20/7/19

La Luna: uno de los más viejos sueños de la Humanidad



 48 horas antes del cierre visité la exposición La Luna: del viaje real a los viajes imaginarios, que presentó el Grand Palais de París con motivo del 50 aniversario de la primera visita humana a nuestro satélite.


Yo esperaba ver más sobre la hazaña hecha realidad el 21 de julio de 1969, cuando Neil Armstrong y Buzz Aldrin se convirtieron en los primeros hombres en pisar la Luna, mientras su camarada Michel Collins permanecía en órbita del artefacto de la NASA que debía traerlos unos días después a la Tierra. Pero como indica el título completo de la muestra, el objetivo era recorrer de manera más amplia la muy antigua relación entre la Humanidad y la Luna.

composición mía a partir de un dibujo de
"Objetivo Luna", de Hergé
Hace 50 años, Cuba vivía enfrascada en la Guerra Fría y si nuestra prensa nos daba hasta el último detalle de la extraordinaria aventura espacial soviética, prefería subrayar cuanto pequeño fracaso pudiera sufrir la NASA norteamericana (cada vez que un cohete norteamericano se estrelló, se escucharon risotadas en la prensa escrita, radial y televisiva y cada vez que los soviéticos tuvieron un percance… silencio absoluto).



Así que el 21 de julio de 1969 tuve que conformarme con escuchar, en la radio de onda corta que teníamos casi escondida en la cocina de la casa familiar en Santa Clara (centro de Cuba) el reportaje de la Voz de las Américas en torno a la llegada del hombre (dos norteamericanos, “desgraciadamente”) al cuerpo espacial más cercano a nuestro planeta (400 000 km, que no es poco).

Desde hacía días yo estaba al tanto de lo que debía ocurrir esa noche… gracias a la misma radio y la misma emisora. La prensa cubana si algo publicó al día siguiente (quiero creer que sí) no fue una plena página entusiasta como la de Ouest France, presente en una de las vitrinas del Grand Palais.

Viví aquel silencio como una afrenta personal. Yo era, y sigo siendo, un apasionado de la aventura espacial y si “los míos” eran entonces los soviéticos; la pasión no me cegó como a los dirigentes de mi país. La conquista de la Luna yo la había “vivido” en la densa novela Dos niños en la Luna, de David Craigie y, sobre todo, en el doble álbum en que el historietista belga Hergé cuenta la aventura lunar de Tintín, Milú, el capitán Haddock, el profesor Tornasol y los otros.



la primera versión de esta aventura en dos partes apareción en la revista Tintín
entre 1950 y 1951, y en formato álbum tres años después

Esos libros no los encontré en librería alguna, pues no circulaban en Cuba desde el triunfo de la Revolución. De esos y otros libros españoles se encontraba algún ejemplar en la red nacional de bibliotecas (creo que a partir de 1968, fue la llamada Ofensiva Revolucionaria la que puso fin a esas importaciones de títulos, y los lectores cubanos debimos conformarnos con las ediciones cubanas y las producciones en lenguas extranjeras de los hermanos “países socialistas”).

dibujo realizado por Hergé en julio de 19

Tanto me interesaba la cuestión de la exploración lunar que escribí una novelita titulada “Buscando la Luna” entre el 14 y el 18 de mayo (¡solo cuatro días!) de 1969 (aunque tengo alguna duda sobre el año, pues solo conservo una quincena de los 54 manuscritos que escribí en mi adolescencia, y en el inventario que elaboré en 1973 algunos títulos aparecen fechados así: “¿ 68 ó 69?”). 

Mis protagonistas no eran ni rusos ni norteamericanos, sino franceses, y su viaje había sido organizado por un supuesto Centro Francés de Investigación Espacial situado en los Pirineos. Nada recuerdo de la historia, pero sí que el protagonista (Javier, un niño pelirrojo de unos 10 u 12 años) y sus compañeros astronautas escuchaban la noticia de que el asesino de Kennedy había sido devorado por una manada de lobos en Alaska). En todo caso supongo que mi primera fuente de inspiración fuera la aventura lunar de mi adorado Tintín.

De la expedición de Apolo XI, casi no hay en la exposición del Grand Palais otra cosa que la reproducción de un casco espacial y de la huella que dejó Buzz Aldrin en el polvo lunar. La performance artística de Mircea Cantor incita a comparar su pie con la huella… e hice como todo el mundo.


Las más ricas son las secciones de la exposición consagradas al sueño (obsesión podría decirse) de la Humanidad por ese extraño astro que aparece y desaparece, en apariencia caprichosamente, del cielo terrestre. Ya en el siglo II d.n.e. Lucien de Samosate publicó un primer relato lunar y muy famosas son  películas como la que, en los primeros tiempos del cine, realizó el gran Georges Meliès (versión cómica y muy libre de la novela de Julio Verne "De la Tierra a la Luna", publicada en 1865). Sin embargo, desde mucho antes la religión, la ciencia y el ciudadano común se interrogó sobre la Luna, utilizándola no solo para explicar el supuesto espíritu inconstante de la mujer, sino para calcular el paso del tiempo.
 
Le voyage dans la Lune
Georges Meliès (1902)



"La mujer de la Luna", de Fritz Lang (1929)

Las más diversas civilizaciones, continentes y épocas están representados en el culto lunar del que recoge numerosas muestras la exposición.

Me llamaron particularmente la 

atención un símbolo lunar-solar 

incaico de pura plata, un 

calendario lunar perpetuo de la 

civilización africana yoruba, 

varias figurillas egipcias, 

babilónicas, del imperio chino, 

una máscara de la actual 

República Centroafricana y un reloj astronómico construido bajo la dirección de Charles 

Perrault (el mismo que inaugurara la literatura infantil con sus famosos “Cuentos del mamá 

Oca, era un funcionario de la corte de Luis XIV que se ocupaba de las cosas más diversas).


Pierre Fardoil (relojero), Doménico Cucci  (ebanista), Jacques Caffieri(broncista),
François Girardon ( escultor), Antoine Coypel (pintor)
bajo la dirección de Charles Perrault
1699


un casi incunable mapa lunar ilustrado con amorcillos 

Lo más abundante son pinturas, esculturas y obras de arte, desde los egipcios a nuestra época que dan buena muestra de cuánto la Humanidad ha dejado volar su imaginación o ha intentado representar la belleza y misterio de la Luna.

La Luna es un motivo casi omnipresente
en la obra de Marc Chagall

dos piezas de la serie de Leonid Tishkov
Privet moon
fragmento del cuadro de La nuit un port de mer au clair de lune, 1771
de Claude-Joseph Vernet


Yo soy un astronauta (cosmonauta o espacionauta) frustrado

11/7/19

UN VIEJO ESCRITOR Y UN JOVEN ILUSTRADOR


SOY UN VIEJO ESCRITOR Y UN JOVEN ILUSTRADOR

Testimonio y reflexión

  
Soy un viejo escritor y un joven ilustrador. El primero de mis 33 libros apareció en 1983, pero hasta 2006 ninguno de ellos llevó dibujos míos. Sin embargo, siempre me gustó dibujar. Mi primera historia, cuando tenía 10 años, contaba en forma de comic las aventuras de un tal Súper Pecho…
y las novelitas que comencé a escribir con 12 años llevaron en su mayor parte dibujos en la tapa o en el interior.

Incluso, mi primera publicación, a los 19 años, fue un dibujo humorístico, incluido (un mes antes de mi primer texto)  en el semanario Melaíto, de mi casi natal ciudad de Santa Clara, en el centro de Cuba.
Ajouter une légende
Hice otros muchos dibujos e incluso comencé un par de historietas. Pero el director de la publicación no encontró nada mejor que decirme un día: “Lo tuyo es la literatura, deja el dibujo para otros”.
Triste consejo que me apartó de lápices, plumillas y pinceles durante 40 años…

El libro infantil es un libro ilustrado
A diferencia de la literatura para adultos, cuando hablamos de LIJ no solo nos referimos a textos (literarios, pero también paradidácticos y recreativos) sino a las ilustraciones que no solo en el caso del álbum, actualmente el género más característico de nuestra especialidad, es indisociable de la parte escrita.
Los libros para chicos han incluido ilustraciones desde siempre. La primera obra creada explícitamente para los más jóvenes, el Orbis Pictus (1658), del pedagogo Jan Amos Comenius, era una obra abundantemente e inteligentemente ilustrada; verdadero predecesor del libro ilustrado actual.



Si muchas de las obras que le siguieron y que cuentan como sillares de la literatura infantojuvenil, como los Cuentos de Mamá Oca (1697), de Charles Perrault o las Aventuras de Telémaco (1699) , de Fenelón, aparecieron originalmente sin ilustraciones e incluso sin dibujo de tapa, es por las limitaciones que por entonces tenían las técnicas de reproducción de imágenes. Pero ya en el siglo XIX, que es la edad de oro de la literatura infantil y juvenil occidental, las ilustraciones –en particular grabados en blanco y negro, pero también en color- la ilustración alcanza un gran momento. Mencionaré en particular Alicia en el País de las Maravillas (1865), de Lewis Carroll no solo por ser quizás la mejor ponderada pieza de la novela infantil universal, sino porque fue ricamente ilustrada, tanto en la versión manuscrita que el propio autor obsequió a Alicia Liddel, la niña que le inspiró…

como en la primera edición en libro para la cual el autor escogió al gran John Tenniel.

Carroll dibujaba bien, pero aspiraba a lo mejor para su obra. Por otra parte, estoy convencido de que el gran escritor inglés intuyó desde tan temprana época que no basta con que los dibujos sean buenos, sino que la colaboración con otro artista permite introducir en la obra matices que no están ni en el texto ni en las intenciones del escritor. Lo que es una forma sutil, e infalible, de autorizar al lector a poner lo suyo en la obra que lee.
Carroll sabía, no temo afirmarlo, que existía eso que tardaríamos más de un siglo en llamar lector activo.

Paréntesis un poquito teórico
Entre el escritor y el lector hay varios lectores previos: el primero de todos es el propio escritor, que lee su obra con unos ojos íntimos de los que debe desconfiar y tratar de distanciarse: sin ello, su texto no cobrará la madurez y polisemia necesarias para que los demás puedan apropiárselo, y se convertirá uno más entre los millones de manuscritos que jamás llegarán a verse impresos y solo serán leídos por familiares o amigos su autor.
Luego del escritor, el lector previo más frecuente e importante es el editor, que es quien decide la publicación o no de un libro, y para ello ha de evaluar sus posibilidades de alcanzar un público más o menos numeroso. La obra del editor es su catálogo, por lo que su lectura de un manuscrito está condicionada por lo que ya ha publicado y por lo que busca para su propuesta editorial, y no estrictamente por eso que llamamos, sin poderlo definir de manera objetiva y consensual, “calidad literaria”. El riesgo es que a veces, procurando la coherencia y eficacia de su propuesta editorial, el editor sitúe la obra en coordenadas de lectura que no le corresponden como son la colección, los paratextos presentes en las tapas, solapas, etc), la publicidad e incluso la época del año en que se publique. Son rasgos exteriores y aparentemente insignificantes, pero que pueden desorientar a muchos lectores o hacer que un número incluso mayor decida que tal o más cual libro no son para él.
La mediación que corresponde al ilustrador y al traductor (si se trata de una obra procedente de otra lengua) son más importantes aún, puesto que estarán incorporadas al texto en de las propias páginas del libro. El primero puede permitirse más libertades que el segundo (que se compromete no solo a ser fiel a la obra, sino a la lengua en que la vierte) puesto que la lectura de texto e imagen pueden, en gran medida, disociarse.
Sobre la misión y el trabajo del ilustrador volveré en detalle más adelante. Antes quiero mencionar otros lectores previos: prologuistas, críticos, periodistas, maestros, bibliotecarios, familiares y amigos… que influyen, en diversa medida, no solo en la decisión de leer cierto libro, sino en la manera en que el lector destino lo interpretará.
Los prólogos suelen limitarse a los clásicos, y muchos lectores se lo saltan, o los leen solo al final. Estos textos suelen situar cronológicamente una obra, subrayando las relaciones de la misma con la vida del autor, con hechos históricos relacionados con la trama o con otras obras (del mismo o diferente autor). Por el prestigio que tiene o se atribuye a la figura del prologuista, su influencia puede ser muy grande, comparable con la de un profesor o un crítico conocido. No leemos igual una obra de la que nada sabemos que la que se nos presenta como canónica, ya por su lugar en la historia literaria o en la identidad nacional, o porque ha recibido un premio. Muchos maestros, la mayoría de los bibliotecarios y no pocos familiares hacen una recomendación menos formal y argumentada, basándose en su propia experiencia lectora. Por su parte, la recomendación de amigos puede limitarse a un “está buenísimo” que, sin revelar detalles de la trama ni orientar la interpretación de los mensajes, cumple su misión de estímulo.

Mi camino como ilustrador
Aunque muchos de mis libros han tenido excelentes ilustradores, entre 2006 y 2008 decidí encargarme de las imágenes de tres libros que, de otra manera, hubieran caído en manos que me parecían aún más torpes que las mías. Fue una experiencia nueva que me dio la ocasión  de desarrollar mi vieja afición al dibujo
Pero lo que realmente importa es que adquirí la capacidad de participar en la doble comunicación –texto/imagen– que es la que mejor conviene a niños de hasta 7 años, lo que me abrió a un público que hasta entonces había tenido poco en cuenta.
Todo empezó en el País Vasco español, cuando Desclée decidió traducir al euskera un libro que ya yo había publicado dos veces, con dibujos ajenos:

De los primeros lejanos tiempos la lechuza me contó (Editorial Oriente. Santiago de Cuba, 1987), con ilustraciones del cubano Vicente Rodríguez Bonachea fue el segundo título de mi bibliografía como autor. Ampliada y corregida, la versión definitiva es de 2004: 

Editorial Progreso. México
Dibujos de Fabiola Graullera

Ambos ilustradores eran verdaderos profesionales, pero los originales del primero se habían perdido y mi editor vasco no estaba dispuesto a comprar los derechos de mi ilustradora mexicana.
El problema es que las ilustraciones de todos los libros que yo había visto en Desclée me habían decepcionado. Parecían hechas por estudiantes de artes plásticas… sin talento. Así que me compré una caja de temperas y elaboré tres o cuatro dibujos en el papel que tenía a mano. Cuando recibió los escáneres, el editor respondió: “No me disgustaron”… y comprendí que no le habían gustado ni un poquito.
Miré un poco en librerías y bibliotecas, compré papel de calidad y probé de nuevo. Esta vez el editor me respondió: “¡Yo  no sabía que dibujabas tan bien!”. El elogio no se me subió a la cabeza por dos razones: los ilustradores con que se me comparaba eran mediocres, y uno de ellos era yo mismo… solo tres meses antes.

                                                    Dos versiones del mismo dibujo (la primera inédita; la segunda incluida
en la edición de Hontzak kontatu zidan. Desclée. Bilbao, 2006

En realidad yo estaba lejos de comprender hasta qué punto lo ignoraba todo de la ilustración. De lo contrario no hubiera escogido mejor el negocio donde me hicieron los escáneres y los hubiese enviado en un formato más adecuado; también hubiera tomado en cuenta el papel y el tipo de impresión característicos de la colección. Cuando vi mis dibujos, reproducidos en blanco y negro, en baja definición y sobre un papel de escaso gramaje, sufrí una gran decepción.
La lechuza me contó es una colección de fábulas.  Solo debí hacer un dibujo o una viñeta por texto, y además se trataba de animales y plantas estilizados. Una dificultad muy superior me esperaba, un año después, cuando propuse a mi editor de la Guyana Francesa, las ilustraciones para un viejo cuento que traduje en ese momento.

Esta vez se trataría de un álbum ilustrado: tenía que hacer una mayoría de ilustraciones a página completa, cubriendo las 48 del volumen, y mantener una unidad de estilo… en torno a personajes humanos y animales. Fue la segunda vez que trabajé con temperas, pero esta vez la impresión sería a todo color y el editor se encargó del escaneado.

Casi todos los defectos de ese libro son míos… y de ellos algo aprendí cuando, seis meses más tarde, mi nueva editorial vasca, A Fortiori, me pidió algunos cambios para su doble edición –en castellano y en euskera– de La canción del castillo de arena. El resultado fue muy satisfactorio… salvo, una vez más, por mis propias limitaciones técnicas, mi falta de formación académica y mi inexperiencia.
La canción del castillo de arena es mi primer álbum ilustrado y no lo dibujé simplemente porque me parecía poder hacerlo mejor que los ilustradores ya presentes en la colección, sino porque había cosas que yo quería decir sin modificar el texto, tomado de una colección que yo había publicado en Brasil, en 1991, y en España, cuatro años después, cada vez con una pequeña ilustración a línea, de reputados ilustradores de dichos países.
Aunque no me lo planteé de entrada, ya a esas alturas yo no podía ignorar que lo que mejor distingue un libro ilustrado de un libro álbum es que el relato lo comparten de manera cabal texto e ilustraciones; eso significa que el ilustrador no puede limitarse a representar fielmente lo que dicen las palabras del autor.
El caso es que desde el primer boceto, y sin haberlo premeditado, situé la historia en una playa tropical. Los dos personajes principales: un niño y su padre, los dibujé mestizo y negro, respectivamente. Nada en el texto, sin embargo, aludía a la raza de los personajes o a su ubicación geográfica, y lo que sucedió es que reviví las circunstancias en que imaginara la historia 25 años antes: la playa Siboney de Santiago de Cuba, con sus bañistas, mayoritariamente negros y mestizos, y su suelo de diminutas piedras con las que es imposible construir los castillos de arena.
Yo no soy un escritor realista y tampoco soy dado a contar anécdotas vividas. Así que en mi cuento, la playa es de perfecta arena y mis personajes tienen una relación armoniosa, completamente opuesta a la que vivía con su padre el joven amigo que me acompañaba el día de mi inspiración. Sucede, además, que en 1992, en Copenhague, la lectura hecha por una sobrina francesa que sufría el divorcio de sus padres, me había revelado el hecho de que mi cuento hablaba de una familia dividida, puesto que el padre y el niño están solos en la playa y la única fémina de la historia es la princesa caracola que el pequeño imagina en sus castillos de arena. Esa princesa la dibujé blanca (¡nada más natural!) y es la madre que el niño añora.

El mestizaje se introdujo así, a través de mis ilustraciones, en un texto que no lo mencionaba… y que yo estaba ilustrando unos meses después de la tan esperada publicación en castellano de La leyenda de Taita Osongo, mi principal obra sobre asunto de la mezcla de razas y culturas que dio origen al pueblo cubano.

Mi siguiente álbum ilustrado,  Beste bat, nahi dut! Quiero otro!) incluye también un mestizaje subliminal, puesto que los seis miembros de la familia -abuela y abuelo, madre y padre y hermanos- forman un verdadero arcoíris racial. Pero no es lo primero que me propuse trasmitir, sin recurrir al lenguaje, en esta historia de un niño tirano al que su parentela (hasta el gato) terminan por ponerle freno. A lo largo de las 48 páginas se ve evolucionar un personaje (un pájaro) que no existe en el texto, y ocurren otras anécdotas paralelas, igualmente “mudas”. Incluso el final, abierto en cuanto al texto, es “cerrado” por un mensaje únicamente gráfico, reservado a la última página y al dibujo de contratapa. Con tales recursos asumo claramente el hecho de que en el álbum la ilustración puede (¿debe?) tener una elevada autonomía respecto al texto.
No es mi intención recorrer paso a paso mi corta carrera de ilustrador (13 años, frente a los 36 que me separan de mi primer libro como autor), sino explicar por qué en algún momento decidí ilustrar y no solo escribir algunos de mis libros. Insisto en que solo algunos porque cuando no tengo nada que añadir, o estimo que otro puede hacerlo mejor, dejo tranquilos los pinceles.
La leyenda de Taita Osongo es otro de mis libros que ya tenían varias versiones (la francesa, de 2004; la mexicana, de 2006 y la brasileña, de 2007) ilustradas por otros artistas. La que más me gusta es la edición del Fondo de Cultura Económica, puesto que aceptó ilustrarlas mi amigo y gran ilustrador cubano Ajubel (que también trabajó en otros tres de mis libros, consiguiendo con uno de ellos, El pájaro libro, el cotizado Premio a la Mejor Labor de Ilustración, de España). También me resultó muy interesante el trabajo del brasileño Fernando Vilela quien, al recrear la técnica de ilustración de los tradicionales libros de cordel ayuda al joven lector brasileño a identificarse con mi historia al establecer un vínculo implícito con el pasado esclavista de su país (tan próximo al del mío propio).


Fue en 2009, cuando se me presentó la primera ocasión de compartir La leyenda…  con mis compatriotas, que decidí hacer mi primer trabajo de ilustración en blanco y negro, y destinado a chicos de más de 10 años. Por las dificultades técnicas y materiales que padece el libro cubano, esa edición me decepcionó mucho. La revancha la obtuve ocho años después, cuando pude ilustrar la segunda edición francesa.  Una vez más recurrí al acrílico, pero combinando apenas el blanco con el gris de Payne para obtener varios tonos de un gris azulado. La monocromía es frecuente en la edición juvenil porque, resultando mucho más económica que la cuatricomía, permite obtener efectos subjetivos que subrayan los sentimientos de los personajes y la atmósfera del relato. Esa técnica va muy bien con el tono de narración poética y mágica de La leyenda… En los dibujos realizados en 2009 yo había estilizado mucho las figuras, y eso las privó de una cubanía que no era mi intensión suprimir.
Ediciones Capiro. Santa Clara, 2009


Para la nueva versión, intenté reforzar esos rasgos en el magisterio de Wifredo Lam, gran pintor y grabador del Caribe, contemporáneo de Nicolás Guillén (cuya estética me guio en la escritura) y de mi abuela paterna (cuya historia fue una de las fuentes que me inspiró la trama). Otra cosa los une a los tres: nacieron en el mismo año y eran mestizos. Guillén tenía ancestros blancos y negros, Lam, genitores negros y chinos, y mi abuela, antepasados negros y aborígenes.  En varias de las ilustraciones nuevas que hice para la edición de 2017, se reconocen motivos de la plástica de Lam.
Editions Orphie. Saint-Denis de La Réunion,2017
El dibujo de tapa, como se ve, es un homenaje a La Jungla, el más importante cuadro de Wifredo Lam… y probablemente de toda la pintura cubana moderna.

Cuando estaba lejos de imaginar que un día publicaría mis dibujos, muchos de mis manuscritos llevaban aquí y allá unos dibujos que me servían para mejor visualizar un personaje, situación a paisaje que me estaba costando trabajo describir. 

Dibujos tomados de los manuscritos de mis novelas Mi tesoro te espera en Cuba, que cuenta tres versiones ilustradas por otros (Hachette. París, 2000 y Sudamericana. Buenos Aires, 2002) o sin ilustraciones  (Edelvives. Zaragoza, 2008), así como de Exploradores en el lago (Madrid: Alfaguara, 2009 y Loqueleo, 2016) y de La Isla de las Alucinaciones (sin ilustraciones: Premium. Sevilla, 2017)



Algunos de esos dibujos llegaron a pasar del estado de esbozos y preceder en varios años la aparición del libro que, por razones editoriales, salió sin ilustraciones. 

La cuarta versión de MI TESORO TE ESPERA EN CUBA (Verbum. Madrid) me llevó a trabajar nuevamente en blanco y negro. He aquí algunos bocetos y dibujos terminados:

 


Un poco como me ocurrió en La canción del castillo de arena, pero esta vez de manera deliberada, la localización de una historia me animó a ilustrarla. 
Aventuras de Sheila Jólmez por el docto Juancho es uno de mis raros libros situado en un escenario concreto . Ese escenario es Santa Clara (centro de Cuba), mi ciudad casi natal; donde pasé la mayor parte de mis estudios y me formé como escritor. Quizás por esas necesidades de los escritores emigrados, el deseo de evocar un lugar entrañable de la patria lejana, me asalta cada vez más a menudo. Pero en este caso se trata de una descripción bastante detallada de un escenario que, por otra parte, participa claramente de la trama.

El dibujo de tapa parte de una foto que hice del teatro La Caridad, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad. Tras modificarla vía Photoshop y dibujar encima, añadí el retrato de los protagonistas. Cualquiera que conozca Santa Clara, reconocerá el monumento que aparece en el fondo. El lector que no sepa nada de dicha ciudad, podrá no obstante sentir el aire de misterio que trasmite la imagen... o eso espero.

última versión de proyecto de tapa


                                                tapa con la que, finalmente, salió la edición 
                                                               Capiro (Santa Clara, 2017)  

Confesión final
Si he de ser sincero, debo admitir que me gusta dibujar. Empecé dibujando las aventuras de Super Pecho en los márgenes de mi cuaderno de matemáticas de quinto grado, y he seguido haciéndolo toda la vida, en los márgenes de otros cuadernos de clase, en mis agendas, en papelitos sueltos, durante las reuniones aburridas o en noches en las que bien pude tener otras cosas interesantes que hacer.

Pero a veces el proceso se invierte: tengo bastantes dibujos para historias que todavía no he escrito, y hasta alguna vez he decidido escribir una historia para que un dibujo que mucho me gusta no se quede para siempre inédito.

dibujo inspirado en un cartel del famoso
artista hispano-cubano Eduardo Muñoz Bachs
para una historia aún sin escribir


Por estas cosas comprendo a los ilustradores que piden que no se hable de “autor” e “ilustrador” sino de escritor e ilustrador; puesto que el primero es autor de textos y el segundo autor de imágenes. Esto sin llegar a confundir los roles, porque generalmente, el escritor no se limita a redactar, a poner en palabras, sino que inventa un mundo que el ilustrador, por lo general recrea, enriquece…pero no “saca de la nada”. Hay, por supuesto autores-ilustradores plenos, que conciben sus propias historias, y no queda excluido que comiencen por el proyecto gráfico y solo después le pongan texto.
Pero no es mi caso.
Yo soy un escritor que dibuja.
Nada más.






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