenta con otros parques y zonas de esparcimiento en contacto con la naturaleza: una de las que más nos interesaba es el paseo que va de la península de Amador a las islas Naos, Perico y Flamenco. Creado para proteger la entrada al Canal, este dique es una obra de ingeniería comparable –en escala reducida, por supuesto– a la carretera que une los cayos de la Florida, pero con la ventaja de que aquí se da prioridad a los paseantes a pie, en bicicleta o en patines.
                                                 con Béatrice Rodriguez en el centro de visitantes de la esclusa Miraflores


Sin embargo, ante la disyuntiva de escoger entre el paseo Amador y el Canal, nos decidimos por este último. La amiga que iba a llevarnos en su auto, vive en las cercanías de lo que fuera territorio norteamericano en torno al canal (base militar hoy convertida en Ciudad del Saber) así que nos habíamos dado cita a mitad de camino entre la ciudad y la esclusa Miraflores.

 el barco se acerca a la esclusa (cerrada en sus dos extremos, aquí vemos el portón que da al Pacífico


Entrábamos en el centro de visitantes, cuando anunciaron que estaba por comenzar el espectáculo que se repite sin tregua durante las 24 horas de los 7 días de la semana: el cruce de la esclusa Miraflores por un navío mercante. Desde la terraza del tercer piso puede seguirse con detalle la operación, que dura 20 minutos, de entrada de un barco procedente del océano Pacífico al “elevador” acuático que le pondrá a la altura de los lagos que permiten recorrer gran parte de los 80 kilómetros del istmo de Panamá en navegación libre sobre agua dulce.

En Miraflores hay dos esclusas paralelas, lo que permite el paso casi simultáneo de dos navíos de diferente calado, y así ocurrió durante nuestra visita. La esclusa mayor mide 304 metros de largo por 33,5 de ancho y doce metros de profundidad, lo cual es poco para los supertanqueros y otros grandes buques actuales, para los cuales se construye un tercer juego de esclusas al costo de 5 millardos de dólares. Cuando el portacontenedores de Singapur que desfilaba ante nuestros ojos se halló entero dentro de la esclusa, se cerró la compuerta que da hacia el océano y se abrió lentamente la que da al pequeño lago artificial Miraflores.
en plena esclusa, el barco es remolcado por las « mulas »

El momento más impresionante es cuando el barco ha sido arrastrado por las “mulas” (locomotoras eléctricas que mueven a los barcos por el inmenso tanque que es la esclusa), hasta quedar exactamente frente a la terraza y su mole de acero, de miles de toneladas, se eleva gracias al simple principio de los “vasos comunicantes” y a la presión atmosférica sobre el agua.
                                      una vez fuera de la esclusa, los remolcadores conducen al buque al sitio  donde ya puede encender nuevamente sus motores y proseguir viaje sin peligro para las instalaciones del canal o para el propio navío

Tras la visita al bien concebido museo, que abarca los tres pisos del centro de visitantes de Miraflores, regresamos a la ciudad. Mis amigas Gaby e Irene, ambas de la Academia Panameña  de Literatura Infantil y Juvenil, nos invitaron a almorzar en el reputado restaurante El Trapiche donde descubrí el delicioso tamal en olla que, contrariamente a lo que creía, no tiene nada que ver con el insípido tamal en cazuela cubano (adjunto receta).

En general la comida panameña se parece mucho a la cubana. Los ingredientes básicos pueden ser los mismos, pero seguramente las especias son otras. La influencia de la gastronomía aborigen, muy diferente de la que pudieron legar los primeros habitantes de Cuba, también debe dar su especificidad a la cocina del istmo. En la Feria había un área gastronómica con una oferta culinaria “casera”. Todo allí, carnes y vegetales, asados o fritos, tenía los mismos sabores cubanos. Los franceses, por su parte, nos propusieron un restaurante libanés y otros dos, populares sin duda, pero donde la cocina panameña se regodeaba en mariscos y pescado.

De El Trapiche salimos bajo un copioso aguacero y ya con prisa, pues a las 3 p.m. me recogía el auto de la embajada francesa que me llevó al aeropuerto. Panamá es un nudo aeroportuario para América Central y el norte de América del Sur (me dijeron que por esa razón muchas instituciones internacionales tienen su sede allí), pero entre París y Ciudad de Panamá no hay vuelo directo. Si a la ida debí hacer escala en Ciudad México (dos horas en plena madrugada que no me dejaron ni asomarme a ver el cielo mexicano), al regreso hube de cambiar de avión en Ámsterdam (lujosa terminal aérea, pero escala igual de breve y estéril).

El 28 de agosto, al llegar a París, me di cuenta de lo bronceado que estaba… y de que tenía mucho trabajo atrasado. Esto explica que haya tardado más de un mes en poner punto final a esta crónica.


RECETA DEL TAMAL EN OLLA

Ingredientes

1/2 libra de harina de maíz amarillo precocida o polenta
5 tazas de agua
2 pastillas de caldo de pollo
1 pechuga grande de pollo
1 pimiento rojo
1 pimiento verde
2 cebollas grandes
1 rama de apio
3 dientes de ajo
cilantro
salsa de tomate
sal
pimienta
aceite de oliva
1 taza de pasas
1/2 taza de aceitunas verdes
1/2 taza de guisantes verdes
Procedimiento:

Masa:
Se hierve en las 5 tazas de agua, el pollo, una cebolla, los dos pimientos, el apio, los ajos, el cilantro y las dos pastillas de caldo de pollo, por unos 20 minutos hasta que la carne esté cocida y el resto de los ingredientes suaves.
Se retira el pollo y se corta la carne en pequeñas tiras con un cuchillo o con la mano, esto se reserva para luego hacer el sofrito.
El caldo en donde se ha cocinado el pollo se pasa por una licuadora, para que todos los vegetales queden integrados, hasta quedar como una consomé un poco espeso, y se vuelve a poner en la cazuela, a fuego bajo.

Se disuelve la media libra de la harina de maíz o polenta con agua fría, y se agrega poco a poco a la crema de vegetales que tenemos en la cazuela, removiendo para evitar grumos hasta que poco a poco el caldo va tomando una consistencia espesa de crema. Se sube el fuego hasta que al hervir salten pequeñas burbujas; entonces se rectifica de sal y se retira del fuego.

Esta crema se vierte en un molde refractario redondo, de unas 9 pulgadas y se deja reposar mientras hacemos el sofrito.


Sofrito:
Se echa en una sartén grande un buen chorro de aceite de oliva, y cuando esté caliente se pone la cebolla, y se remueve hasta que vaya cristalizando, luego se ponen los guisantes verdes (sin son congelados; si son de lata se ponen al final), se remueve un poco hasta que se suavicen. Luego se añaden las pasas y se sigue removiendo para que se vayan sofriendo poco a poco todos los ingredientes. A continuación se añaden las aceitunas cortadas en rodajas, se remueve y se incorporan unas 4 cucharadas grandes de salsa de tomate, una pizca de sal y pimienta.


Finalmente se agregan las tiras de pollo y se remueve todo para que quede muy bien integrado el sofrito.


Nota: falta en esta receta una especia que buscamos en un par de supermercados panameños sin poderla encontrar. A lo mejor los catalano-panameños a quienes les copié esta receta se limitaron a cambiar una palabra, o a substituir el ingrediente exótico por alguno hallable en Europa.




15/9/12

Tres cubanos en el Salón del Libro Insular




Entre el 17 al 20 de agosto pasados fui uno de los invitados al Salón del Libro Insular. Fui en avión de París a Brest, la mayor ciudad de la península más occidental de Francia, Bretaña (región a la que debe su nombre la mayor isla europea: la “Gran” Bretaña, que integra junto a Irlanda del Norte el país cuyo nombre oficial es el Reino Unido). Pero el final de mi viaje era la isla de Ouessant, la más occidental del pequeño archipiélago que porta el poético nombre de Islas del Poniente, y para alcanzarla debería tomar un segundo avión.


En el aeropuerto Charles de Gaulle coincidí con mi compatriota Karla Suárez, procedente de Portugal donde ahora vive, y en el aeropuerto de Brest se nos sumó el martiniqués Lemy Coco, otro de los invitados al salón del libro. Debimos marchar doscientos metros hasta el bastante rústico hangar de FinistAir, donde trepamos en una avioneta de solo 9 asientos, que recorrió en media hora la distancia que nos separaba de Ouessant.

Tuvimos mucha suerte con el tiempo, pues el cielo estaba límpido como no volví a verlo durante mi estancia en la isla. Así pudimos observar la hermosa costa, mar y archipiélago en que se destaca Ouessant por su tamaño, por su forma (sus acantilados explican su nombre en bretón: Enez Eusa: “la más alta”) y por ser la más distante de la costa (una treintena de kilómetros). El aterrizaje fue impresionante, pues al avioncito le salieron al paso unos elevados acantilados blancos de verde cumbre sobre los que se levantan dos faros y un radar. 

En el pequeño aeródromo nos esperaban dos automóviles que nos condujeron directamente al centro del caserío que hace las veces de capital. Sus calles se retuercen obedeciendo al capricho del accidentado terreno. En la angosta plaza, entre la iglesia y los principales comercios, estaba reunida la “muchedumbre” que se aprestaba a participar en la procesión que inaugura cada año el Salón del Libro Insular.

Numerosas mujeres vestían las batas y cofias de encajes blancos o negros, típicos de Bretaña, mientras los hombres llevaban chaleco negro bordado y kilt (la falda plisada, de lana a cuadros, con el cinturón ornado de un bolso de cuero en forma circular típico de Escocia), pues los ouessantinos comparten ancestro celta con la región más septentrional de la Gran Bretaña. No existiendo un kilt autóctono, elaboraron un estampado propio, dominado por tonos amarillos y ocres. No es espectacularmente bonito pero, curiosamente, recuerda el tejido preferido de las islas francesas del Caribe que son frecuentes invitadas de un evento literario consagrado a las islas (tropicales o no). El mismo motivo de cuadros y colores cálidos lo llevaban en forma de ligeras bufandas o en las flores que adornaban los sombreros de paja portados por aquellos que no se animaron a vestir el traje tradicional completo. Unos y otros se mezclaron en una danza folclórica, antes de proseguir su camino hasta la nave que albergaba el evento literario.


La decimocuarta edición del Salón del Libro Insular tuvo por lema: “Caraïbe: récifs et recits” (Caribe: arrecifes y relatos) y representamos a la región autores de Cuba, Haití, Martinica y Guadalupe. También había intelectuales de Francia continental que han escrito sobre islas y una representación de la edición de los océanos Indico y Pacífico, que participan desde hace años en el evento, entre otros.

Sí, indudablemente los caribeños nos divertimos en el Salón: aquí me río compañía del cubano Pedro Pérez Sarduy, el haitiano Rodney de Saint-Eloy y el martiniqueño Lemy Coco
Ouessant solo cuenta 1000 habitantes en temporada alta (en el siglo XIX, en pleno desarrollo de la explotación de algas y de ganado caprino, llegó a tener 3000 habitantes), pero por lo menos un tercio de los ouessantinos estaban allí. Los ouessantinos adoran su salón y engrosan numerosos las filas de voluntarios para lo que sea: coordinar actividades, decorar el espacio que alberga el Salón, hospedar, cocinar, servir de choferes y acompañantes, pero también se ocupan de cuestiones de contenido: conferencias, animación, prensa, administración... Más que un tradicional Salón del libro, el de Ouessant más parece uno de esos festivales de verano que amenizan toda Francia durante la pausa estival. Cada jornada concluyó con un concierto de acentos caribeños y con mucha presencia popular.

Los talleres, debates y demás actividades abarcan no solo la literatura, sino asuntos tan diversos como geografía, música, artes plásticas, danza, gastronomía y hasta un concurso de ortografía en forma de “dictado insular”… En fin, las culturas insulares en su más amplio sentido. Pero sin dudas el momento más importante del evento es la entrega de los Premios del Libro Insular. Concursan libros publicados entre marzo del año anterior y marzo del año en curso, en los géneros de poesía, narrativa, ensayo, beaux livres (libros de arte, fotografía, etc, ricamente ilustrados), novela policial y literatura infantil (estos dos últimos con un jurado específico). En 2012 concursaron 90 libros en todos los géneros. 
 


El Salón lo alberga una nave del tamaño, digamos, de un estadio de basket ball, con la cafetería situada junto al escenario delante del cual se alineaban cuarenta sillas; de manera que los debates, lecturas y demás actos pudieran llegar a todo el público: el sentado, el que examinaba los libros a la venta o el que se tomaba un cafecito. Los expositores serían unos treinta: librerías, agrupaciones culturales, editores de la región o de diversas islas (mediterráneas, de los océanos Indico y Pacífico, del Caribe…) e incluso un “electrón libre”: un editor alemán. Me detuve particularmente ante la mesa de la asociación que organiza el evento, que tenía en venta su revista “L’Archipel des lettres” y los carteles de las 14 ediciones del Salón, entre otras publicaciones.  Aproveché para evacuar algunas dudas con un responsable del Centro Internacional Julio Verne, pues apenas una semana más tarde debía yo participar en una mesa redonda sobre el gran escritor en Panamá.

Mis libros estaban repartidos entre la librería que aseguró la presencia de los títulos parisinos de los diversos autores (yo tengo dos en ese caso) y el espacio de Ibis Rouge, mayor editor del Caribe francófono (con sede en la Guayana Francesa) que tiene otros dos en catálogo. A eso añadí un libro francés descatalogado pero del cual poseo algunos ejemplares, y una amplia muestra de mis libros en español.  

Suele ocurrirme en los salones que me paso casi todo el tiempo sentado, haciendo dedicatorias (llevan bastante tiempo las que dibujo frente a la página de título de “La chanson du château de sable” que es el único de mis libros en francés que presenta mis ilustraciones). A diferencia de otros salones, el de Ouessant no incluye animaciones escolares, puesto que tiene lugar en plenas vacaciones de verano. No obstante, fui invitado a contar algunos de mis cuentos a los niños congregados en una carpa adjunta a la nave central del evento. Generalmente no me animo fácilmente a narrar en francés, pero la docena de niños me acogieron con tanta simpatía que les conté tres cuentos y luego pasamos un buen momento hablando de mis libros.



La estrella del salón era Maryse Condé, laureada escritora de la isla francesa de Guadalupense. Ella, junto al poeta y editor haitiano Rodney Saint-Eloi y el poeta y narrador martiniqués Lemy Coco protagonizaron la primera mesa redonda del sábado, seguida por la de escritores cubanos, integrada por Karla Suárez, Pedro Pérez Sarduy y yo.

Pedro nació en los 40 y Karla en los 70, así que formábamos una variada muestra de la literatura cubana contemporánea. Como emigramos, respectivamente, a principios de los 80, en 1989 y a fines de los 90, también tenemos experiencias y puntos de vista variados sobre la historia reciente de Cuba. Además, practicamos géneros más o menos diversos: Pedro es poeta y novelista, Karla autora de novelas y cuentos, y yo practico la narrativa para chicos y el ensayo. La suma de nuestras intervenciones dio una rica idea de la literatura y el devenir cubanos, y fue muy aplaudida. Al día siguiente, al proclamarse los premios del Salón, tuvimos la satisfacción de ver recaer sobre Karla Suárez el Grand Prix de Literatura Insular con su novela (inédita en castellano) Havane, année zéro.

Karla Suárez agradece el Grand Prix des Iles du Ponant a su novela "La Havane année zéro" (Métailié)

En 2007 Pedro ganó el premio de narrativa con la versión francesa su novela “Criadas de La Habana”, así que solo falto yo en recibir los oceánicos laureles de Ouessant (imperdonable negligencia de los editores de mis siete libros franceses: ninguno ha sido candidato al premio insular de literatura infantil). La próxima vez que publique en Francia, he de asegurarme del envío de mi obra al jurado de literatura infantil (dotada con 100 euros menos que los otros géneros; discriminación que espero haya sido erradicada para entonces). Nada garantiza que mi libro se destaque ese año entre los demás concursantes, pero al menos merecerá su oportunidad.

Cada noche, el grupo que integré con algunos de los autores invitados y dos franceses habituales del salón, se iba tras la cena y el concierto al pub Ty Korn (“La esquina”) que brilla por su  excelente provisión de wiskies de marca. El edificio tiene una curiosa forma de cuña pues se halla en la confluencia de dos de las principales calles de Lampaul, de modo que hay una mesa, con una única silla, situada ante la puerta-ventana, jamás abierta, que ocupa la esquina famosa. En Ty Korn se congregan –dentro y fuera- los irreductibles que beben y cantan, más desafinada y desaforadamente a medida que aumenta el alcohol en sus venas, hasta altas horas de la noche. Semejante animación vespertina no la he visto ni siquiera en ciudades francesas mucho mayores.

Si Bretaña tiene la reputación de poseer los mejores bebedores de Francia (atribuyámoslo a su rudo clima), los de la isla de Ouessant se consideran los mejores  bebedores de Bretaña. Como en francés “lamper” significa lamer, aplicándose particularmente a la última gota de alcohol que queda en el vaso o la botella, ¿será esa la explicación del nombre de la “capital” ouessantina? Lampaul sería un derivado de “lamper” (no me hagan mucho caso; no tengo título de etimologista y esta idea se me ocurrió tras un segundo vasito de wisky.

Durante mi fin de semana en Ouessant (el Salón se extendió hasta el miércoles siguiente, cuando yo me hallaba ya en Panamá) Francia sufrió temperaturas superiores a 40°C. En París los termómetros llegaron a marcar 38.4°, una asfixiante temperatura que me alegro de no haber padecido. Situada en la porción del Atlántico que une el golfo de Gascona al Canal de la Mancha, Ouessant desconoce el calor. Mientras el continente ardía, nosotros disfrutábamos un frescor que frisaba el frío (valga la cacofonía).
.

Yo no había previsto chapotear en aguas del nordeste francés cuya intemperancia, incluso en pleno agosto me era conocida, pero cuando un ouessantino emergió de las aguas de la playa de Arlán dicieno: “está buena, unos 15°C” hasta las ganas de caminar sobre la arena cubierta de oscuras algas se me quitaron.  
                               
 Un agradable calorcillo hubiera estado más acorde con la fecha plenamente estival de un 19 de agosto y con el paisaje insular. Pero precisamente el hecho de que Francia estuviese sumergida en una ola de calor, hizo que el frescor oceánico se condensara sobre Ouessant, haciéndonos bogar en persistente neblina... Muy romántica sin dudas, pero más propia de noviembre.

El clima de la isla es sumamente cambiante y nunca tibio. El domingo, Karla y yo recorrimos en bicicleta tres cuartas partes de la isla (que solo mide 8 km en su parte más larga). Al principio nos abrimos paso entre una neblina que no dejaba ver nada a 15 metros de nuestras  respectivas narices. Así circulamos entre molinos de vientos del que solo supimos la existencia del más cercano y  pasamos delante del faro de Stiff sin verlo. Afortunadamente, el tiempo comenzó a levantar y ya a eso de la una salió el sol. Acabé el recorrido en short y camiseta; con la única chaqueta que llevé, y que habitualmente apenas me protegía de la frialdad, en la mochila.

Tema de guasa para el grupo de cubanos y antillanos fue la lamentable oferta gastronómica de la “Cantine des îles” (Comedor de las islas), como pomposamente se nombró a la carpa con capacidad para unos doscientos comensales donde almorzábamos y cenábamos autores, voluntarios y hasta muchos de los visitantes del Salón. Era un auténtico naufragio para el prestigio gastronómico francés, bretón, caribeño o cualquiera que se viese evocado en el menú cotidiano, tan escaso como mediocremente sazonado. Mi editor guyanés, que hace años me hacía la boca agua con el Salón de Ouessant, me había asegurado que a la simpatía (verificada) del evento, se sumaba la calidad de la acogida (también la comprobé) y la gastronomía (¿?). Tras sufrir tres embates de la “Cantine des îles”, los más hambrientos nos refugiamos la noche del domingo en el excelente restaurante instalado en la planta alta del pub donde, al fin, entramos en contacto con los reputados mariscos del litoral bretón. 

Los usuarios del pub estaban particularmente motivados (no sé qué habían comido, pero sí adivino lo que habían bebido). Resultando imposible conversar en aquel estruendo, salimos con nuestros wiskies a la calle, igualmente invadida de bebedores y cantores, pero amparados por el brumoso cielo.

Allí vinieron a decirme que aunque mi avión Brest-París partía a las cinco de la tarde, un auto pasaría a las ocho de la mañana a recogerme en el hotelito (en realidad una casa de una sola planta, dividida en seis cómodos cuartos con baño propio, y una cocina-comedor donde nos servía el desayuno una de las ouessantinas que colabora cada año con el Salón). La imposibilidad de garantizar si el cielo me permitiría alcanzar el aeropuerto de Brest a tiempo para mi traslado a París, no dejaba otra opción que el barco, que debía coger en la mañana.

En puerto Stiff, poco antes de tomar el barco hacia Le Conquet
El mismo auto recogió a otro escritor que también se marchaba esa mañana y ya en Port Stiff me encontré con el fotógrafo Gilles Luneau, uno de los integrantes de “mi grupo”. También se embarcaba la pareja de pregoneros que, al son de un acordeón, regalaban poemas y canciones en el espacio del salón y en las calles de Lampaul (tuvieron la exquisitez de leer mi blog y, al descubrir que Franz Liszt es el “culpable” de parte de mi pseudónimo, me dedicaron un fragmento de “Melodía de amor” del gran compositor húngaro). Ellos se habían quedado muy frustrados al intentar rendirme su pequeño homenaje en pleno salón, pues en ese momento nos llamaban a los cubanos al debate. Pero el domingo, cuando regresábamos Karla y yo de nuestro recorrido en bicicleta, nos les encontramos en la plaza de la iglesia, y allí pudieron hacerme escuchar, completa y en compañía de los pasantes endomingados, la famosa melodía de Liszt.


Los pregoneros y el fotógrafo se quedaron en el puerto de Le Conquet, más cercano de Ouessant que la también portuaria Brest donde se quedó el otro escritor. Yo continué solo hasta el aeropuerto, relativamente alejado (en Francia las ciudades de tamaño medio comparten aeropuertos que les quedan así equidistantes, elevando así rentabilidad y protección del medio ambiente). Tuve que esperar tres horas hasta la salida de mi avión, pero aproveché ese tiempo para responder e-mails y dar unos retoques a la conferencia que debía impartir en Panamá.

Ester mapa ilustrado de la isla de Ouessant está dibujado en la pared de la primera vivienda de uno caserío al sur de la isla

Mis tres días en la isla los terminé siempre pasadas las dos de la madrugada y nunca me levanté pasadas las 7:45, así que acumulé cansancio (basta con observar mis ojeras en las fotos), pero esa noche en París volví a acostarme tarde pues tenía una maleta que hacer, varios documentos que imprimir y enviar por correo postal, entre otras gestiones pendientes antes de volver al aeropuerto Charles de Gaulle, esta vez terminal 2E, para tomar un avión hacia Panamá (tema de mi próxima crónica).

11/9/12

¿Por qué escribo para niños?


 

Comparto con ustedes mi respuesta al escritor, editor y periodista cubano Enrique Pérez Díaz, quien prepara un testimonio sobre las motivaciones de quienes hacemos literatura infantil.

¿POR QUÉ ESCRIBO PARA CHICOS?

No es salir del paso, declarar que escribo para niños y adolescentes porque yo era uno de ellos cuando empecé mi primera novelita. Escribía para mí mismo, para mis hermanos y amiguitos, paliando la escasa oferta de libros infantiles y juveniles en la Cuba de finales de los años 60. Es frecuente que un escritor se forme entre las páginas de los libros que lee con mayor pasión… entre las que desea ver aquello que echa, pese a todo, de menos. Todo escritor es una especie de crítico, de “corrector” de los libros que lee.

Yo comencé mi primera novela con 12 años cuando me vi temporalmente privado de “mi dosis” de lecturas porque debí desertar la Biblioteca Provincial, único sitio en que podía encontrar las obras -editadas en España- del historietista belga Hergé, de los británicos autores de novelas detectivescas Enid Blyton y Malcolm Saville, y de nórdicos y alemanes como Astrid Lindgren, Tove Jansson, Erich Kästner, Josephine Siebe, Ake Holberg y Edith Unnerstand, maestros en la combinación de humor, fantasía y exotismo (desde el punto de vista de un cubano) que me gustaba y que las librerías cubanas y la Editora Juvenil (única editorial cubana para chicos entonces) no ofrecía sino excepcionalmente.

Aunque mis lecturas fueron haciéndose progresivamente adultas, seguí escribiendo el mismo género hasta los 19 años. Luego, cuando gracias a los talleres literarios y a mis estudios en la Facultad de Humanidades, ya era consciente del rigor estético y función social que corresponden al escritor, y me convertía irremediablemente en adulto, ya era demasiado tarde para cambiar de estilo, de manera de escribir… Puesto que para mí la literatura infantil (en rigor la narrativa, que es lo que escribo) es un género literario como la lírica, el texto dramatúrgico o el ensayo; un discurso estético peculiar cuyas modalidades de forma y contenido están determinadas –es su especificidad– por su destinatario. Y de la misma manera que un poeta escribe poesía, yo escribo narrativa infantil; tenga destinatario infantil o no en mente, y sean el tema y hasta el lenguaje pertinentemente infantiles o no.

La cuestión es ¿por qué prefiero el destinatario infanto-juvenil y no el otro, los adultos que son mis iguales? Pues porque los niños (más que los adolescentes, que no requieren ni provocan formas literarias específicas) tienen una manera sui géneris de abordar la realidad y utilizar el lenguaje que corresponde exactamente a mi modo de concebir y expresarme literariamente. Mis cuentos y novelas pueden tener temas que interesan a los adultos, pero mi forma de desarrollarlos es la del cuento/novela infantil, con su facilidad para mezclar realidad y fantasía, tratar las palabras con juguetona libertad y presentar los problemas individuales y sociales con una especie de simplicidad. Me interesa y preocupa el mundo en que vivimos, pero no me creo capaz ni me divierte el realismo; prefiero la metáfora, la parábola. Y, para terminar, hay una generosidad una “ingenuidad” (tomen en cuenta las comillas) en la recepción infantil que necesito como pago a mi total entrega a la creación literaria.

Sobre estos temas me he extendido en diversos artículos, publicados en revistas impresas o en espacios electrónicos, parte de los cuales reuní en mi primer libro de ensayos: La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas (Lugar Editorial. Buenos Aires, 2001).  
 

La tercera novela detectivesca juvenil cubana cumple 40 años

https://elpajarolibro.blogspot.com/2017/01/la-novela-detectivesca-juvenile-siempre.html EL SECRETO DEL COLMILLO COLGANTE La tercera novela d...