8/10/14

Mis maestros rusos (que fueron soviéticos)


No hablaré aquí de los inmensos Tolstoi, Turguéniev, Chejov y otros monumentos de la literatura rusa que leí a partir de mis 15 años. Ni siquiera mencionaré a Dostoievski, que tanto me ayudó a comprenderme en medio de mis crisis de adolescencia o de Maiakovsky que pudo dejar su impronta en mi efímera carrera de poeta político (menos de seis meses, entre el golpe de estado de Pinochet el 11 de septiembre de 1973). De quienes aquí se trata es de los autores rusos que marcaron durablemente mi formación como lector y mi obra literaria.

Anatoli Alexin, Arkadi Gaidar, Lazar Laguin, Yuri Olesha, Anatoli Ribakov y otros autores para chicos dejaron su huella en mí no solo porque sus obras correspondían a mi edad, sino porque lo que yo comencé a escribir a los 12 años, y sigo escribiendo y publicando hasta hoy, es literatura infantil y juvenil.

Ciertamente leí otros, de los que recuerdo solo el título del libro o que me consta haber leído sin que recuerde qué libro exactamente, como Serguéi Mijalkov, Nikolai Nosov, Agnia Bartó,  Kornéi Chukovski e incluso Alexandr Pushkin. Entre ellos sobresalen muchos libros en verso o destinados a niños pequeños que olvidé más o menos fácilmente, y que quizás todavía gozan de éxito en Rusia. En mi defensa puedo decir que si las traducciones de prosa eran malas las de poesía eran sencillamente abominables. Ninguna belleza formal sobrevivía a traductores que no tenían el menor talento poético, y a menudo, ni siquiera la compresibilidad del texto quedaba garantizada.
El popular Nadasabe, de N. Nosov, tuvo poco éxito en Cuba y ni siquiera recuerdo haberlo leído
Aquí en la emblemática personificación de Boris Kalaushin

Entonces decíamos “escritores soviéticos”, aunque la mayoría eran originarios de la Federación Rusa o por lo menos se expresaban en la lengua de Pushkin. Recuerdo menos escritores rusos de los que leí porque a los hispanos nos despista esa costumbre rusa de poner en las tapas de los libros, incluso para pequeños, solo el apellido –que de por sí nos sabe a caviar– precedido de una simple inicial: V. Kataiev, N. Chervinskaia o S. Prokofieva son infinitamente más difíciles de retener que Mark Twain, Erich Kaestner o Astrid Lindgren, incluso si estos nombres resultaban igualmente exóticos para el niño de la mayor isla del Caribe que fui.

Conseguí este número de Literatura Soviética (n°12, de 1968) por lo menos 15 años después de su aparición.
Pero descubrí la revista a fines de los 70 y adquirí varios números con textos de y sobre literatura infantil

Pienso que los libros soviéticos comenzaron a hacerse visibles en Cuba en los años 1962 ó 1963, cuando ya yo sabía leer. Después de superada la crisis de desconfianza generada en la Isla por la decisión de Krushov de retirar los misiles nucleares con que Fidel Castro contaba evitar un segundo intento de invasión norteamericana, la realpolitik facilitó un nuevo acercamiento con la Unión Soviética, y este crecería hasta alcanzar su clímax a mediados de los 80. En esos años, en parte para compensar las limitaciones de la industria poligráfica cubana, nuestra empresa especializada en libros para chicos, Gente Nueva, coeditó con diversas editoriales soviéticas y de otros países socialistas. Eran sobre todos libros impresos en color y con encuadernaciones más sólidas que las que podían permitirse las imprentas cubanas. Generalmente dedicados a niños pequeños, estos títulos no se adecuaban al mundo referencial ni respondían a las temáticas asequibles a esa edad. En mi condición de crítico literario y de miembro del comité asesor de la editorial, me opuse frecuentemente a tal elección, pero sin resultado alguno.

Otro problema que presentaban  los títulos importados del catálogo en lenguas extranjeras de Progreso, Ráduga o Mir es que sus traductores eran generalmente españoles emigrados en la URSS que abundaban en giros difíciles de comprender por los niños cubanos e incluso de dudosa pureza castellana, amén de poco adaptados a la edad de su destinatario.
 
Sin embargo, el principal defecto que suele mencionarse cuando se trata de la literatura soviética es la prédica leninista o estalinista que no solo se percibía detrás de la mayoría de las tramas y de los valores expresados por sus personajes, narrador o voz poética, sino que incluso solían constituir el objetivo principal, relegando la trama o la buena versificación a meros instrumentos. 

Ejemplar encontrado en una librería de segunda mano
en Pinar del Río (marzo 2015) tan deteriorado
que no animé a comparlo
Dentro de la oferta bibliográfica de cualquier país existen libros informativos sobre arte, ciencia, medio ambiente y, ¿por qué no? ideología. Siempre que no intenten dar gato por libre, no tengo nada que reprocharles. Hubo libros de ese tipo que incluso me interesaron bastante en los años 60, aunque lo cierto es que incluso habiéndolos tenido en casa, no recuerdo bien sus títulos. Es el caso de La perrita, el chico y el cohete, que narraba con un poco de ficción la historia de la perra Laika, y del voluminoso reportaje sobre el palacio de pioneros de Leningrado El palacio pertenece a los niños. Este último me sirvió de fuente de inspiración para algunos elementos de la ciudad ideal, Villa Nueva, que inventé como escenario de la serie de novelas de aventuras, Los Vengadores, que más me ocupó en mis tiempos de niño escritor.

Por entonces Fidel Castro solía repetir que Cuba aún se hallaba “construyendo el socialismo” ya plenamente instalado en la Unión Soviética y otros países de Europa Oriental. En mi impaciencia y sueño de perfección, imaginé la “región experimental de Villa Nueva” como un territorio socialista ideal. Llegué incluso a dibujar mapas de la ciudad y sus alrededores donde se podía apreciar todos los detalles: casas, escuelas, hospitales, industrias, farmacias, cines, bibliotecas… ¡y hasta el itinerario de las diferentes líneas de ómnibus!
Plano de uno de los barrios de Villa Nueva. Nótese el lugar privilegiado
que atribuí al palacio de pioneros (que en algún momento rebauticé “Palacio de Escolares”, 
seguramente por no dejar fuera a los estudiantes secundarios, entre los que yo me contaba por entonces)

No me cabe la menor duda sobre la función de evasión y compensación de mis frustraciones que tenían mis escritos adolescentes. ¿Era un niño gordo y tímido? Mis héroes eran atléticos y desenfadados, ¿los ríos de Santa Clara estaban contaminados? Los de Villa Clara eran cristalinos, ¿Los cubanos  no podíamos viajar al extranjero? La mayor parte de mis aventuras tenían protagonistas franceses o alemanes que viajaban por todo el planeta… e incluso al espacio.

Un ejemplo concreto. La Unión de Pioneros de Cuba, fundada en 1964, cuando yo tenía 9 años, solo se masificó en julio de 1966. Fui pionero solo un día, pues al terminar las vacaciones de verano ingresé en secundaria básica donde no se era pionero sino miembro de la desangelada Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media. Mi reacción fue extender, en mi ideal Villa Nueva, la condición de Pionero hasta noveno grado. Y dotar a dicha ciudad de un palacio de pioneros que no tenía nada que envidiar al que había leído en El palacio pertenece a los niños

La literatura infantil soviética preconizaba una atmósfera alegre, positiva y optimista donde los malvados eran “enemigos del pueblo”, gente sin entusiasmo y egoísta que se apartaba de los valores comunistas. En una época en que Alemania y Austria, pero también algunos países escandinavos y Gran Bretaña practicaban el llamado “realismo crítico”, los países socialistas imponían un concepto de literatura idealizadora y ejemplarizante complementada por la presentación sistemática en la prensa de un capitalismo decadente, sombrío y brutal… que en Cuba se identificaba también con el “pasado ominoso” del que nos había salvado la revolución castrista.

No puedo excluir que el “positivismo” de la literatura infantil socialista que tanto leí me haya marcado al rojo vivo. Sobre todo teniendo en cuenta que la literatura occidental que me llegaba a través de la biblioteca provincial de Santa Clara (anterior a 1968) también eludía mostrar la crueldad del mundo real. En mis libros raramente hay situaciones traumáticas… lo que no implica que mis historias sean idílicas, tranquilizantes o adictas al happy-end. Al contrario, yo diría que en mis cuentos y novelas predominan los cuestionamientos, la connotación y los finales abiertos.

El caso es que entre los libros que, de una u otra manera, orientaron mi gusto literario e incluso dejaron huella visible en mi creación, se encuentran algunos que no disimulan su aceptación e incluso promoción de la sociedad soviética y sus valores. Pero lo hacen con talento y sin subordinar el interés de la historia y la calidad literaria. Entre estos libros sobresalen Timur y su pandilla, de Arkadi Gaidar, Una historia terriblísima, de Anatoli Alexin, Aventuras de Kosh, de Anatoli Ribakov,  El viejo djin Jottábich, de Lazar Laguin y Los tres gordinflones, de Yuri Olesha, así como algunos cuentos tradicionales rusos.

Antes de detallar mi relación con esa media docena de obras, debo advertir que ni siquiera al comenzar este artículo, tenía yo la intención de probar de qué manera y eventualmente en cuáles de mis libros se nota su huella. Como ya he declarado en otra ocasión, un escritor raramente es consciente de sus influencias y a veces hasta cree seguir los pasos de un autor que en realidad no es el que más le ha marcado. Pero al comenzar a examinar las obras de las que a continuación me ocupo, recordé detalles, encontré información en mi archivo e incluso notas en los márgenes de los volúmenes mismos, y todo eso me orientó hacia qué me gustó en ellos y porqué.

Fue en un ejemplar de esta edición que descubrí Timur y su pandilla en la biblioteca provincial de Santa Clara
antes de cumplir 13 años. Años después compré un ejemplar de la edición cubana, que no conservo.
Timur y su pandilla fue probablemente la primera novela rusa que leí y la que más intensamente influyó los cuentos y novelas con que me inicié en la vida literaria pública cubana entre 1974 y 1980. Es la historia de una pandilla de niños que, durante el verano, se organizan para ayudar a las familias de los hombres de la aldea que han sido movilizados al frente de batalla (de una guerra que no se nombra, pero que debió ser la “Guerra de Finlandia”, en 1940, lo que explica la popularidad de la obra durante la “Gran Guerra Patria” que debió librar la Unión Soviética a partir de la invasión nazi en 1941).

Cuando comencé a frecuentar los talleres literarios y premios regionales que permitían el desarrollo de un escritor aficionado en la Cuba de mediados de los 70, yo tenía escritas 54 novelitas de aventuras, las unas peores que las otras. Las había escrito entre mis 13 y 18 años, período en el que era perfectamente permeable a la norma ideológica en vigor y a los libros (y películas) a mi alcance.

Por entonces yo creía realmente en la superioridad moral, política y económica del modelo soviético, y veía en Timur y su pandilla un arquetipo de novela infantil de aventuras en un marco contemporáneo y comparable al de mi país en aquel momento (en “guerra fría” contra el imperialismo yanqui). Esta obra de Gaidar tenía, además, el mérito de corregir el modelo –literariamente inferior e ideológicamente denostado– que presidía cuanto había yo escrito hasta entonces: las novelas de niños detectives de la inglesa Enid Blyton.

Por causa de su extensión, yo no podía discutir mis novelas en las sesiones de talleres literarios, pero además ninguna tenía la calidad necesaria para presentarla a un premio literario. Decidí entonces escribir cuentos con un estilo muy similar: formalmente realistas, de ambiente contemporáneo, protagonizadas por niños y con una intriga de misterio lo más verosímil posible. Timur y su pandilla me parecía tan buen modelo que recuerdo haberla leído numerosas veces (tantas como Aventuras de Guille, de la cubana Dora Alonso o Emilio y los detectives, del alemán Erich Kaestner) tratando de “impregnarme” de su técnica y tono. Por eso no es raro que el segundo texto que publiqué en mi entonces corta carrera, y el primero de carácter crítico, fuera una reseña (en realidad mediocre) de la novela de Arkadi Gaidar.
Mi primera reseña literaria
Boletín “Pluma y Fusil” del taller literario de la Universidad Central de Las Villas, inicios de 1976

Dejé de escribir mis cuentecitos más o menos realistas y bastante ejemplarizantes, en 1979, tras ganar el premio del Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios con “La gran rosa blanca”, un nuevo tipo de cuento, de estilo poético, relación parabólica con la realidad y mensaje ecológico y humanista. Con otros seis cuentos similares compuse De los primeros lejanos tiempos la lechuza me contó, libro tardíamente publicado en 1987. Fue mi segundo y no mi primer libro, puesto que en 1983 había llegado a las librerías El secreto del colmillo colgante, una novela detectivesca donde no sería imposible detectar la huella de Timur...

De Una historia terriblísima, de Anatoli Alexin, me encantaron el narrador en primera persona, perspicaz pero levemente ridículo, el estilo irónico, la trama detectivesca perfectamente verosímil y el ambiente –escolar– de un adolescente común y corriente. Sin embargo, su huella no está en mis novelas más o menos realistas El secreto del colmillo…, Exploradores en el Lago o Mi tesoro te espera en Cuba, sino en un libro de estilo fantástico como Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes, donde desarrollé plenamente la parodia de recursos y convenciones literarias que asoman en el discurso y la trama del escritor ruso.

En verdad, siempre quise poder escribir algo parecido a Una historia terriblísima, pero solo ahora estoy cerca de lograrlo (daré noticias dentro de un año). Con todo, en 1987 la emisora cubana Radio Progreso difundió los 104 capítulos de mi folletín radiofónico “El corazón es una flor”, donde el realismo, el ambiente escolar y la importancia de la literatura  son quizá un eco de la novela de Alexin.
 
Mi primer folletín radiofónico (que tuvo un éxito que me hizo pensar más de una vez en convertirlo en novela) revela también alguna influencia de Aventuras de Kosh, de Anatoli Ribakov. Esta novela realista “pura” narra la vida de un joven aprendiz, que descubre durante un verano el mundo del trabajo y la economía, debe aprender a valorar las complejidades psicológicas del mundo adulto y tomar posición frente a un robo en el taller donde labora. Es, sin alardes, una bildungsroman que me impresionó vivamente y que consideré superior a mis fuerzas creativas.

Mi maltratado ejemplar de El viejo djin Jottábich

El viejo djin Jottábich es con certeza la novela juvenil soviética más conocida y más popular en Cuba. Sin dudas influyó en ello la adaptación televisiva con el apreciado Agustín Campos en el rol del djin que se ve trasplantado al “socialismo real” desde su mitológico califato esclavista. El choque tecnológico genera situaciones tan cómicas como las del choque de valores, pero estos últimos han envejecido aún más. Sin embargo el talento de Laguin es tal que la obra mantiene todo su encanto… al menos para un lector que tenga las referencias necesarias. Ahora que pienso en ello, me digo que la pareja protagónica de mi novela La tremenda bruja de La Habana Vieja, una preciosa, ingenua y bondadosa niña cubana y su fea, malvada y tramposa bruja que tiene por tía tatarabuela, está tal vez inspirada por la pareja que forman el pionero Volka Kostilkov y el milenario Hassan Abdurrahmán aben Jottab.

No puedo descartar que una parte de mi fidelidad a este libro radique en que viví una situación similar a la de Volka y su profesora de geografía. A los 10 años mis padres nos habían inscrito a mis hermanos y a mí en el conservatorio municipal. Mi hermana ya llevaba algún tiempo tomando lecciones de piano y resistió hasta su ingreso en la enseñanza secundaria, pero mi hermano abandonó inmediatamente un programa absurdo que se reducía a clases teóricas, sin propiciarnos el menor acercamiento al instrumento que habíamos escogido (en mi caso el acordeón… por simple identificación con un personaje de la serie televisiva de moda). Yo era un niño obediente, que nada asustaba tanto como decepcionar a sus mayores; así que si bien no tardé en desertar también, lo hice a escondidas. El curso había terminado y ya no temía yo un encuentro entre mis padres y mi profesora de solfeo cuando, a la orilla del mar, a 70 km de nuestra ciudad, se produjo lo impensable. No recuerdo que me castigaran por haber mentido durante meses. Pienso que la vergüenza ardía de tal manera en mi rostro que mis padres habrán comprendido lo inútil de agravar mi pena.

Lo más triste es que tengo un excelente oído musical y que podría haber aprendido cualquier instrumento (formé parte de varios coros en el Instituto y la Universidad). La música pudo ser mi “violín de Ingres”, pero todos los intentos que hice, ya adulto, por matricular piano resultaron infructuosos frente a la arbitraria burocracia que administraba el acceso a aquel privilegio cultural. Mi única, tardía, compensación me llegó el año pasado cuando publiqué Concierto n°7 para violín y brujas, la fantástica historia de un violín embrujado que se extiende durante cuatro siglos y que considero una de mis mejores novelas.


Los tres gordinflones es la más trascendente de las novelas que comento en este artículo. Es un raro y logradísimo ejemplo de realismo mágico revolucionario, casi podría decir revolucionarismo mágico puesto que Yuri Olesha consiguió con esta novela lo mismo que quizá se propuso Lazar Laguin: una obra literaria original y fuerte que portara los valores de la Revolución de Octubre. Pero lo hace de tal manera que incluso desconociendo o rechazando esos valores, la novela funciona. Por algo lleva años en el catálogo de una editorial española como Siruela, que se caracteriza menos por supuestos ideales de izquierda que por una alta exigencia literaria. Si Los tres gordinflones posee esa universalidad es porque se sitúa en un país sin nombre que podría ser cualquiera de los que, a inicios del siglo xx oscilaban entre “feudalismo moderno” y proto-capitalismo, y termina siendo el crisol de una revolución liderada por el obrero Próspero y el artista Tibul, con la colaboración decisiva la pequeña bailarina Souk, el viejo profesor Arneri y el propio príncipe heredero del triunvirato que tiraniza el país. La parábola de la revolución leninista es transparente para quien conoce la historia de principios del siglo XX, pero si no, de todos modos es la historia de una exitosa revuelta contra una abominable dictadura… de las que sigue habiendo y ¡ay! habrá en cualquier rincón de nuestro planeta.

Un escritor es un explorador-inventor que anda por la vida y por la literatura buscando superar al más hermoso de sus modelos. Yo he escrito libros bastante diferentes: novelas detectivescas y fantásticas, cuentos realistas y mágicos, leyendas, fábulas y simples historias para pequeñines; mis historias tienen un escenario reconocible (mi país) o no, se desarrollan en nuestra época, en tiempos pasados o en remotas épocas sin calendario, son serias o humorísticas, trepidantes o poéticas… pero lo que todavía no he conseguido escribir es una fábula basada en un decisivo momento histórico que –por la magia de la ficción y el talento– puedan aproximarse a arquetipos universales como Peter Pan y Wendy, El Mago de Oz, Aventuras de Pinocho, El patito feo, Los Viajes de Gulliver o La Bella y la Bestia. Opino que Los tres gordinflones pertenece a ese selecto grupo y mientras no consiga yo crear algo de esa dimensión, tendré motivos para sentirme insatisfecho y seguir mi arduo y tortuoso camino.

En mis Aventuras de Rosa de los Vientos y Perico de los Palotes y Concierto n°7 para violín y brujas hay cosas que, por momentos, pueden hacer pensar en la maravillosa novela de Yuri Olesha. Pero tal semejanza probablemente solo se ve de lejos y con buena voluntad. En realidad hace unos 20 años que tengo en mente el libro que podré poner al lado de este que me obsesiona y deslumbra. Pero todavía no he madurado bastante para escribirlo. El título es tan simple, claro y eficaz como este Los tres gordinflones. Pero no digo más…


Los cuentos tradicionales rusos alimentaron mi apetito de universos maravillosos. Yo ya conocía los de Perrault, muchos de los de los hermanos Grimm, algunos de Las mil y una noches y otras fuentes asiáticas, amén de algunos mitos y leyendas latinoamericanos… cuando descubrí los fascinantes cuentos rusos en una de las famosas compilaciones de Afanásiev o en volúmenes independientes, ricamente ilustrados. Uno de esos relatos, incluido en el volumen Alionuska, que adquirí probablemente después de 1981, me sirvió de inspiración para uno de los momentos definitorios de mi novela La leyenda de Taita Osongo, escrita y premiada en 1983, pero publicada solo dos décadas más tarde; en traducción francesa, primero, y en su versión castellana dos años después.


En este caso se trata de una influencia formal y compositiva, puesto que mi novela aborda la cuestión de la esclavitud durante la Cuba colonial. Pese a un tema, argumento y ambientación que nada tienen que ver con los de los cuentos tradicionales rusos, “El rey de los mares y Elena la sabia” me sugirió una escena de transformación sucesiva de objetos mágicos en obstáculos entre los héroes fugitivos y su peligroso perseguidor. Convenientemente tropicalizados y adaptados a mi historia, esos elementos aportan a mi novela el episodio de acción y magia indispensable para su catártico desenlace.


Desde que me marché de Cuba, en junio de 1989, perdí el contacto privilegiado que hasta entonces tuve con la literatura rusa. Sé que esa literatura pasó un momento de crisis con la caída del comunismo y el fin de la Unión Soviética. Pero también he podido saber que la literatura infantil rusa ha sabido afrontar las nuevas condiciones sociales, culturales y editoriales. Un día de estos, debo darme un paseo por ese panorama… que no puede ser sino estimulante.

Bibliografía

Afanásiev, Alexander: La sortija mágica. Cuentos populares rusos. Editorial Ráduga. Moscú, 1985. Ilustraciones: A. Kurkín. Traducción: José Vento Molina; 160 p.

Anónimo: Alionushka. Cuentos populares rusos. Editorial Progreso. Moscú, 1980. Ilustraciones: I. Ershov y K. Ershova. Traducción: José Vento Molina; 80 p.

Alexin, A.: Una historia terriblísima. Editiorial Gente Nueva. La Habana, 1978; 152 p.

Broditskaia, I., Golovanov Y.: El palacio pertenece a los niños. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Moscú, s/f.; 243 p.

Gaidar, Arkadi: Timur y su pandilla. Editorial Progreso. Moscú, s/f. Ilustrado con fotos de la película. Traducción: E. Rodriguez-Daniliévskaya; 101 p.

Laguin, Lazar: El viejo djin Jottábich. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Moscú, s.f.. Ilustraciones: B. Markevich. Traducción: J. López Ganivet; 374 p.

Olesha, Yuri: Los tres gordinflones. Editorial Progreso. Moscú, 1974 (co-editado por Gente Nueva. La Habana). Presentación (¿ilustracines?): V. Goriáev. Traducción: A. Herriaz; 158 p.

Ribakov, Anatoli: Aventuras de Krosh. Editorial Progreso. Moscú, s/f. Traducción: A. Herriaz; 236 p.

Varios: Literatura soviética. Número especial dedicado a la literatura infantil. Union de Escritores de la URSS. Moscú, 1968, n° 12 (246); 192 p.

Mis obras citadas

Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes. El Arca. Barcelona, 1996. Il.: Daniel Sesé. Alfaguara. Buenos Aires, 2004. Il.: Xulian; 118 p.

Concierto n°7 para violín y brujas. Fondo de Cultura Económica. México, 2013. Ilustraciones de Julián Cicero; 72 p.

De los primeros lejanos tiempos la lechuza me contó. Editorial Oriente. Santiago de Cuba, 1987. Il.: Vicente Rodriguez Bonachea / Versión ampliada y corregida: La lechuza me contó. Editorial Progreso. México, 2004. Il.: Fabiola Graullera; 54 p.

Exploradores en el Lago. Alfaguara. Madrid, 2009. Il: Tesa González; 164 p.

El secreto del colmillo colgante. Gente Nueva. La Habana, 1983. Nueva versión: El secreto del colmillo dorado. Libros & Libros. Bogotá, 2013. Il.: Luis Enrique Suárez; 192 p.

La leyenda de Taita Osongo. Fondo de Cultura Económica. México, 2006. Il.: Ajubel (estrenada en versión francesa: La légende de Taïta Osongo. Ibis Rouge. Montoury, 2004. Traducción de Pierre Pinalie); 78 p.

Mi tesoro te espera en Cuba. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 2002 / Edelvives. Madrid, 2008 (estrenada en la versión francesa: Cuba, destination trésor, 2000. Traducción de Mireille Meissel); 174 p.




























3 comentarios:

nemo dijo...

Qué singular es la experiencia de los escritores (y de los ciudadanos) cubanos: un país latino, hispano... que conoce mejor la literatura rusa que la de muchos países de su entorno cultural y geográfico. Pero es quizás ese tipo de cosas que hace especial la literatura cubana.

Anónimo dijo...

Buenas tardes, hace muchos años en la década de los noventa, le trajeron de cuba a mi hermana menor una novela juvenil ilustrada que creo se llamaba Mi general o algo así, trataba de un general retirado que iba a pasar sus últimos días con su hijo y la familia de este. Termina por desarrollar una amistad con su nieto. En fin no recuerdo el autor, si lo sabe, mucho agradeceré me lo haga saber. Saludos.

Joel Franz Rosell dijo...

Me suena vagamente esa novela, pero debe ser más antigua, pues casi no he vuelto a leer literatura soviética desde que dejé Cuba en 1989. Pero me temo que no fuera muy buen libro. En aquellos tiempos, los soviéticos hacían muchos libros consagrados a inculcar ideología incluso a niños pequeños que nada entendían de ello, o sacaban conclusiones erradas. Pero muchas veces uno establece una relación afectiva con un libro más por las circunstancias del encuentro que por el contenido mismo.

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