8/11/12

El clasico cubano y latinoamericano "La Edad de Oro" en francés

El gran clásico de la literatura infantil cubana y latinoamericana “La Edad de Oro”, de José Martí ha sido traducido al fin a la lengua francesa.
facsimilar de la primera versión publicada en Nueva York, 1889

Originalmente publicada como revista mensual (entre julio y agosto de 1889), los cuatro números han sido frecuentemente reeditados desde principios del siglo XX en forma de volumen único. Si bien anteriormente la editorial cubana en lenguas extranjeras José Martí ha traducido diversos textos de La Edad de Oro, es la primera vez que se intenta la traducción de la importante obra en su integralidad.

El colosal esfuerzo lo está llevando a cabo L’Atelier du Tilde, una modesta asociación de amantes de las culturas hispano-americanas residentes en Lyon, la segunda ciudad de Francia, situada a orillas del Ródano.

version del Atelier du Tilde. Lyon, octubre 2012
Las publicaciones de esta agrupación tienen carácter artesanal, forma que se presta perfectamente a la reproducción La Edad de Oro según su plan original: número a número. L’Atelier du Tilde publicará cada uno de los cuatro números en folleto independiente, del mismo tamaño y número de páginas que la edición original, cosido al lomo y sobre excelente papel. Solo cabe lamentar que todas las ilustraciones no estén a la altura –se reproducen algunos de los grabados originales, debidamente restaurados, junto a ilustraciones de un miembro de la asociación, de dudosa pertinencia- y que las tapas de la publicación sean de color dorado y no del mismo azul que los números originales. Pero, en fin de cuentas, la edición facsimilar –aunque en volumen único- coeditada en 1989 por Letras Cubanas y el Centro de Estudios Martianos (con motivo del primer centenario de la revista) llevaba una cubierta del mismo color ocre-dorado, y ya en ocasiones anteriores el libro en que se convirtió La Edad de Oro desde 1921 ha presentado ilustraciones diferentes escogidas por Martí en 1889.
Cubierta de la edición facsimilar del centenario (Letras Cubanas y Centro de Estudios Martianos. La Habana, 1989

El color de las tapas alude obviamente al título de la publicación, pero ya sabemos que ese título no lo escogió Martí sino el editor Dacosta Gómez, el mismo que provocara el prematuro fin de tan notable contribución martiana a la niñez cuanto quiso imponerle a su autor-redactor que hablase de “el temor de Dios”. En cambio, el color azul de las tapas sí fue escogido por Martí, quien se encargó de todo lo que, en forma y contenido, constituye La Edad de Oro. Un detalle interesante respecto a los grabados (extraídos de otras publicaciones): varios proceden del libro-álbum sin texto “Une journée d’enfant” (“Un día de infante”. Paris: Librairie Artistique-H. Launette, Editeur, 1883) del pintor e ilustrador francés Adrien Marie (Neuilly sur Seine, 1848 – Cádiz, 1891) del que tal vez Martí poseyó un ejemplar de esa o de las múltiples ediciones que se hicieron en los años siguientes, una de ellas en su ciudad de residencia: Nueva York, 1884. 
Dibujos de ese libro (revolucionario para su época) aparecen como primera página del número 4, y en los cuentos "Bebé y el señor Don Pomposo", "La muñeca negra" y "Los zapaticos de rosa", todos originales de Martí. Lo más interesante es que esos dibujos inspiraron situaciones decisivas de los dos primeros cuentos, por lo que podemos hablar de una auténtica colaboración (involuntaria por parte del francés).

página del cuento de Martí "Nené traviesa" en que figura una de las epónimas ilustraciones del francés Adrien Marie
La arquetípica imagen de la niña de pie ante un libro abierto sobre una silla, que en Cuba ha sido reutilizada por numerosas publicaciones sobre literatura infantil y que vi convertida en el cartel lumínico del círculo infantil “Nené Traviesa”, del Vedado, es una de las diez imágenes del libro de Adrien Marie que Martí se apropió de tan creativa manera.

Con motivo de la salida de la importante traducción, la narradora oral cubana Mercedes Alfonso, también residente en Lyon, ha preparado un espectáculo en torno al cuento “Los dos ruiseñores” (versión libre de Martí del cuento de Hans Christian Andersen “El ruiseñor”) incluido en el cuarto número de La Edad de Oro.  El espectáculo tendrá su “première” el próximo viernes 9 de noviembre, en el marco de la jornada cultural Les belles latinas (Bellas Latinas) en la librería Raconte Moi la Terre, de la capital del centro de Francia.

http://www.culture.lyon.fr/culture/sections/fr/theatre/actualites/les_deux_rossignols_a_la_librairie
José Martí fue escritor, periodista, político, diplomático y otras muchas cosas en su corta vida. Nació en La Habana, en enero de 1853, y a los 17 años ya partía deportado a España. Su actividad política, en aras de la independencia de Cuba y de la consolidación de la autodeterminación y la democracia en América Latina lo ocupó intensamente hasta morir en Dos Ríos, en el oriente cubano, en mayo de 1895. Tras más de 15 años de ausencia, acababa de pisar el suelo cubano como dirigente del Partido Revolucionario Cubano y de recibir el grado de general del Ejército Libertador.

Fue durante su largo exilio norteamericano, en tiempos en que la lucha por la independencia vivía uno de sus peores momentos, que Martí creó “La Edad de Oro”, como parte de su trabajo por la construcción de una sólida identidad latinoamericana; esta vez orientado directamente hacia la niñez, es decir, hacia los futuros hombres de la “América nuestra”, como él la llamara por oposición a la América anglosajona, en la que tuvo que vivir la mayor parte de su vida. Pero hubo otra motivación, más directa, personal y afectiva, que modula con poesía y sensibilidad estética los aspectos educativos de La Edad de Oro: la relación de Martí con María Mantilla (entonces a punto con 8 años y medio), su “hijita del alma”. La hija adoptiva –que algunos consideran hija natural- de Martí inspiró algunas de las más bellas páginas de ficción de la revista (“Nené traviesa”) y es quien se esconde tras la dedicatoria del cuento en verso “Los zapatitos de Rosa”, incluido en el último número: “A Mademoiselle Marie”.
A la izquierda, Martí con su hijo José Francisco y a la derecha con María Mantilla Miyares

¿Por qué esta dedicatoria en francés? Martí dio clases de francés a la hija de quien regentaba la casa de huéspedes donde vivió en Nueva York, y con certeza su amante, Carmen Miyares. En las últimas cartas que le escribiera, a modo de testamento paterno, Martí le da consejos de lectura para que siga mejorando su francés. Yo me permito pensar que la indudable influencia de las revistas infantiles francesas de la época en La Edad de Oro se debe a las lecturas que Martí compartió con María Mantilla Miyares en los meses previos a la publicación de la revista.


fragmentos de una carta de Martí a su "hijita del alma" María Mantilla, inspiradora y destinataria explícita de algunas de las mejores páginas de La Edad de Oro
  

Además de haber consultado revistas infantiles de la época, Martí tradujo dos cuentos de Edouard Laboulaye: “Meñique” (en francés “Poucinet”, es decir Pulgarcete o Pulgarcillo) y “El camarón encantado” (en francés “L’écrevisse”, es decir “El camarón”). El primer cuento pertenece a Contes bleus (1864) y el segundo a Nouveaux contes bleus (1866).

 

IMAGEN: portada (página de títulos) de Contes bleus (Cuentros azules) correspondiente a la primera edición : París. Furne y Cía , librairies-éditeurs, 1864... de la que poseo un ejemplar.

Cuentos azules. Montena. Madrid, 1988, quizás la más reciente edición en castellano (tengo un ejemplar en mi biblioteca)
   

Laboulaye no era autor de esos cuentos, sino solo su adaptador. Gran admirador de los cuentos tradicionales de todo el mundo, aprovechó du conocimiento del alemán para adaptar de una compilación publicada en dicha lengua los cuentos “Poucinet”, de tradición finlandesa, y “L’écrevise”, perteneciente al patrimonio de Estonia.
 

Dos imágenes correspondientes a “Poucinet”(“Meñique”) con las ilustraciones de Yan’ Dargent para la edición de 1864:

 


 

 Tumba de Edouard de Laboulaye en el cementerio parisino de Père Lachaise (Division 49 justo donde se cruzan la Avenue des Combattants Morts pour la France y la Avenue Transversale nº1)
 


Las dos ediciones que poseo de "Cuentos azules" de Laboulaye
La original francesa de 1864 y la versión española de Montena, 1988 

 

 

9/10/12

¿MAS ESCRITORES QUE LECTORES? MIS IMPRESIONES DE LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE PANAMA


Joel Franz Rosell e Irene Delgado, presidenta de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil

Volé a rumbo a Panamá menos de 24 horas después de regresar del Salón del Libro de Ouessant, pequeña isla frente al extremo occidental de Francia. Habían sido cuatro días largos con noches muy cortas y yo tenía necesidad de sueño. El vuelo,  que despegaba de París a las 23h30, ofrecía tiempo bastante para dormir. Pero al viejo Boeing de Mexicana-Air France no le funcionaba el aire acondicionado.

El calor era tal que viajé en short. Me revolví toda la noche en mi incómodo asiento, tratando, sin conseguirlo, de entenderme con el control de la pantallita que desde el dorso del asiento delantero proponía una variada oferta de filmes, documentales, juegos, informaciones...  

Llegamos al aeropuerto Benito Juárez pasadas las cinco de la mañana (hora de México). Disponía de dos horas para los trámites de re embarque, pero resultaron demasiado cortas para mi maleta que, contrariamente a lo que me habían dicho en el aeropuerto parisino Charles de Gaulle, debí recoger y depositar en el local de los equipajes en tránsito. Mejor me hubieran dejado despacharla personalmente en el mostrador de la aerolínea panameña Copa, pues aunque este avión despegó con casi una hora de retraso, cuando llegué a Ciudad de Panamá, vi vaciarse la cinta de entrega de equipajes sin que apareciese el mío.

 “Dos horas para cambiar de avión es poco”, me dijo el funcionario de Copa (seguramente habituado a tales percances). Y afable, convencido, añadió: “Llegará en el próximo vuelo”. Me entregó una boleta en la cual yo debía indicar mi dirección en Panamá. Solo pude escribir “Embajada de Francia”, pues desconocía al nombre de mi hotel. Solo al salir al hall del aeropuerto, los funcionarios de la Alianza Francesa que me esperaban en compañía de Irene Delgado, de la Academia Panameña de Literatura Infantil, me informaron que se trataba del Hotel De Ville.

Sonaba como apellido de propietario, pero en francés hôtel de ville es sinónimo de ayuntamiento y el hotel, pequeño y elegante, se da ínfulas francesas (creo haber oído decir que el dueño es, efectivamente, francés). Mi habitación estaba en el tercer y último piso y las vigas de madera, visibles, hacían pensar en las mansiones medievales de París.

 

Ignoro cuánto pagó la Embajada de Francia, pero a quien no tenga la billetera deprimida, no dudo en recomendar el hotel De Ville. Está en el céntrico y populoso reparto Obrario, entre la concurrida calle 50 y uno de los rascacielos más altos de Ciudad de Panamá, el Tower Bank… gracias a cuya mole de hormigón y cristal siempre pude orientarme fácilmente.

Los eficientes y atentos empleados del hotel me prometieron llamar al aeropuerto para confirmar la entrega de mi maleta, pero a las tres de la tarde supe que no había llegado en el vuelo esperado. La siguiente llamada dio un resultado nulo porque un problema de informática impedía saber dónde andaba mi pobre maleta.

En el hotel De Ville solo se hospedaba otra autora invitada (la mayoría de los franceses estaban en el Sheraton, inmenso hotel ejecutivo contiguo a Atlapa). La ilustradora Béatrice Rodriguez (pese a su apellido no hablaba una palabra de castellano) era la otra autora para niños que representaba a Francia (inicialmente éramos tres, pero una autora-ilustradora desistió a última hora). Supongo que Béatrice fue escogida por sus libros sin texto, lo que evacuaba el problema de disponer de bibliografía tanto en francés como en castellano. Por otra parte, su desconocimiento del castellano no le impidió cumplir su programa de talleres de ilustración (¿no dicen que una imagen vale mil palabras?).


Mi maleta seguía perdida cuando partimos a la inauguración de la Feria. “Sin falta en el siguiente vuelo, el de las 7” fue la nueva promesa de Copa, pero a las ocho menos cuarto aún nada. “Seguramente el embotellamiento que hay siempre a estas horas la calle 50 ha retrasado al repartidor de la Aerolínea”, me dijeron por teléfono, siempre confiados, los del hotel…

Yo ya empezaba a preocuparme: mi mochila solo contenía mi computadora portátil, algunos libros y una chaqueta de algodón. Si con la indemnización por equipaje extraviado podría llegar a comprarme la ropa necesaria, los libros que constituían el grueso de mi bagaje, resultarían irremplazables. ¡Los llevé precisamente porque en Panamá no existen!

En fin de cuentas, al regresar de la inauguración, la maleta me esperaba, sana y salva, en mi habitación. No obstante, el saco y la corbata ya no llegaría a ponérmelos, pues ya no habría ocasión para tanto acicalamiento: la inauguración acababa de concluir y la recepción ofrecida por el embajador al ser Francia el país invitado de honor, había tenido lugar el lunes por la noche, cuando yo apenas estaba llegando a París desde la isla de Ouessant. Para el resto de mis actividades, me vestí de la misma manera informal que la mayoría de los escritores y visitantes del centro de exposiciones Atlapa.


El acto inaugural tuvo lugar en el teatro del centro de exposiciones. Intervinieron la ministra de Educación (que destacó el concurso de cuentos en que participaron medio millón de escolares), la presidenta de la Cámara Panameña del Libro y el embajador de Francia (que improvisó en correcto español). Yo me senté junto con mi colega francesa, a la que le traduje algunos momentos importantes de la ceremonia. Estábamos demasiado lejos de la tribuna paa ser presentados a las autoridades panameñas, pero sí pude intercambiar unas palabras con el embajador durante su recorrido por los stands institucionales. El espacio de Francia estaba en el centro del área que albergaba editoriales y librerías. Era fácil localizarlo gracias a una pequeña y fea torre Eiffel de aluminio que a un lado tenía el stand de la Alianza Francesa y al otro el de la Librería Francesa y el único sitio con cómodos asientos en toda la Feria (mucha gente se sentaba allí a merendar, sin enterarse quizás de que estaban en “territorio francés”).

En el stand de la Alianza Francesa, que es donde se vendían nuestros libros, me fueron presentados varios funcionarios de los servicios culturales de Francia en Panamá y los otros intelectuales franceses: el filósofo Emmannuel Jaffelin, el escritor Joseph Jos, el caricaturista Michel Bridenne, los escritores y periodistas Marc de Banville y Jean-François Boyer, y el periodista Bertrand Rosenthal (el único a quien conocía previamente; autor junto a Jean-François Fogel de “Fin de siglo en La Habana”, un excelente panorama de la Cuba los años 87-92 durante los cuales el primero fue corresponsal en la capital cubana).
  
LIBRO BUSCA LECTORES QUE BUSCAN LIBROS QUE BUSCAN ESCRITORES QUE…


Los panameños son alegres, bullangueros y muy musicales, así que la parte recreativa de la Feria tuvo mucho éxito. Demasiado; mis talleres debí hacerlos micrófono en mano pese a que los participantes compartían conmigo la amplia mesa.
  
Los stands de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil, de la Alcaldía de Panamá y de la Biblioteca Nacional estaban en el área del centro de exposiciones donde también tenían lugar los numerosos conciertos y recitales (artistas infantiles, cantautores, conjuntos aborígenes, afropanameños y campesinos, narradores orales y hasta un coro evangelista).

 
Lo cierto es que los panameños aventajan a pueblos ruidosos que conozco tan bien  como Cuba y Brasil. Su tolerancia auditiva debe superar ampliamente la del terrícola medio. Ya en el acto inaugural, la intervención del coro de estudiantes de música (“culta”) puso en evidencia que para sus tenores y sopranos solistas importaba más la potencia de sus cuerdas vocales que su fidelidad a la partitura y su acople con el resto del coro. No obstante, la experimentada violinista Graciela Núñez, que cerró la ceremonia, restañó el prestigio del músico istmeño al ejecutar con absoluta perfección y sobriedad un exquisito repertorio. 

Panamá posee 3 millones y medio de habitantes en sus 75 mil kilómetros cuadrados y todavía está lejos de ser un país de lectores. La oferta editorial no era ni abundante ni variada,  no solo porque el país carece de un auténtico sector editorial (y ninguna casa se especializa en libros para chicos), sino por la ausencia de las editoriales transnacionales (españolas o hispanoamericanas) que yo esperaba ver allí. Norma, Fondo de Cultura Económica, SM o Alfaguara estaban escasamente representadas por librerías o por empresas especializadas en saldos y una apretada selección de best sellers y clásicos.

El variado programa de la Feria cubría las 24 páginas de un tabloide multicolor. En él se presentaba –con foto y ficha biográfica– a nueve escritores panameños y once “internacionales” entre los que sobresalían el colombiano William Ospina y la uruguayo-española Carmen Posadas; sin contar a los franceses. Ni Béatrice Rodríguez ni yo tuvimos derecho a foto y presentación… por la tradicional y arraigada costumbre de menospreciar a los autores de libros infantiles, obviamente.

Entre los 76 expositores, unos 60 estaban vinculados más o menos directamente con el libro, y algunos stands estuvieron permanentemente abarrotados de público. Me quedé con las ganas de actualizarme en literatura infantil latinoamericana, pero tuve la agradable sorpresa de encontrar un stand de Cuba (participante en siete de las ocho ediciones de la Feria) donde, si bien como de costumbre había mucha menos literatura que textos ideológicos y de historia reciente, conseguí una interesante novela de Alfonso Hernández Catá, el jugoso Diccionario Enciclopédico de la Música Cubana (cuatro tomos) y varios títulos  sobre las culturas afrocubanas.

Pese a su carácter internacional y a verse muy concurrida, la Feria Internacional del Libro de Panamá no es un evento del orden de otras en las que he participado –no digo ya en París, Buenos Aires o Madrid– sino en Salónica, Santiago de Chile o La Habana. No es de extrañar puesto que el menos populoso de los países evocados triplica por lo menos la población de Panamá. Tampoco olvidemos que la república istmeña, fundada en 1903, es la más joven de América Latina, y que su soberanía y desarrollo económicos se vieron prolongadamente oprimidos por la presencia estadounidense. El vigor actual de la economía panameña y su anhelo de progreso social y cultural auguran un buen futuro a la cultura en general, y a la lectura y la literatura infantil en particular.
monumento homenaje al maestro panameño en la plaza Medio Baluarte (Casco Antiguo)

Bueno sería que Panamá disponga de un Ministerio de Cultura y que existan políticas estatales y/o de apoyo a la iniciativa privada en el campo de la editorial para chicos. La Feria Internacional del Libro y los diversos eventos educativo-culturales que se desarrollan en el país deberían incluir talleres profesionales de formación en creación literaria, edición e ilustración. Los dos últimos campos están aún menos desarrollados que la literatura, puesto que en ellos la inversión monetaria y el trabajo en equipo pesan más.

Si conocer la literatura panameña para adultos no estaba en mis planes, tampoco conseguí llevarme una impresión de conjunto de la literatura infantil panameña. Al no existir editoriales especializadas ni un lugar donde estuviera concentrada la muy dispersa e irregular producción para chicos (muchos autores deben recurrir a la autoedición o confiar sus manuscritos a meras imprentas), solo pude valorar el conjunto presentado por la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil. Su presidenta, Irene Delgado, me ofreció los doce títulos coeditados con la Asamblea Nacional. Aunque no faltan variedad estilística y temática, excelentes intenciones y algunos resultados encomiables, queda mucho camino hasta alcanzar la necesaria calidad de textos, edición e ilustración.


No fueron pocos los panameños que testimoniaron su deseo y disposición a trabajar para que este progreso sea posible, pero esto requiere voluntad política, formación profesional y no pocos recursos materiales y logísticos.
 con representantes de la Academia de Literaura Infantil: de izquierda a derecha :
Vielka Vargas, Leda Moreno e Isabel Delgado

LA INFALIBLE RECETA DEL CUENTO PERFECTO


Mi agenda personal comenzó el  jueves 23, con la conferencia “La infalible receta del cuento infantil perfecto” en la misma sesión de las Jornadas Profesionales en que tuvo lugar la presentación de la colección de narrativa de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil. El público, en consecuencia, era idóneo para mis disquisiciones acerca de lo que constituye la carne y sangre de la obra literaria para chicos. Esta “clase de anatomía y fisiología” narrativas la ilustré, vía power point, con dibujos que presentan humorísticamente, los diferentes “órganos y funciones vitales” del cuento.
  



                                          tres de los 21 diagramas de mi “Manual de anatomía y fisiología del cuento”

Comencé, obviamente, confesando que ni yo ni nadie posee una receta infalible para crear cuentos perfectos, y que en caso de que tal cosa existiese no pasaría de una fórmula irrepetible e intransferible (como las simientes genéticamente modificadas de la conocida transnacional, que no dan más que una cosecha). El debate que siguió mi exposición, y las conversaciones subsiguientes en pasillos, en el stand de la Alianza Francesa o en ocasión de mis talleres, me demostraron la avidez y simpatía con que fui escuchado.
No faltó quien comentara la consternación causada por un distinguido colega a principios de año, cuando en un muy esperado taller, desarrolló la tesis de la no existencia de la literatura infanto-juvenil. En un país que está enfrascado en desarrollar la creación literaria para chicos, la deconstrucción no es la forma más oportuna de invitar a reflexionar sobre nuestra especialidad, y mi colega no lo tuvo en cuenta.
Pero un peligro mayor amenaza el pleno desarrollo de la literatura infanto-juvenil en Panamá: al invertir colosales esfuerzos y recursos en la organización de un concurso de cuentos infantiles en el cual participaron medio millón escolares (la mitad de todos los que estudian en el istmo) y al proyectar imprimir y proponer como lectura escolar las historias resultantes, el Ministerio de Educación ha podido alimentar la confusión entre la expresión creadora escrita de niños y adolescentes, y la literatura infantil y juvenil. Lo primero es solo la expresión de la capacidad imaginativa y expresiva de los chicos, mientras lo segundo no puede salir más que del trabajo crítico y autocrítico de un individuo rico en experiencias vitales y culturales, y con un propósito de innovación formal y solidez argumental.
Solo excepcionalmente, se dan en un menor de edad las competencias de rigor, madurez y cultura literaria sin las cuales es imposible producir una obra con valores universales e imperecederos. La expresión creadora escrita, preferiblemente desarrollada en un taller de escritura de cierta duración y guiada por un profesional competente, es una excelente estrategia en la adquisición y consolidación del lenguaje y de la lectura. No ha de confundirse el medio (la escritura no es otra cosa en este caso) con el fin (la lectura). El objetivo de toda institución educativa no es intentar generalizar algo que solo se produce en dosis infinitesimales: el talento literario: Lo que un país necesita son millones de lectores… que serán el público, creativo y apasionado qué duda cabe, de un inevitablemente reducido número de escritores de talento.
  

algunos de mis libros presentes en la Feria Internacional del Libro de Panamá

La Alianza Francesa solo había recibido uno de mis libros franceses: L’Oiseau-lire, editado por Belin, y ninguno de mis libros en español. Mis restantes editores hicieron poco caso al anuncio de mi participación en la Feria Internacional del Libro de Panamá. Lo atribuyo a que carecen de distribución en el país y a que habrán estimado poco significativa la cantidad de ejemplares que la Alianza habrá podido encargarles. Afortunadamente, yo había previsto que mis editores no iban a movilizarse para una feria cuya existencia ni siquiera parecían conocer, así que los 23 kg que pesaba mi maleta, temporalmente extraviada en las autopistas celestes, estaban esencialmente constituidos por ejemplares de algunos de mis títulos en castellano y francés.
Fuera del stand de la Alianza Francesa, solo vi “La Nube”, aunque supe que también estuvieron en venta dos ejemplares de “La literatura infantil: un oficio de centauros y sirenas”, libro de ensayos que está prácticamente agotado. Esto ocurrió en el stand que se hallaba precisamente frente al espacio francés: el de la librería y editorial Exedra, que pasa por ser la mejor empresa de su tipo en Panamá.
No sé si se debió a la relativa escasez de autores o a la falta de hábito, pero solo recuerdo haber visto cuatro o cinco autores dedicando ejemplares de sus obras. Béatrice Rodríguez y yo nos sentamos una vez ante la mesa de dedicatorias del espacio Francia.
Las muy divertidas historias sin palabras de mi colega tuvieron más éxito que mis libros, pero al cierre de la Feria casi todos mis títulos se habían vendido. Los restantes quedaron en la Maison de Francia, sede de los servicios culturales franceses en la capital istmeña. Los primeros en precipitarse, agotando aquellos títulos de los que llevé pocos ejemplares, habían sido los funcionarios de la Biblioteca Nacional, seguidos por los asistentes a mi conferencia y al conversatorio sobre Julio Verne que tuvieron lugar el jueves, mi primer día completo en la Feria.
 El escritor afropanameño Carlos WynterWynter, con quien compartí el conversatorio, disponía de una exposición formal, así que acordamos que él abriera la sesión para yo improvisar a continuación una intervención que no por ello carecía de preparación. En los últimos meses estuve leyendo mucho sobre Verne (una biografía, artículos) y de Verne (releí “Los 500 millones de la Begún y la mitad de “La isla misteriosa”, que terminé a mi regreso). Mi colega panameño tiene una visión idealista y romántica del gran escritor francés, llegando incluso atribuir sus famosas anticipaciones a dotes parapsicológicas (reconozco que ignoraba que Verne, como otros prestigiosos intelectuales de su época: Víctor Hugo o Conan Doyle, practicaran lo que entonces se llamaba Espiritismo).
“Ustedes saben que soy cubano de origen y francés de nacionalidad; pero si me he afrancesado tan fácilmente es porque siempre he sido racionalista y cartesiano...”, empecé diciendo, y proseguí desmontando varias de las leyendas y sublimaciones que envuelven la figura de un escritor que ciertamente no careció de imaginación, pero fue sobre todo un difusor de las conquistas científicas y tecnológicas más avanzadas de su época, a la vez que un convencido conservador en materia social.
Wynter se defendió “como gato boca arriba”, pero yo argumenté sin contemplaciones. Una señora del público expresó, casi acongojada, que yo les quitaba todas sus ilusiones en torno a Verne. “Al contrario”, respondí, “nunca un escritor es más grande que cuando se le juzga objetivamente, reconociéndole a su talento lo que solo con talento (y trabajo) consiguió”.
                             comienzo el taller con un esquema de los « ingredientes » imprescindibles a todo cuento

Mi primer taller debí interrumpirlo a causa del ruido; en el local aledaño (el “Teatrito” que acogía un concierto tras otro) comenzó un espectáculo de danza tradicional (esa que todo el mundo conoce, con las muchachas que levantan con la punta de los dedos sus amplias faldas bordadas, y los muchachos que zapatean con las manos cruzadas en la espalda). El segundo taller fue el más concurrido y se desarrolló normalmente, en la relativa calma del stand de la Biblioteca Nacional. Pero el tercero, en el vecino stand de la Academia Panameña de Literatura Infantil y Juvenil, fue el mejor, pese a al fondo incongruente y atronador de un coro evangelista.
ante uno de los murales que ilustran la obra de Verne…
 y con una camiseta de Tintín leyendo.
Aunque de lengua francesa, Tintín y su autor son belgas.

Los temas y figuras escogidos por Francia en su calidad de país invitado de la feria eran la Revolución de 1789, Jean Jacques Rousseau y Julio Verne. Por eso di a mis talleres el título, un tanto retorcido, de “Viajes Extraordinarios con Julio Verne y tu imaginación”. Sin embargo, pronto me di cuenta de que los chicos que venían a escribir conmigo desconocían por completo el mundo del escritor cuya obra triunfara justamente bajo el rótulo de Voyages Extraordinaires (Viajes Extraordinarios). Lo que mis talleristas se sacaban del meollo cuando yo les pedía imaginar personajes, ambientes y acciones para un cuento, salía esencialmente de dibujos animados o del trillado esquema de la bruja, la princesa, el castillo y el dragón.
Así que el último taller lo empecé comentando varios de los libros de Verne que exponía la Biblioteca Nacional en el stand vecino, y me empeñé en orientar el cuento hacia escenarios y acontecimientos característicos de la ciencia-ficción. Tanto los adultos como los niños participantes se integraron muy bien en la creación colectiva, y cada cual se marchó con un texto en devenir que invité a retrabajar y prolongar según la inspiración, esta vez, totalmente individual.
       una niña que no parecía muy cómoda con la expresión escrita,
resumió con dibujos la  historia que armamos con palabras

DEL CASCO ANTIGUO AL PARQUE NATURAL METROPOLITANO
los panameños aman mucho su país: vi muchísimas banderas nacionales y hasta la más popular de las cervezas se llama Panamá.


Como mis actividades eran por la tarde, aproveché dos mañanas durante la feria, y la del lunes, antes de emprender el regreso a Francia, para visitar Ciudad de Panamá. Comencé por el Casco Antiguo (que no hay que confundir con Panamá Viejo: ruinas del primer asentamiento de la ciudad). Situado en una península que se eleva sobre el Océano Pacífico, el Casco Antiguo se organiza en torno a la Plaza de la Independencia, dominada por la catedral, y la Plaza Bolívar, encuadrada por el Teatro Nacional y, un poco más allá, el Palacio Presidencial.

El Casco Antiguo recuerda algunos barrios de La Habana Vieja, pero enseguida salta a la vista que se trata de una arquitectura menos refinada. Panamá no contó durante los siglos XVIII y XIX con las enormes riquezas amasadas por la capital de la entonces colonia española de Cuba. Por otra parte, el clima rudamente tropical dificulta una conservación que no ha beneficiado de los millones que, sin ir muy lejos, han dado lugar a la pasmosa modernidad de los rascacielos de Punta Paitilla.
                          


Otra cosa que destaca en la parte más antigua de Panamá es que el mar siempre se ve al final de alguna de sus estrechas calles, cosa que raramente ocurre en la capital cubana. Se trata de un océano que, haciendo honor a su nombre, luce más apacible que el turbulento Atlántico que suele golpear con saña los arrecifes sobre los que se alza el malecón habanero. Pero no hay que dejarse sorprender por las mareas, que en pocas horas transforman el litoral de llanura fangosa en caudalosa playa. 


            
Marea alta y marea baja en márgenes opuestas de la península donde se levanta el Casco Antiguo










Actualmente se restaura precipitadamente el Casco Antiguo. Supuse que la celebración del Centenario del Canal en 2014 explicaba aquella caótica actividad, pero los comerciantes locales, que se ven seriamente afectados por el bloqueo simultáneo de varias calles, acusan al gobierno de multiplicar las inversiones con fines puramente electoralistas.
  
La catedral posee una fachada de plano grandioso que ameniza la mezcla de piedras de distintas tonalidades (rasgo común a otros edificios religiosos de la misma época, como las ruinas del convento de Santo Domingo). Pero el interior de la iglesia magna revela muros descascarados, falta de ornamentación y hasta de limpieza (antes de sentarse en los bancos más
cercanos a las puertas, asegúrese de que la caca de palomas esté seca).

En contraste con el abandono y pobreza de la catedral, la coqueta iglesia de San José deslumbra con su altar de oro.

En la misma calle (casi todas llevan los desangelados nombre de Calle A, B, Central o simples ordinales) visité varias tiendas de artesanía, unas caras y surtidas y otras extremadamente humildes. Pero no hay que dejarse engañar por las apariencias; aparte de que el mismo artículo puede hallarse a precio mucho más bajo en alguna de las plazas, una joyita puede ocultarse en el polvoriento fondo de un tenderete.

El promontorio donde se levanta el Casco Antiguo tiene la forma de una bota, cuya afilada punta se adentra en la bahía de Panamá. Esta zona está bordeada por un elegante paseo que debe su apelación (“Las Bóvedas”) a los restos de bastiones coloniales. Allí se encuentra la Plaza Francia, con la embajada del país homónimo y el monumento a los primeros protagonistas del Canal.

En torno a un obelisco coronado por el emblemático gallo francés se alinean los bustos de Ferdinand de Lesseps, el primero en intentar, en 1880, la construcción de la espectacular vía transoceánica y algunos de los altos personajes que lo acompañaron en la trágica aventura (tras dejar miles de muertos, millones gastados y reputaciones arruinadas, los franceses abandonaron la obra) que en 1903, con nuevas tecnologías, mejor organización y más dinero, concluyeron los estadounidenses nueve años después.
Los cubanos estamos vinculados al Canal de Panamá a través de Carlos J. Finlay, el médico que descubrió en 1881 que era el mosquito aedes aegyptis el trasmisor de la fiebre amarilla que diezmaba a los obreros, en su mayoría caribeños y frecuentemente de raza negra. No tengo compatriota que no haya escuchado en la infancia la historia del científico estadounidense a quien se intentó atribuir la gloria del descubrimiento. Finlay es reconocido en una placa de mármol situada en un ángulo de la plaza Francia y en el Museo del Canal que visité, dos días después, en la esclusa Miraflores.

La plaza de la Catedral, la Plaza Francia y el paseo Esteban Huertas (con su vista espectacular del Panamá moderno, impactante combinación de Manhattan y Dubái) son los puntos turísticos más importantes del Casco Viejo. Allí abundan los vendedores ambulantes de artesanía; en primer lugar, los famosos sombreros de jipijapa (mal llamados “de Panamá” pues en realidad son oriundos de la vecina República de Ecuador; me consta porque en 1986 estuve en el lugar donde se da la fibra con que se fabrican y donde viven sus más dotados artesanos), así como variados objetos creados por los diferentes pueblos aborígenes y afrocaribeños del istmo, entre los que sobresalen las famosas molas: bordados de intensos colores, elegantes líneas geométricas  y técnica sumamente peculiar.

Cambié mi inepta gorra de béisbol por un sombrero que protegiera del sol calcinante todo el perímetro de mi cabeza y compré dos magníficas máscaras de paja, una para mí y otra para mi amigo Leonel, que las colecciona, y joyas de una curiosa semilla tropical: la tagua o marfil vegetal, para mis amigas. Cuando volví el domingo, en compañía de Béatrice Rodriguez, hice algunas otras adquisiciones, entre ellas un auténtico sombrero “de Panamá”, de mucho más empaque y protección más eficaz que el sombrerito que adquiriera dos días antes. Esta vez solo compramos en las plazas, lo que me dio la ocasión de conversar con los vendedores, todos aborígenes o afropanameños, y sumamente sencillos y amables.


El viernes terminé mi recorrido del Casco en la plaza Bolívar. Tras bordear las calles, bloqueadas por la policía militar, que rodean el Palacio Presidencial, pasé delante del bar-restaurante Vieja Habana, que parecía realmente salido de una calle de la ciudad hermana (probablemente el paciente lector ignora que existe un delirante proyecto de canal a través de la parte más estrecha de Cuba, que permitiría navegar en línea casi recta entre la península de la Florida y el istmo de Panamá). Allí almorcé un plato casi cubano rociado de música 100% cubana. También proponían rones cubanos y mojitos, pero yo debía hallarme dos horas más tarde trabajando en la feria del libro, así que me puse sobriamente en camino. Mi idea era bordear el malfamado barrio Santa Ana.
  
No me sentí en peligro, pero sí advertí la pobreza de aquellas callejuelas sucias, oscuras, invadidas de modestísimos comercios donde–no sé por qué– abundaban las botas (todas igual de feas y toscas). Quería echarle un vistazo al Mercado de Mariscos, ya no para almorzar, pero al menos para conocer un lugar que me habían encomiado.
Lo cierto es que mi tiempo estaba contado y, siendo hora de almuerzo y siesta, los taxis se pusieron difíciles. Sobre todo cuando caminaba entre la Cinta Costera y la vía rápida que une el Casco Viejo y el centro, y el cielo comenzó a tomar aires de tormenta. Andando cada vez más de prisa, acabé por llegar a mi hotel, donde me miraron como si la tormenta  no se hubiera desecho en unas pocas gotas –como suele ocurrir en esas latitudes–, sino me hubiera caído entera encima. Una rápida ducha eliminó las huellas más visibles de la caminata en pleno mediodía istmeño (pero al llegar a París y ver cuanto había bronceado, me di cuenta de las últimas consecuencia de mi paseo al sol).
    En primer plano el monumento a Balboa, el descubridor del Pacífico.
Al fondo, perfectamente invisible, se halla el hotel De Ville.
El domingo, mi colega francesa y yo habíamos previsto visitar Panamá Viejo, pero nos advirtieron que las ruinas del primer asentamiento de la capital –abandonado tras ser arrasado por el pirata Henry Morgan en 1670- estaban cerradas por reformas. Así que nos fuimos al Parque Natural Metropolitano, un verdadero pedazo de selva tropical en plena urbe. Algunos árboles eran realmente impresionantes, como una ceiba comparable a la mayor que vi en Cuba, donde a ese árbol se le rinde pleitesía. Pero animales solo vimos una escurridiza jutía e diversos insectos, entre ellos algunas bellas mariposas.
 



















En medio del Parque Natural Metropolitano hay una elevación que permite apreciar el sorprendente amontonamiento de rascacielos de la moderna Panamá City

EL CANAL TRANSOCEANICO


Ciudad de Panamá cuenta con otros parques y zonas de esparcimiento en contacto con la naturaleza: una de las que más nos interesaba es el paseo que va de la península de Amador a las islas Naos, Perico y Flamenco. Creado para proteger la entrada al Canal, este dique es una obra de ingeniería comparable –en escala reducida, por supuesto– a la carretera que une los cayos de la Florida, pero con la ventaja de que aquí se da prioridad a los paseantes a pie, en bicicleta o en patines.
                                                 con Béatrice Rodriguez en el centro de visitantes de la esclusa Miraflores


Sin embargo, ante la disyuntiva de escoger entre el paseo Amador y el Canal, nos decidimos por este último. La amiga que iba a llevarnos en su auto, vive en las cercanías de lo que fuera territorio norteamericano en torno al canal (base militar hoy convertida en Ciudad del Saber) así que nos habíamos dado cita a mitad de camino entre la ciudad y la esclusa Miraflores.

 el barco se acerca a la esclusa (cerrada en sus dos extremos, aquí vemos el portón que da al Pacífico


Entrábamos en el centro de visitantes, cuando anunciaron que estaba por comenzar el espectáculo que se repite sin tregua durante las 24 horas de los 7 días de la semana: el cruce de la esclusa Miraflores por un navío mercante. Desde la terraza del tercer piso puede seguirse con detalle la operación, que dura 20 minutos, de entrada de un barco procedente del océano Pacífico al “elevador” acuático que le pondrá a la altura de los lagos que permiten recorrer gran parte de los 80 kilómetros del istmo de Panamá en navegación libre sobre agua dulce.

En Miraflores hay dos esclusas paralelas, lo que permite el paso casi simultáneo de dos navíos de diferente calado, y así ocurrió durante nuestra visita. La esclusa mayor mide 304 metros de largo por 33,5 de ancho y doce metros de profundidad, lo cual es poco para los supertanqueros y otros grandes buques actuales, para los cuales se construye un tercer juego de esclusas al costo de 5 millardos de dólares. Cuando el portacontenedores de Singapur que desfilaba ante nuestros ojos se halló entero dentro de la esclusa, se cerró la compuerta que da hacia el océano y se abrió lentamente la que da al pequeño lago artificial Miraflores.
en plena esclusa, el barco es remolcado por las « mulas »

El momento más impresionante es cuando el barco ha sido arrastrado por las “mulas” (locomotoras eléctricas que mueven a los barcos por el inmenso tanque que es la esclusa), hasta quedar exactamente frente a la terraza y su mole de acero, de miles de toneladas, se eleva gracias al simple principio de los “vasos comunicantes” y a la presión atmosférica sobre el agua.
                                      una vez fuera de la esclusa, los remolcadores conducen al buque al sitio  donde ya puede encender nuevamente sus motores y proseguir viaje sin peligro para las instalaciones del canal o para el propio navío

Tras la visita al bien concebido museo, que abarca los tres pisos del centro de visitantes de Miraflores, regresamos a la ciudad. Mis amigas Gaby e Irene, ambas de la Academia Panameña  de Literatura Infantil y Juvenil, nos invitaron a almorzar en el reputado restaurante El Trapiche donde descubrí el delicioso tamal en olla que, contrariamente a lo que creía, no tiene nada que ver con el insípido tamal en cazuela cubano (adjunto receta).

En general la comida panameña se parece mucho a la cubana. Los ingredientes básicos pueden ser los mismos, pero seguramente las especias son otras. La influencia de la gastronomía aborigen, muy diferente de la que pudieron legar los primeros habitantes de Cuba, también debe dar su especificidad a la cocina del istmo. En la Feria había un área gastronómica con una oferta culinaria “casera”. Todo allí, carnes y vegetales, asados o fritos, tenía los mismos sabores cubanos. Los franceses, por su parte, nos propusieron un restaurante libanés y otros dos, populares sin duda, pero donde la cocina panameña se regodeaba en mariscos y pescado.

De El Trapiche salimos bajo un copioso aguacero y ya con prisa, pues a las 3 p.m. me recogía el auto de la embajada francesa que me llevó al aeropuerto. Panamá es un nudo aeroportuario para América Central y el norte de América del Sur (me dijeron que por esa razón muchas instituciones internacionales tienen su sede allí), pero entre París y Ciudad de Panamá no hay vuelo directo. Si a la ida debí hacer escala en Ciudad México (dos horas en plena madrugada que no me dejaron ni asomarme a ver el cielo mexicano), al regreso hube de cambiar de avión en Ámsterdam (lujosa terminal aérea, pero escala igual de breve y estéril).

El 28 de agosto, al llegar a París, me di cuenta de lo bronceado que estaba… y de que tenía mucho trabajo atrasado. Esto explica que haya tardado más de un mes en poner punto final a esta crónica.


RECETA DEL TAMAL EN OLLA

Ingredientes

1/2 libra de harina de maíz amarillo precocida o polenta
5 tazas de agua
2 pastillas de caldo de pollo
1 pechuga grande de pollo
1 pimiento rojo
1 pimiento verde
2 cebollas grandes
1 rama de apio
3 dientes de ajo
cilantro
salsa de tomate
sal
pimienta
aceite de oliva
1 taza de pasas
1/2 taza de aceitunas verdes
1/2 taza de guisantes verdes
Procedimiento:

Masa:
Se hierve en las 5 tazas de agua, el pollo, una cebolla, los dos pimientos, el apio, los ajos, el cilantro y las dos pastillas de caldo de pollo, por unos 20 minutos hasta que la carne esté cocida y el resto de los ingredientes suaves.
Se retira el pollo y se corta la carne en pequeñas tiras con un cuchillo o con la mano, esto se reserva para luego hacer el sofrito.
El caldo en donde se ha cocinado el pollo se pasa por una licuadora, para que todos los vegetales queden integrados, hasta quedar como una consomé un poco espeso, y se vuelve a poner en la cazuela, a fuego bajo.

Se disuelve la media libra de la harina de maíz o polenta con agua fría, y se agrega poco a poco a la crema de vegetales que tenemos en la cazuela, removiendo para evitar grumos hasta que poco a poco el caldo va tomando una consistencia espesa de crema. Se sube el fuego hasta que al hervir salten pequeñas burbujas; entonces se rectifica de sal y se retira del fuego.

Esta crema se vierte en un molde refractario redondo, de unas 9 pulgadas y se deja reposar mientras hacemos el sofrito.


Sofrito:
Se echa en una sartén grande un buen chorro de aceite de oliva, y cuando esté caliente se pone la cebolla, y se remueve hasta que vaya cristalizando, luego se ponen los guisantes verdes (sin son congelados; si son de lata se ponen al final), se remueve un poco hasta que se suavicen. Luego se añaden las pasas y se sigue removiendo para que se vayan sofriendo poco a poco todos los ingredientes. A continuación se añaden las aceitunas cortadas en rodajas, se remueve y se incorporan unas 4 cucharadas grandes de salsa de tomate, una pizca de sal y pimienta.


Finalmente se agregan las tiras de pollo y se remueve todo para que quede muy bien integrado el sofrito.


Nota: falta en esta receta una especia que buscamos en un par de supermercados panameños sin poderla encontrar. A lo mejor los catalano-panameños a quienes les copié esta receta se limitaron a cambiar una palabra, o a substituir el ingrediente exótico por alguno hallable en Europa.




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